VI
VI
LOS OJOS DE TASCELA
—¿Por qué me traes aquí a vendarme la pierna? —quiso saber Valeria—. ¿Por qué no lo has hecho en la sala del trono?
Se sentaba en un diván, con la pierna herida extendida, y la mujer de Tecuhltli acababa de ponerle una venda de seda. Su espada, manchada de sangre, reposaba sobre el diván contiguo.
Frunció el ceño al hablar. La mujer había hecho su trabajo en silencio y con eficiencia, pero a Valeria no le gustaba nada el roce demorado y carnal de sus delgados dedos, ni la expresión de sus ojos.
—Se han llevado a los demás heridos a otras alcobas —respondió la aludida, con el característico tono bajo en que hablaban las mujeres de Tecuhltli, que de ninguna manera sugería suavidad ni gentileza. Momentos antes, Valeria había visto a esa misma mujer apuñalar en el pecho a una mujer y reventarle los ojos a un hombre herido.
—Tienen que llevarse los cadáveres de los caídos abajo, a las catacumbas —añadió—, no sea que los fantasmas se escapen y moren en nuestras estancias.
—¿Crees en fantasmas?
—Sé que el fantasma de Tolkemec habita en las catacumbas —repuso ella con un estremecimiento—. Una vez lo vi, mientras me acurrucaba en una cripta, entre los huesos de una reina muerta. Pasó con la forma de un anciano de flotante barba y cabellera blancas, y ojos luminosos que resplandecían en la oscuridad. Era Tolkemec. Yo lo vi cuando era niña y lo estaban torturando.
Su voz se convirtió en un susurro espantado.
—Olmec se ríe, ¡pero yo sé que el fantasma de Tolkemec vive en las catacumbas! Dicen que son las ratas las que roen la carne de los huesos de los fallecidos… pero los espectros comen carne. Quien sabe qué…
Miró con rapidez arriba, porque una sombra acababa de caer sobre el diván. Valeria alzó los ojos y vio que Olmec la contemplaba. El príncipe había limpiado la sangre que le salpicaba manos, torso y barba, pero no se había ceñido la túnica, y su gran cuerpo lampiño y oscuro reforzaba la impresión que transmitía de fuerza bestial. Sus profundos ojos negros ardían con una luz más primitiva y había como cierta ansiedad en la forma que tenía de mover los dedos con los que se acariciaba aquella espesa barba entre negra y azul.
Observó fijamente a la mujer, y ésta se levantó y abandonó la estancia. Al cruzar la puerta, lanzó una mirada de reojo a Valeria, una mirada de cínica burla y mofa obscena.
—Ha hecho un mal trabajo —criticó el príncipe, llegándose al diván e inclinándose sobre el vendaje—. Deja que le eche un vistazo…
Con sorprendente rapidez, dado su gran tamaño, se apoderó de la espada y la lanzó al otro lado de la estancia. Luego, la tomó entre sus brazos gigantescos.
Por más que él se movió raudo y de forma inesperada, ella no se le quedó a la zaga y, cuando él la aferró, ella ya tenía el puñal en la mano y buscaba su garganta con ánimo asesino. Más por suerte que por habilidad, Olmec atrapó su muñeca y comenzó una pugna salvaje. Ella luchó con puños, pies, rodillas, dientes y uñas, con toda la fuerza de su magnífico cuerpo y su conocimiento sobre la lucha cuerpo a cuerpo adquirido a lo largo de años de asaltos y combates en tierra y mar. Nada de todo eso le sirvió contra la fuerza bruta de Olmec. Perdió el puñal en los primeros instantes y, después, se vio incapaz de infligir un daño apreciable en su gigantesco atacante.
El brillo de los ojos negros de Olmec no se alteraba y su expresión la hacía hervir de furia, alimentada por la sardónica sonrisa que parecía adornar sus labios barbados. Aquellos ojos y labios contenían todo el cruel cinismo que se alberga bajo la superficie de una raza sofisticada y decadente; y, por primera vez en su vida, Valeria tuvo miedo de un hombre. Era como luchar contra una fuerza elemental, contra brazos de hierro que anulaban sus esfuerzos con una facilidad que la sobrecogía de pánico. Él parecía insensible a cualquier dolor que ella pudiera provocarle. Sólo una vez, cuando le hundió con fiereza los dientes en la muñeca y le salió sangre, Olmec reaccionó. Y lo hizo dándole una bofetada brutal, de forma que le hizo ver las estrellas, mientras la cabeza le oscilaba de un lado a otro.
Su blusa se había desgarrado con la lucha y él, con cínica crueldad, frotó su espesa barba contra el pecho desnudo, haciendo acudir la sangre a la piel suave y arrancándole un grito de dolor y furia ultrajada. Su convulsiva resistencia fue inútil, y la arrojó contra un diván, inerme y jadeante, aunque con ojos llameantes, como los de una tigresa atrapada.
Un instante más tarde, Olmec salió apresuradamente de la estancia, llevándola en brazos. Ella no opuso resistencia alguna, pero las ascuas de sus ojos mostraba que no había sido conquistada, al menos en espíritu. No gritó. Sabía que Conan no la iba a oír y estaba fuera de discusión que alguien en Tecuhltli tratara de oponerse a su príncipe. Sin embargo, se percató de que Olmec se mostraba cauteloso, ladeando la cabeza, como si tratase de cerciorarse, de oído, de que no los seguía nadie, y no regresaron a la sala del trono. La llevó por una puerta opuesta a aquella por la que había entrado, cruzó otra estancia y enfiló por un vestíbulo. Al convencerse ella de que él temía que hubiera cierta oposición al rapto, echó atrás la cabeza y lanzó un grito a todo pulmón.
En respuesta recibió un bofetón que la aturdió, y Olmec apresuró el paso hasta convertirlo en una desgarbada carrera.
Pero el grito había sido oído y, al volver la cabeza, Valeria, pese a las lágrimas y las luces que la cegaban en parte, pudo ver a Techotl cojeando tras ellos.
Olmec se dio la vuelta con un gruñido y se puso a la mujer bajo el brazo, en posición incómoda, y desde luego poco digna. Bajo su brazo Valeria se debatió y pateó como una niña. Pero era en vano.
—¡Olmec! —protestó Techotl—. ¡No puedes ser tan canalla como para hacer esto! ¡Es la mujer de Conan! Nos ha ayudado a matar a los xotalancas y…
Sin decir palabra, Olmec cerró el puño que tenía libre y de un solo golpe abatió al guerrero a sus pies, inconsciente. Haciendo un alto, y sin que lo estorbaran las contorsiones e imprecaciones de su cautiva, tomó la espada de Techotl de la vaina, y se la clavó al guerrero en el pecho. Luego, tirando a un lado el arma, corrió a lo largo del corredor. No vio el rostro oscuro de una mujer que lo observaba cautamente, oculta tras unas colgaduras. Se esfumó y, al cabo, Techotl gimió y se agitó, se alzó penosamente y se alejó tambaleante, llamando a gritos a Conan.
Olmec se escabulló a través del pasillo, para bajar por una escalera de caracol, hecha de marfil. Cruzó varios corredores y, al cabo, se detuvo en una gran estancia con todas las puertas cubiertas de gruesos tapices; todas excepto una… una pesada y de bronce, similar a la Puerta del Águila del piso superior. Murmuró sordamente, al tiempo que la señalaba.
—Esa es una de las puertas exteriores de Tecuhltli. Por primera vez en cincuenta años está desguarnecida. No necesitamos ya guardias, puesto que no quedan xotalancas.
—¡Gracias a Conan y a mí, carnicero! —Escupió Valeria, temblando de furia y por la vergüenza de haber sido físicamente reducida—. ¡Perro traidor! ¡Conan te cortará la garganta por esto!
Olmec ni siquiera se molestó en comentar que, en su opinión, era el cuello de Conan el que ya estaba cortado, según las instrucciones que había dado. Era demasiado cínico para que le interesaran las ideas u opiniones de Valeria. Sus ojos encendidos la devoraban, demorándose con pasión en las generosas porciones de carne blanca expuestas por los desgarrones de la blusa y los bombachos, producidos durante la lucha.
—Olvídate de Conan —dijo simplemente—. Olmec es el señor de Xuchotl. Ya no existe Xotalanc. No habrá más luchas. Pasaremos la vida bebiendo y haciendo el amor. ¡Pero primero bebamos!
Se sentó en una mesa de marfil y la obligó a colocarse en sus rodillas, como un sátiro de piel oscura con una ninfa blanca en los brazos. Ignorando su repugnancia, la mantuvo inerme, sujetándola con su brazo por la cintura, mientras que tendía el otro para coger una jarra de vino.
—¡Bebe! —exigió, forzándola a hacerlo, mientras ella trataba de apartar la cabeza.
El licor se derramó, quemándole la boca y manchándole el pecho desnudo.
—A tu invitada no le gusta tu vino, Olmec —dijo una voz fría y sarcástica.
Olmec se envaró, y el miedo apareció en sus ojos encendidos. Lentamente, volvió la gran cabeza para mirar a Tascela, que estaba parada, displicentemente en el portal cubierto de tapices, con una mano en su curvilínea cadera. Valeria se retorció en el abrazo de hierro de Olmec y, al encontrar su mirada con los ojos llameantes de Tascela, un helor recorrió su flexible espalda. Una nueva experiencia castigaba el orgullo de Valeria esa noche. Acababa de aprender a temer a un hombre y ahora sabía lo que era temer a una mujer.
—Me temo que no le gusta tu vino, Olmec —ronroneó la princesa—, así que he traído el mío; un poco del que vino conmigo, hace tanto tiempo, de las orillas del lago Zuad… ¿entiendes, Olmec?
El sudor perló de repente la frente de Olmec. Sus músculos se relajaron y Valeria, liberándose, se colocó al otro lado de la mesa. Pero, aunque la lógica le ordenaba que saliera corriendo del cuarto, alguna fascinación que no podía entender la mantenía quieta, contemplando la escena.
Tascela se acercó al príncipe sentado, con un paso ágil y cimbreante que tenía mucho de burla. Su voz era suave, insultantemente amable, pero los ojos le ardían. Sus delgados dedos se posaron sobre la barba.
—Eres un egoísta, Olmec —canturreó, sonriendo—. Querías quedarte para ti solo a nuestra hermosa invitada, aunque sabías que yo quería jugar con ella. ¡Eso no está bien, Olmec!
La máscara cayó por un instante, los ojos llamearon y el rostro se contorsionó mientras, con una aterradora muestra de fortaleza, su mano se cerraba convulsivamente sobre la barba, para arrancar un gran puñado de pelo. Esa demostración de fuerza antinatural no fue, sin embargo, más aterradora que la momentánea exhibición de la furia infernal que se apoderó de sus bellas formas.
Olmec se puso en pie con un rugido y se quedó tambaleante, como un oso, con sus poderosas manos abriendo y cerrándose.
—¡Puta! —Su voz retumbaba por toda la habitación—. ¡Bruja! ¡Súcubo! ¡Tecuhltli debió matarte hace cincuenta años! ¡Fuera! ¡Bastante te he aguantado! ¡La chica de piel blanca es mía! ¡Largo, antes de que te mate!
La princesa rio, mientras se limpiaba las hebras de baba manchadas de sangre de las manos. Su risa era menos misericordiosa que el roce del pedernal sobre el eslabón.
—Otrora hablabas de forma bien distinta, Olmec —le echó en cara—. Una vez, en tu juventud, pronunciaste palabras de amor. Sí, eras mi amante, hace años, y, porque me amabas, dormiste en mis brazos bajo el loto encantado… y pusiste a mi disposición las cadenas para esclavizarte. Sabes que no puedes oponerte a mi voluntad. Sólo tengo que mirar a tus ojos, con el místico poder que un sacerdote estigio me enseñó, hace mucho, y quedarás indefenso. Recuerda aquella noche bajo el loto negro, que se agitaba sobre nuestras cabezas, movido por una brisa que no era de este mundo. Aspira de nuevo el aroma del ultraterreno perfume que rondaba y se alzaba como una nube en torno a ti, para esclavizarte. No puedes luchar contra mí. Eres mi esclavo, al igual que lo fuiste esa noche… ¡al igual que lo serás siempre, Olmec de Xuchotl!
Su voz había decaído hasta convertirse en un murmullo que recordaba al de una corriente que susurrase a través de una oscuridad estrellada. Se acercó aún más al príncipe, y deslizó sus largos dedos por el gigantesco pecho. Los ojos de Olmec relampaguearon, sus grandes manos cayeron inertes a los costados.
Con una sonrisa de cruel malicia, Tascela tomó la jarra y se la puso en los labios.
—¡Bebe!
El príncipe obedeció maquinalmente. Y, al instante, el fulgor abandonó sus ojos para ser sustituidos por rabia, comprensión y horror. Su boca se abrió, pero no pronunció sonido alguno. Por un instante, se tambaleó sobre sus piernas, luego cayó al suelo, convertido en un fardo sudoroso.
Su caída sacó a Valeria de su parálisis. Se volvió y corrió hacia la puerta pero, con un movimiento que no desmerecía el salto de una pantera, Tascela la persiguió. Valeria le lanzó un puñetazo, con toda la fuerza de su cuerpo puesta en el golpe. Hubiera dejado a un hombre inconsciente, pero Tascela, con un rápido quiebro, la esquivó y agarró a la pirata por la muñeca. Al instante siguiente, aprisionaba también la mano izquierda de Valeria y luego, cogiéndola por ambas muñecas con una mano, la maniató sin prisas con un cordón sacado de su ceñidor. Valeria creía haber apurado ya la suprema humillación esa noche, pero la vergüenza de ser reducida por Olmec no era nada comparada con la sensación que ahora sacudía su flexible cuerpo. Siempre se había sentido inclinada a despreciar a los otros miembros de su sexo y ahora se veía abrumada por el hecho de encontrarse que otra mujer la dominara como a un niño. Apenas se resistió cuando Tascela la obligó a sentarse en una silla y, colocando sus muñecas prisioneras entre las rodillas, las ató a la silla.
Pasando indiferente junto a Olmec, Tascela fue hasta el portón de bronce y corrió el cerrojo para franquear el paso, revelando un vestíbulo vacío.
—Más allá de ese salón —indicó, hablando a su cautiva femenina por primera vez— hay una estancia que, en los viejos tiempos, se usaba como cámara de tortura. Cuando nos retiramos a Tecuhltli nos llevamos la mayor parte de los aparatos, pero había una pieza demasiado pesada. Aún está operativa. Y creo que ahora nos va a ser útil.
Una aterrorizada luz de entendimiento se encendió en los ojos de Olmec. Tascela fue hasta él y lo agarró por el pelo.
—Está paralizado tan sólo temporalmente —comentó de pasada—; puede oír, pensar y sentir… ¡sí, sí que puede sentir!
Tras proferir esa siniestra frase, se fue hacia la puerta arrastrando al gigante con una facilidad que hizo que los ojos de la pirata se desorbitaran. Entró en la sala de la que había hablado y se movió sin vacilación, desapareciendo con su cautivo en el interior de una estancia contigua, desde donde, en seguida, llegó el resonar del hierro.
Valeria juró por lo bajo y se debatió en vano, con las piernas atadas a la silla. Los cordones que la sujetaban eran, al parecer, irrompibles.
Tascela regresó sola, y, al instante, un amortiguado sonido salió de la estancia. Cerró la puerta, pero no corrió los cerrojos. Tascela estaba más allá de las esclavitudes de la costumbre, como lo estaba de otros instintos y emociones humanas.
Valeria guardó silencio, observando a la mujer en cuyas manos delgadas, comprendió, descansaba su destino.
Tascela la aferró por los rizos amarillos y le tiró la cabeza para atrás, mirándola impersonalmente a la cara. Aunque el resplandor de sus ojos oscuros no era nada impersonal.
—Te he elegido para un gran honor —manifestó—. Restaurarás la juventud de Tascela. ¡Sí, mira! Mi aspecto es joven, pero siento en las venas el frío de la edad al acecho, lo mismo que lo he sentido cientos de veces antes. Soy vieja, tan vieja que no recuerdo mi infancia. Pero una vez fui joven, y un sacerdote de Estigia me amó, y me entregó el secreto de la inmortalidad y la perpetua juventud. Murió al poco… dicen que envenenado. Pero yo moré en mi palacio a orillas del lago Zuad y los años me respetaron. Por último, el rey de Estigia me deseó y mi pueblo ser rebeló, y me trajo a esta tierra. Olmec me llamó princesa. No tengo sangre real. Soy más grande que una princesa. Soy Tascela, cuya juventud restaurarás con la tuya.
La lengua de Valeria se le pegó al paladar. Sintió que allí había un misterio más oscuro que la degeneración que había supuesto.
La más alta de las dos mujeres soltó las muñecas de la aquilonia y la puso en pie. No era el miedo a la fuerza superior de la princesa lo que convertía a Valeria en una cautiva, inerme y temblorosa, en sus manos. Eran los ojos ardientes, hipnóticos y terribles de Tascela.