VII

VII

EL DIABLO DEL FUEGO

Cuando Conan abandonó el camino de Velitrium contaba que lo esperaban unos quince kilómetros a la carrera, así que se puso manos a la obra sin perder un momento. Pero no había recorrido ni seis cuando oyó el ruido que hacía un grupo de hombres delante de él. Con el escándalo que organizaban al avanzar, no podían ser pictos. Los llamó a voces.

—¿Quién anda ahí? —inquirió una voz ronca—. Quédate donde estás hasta que te reconozcamos o te atravesaremos con nuestras flechas.

—No podríais ni darle a un elefante con esta oscuridad —respondió Conan con impaciencia—. Vamos, estúpidos, soy yo, Conan. Los pictos han cruzado el río.

—Algo así sospechábamos —respondió el líder mientras avanzaban: hombres altos y delgados, de rostro severo, con arcos en las manos—. Uno de los nuestros hirió a un antílope y lo siguió casi hasta el río Negro. Oyó los gritos de los pictos junto al río y regresó corriendo al campamento. Dejamos la sal y los carromatos, soltamos a los bueyes y volvimos lo más rápidamente posible. Si los pictos están asediando el fuerte, habrán enviado pequeñas partidas hacia nuestras cabañas.

—Vuestras familias están a salvo —refunfuñó Conan—. Un compañero mío se adelantó para llevarlas a Velitrium. Si regresamos por el camino principal podríamos toparnos con la horda entera. Iremos en dirección sureste, atravesando el bosque. Adelantaos. Yo iré por detrás.

Pocos momentos después, el grupo entero marchaba en dirección sudeste. Conan los siguió con prudencia, a la distancia justa para seguir oyéndolos. Maldecía el ruido que hacían; el mismo número de pictos o cimmerios se habría movido por aquellos bosques sin hacer más ruido que el viento que soplaba entre las negras ramas.

Acababa de cruzar un pequeño claro cuando se volvió. Su instinto le decía que lo estaban siguiendo. Inmóvil entre los matorrales oyó cómo se perdían en la distancia los ruidos de los colonos. Entonces una voz tenue llamó desde la dirección por la que había llegado el cimmerio:

—¡Conan! ¡Conan! ¡Espérame, Conan!

—¡Balthus! —exclamó, perplejo. Cautelosamente, respondió—. ¡Estoy aquí!

—¡Espérame, Conan! —dijo la voz, esta vez con mayor claridad.

Conan salió de las sombras con el entrecejo fruncido.

—¿Qué demonios estás haciendo…? ¡Crom!

Se agazapó mientras se le ponía la carne de gallina en la espalda. No era Balthus quien estaba aproximándose al otro lado del claro. Un extraño fulgor se desplazaba entre los árboles. Se movía hacia él despidiendo un inquietante y tenue resplandor, un verdoso fuego mágico que se movía con propósito y voluntad.

Se detuvo a pocos pasos de distancia y Conan lo estudió con mirada hostil, tratando de distinguir sus contornos, que el fuego desdibujaba. La temblorosa llama tenía un núcleo sólido. El fuego no era más que un atuendo que cubría una entidad viva y malvada. Pero el cimmerio fue incapaz de discernir forma alguna ni encontrarle ningún parecido. Entonces, para su asombro, una voz le habló desde el interior de la llameante columna.

—¿Por qué te plantas ahí como un cordero preparado para el matadero, Conan?

La voz era humana, pero arrastraba extrañas vibraciones que no lo parecían.

—¿Un cordero? —La cólera de Conan derribó su momentáneo asombro—. ¿Crees que le tengo miedo a un diablo picto de los pantanos? Un amigo me ha llamado.

—Era yo, usando su voz —respondió el otro—. Los hombres a los que siguen pertenecen a mi hermano; no robaré su sangre a su cuchillo. Pero tú eres mío. Oh, necio, has venido desde las lejanas colinas grises de Cimmeria para encontrar tu final en los bosques de Conajohara.

—Has tenido antes otras ocasiones de atacarme —resopló Conan—. ¿Por qué no me mataste entonces si podías?

—Mi hermano no había pintado un cráneo de negro para ti ni lo había arrojado al fuego que arde eternamente en el negro altar de Gullah. No había susurrado tu nombre a los negros fantasmas que recorren las tierras altas del País Oscuro. Pero un murciélago ha sobrevolado las montañas de los Muertos y ha dibujado tu imagen con sangre en la piel del tigre blanco que cuelga frente a la alargada choza en la que duermen los Cuatro Hermanos de la Noche. Las grandes serpientes se enroscan alrededor de sus pies y las estrellas arden como polillas en su pelo.

—¿Por qué me han condenado a muerte los dioses de la oscuridad? —gruñó Conan.

Algo —una mano, un pie o una garra—, el cimmerio no pudo discernir qué salió del fuego e hizo una marca sobre la tierra. Un símbolo permaneció allí unos segundos, marcado con fuego, y luego desapareció, pero no antes de que el cimmerio pudiera reconocerlo.

—Osaste hacer el símbolo que sólo los sacerdotes de Jhebbal Sag deben utilizar. El trueno resonó sobre las montañas de los Muertos y la choza-altar de Gullah fue derribada por un viento llegado desde el Abismo de los Fantasmas. El colimbo que lleva los mensajes de los Cuatro Hermanos de la Noche voló velozmente hasta mí y me susurró tu nombre al oído. Tu camino acaba aquí. Ya eres hombre muerto. Tu cabeza colgará de la choza-altar de mi hermano. Tu cuerpo será devorado por los Hijos de Jhil, de negras alas y afilado pico.

—¿Quién demonios es tu hermano? —inquirió Conan. La espada desenvainada estaba ya en su mano derecha, mientras la otra desataba discretamente el hacha que llevaba al cinto.

—Zogar Sag, un hijo de Jhebbal Sag que todavía visita en ocasiones sus sagradas arboledas. Una mujer de Gwawela durmió en un bosque consagrado a Jhebel Sag. Su hijo fue Zogar Sag. Yo también soy hijo de Jhebbal Sag, nacido de una criatura de fuego de un reino lejano. Zogar Sag me invocó de las Tierras Nubladas, mediante encantamientos y brujerías y, usando su propia sangre, me dio forma con la sustancia de su propio planeta. Ahora somos uno, unidos por vínculos invisibles. Sus pensamientos son los míos. Si él recibe un golpe, mi carne se magulla; si alguien me corta, él sangra. Pero ya hemos hablado suficiente. Muy pronto, tu fantasma conversará con los demás fantasmas del País Oscuro y ellos te hablarán de los antiguos dioses que no están muertos, sino dormidos en los abismos exteriores, y que de vez en cuando despiertan.

—Me gustaría ver qué aspecto tienes —musitó Conan mientras sacaba el hacha—. Tú, que ardes como una llama y sin embargo hablas con voz humana.

—Ya lo verás —respondió la voz de la llama—, lo verás y te llevarás la imagen contigo al País Oscuro.

Las llamas crecieron un instante y luego menguaron y empezaron a perder intensidad. Un rostro empezó a cobrar una forma sombría. Al principio, Conan pensó que era el mismo Zogar Sag, embozado en fuego verde. Pero el rostro estaba más alto que el suyo y tenía aire demoníaco. Conan empezó a advertir las diferencias respecto a los rasgos de Zogar Sag: los ojos oblicuos, las orejas puntiagudas, la finura lupina de los labios. Los ojos eran rojos, como rescoldos de fuego vivo.

Más detalles se hicieron visibles: un torso esbelto cubierto de escamas de serpiente, de forma humana y con brazos humanos de cintura para arriba; pero hacia abajo unas patas de grulla terminadas en sendos pies de tres dedos, como los de un enorme pájaro. El fuego verde corría a lo largo de las monstruosas extremidades. Se veía como si estuviera oculto por una neblina resplandeciente.

Entonces, de repente, se lo encontró encima, aunque no lo había visto moverse. Un largo brazo —por primera vez advirtió que iba armado— con unas garras como guadañas, se elevó sobre su cabeza y descendió hacia su cuello. Con un grito feroz, el cimmerio rompió el hechizo y se apartó de un salto, al tiempo que arrojaba su hacha. El demonio la esquivó con un movimiento de increíble rapidez de su delgada cabeza y volvió a abalanzarse sobre él con un siseante crepitar de las llamas.

Pero el miedo había jugado a su favor cuando había asesinado a las otras víctimas y Conan no estaba asustado. Sabía que cualquier criatura hecha de carne material puede ser destruida con armas materiales, por muy espantosa que sea su forma.

Un brazo armado con garras le arrancó el casco de la cabeza. Un poco más abajo y lo habría decapitado. Pero un feroz júbilo lo recorrió al sentir que el salvaje golpe de su espada se hundía profundamente en la ingle del monstruo. Esquivó un golpe brutal dando un salto hacia atrás y arrancó la espada del cuerpo de su enemigo. Las garras le arañaron el pecho y desgarraron los eslabones de la cota como si estuvieran hechos de tela. Pero Conan respondió con un salto como el de un lobo hambriento. Esquivó los zarpazos de la criatura y hundió profundamente la espada en su vientre. Sintió que sus brazos lo atenazaban y que sus garras destrozaban la cota de malla en busca de los órganos vitales. Unas llamas azules, tan frías como el hielo, lo recubrieron y empezaron a aturdirlo. Entonces se zafó fieramente de los brazos, que ya habían empezado a debilitarse, y su espada cortó el aire en un tremendo arco.

El demonio se tambaleó y cayó de costado, con la cabeza colgando solo por un jirón de carne. Los fuegos que lo envolvían danzaron fieramente, rojos como la sangre recién derramada, y ocultaron la figura. El olor de la carne quemada llenó las fosas nasales de Conan. Se limpió el sudor y la sangre de los ojos mientras se volvía y echó a correr con paso tambaleante por el bosque. La sangre resbalaba por sus miembros. En algún lugar, varios kilómetros al sur, atisbó el lejano resplandor de unas llamas que tal vez marcasen la posición de una cabaña incendiada. Tras él, en dirección al camino, se alzó un lejano aullido que lo espoleó con renovadas fuerzas.