El Kraken, ese ser antiquísimo,
surgió del limo primitivo
e«tierras sumergidas por el tiempo,
por la oscura superficie del océano.
LAS VISIONES DE EPEMITREUS
Hacía tres días que el León Rojo había salido de las Islas Barachas cuando el vigía avistó la galera de color verde.
Era el amanecer del tercer día. Desnudo hasta la cintura, con la espada colgando a un lado, Conan se hallaba de pie en el puente de popa, aspirando con fruición la salobre brisa marina, que había vuelto rígidas de sal su barba y su melena. Un amanecer de llamas doradas inundaba de luz el oriente y comunicaba fuego a las nubes largas y delgadas. El viento del noroeste cantaba entre los aparejos e hinchaba las velas en los mástiles.
—Vaya, Amra, conque de pie al alba, ¿eh? —dijo una voz profunda.
Conan se volvió y vio a Sigurd plantado en el puente, rebosando buen humor. El viento, que agitaba su barba rojiza y daba a sus mejillas una tonalidad encarnada, también extendía su amplia capa de color carmesí que una vez adornara las espaldas de un pomposo almirante de Zingara.
El cimmerio sonrió al observar el espectáculo que ofrecía el rudo hombre del norte. Las trencillas doradas que cubrían su capa formando arabescos estaban ajadas por el sol y la humedad; además, faltaban en ella muchos de los botones de marfil. Una faja multicolor le rodeaba el voluminoso vientre; de ella salían media docena de dagas enjoyadas y cachiporras, en tanto que de su costado colgaba un enorme alfanje de hoja mellada.
Debajo de la enorme capa, el vanir llevaba una amplia blusa blanca llena de remiendos y de manchas de vino, y abierta hacia el ombligo. Por dicha abertura también asomaba la mata de pelo rojizo que cubría gran parte del cuerpo de Sigurd. Llevaba un llamativo pañuelo de color escarlata enrollado alrededor de su cabeza calva, y de las orejas le colgaban grandes aros de oro.
—¡Ah, por los cuernos de Heimdal y el velo de Tanit, que es una mañana digna de los mismos dioses!, ¿no es cierto, León? —dijo—. Para mí es tan reconfortante como un buen vaso de vino el hecho de hallarme de nuevo en el mar, con una sólida cubierta bajo los pies y una tripulación de bribones dispuesta a teñir de sangre los nuevos mares con sólo darles una orden.
—Sí —admitió Conan—. Es un buen barco el que nos han proporcionado las piedras preciosas del rey de Argos, y estos truhanes forman una de las mejores tripulaciones que he tenido en toda mi vida.
Al decir esto, el cimmerio echó una mirada al combés, donde los piratas se dedicaban a baldear la cubierta y a realizar otras tareas similares. Las leyendas que rodeaban el nombre de Amra el León habían atraído a un conjunto de avezados corsarios, ansiosos de compartir la gloria y el botín de Amra en el remoto oeste. Aquellos hombres que se afanaban, con el cuerpo desnudo de la cintura para arriba, componían un grupo abigarrado; también olían a sudor y a vino rancio, pero eran los mejores piratas de las islas Barachas.
En su mayor parte, la tripulación estaba formada por nativos de Argos, hombres de estatura media, complexión robusta y pelo castaño o rubio oscuro. Mezclados con ellos había algunos renegados zingarios de piel oscura. También había hombres de Ofir y de Koth, así como algunos shemitas de nariz aguileña, ojos azules y barba negra. Incluso se podía encontrar un par de estigios con rostro de halcón y piel bronceada. Había un fornido zaporosko de cabellos rubios; se llamaba Yakov y era el jefe de los arqueros. Un gigantesco negro de las selvas de Kush semejaba una norme estatua de ébano; era Yasunga, el piloto. También se veía a otro hombre de piel oscura, físico hercúleo y barba rizada; era Goram Singh de Vendia, una tierra tan al este que la mayor parte de los occidentales la consideraba una fábula. Pero fueran negros o blancos, todos eran veteranos marineros.
—Y bien, ¿cuál es tu plan, Amra? —preguntó Sigurd, posando en el cimmerio sus agudos ojos azules—. Hemos oído hermosas palabras y promesas de rico botín, pero ¿qué buscamos en el océano Occidental y hacia dónde navegamos? Hasta ahora no hemos visto más que ballenas.
Conan se encogió de hombros y repuso:
—¡Crom lo sabe mejor que yo! Lo cierto es que he oído hablar de continentes perdidos y de fabulosas islas más allá de donde se pone el sol. Y por las palabras de Epemitreus y los consejos de los astrólogos del rey Ariostro, he llegado a la conclusión de que debemos dirigirnos hacia el oeste hasta que encontremos algo extraño. ¡Qué los diablos me lleven, Sigurd, si no espero hallar pronto la fuente del Horror! Esta vida en el mar me hace arder en deseos de entrar en acción. La paz será muy hermosa, pero...
Conan desenvainó su enorme espada y cortó el aire con un mandoble que se oyó por encima del viento. Sigurd Barbarroja se echó a reír a carcajadas, con movimientos que movían su enorme panza, y guiñó un ojo.
—¡Vaya, vaya, Amra! —dijo—. ¿Conque eso es lo que nos trae el viento, ¿verdad? Sigues siendo el mismo astuto bribón de otros tiempos. Me imagino que cuando hayamos vencido a ese sombrío enemigo nos dedicaremos a hacer algunas bribonadas, ¿no? En Messantia había muchos barcos mercantes cargados a rebosar; sería una buena broma saquear las naves de Argos con el barco que su rey nos ha dado, ¿no te parece?
El cimmerio sonrió benévolamente y dio unos golpes a Sigurd en la espalda.
—Eres el mismo chacal bandolero de siempre, Sigurd —repuso Conan—. Pero te advierto que eso no me gusta.
—¡No me dirás que al cabo de todos estos años te has vuelto honrado! —exclamó el vanir.
Conan no pudo contener la risa y dijo a continuación:
—No, no es eso, pero, cuando uno ha sido rey, pierde las ganas de cometer delitos menores. Además, Ariostro nunca me ha causado problemas, ¿por qué habría de creárselos yo a él? Mi hijo ya tendrá bastantes preocupaciones protegiendo sus fronteras de los reyes enemigos para que yo le dé más.
—Entonces ¿piensas realizar una incursión contra los estigios, como yo proyectaba hacer cuando nos encontramos en Messantia? Es verdad que es gente dura de pelar, pero con esta tripulación podríamos...
Conan negó con la cabeza.
—Tampoco pienso en eso —dijo—. Al fin y al cabo, yo he sido capitán pirata en varias ocasiones, y de los más célebres. Si busco nuevas aventuras, ¿para qué iba a trepar de nuevo por la misma escala?
—En ese caso —gruñó Sigurd impaciente—, ¿qué rayos pretendes? ¡Dilo de una vez!
El cimmerio extendió su largo brazo y apuntó el índice en dirección a la proa.
—Hacia el oeste, amigo, hay algo que desconocemos aseguró—. Las Sombras Rojas son parte de eso. Antiguos manuscritos lo afirman. Estoy seguro de que no me imaginabas como sabio, ¿verdad?
—Me resulta más fácil imaginar a una de las hermosas bailarinas de Ariostro como sanguinario pirata —repuso Sigurd.
—Bueno, lo cierto es que sé descifrar diferentes escrituras, y en la biblioteca real de Tarantia encontré relatos acerca del Cataclismo, la época en la que el océano se tragó a Atlantis, hace ya ocho mil años. Se afirma en esos escritos que miles de habitantes de Atlantis huyeron al continente, a Thuria, como solían llamarlo. Y en el Libro de Skelos se dice: «Otros huyeron del hundimiento de Atlantis dirigiéndose hacia el Oeste, y se asegura que por allí arribaron a otro continente situado frente al de Thuria al otro lado del océano. Pero se ignora lo que ocurrió con esos fugitivos, ya que, con la desaparición de Atlantis el mar se hizo demasiado ancho para establecer un comercio regular entre las tierras conocidas y las ignotas de Occidente». Eso es todo, pero puede estar relacionado con la empresa que ahora nos ocupa.
—¿Y qué? —preguntó Sigurd—. Yo también he oído cuentos como ése.
—Pues que si ante nosotros hay una tierra de poderosa magia, también será un país rico y opulento, muy adecuado para que unos bribones como nosotros lo saqueemos. ¿Por qué molestarnos en capturar unos pocos barcos cuando con un poco de suerte y decisión podemos apoderarnos de todo un imperio?
Sigurd suspiró y se pasó el dorso de la mano por los ojos. Luego dijo:
—iAh, Amra, debí imaginar que en ese duro cráneo se estaba maquinando algún proyecto más colosal de lo que cualquier hombre ordinario pudiera concebir! ¡Eres un magnífico viejo lobo, a fe mía! ¡Aunque nos cueste sangre llegar hasta allí, te acompañaremos hasta donde se pone el sol, si fuera necesario!
Luego miró atentamente al sol y con un bufido de cólera se dirigió hacia el timón, donde un shemita de mala catadura estaba empuñando la barra.
—¡Aparta, perro sarnoso! ¿Estás ciego o borracho? —exclamó, mientras empujaba al pirata a un lado y empuñaba la barra con ademán diestro—. ¡Nos estamos desviando medio punto del rumbo que dio Amra anoche! ¡Malditos sean estos cerdos perezosos, escoria de las islas Barachas!
Entonces miró de soslayo al sol y dio un hábil impulso al timón. El León Rojo giró levemente, respondiendo como un potrillo bien amaestrado.
En ese momento se oyó un grito que procedía de la cofa de los vigías.
—¡Barco a la vista! —gritaron.
Conan salió hacia la borda y examinó la superficie brumosa y grisácea del mar con ojos penetrantes, pero no pudo ver nada.
—¿Hacia dónde? —preguntó con voz atronadora, haciendo bocina con las manos.
—¡Un punto y medio por la amura de babor! —le respondieron.
¡Ya lo veo! —dijo Sigurd, que se hallaba de nuevo junto a Conan, jadeando como una morsa asmática, después de haber dejado al pirata shemita otra vez en el timón—. ¡Allí está; por todos los dioses que parece una galera!
Conan se protegió los ojos del sol con una mano y miró hacia donde señalaba su amigo. Allí, navegando entre la tenue neblina del amanecer, pudo divisar dos mástiles desnudos, y cuando una ola levantó al León Rojo vio claramente el casco largo y bajo de una galera.
—¡Por todos los infiernos de Estigia! ¿Qué demonios hace una galera aquí? —gruñó Conan—. Ningún capitán con dos dedos de frente se internaría tanto por el océano Occidental en semejante embarcación. Si el oleaje la hace zozobrar, la tripulación perecerá al cabo de un tiempo por falta de alimentos, de agua y de alojamiento adecuado.
La galera ya se veía perfectamente. Podían distinguirse las esbeltas líneas de su casco bajo, que estaba pintado de color verde. Una espuma blanca bañaba sus costados, donde la doble hilera de remos se hundían de manera acompasada en las aguas. Se trataba, pues, de un birreme, con una proa alta y curva que tenía la forma de una cabeza de dragón. Debajo de ésta, y casi al nivel del agua, se divisaba un espolón amenazador de bronce, verde de moho y cubierto en parte por algas y lapas marinas.
—Hum, eso es muy extraño, Amra —dijo Sigurd—. No lleva bandera. Pero en fin, has dicho que íbamos en busca de extrañas aventuras.
—¿Qué es eso que lleva pintado en la proa? —preguntó el cimmerio.
Sigurd echó un vistazo y dijo:
—Parece una nube negra con un centro rojo. ¿O es una enorme estrella de mar?
Conan siguió observando la misteriosa galera de color verde y dijo:
—Bueno, lo cierto es que no se trata de un barco mercante sino de una galera de guerra, pues tiene espolón y doble fila de remos. Dejemos que pase. Sólo nos daría dolores de cabeza y ningún botín.
De todas formas, le preocupaba la presencia de semejante barco en aquellas aguas inexploradas. ¿Sería lo que estaba buscando? Echando hacia atrás la gris melena, el bárbaro llamó al vigía.
—¡Ahí, en la cofa! —gritó—. ¿Puedes divisar lo que lleva marcado en la proa?
—Sí, capitán. Se trata de una especie de pulpo negro con una serie de tentáculos y con un ojo ardiente justo en el centro...
La voz de Conan se alzó en un poderoso rugido, esta vez para dar unas órdenes.
—¡Timonel, dos puntos a babor, directo hacia la galera! ¡Todo el mundo a cubierta con espadas, picas y defensas! ¡Preparados para maniobrar las velas! ¡Arqueros, al puente de proa, con sus armas! ¡Yasunga, dispón un grupo de abordaje! ¡Atención, perros! ¡Ha llegado el combate que deseabais!
—Pero... —tartamudeó Sigurd, asombrado—. ¿Qué demonios te pasa, por Mitra?
—¡Es el símbolo del Kraken Negro! ¿Eso no significa nada para ti, vieja foca de Vanaheim? —gruñó Conan.
Sigurd acompañó al cimmerio hasta la popa y se detuvo allí cuando Conan mandó al paje de cabina que lo ayudara a ponerse la cota de malla y el casco astado. El hombre del norte fruncía el ceño mientras trataba de pensar acerca de lo que le había dicho Conan. Luego su gesto cambió, pero su rostro palideció.
—¿Acaso te refieres —dijo— a esa antigua historia relativa al emblema de los Reyes Brujos de Atlantis?
—Sí. Y ahora ponte la coraza, antes de que desparramen tus gordas tripas por la cubierta.
—¡Dioses del mar! —murmuró Sigurd, volviéndose lentamente—. El Kraken de los hombres de Atlantis, los que desaparecieron bajo el mar hace ocho mil años. ¡Por Crom, por Ishtar y todos los dioses! ¿Será posible?
Aunque era evidente que no se trataba de un barco mercante que estuviera transportando una carga de valor, la galera verde cambió de rumbo y huyó ante la presencia del León Rojo. En cada uno de los dos mástiles habían izado una vela que se hinchaba por efecto de la brisa matinal. El León Rojo siguió de cerca la blanca estela del otro barco.
Conan había trepado a los aparejos y se aferraba a ellos con su mano bronceada, mientras que con la otra se protegía los ojos del sol.
—¡Es inexplicable! —murmuró—. Todos los remos están en movimiento, y que me ahorquen si veo a un solo remero en cubierta. Y en el combés tampoco se ven soldados. No hay nadie en los castillos de proa y de popa, ni en los aparejos.
Luego el cimmerio regresó a cubierta, donde lo estaban esperando Sigurd y Yasunga. El hombre del norte le dijo:
—Todo esto es endiabladamente raro, Amra. Fíjate en las líneas de ese casco. ¡Jamás he visto un barco como ése en todos mis años de navegación!
—¡Una galera verde del infierno! —musitó Yasunga con voz profunda y musical—. ¡Es un barco de fantasmas, Amra!
—¡Al demonio con eso! —repuso Conan, impaciente—. Sea un barco infernal o terrenal, lo cierto es que huye como si llevara a bordo a la emperatriz de Khitai y todos sus tesoros. ¡Mira cómo su proa corta las olas!
Luego levantó la voz y ordenó:
—¡Milo, iza las velas superiores! ¡Pronto, o te hago desollar vivo!
Los tres hombres contemplaron de nuevo la galera, y Conan dijo:
—Es un barco muy rápido —comentó—, y se vale bien de los remos y de las velas, pero con más velamen podemos darle caza. Venga de donde venga, no hay duda de que quien lo manda está deseando perdernos de vista.
—Pero el hecho de que no lleve escolta —dijo Sigurd—me resulta muy sospechoso. ¿Quién ha oído hablar de una galera real o que transporte tesoros que navegue sin un barco que la proteja?
La tripulación del León Rojo ya se encontraba en sus puestos. Los arqueros preparaban sus armas en el castillo de proa y miraban sus flechas, para ver si alguna se había curvado. En el combés, los marineros se hallaban junto a los cabos de las jarcias, en tanto que los combatientes se apiñaban delante de la borda ajustándose las corazas y las correas de sus cascos. Otros afilaban sus sables con piedras de esmeril.
—¡Por Crom! —exclamó el cimmerio con voz tronante—. ¡Veamos si transporta algo de gran valor, pues huye como una tímida doncella ante nuestra presencia!
Los tripulantes, enardecidos ante la proximidad de la presa, lanzaron gritos de júbilo. Sigurd, cubierto desde el cuello hasta las ingles con una cota de malla, subió al puente de popa. Conan le dio un golpe en el hombro y dijo:
—¡Por Crom y por Mitra, viejo lobo marino, que el sabor de la batalla hace que mi corazón lata aceleradamente, como el de un sabueso que huele sangre!
El hombre del norte esbozó una amplia sonrisa y lanzó un grito de alegría que hubiera hecho estremecer hasta a una ballena.
—¡Ah, León, el viejo Sigurd suele hablar con motivo! —exclamó—. Yo ya había sentido en los huesos que nos hallábamos ante un tesoro como jamás se ha visto.
—¿Eso crees? —preguntó Conan riendo—. Bueno, en ese caso, ¡a por él!
Con todo el velamen desplegado al viento, la carraca avanzó detrás de su presa, subiendo y bajando a impulsos de las olas y cortando la espuma que la galera dejaba a su paso. La misteriosa nave verde, siempre delante, llevaba extendidas sus dos velas triangulares, como si se hubiera tratado de un reptil volador de tiempos remotos.