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La Copa y el Tridente

 

Tronos altivos se tambalean, los reinos se desploman y aterradoras tinieblas lo envuelven todo. Pero un jinete cabalga en pos de una aventura desesperada hacia un destino desconocido en el misterioso Oeste.

EL VIAJE DE AMRA

 

La tormenta había estallado hacia medianoche. El fulgor de los relámpagos iluminaba el grueso manto de nubes que se extendía sobre la comarca y un fuerte viento aullaba como una manada de lobos, haciendo ondular las densas cortinas de agua que caían del cielo.

Pero en el interior de La Copa y el Tridente, una taberna de la costa situada cerca del puerto de Messantia, en Argos, reinaban la luz, el calor y el jolgorio. Un gran fuego ardía en la chimenea de piedra, arrojando cambiantes sombras sobre las paredes. Marineros, pescadores, y algún que otro viajero sorprendido por la tormenta descansaban sobre los bancos de madera, saboreando la amarga cerveza de Argos, o el delicado vino zingario quienes podían permitirse ese gasto. Una ternera se tostaba en el asador y el aroma de la carne inundaba la amplia estancia.

De repente se abrió la puerta de roble, y una fuerte ráfaga de viento entró en la estancia. Los clientes se volvieron y se estremecieron al ver una gigantesca figura que ocupaba todo el vano de la puerta. El hombre iba cubierto de la cabeza a los pies con una capa negra, de la que caían chorros de agua que formaban pequeños charcos en el suelo. Por debajo del oscuro sombrero de ala ancha, los presentes pudieron ver unos ojos de mirada amenazadora en un rostro bronceado, marcado por el paso del tiempo, pero ennoblecido por una plateada barba. El forastero entró y cerró la puerta de un golpe. Luego se quitó la capa empapada de agua.

El tabernero, un hombre grueso de cara redonda, rojiza y sudorosa, enmarcada por unos grasientos mechones oscuros, se acercó para atender al viajero. Mientras se secaba las manos en el sucio delantal, el posadero hizo algunas breves y afectadas reverencias.

—Sírveme cerveza negra tibia —dijo el viejo de mirada fiera mientras tomaba asiento en el banco más próximo al fuego—. Y dame un buen trozo de esa ternera, si ya está hecha. ¡Rápido, hombre! ¡Estoy calado hasta los huesos, helado hasta la médula, y hambriento como un lobo!

Mientras el posadero se retiraba presuroso, un hombre robusto de la región, de pelo rubio y con algunas copas de más, dio un codazo a su compañero y se puso de pie delante de la chimenea, balanceándose sobre los talones. Era un individuo alto y musculoso, con los hombros anchos típicos de un luchador. Sus ojillos porcinos contemplaron con expresión de necia astucia al forastero que, por estar ocupado en extender su capa ante el fuego, no le prestó atención.

—¿A quién creéis que tenemos aquí, muchachos? —dijo el hombre de Argos con voz pastosa.

—Parece un bucanero zingario, Strabo —repuso uno de sus compinches.

Strabo miró al anciano viajero de arriba abajo, y dijo sonriendo:

—Es poca cosa para ser un bucanero. ¡Y el viejo perro se ha sentado en el mejor sitio de la taberna! ¡Eh, tú, anciano, quita de ahí tus gastados huesos y deja que esta honrada gente de Argos se caliente al fuego!

Conan levantó sus centelleantes ojos azules. Si Strabo hubiera estado tan bebido, se habría dado cuenta de la amenaza que brillaba en aquella mirada. Pero el hombre de Argos se encolerizó puerilmente y su rostro se congestionó aún más.

—¡Te estoy hablando a ti, bribón! —gritó, al tiempo que le daba al cimmerio un puntapié en una pierna, con lo cual la taberna quedó en el más profundo silencio.

Aquél era el fanfarrón de la localidad, por lo que al cabo de un rato los demás lanzaron algunas risitas de aprobación y se pegaron codazos, esperando impacientemente el espectáculo que les iba a proporcionar Strabo.

En el otro extremo de la estancia había una figura voluminosa envuelta en una capa, cuya capucha dejaba su rostro en sombras. El individuo se inclinó hacia adelante con los ojos entrecerrados, presa de un extraño interés, y se puso a contemplar la escena.

Conan se movió como un tigre que ataca. Estaba sentado, desplegando su capa, y se puso en pie en un santiamén; luego aferró el carnoso cuello de Strabo con su mano recia y huesuda. Entonces, en una verdadera proeza de fuerza, levantó al fanfarrón y lo arrojó al otro extremo de la estancia. El cuerpo del hombre de Argos se estrelló contra la pared de madera con un impacto que sacudió toda la casa. Luego el cuerpo cayó al suelo, donde quedó extendido. Por un momento, Strabo permaneció aturdido sobre el piso, jadeando. Entre los que le miraban se alzó una voz contenida.

—Un viejo como ése... ¡imposible! —dijo el hombre.

Entonces el fanfarrón volvió a ponerse en pie, con el rostro a punto de estallar a causa de la congestión. Profirió un juramento incoherente y cruzó la taberna con los brazos extendidos.

Conan se adelantó para recibirlo. Su puño izquierdo se hundió en el voluminoso vientre de su contrincante como una bola de hierro. El aire silbó al salir entre los dientes del fanfarrón, cuyo rostro se volvió grisáceo. Luego se dobló por la mitad y el cimmerio le dio un golpe en la mandíbula, levantándolo del suelo. Cuando se desplomaba, Conan le dio un puntapié y lo hizo caer sobre el fuego de la chimenea.

Volaron las brasas y las cenizas en una nube oscura, y los amigos de Strabo se precipitaron alarmados sobre éste. Lo retiraron de la chimenea chamuscado, con la cara negra y pringado de la grasa del asado. Sus camaradas le dieron unos golpes en las mejillas, intentando reanimarlo, pero con cada palmada la cabeza oscilaba, inerte, de un lado a otro. La sangre manaba de su nariz herida y de los labios, empapando su camisa. Conan dejó de prestarles atención cuando los amigos del hombre lo levantaron lanzando maldiciones y se lo llevaron a otra estancia.

La tensión se interrumpió cuando un coro de elogios y de felicitaciones premió la proeza del cimmerio, pues muchos de los presentes habían anhelado hacía mucho tiempo que algún hombre decidido le diera por fin una lección al arrogante personaje. Conan se limitó a responder con una leve sonrisa y enseguida dedicó toda su atención a la jarra de cerveza caliente que le habían servido. Cuando estaba saboreando el espumoso líquido, una áspera exclamación le hizo volver la cabeza.

—¡Por el hacha de Thor, y los fuegos de Baal, sólo hay un hombre en treinta reinos a la redonda capaz de arrojar a ese gordo fanfarrón al otro extremo de la sala! ¿Será posible...?

Los parroquianos se abrieron como las aguas ante la proa de un enorme navío cuando un individuo gigantesco de barba pelirroja entrecana avanzó entre los presentes. Se detuvo junto a Conan como un rudo oso pardo, si bien vestía un magnífico jubón rojo bordado en oro y cubría su calva con un sombrero adornado con plumas. Unos aros de oro colgaban de sus orejas, y en torno al voluminoso vientre lucía un fajín de seda del que sobresalían varias dagas enjoyadas y una cachiporra que hubiera destrozado el cráneo de un buey. Un pesado alfanje colgaba de un tahalí bordado que le cruzaba el pecho, y sus arqueadas piernas calzaban finas botas de cuero.

Conan echó una mirada al sudoroso rostro de ojos chispeantes, que brillaban bajo unas espesas cejas de color rojizo, y en su adusto rostro se dibujó una amplia sonrisa. Luego lanzó un rugido de alegría.

—iSigurd de Vanaheim, vieja morsa! —exclamó el cimmerio—. ¡Por los fuegos del infierno, Sigurd Barbarroja! Los dos hombres se fundieron en un abrazo.

—¡Amra, el León de los Mares! —gritó a su vez el corpulento individuo.

—¡Silencio! ¡Cierra el pico, viejo barril de grasa de ballena! —gruñó Conan—. Tengo motivos para permanecer en el anonimato, por ahora.

—¡Oh, vaya! —repuso Sigurd, que agregó en voz baja—: ¡Por los colmillos de Badb y las garras de Nergal, que me asen las entrañas si no se alegra el viejo corazón de un marino de volver a verte!

Y los dos hombres se dedicaron a darse efusivas palmadas que hubieran enviado rodando por el suelo a individuos menos corpulentos.

—¡Por Crom, Sigurd, siéntate a mi lado y bebe conmigo, viejo chacal! —propuso Conan.

El aludido se dejó caer sobre el banco de madera y se quitó el sombrero emplumado. Después estiró las rollizas piernas hacia la chimenea.

—¡Tabernero! —gritó Conan—. ¡Trae otra jarra! ¡Eh!, ¿cuándo viene ese maldito asado?

—¡Por la espada de Mitra y la lanza de Wodun que no has perdido ni un ápice de fuerza en treinta años! —afirmó el pelirrojo vanir, que una vez que ambos hubieron brindado se pasó una manga de color carmesí por los brillantes labios y lanzó un sonoro eructo.

—¿Conque no, en, viejo bribón y mentiroso? —dijo Conan riendo suavemente—. Pues deberías recordar que hace treinta años, cuando le daba un golpe a un hombre en el rostro, como acabo de hacer, le rompía los huesos y por lo general no vivía para contarlo.

El cimmerio lanzó un suspiro, y agregó:

—Pero al final el tiempo nos da caza a todos. Tú también has cambiado, Sigurd. Esa gorda barriga estaba tan recta como un mástil cuando nos conocimos. ¿Recuerdas cuando nos vimos detenidos por una calma chicha delante de la isla Sin Nombre, sin nada para comer salvo las ratas de la bodega y los pocos peces que podíamos pescar en aquellas aguas infernales?

—Claro, claro —afirmó el otro, secándose algunas lágrimas furtivas—. ¡Ah, malditas sean mis entrañas, claro que has cambiado, viejo león! Entonces no había canas en tu negra melena... Sí, ambos éramos jóvenes y estábamos llenos de savia nueva, ¡Pero que me arrojen al fondo del mar! ¿Creerías que uno de la Hermandad me contó que estabas reinando en uno de los países interiores, en Corintia o Brithunia? No recuerdo cuál. ¡Por las barbas de Moloch y las verdes patillas de Lir, que me alegra verte después de tanto tiempo!

Los dos compañeros de aventuras se contaron sus respectivas historias mientras engullían el asado y saboreaban la cerveza. Hace muchos años, cuando Conan había sido miembro de la Hermandad Roja de las islas Barachas —archipiélago situado al sudeste de la costa zingaria—, él y el pelirrojo vanir habían sido grandes amigos. Luego sus caminos se habían separado, y para el solitario corazón del cimmerio era un inmenso placer volver a encontrar a su viejo camarada y recordar hazañas del pasado entre juramentos, y saboreando una apetitosa comida. En ese momento era Conan quien estaba contando sus aventuras.

—De modo que cuando desperté y vi que no era un sueño —decía en voz baja—, redacté un documento de abdicación en favor de mi hijo, que gobernará con el nombre de Conan II. Nada me retenía en Tarantia. Veinte años dejan un sabor amargo en el paladar de un hombre, después de tanto administrar justicia y componer leyes. Hace tiempo que no peleo con los reyes vecinos. Desde la caída de los Adeptos Negros no ha habido una verdadera contienda en aquellas tierras. Y un hombre de verdad llega a sentirse cansado de tanta paz y prosperidad, sobre todo si se ha pasado la vida entre guerras y batallas.

Conan permaneció en silencio durante un momento, con los ojos brillantes, como si estuviera reviviendo el pasado. Luego suspiró, y dijo:

—Es cierto que Aquilonia es un país hermoso y fértil al que he procurado gobernar con prudencia. Pero mis viejos amigos ya han desaparecido: el bueno de Publius, el canciller, que era capaz de obtener tres monedas de oro sembrando una; Trocero, que me ayudó a subir al trono; Palántides, el general, que sabía lo que pensaban los enemigos antes de que lo supieran ellos mismos. Todos han muerto o desaparecido. Y puesto que mi compañera Zenobia murió al dar a luz una hija, hasta el mismo aire de Tarantia se había vuelto irresistible para mí.

El cimmerio soltó un gruñido y, después de beber unos tragos de cerveza, siguió diciendo:

—Las cosas marchaban bien mientras el muchacho era pequeño. Me complacía enseñarle a usar el arco, la espada y la lanza, así como a montar a caballo. Pero ahora ya se ha hecho un hombre y debe vivir su propia vida. Y creo que será mejor que lo haga sin la presencia de un viejo espectro de barba canosa detrás de él. En realidad no tuve necesidad de que Epemetrius me lo ordenara. Ya era tiempo de que partiera en busca de la última aventura. Puedes creerme, por Crom, que siempre he temido llegar a morir en la cama, rodeado de médicos susurrantes y de cortesanos llorosos. ¡Una última batalla en la que luchar y morir, eso es todo lo que pido a los dioses!

—Es una gran verdad —manifestó el fornido pelirrojo sin poder contener un sonoro suspiro—. Lo mismo me ha ocurrido a mí, León, aunque el destino no me ha deparado una corona ni un reino. Yo dejé la Hermandad hace años y capitaneé un barco mercante que hacía el recorrido entre Messantia y Kordava. ¿Puedes imaginarte al viejo Sigurd Barbarroja, el terror de las Barachas, como patrón de un navío mercante?

El antiguo pirata se interrumpió a causa de un acceso de risa.

—¡Ah, y eso no es lo peor de todo! Al igual que tú, León, decidí formalizar mi situación con una moza, una muchacha magnífica, aunque tuviera algunas gotas de sangre picta en sus venas. Bien, lo cierto es que tuvimos una carnada de niños llorones como pocos, que ahora son tan grandes y fuertes como yo mismo. Ella se murió hace años y los muchachos ya se defienden solos. ¿Qué puede hacer un viejo que no termina de morir, eh, Amra?

»Pues resolví venderlo todo cuando el último de mis hijos se casó; ahora regreso al turbulento puerto de Tortage para saborear un poco de la vida, antes de que la larga noche caiga sobre mí. ¿Qué me dices, León? Ven conmigo otra vez al refugio de los piratas, y deja que Set se haga cargo de esas profecías y de esos sueños del más allá. ¡Volveremos a saquear la amurallada Khemi, en Estigia! ¡Que me aspen si no recibimos un sablazo en el vientre y nos convertimos en héroes de leyenda o, por el contrario, conseguimos más oro del que lograron Tranicos, Zarono y Strombanni juntos! Vamos, Amra, ¿qué te parece mi propuesta?

En aquel momento una sombra oscura se interpuso entre los dos hombres. Conan levantó los ojos mientras su mano aferraba la empuñadura de su espada. El desconocido de capa negra que los había estado observando desde el otro lado de la habitación se sentó con ellos a la mesa.

—¿Buscáis un barco, caballeros? —preguntó con voz su—gerente.

Sigurd murmuró algo lleno de recelo, pero el recién llegado, cuyo rostro se hallaba oculto por la capucha, puso ambas manos enguantadas sobre la mesa para indicar que tenía intenciones pacíficas.

—No he podido evitar oír parte de vuestra conversación —agregó el intruso—. Os ruego que me perdonéis la intromisión, pero si me concedéis unos minutos creo que llegaremos a un acuerdo ventajoso para todos.

Sigurd seguía mirándolo con desconfianza, pero mostraba evidente curiosidad. Conan fijó su mirada impasible en el hombre y dijo:

—Entonces habla, y di claramente lo que te traes entre manos.

El otro asintió con una cortés inclinación de cabeza y dijo:

—A menos que haya interpretado mal lo poco que he oído, creo que ambos sois antiguos marinos que pensáis buscar un barco para reanudar el negocio de... los Hermanos de la Costa. No, no temáis —dijo, levantando una mano con gesto tranquilizador—. No soy un confidente ni un espía. Por el contrario, propongo financiaros la compra de un buen barco.

Con la rapidez de una serpiente, la mano del desconocido se hundió entre los pliegues de su capa y reapareció enseguida, para desparramar un puñado de brillantes piedras preciosas sobre la manchada madera de la mesa.

Delante de los tres hombres resplandecía, con brillo intenso, un montón de zafiros azules como las aguas de los mares del Sur, de esmeraldas verdes como los ojos de un gato, de topacios y circonios amarillos como la piel de un khitanio y de rubíes rojos como la sangre fresca.

Conan, sin dejarse impresionar, posó sus ojos recelosos en el forastero.

—En primer lugar —dijo con un gruñido—, quiero saber quién eres, en nombre de Crom. Que me ahorquen si acepto el regalo de un hombre que oculta su cara, aun cuando sea en una taberna de Argos, donde los soldados del rey Ariostro patrullan las calles a todas horas, logran que sean tan seguras como para que una moza se pasee por los muelles a medianoche sin ser molestada.

—Oculto mi rostro por razones comprensibles, ya que la gente de Argos me conoce muy bien —afirmó el desconocido, suavemente.

—Entonces, dinos tu nombre —dijo Conan—, o te envío al otro lado de la habitación, como hice con ese puerco rollizo y fanfarrón.

—Con mucho gusto —repuso el otro en voz baja y entre leves risas—. ¡Yo soy Ariostro, el rey de Argos!

Conan gruñó de asombro. El otro se quitó un guante y extendió la mano. El antiguo sello real de Argos brillaba a la luz de las llamas con el fulgor que reflejaba el gran diamante en el que estaba tallado.