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Mazmorras de agonía

 

En vano el León luchó y cayó;

sus hombres contemplaron el infierno...

EL VIAJE DE AMRA

 

Sigurd de Vanaheim estaba irritado. Cuando el viejo y grueso vanir, al igual que los demás integrantes de la tripulación del León Rojo, sintió que perdía el conocimiento a causa de los gases arrojados por los hombres del barco—dragón antilliano, en modo alguno pensó que volvería a ver la luz del día. Pero la muerte había alejado sus negras garras del caído guerrero. Evidentemente, el fin de Sigurd aún no había llegado.

Por el contrario, el viejo pirata, mareado y confuso, sintió que despertaba en un ambiente sobrecargado de un humo acre y aromático. Se encontró en la amplia bodega de la nave antilliana, entre sus compañeros, que en su mayoría también iban recobrando el conocimiento. Los rodeaban unos guerreros de baja estatura, piel cobriza y vestidos con extrañas corazas de una especie de material de vidrio.

Cuando Sigurd hubo vuelto completamente en sí, pudo comprobar que la nave—dragón no estaba hecha realmente de oro, sino que éste sólo constituía un fino revestimiento. El casco que había bajo sus pies era de madera sólida y de buena calidad, parecida al roble, aunque de color más oscuro. La bodega estaba dividida por mamparas del mismo material. Llegó a sus oídos el retumbar de las olas al romper contra la nave, y entonces Sigurd se dio cuenta de lo que les había ocurrido.

Examinó de una mirada a su tripulación. Aun cuando estaban maltrechos y ensangrentados, y un par de ellos heridos de gravedad, casi todos se encontraban allí, aunque estuvieran prisioneros.

El viejo filibustero sintió que el corazón se le contraía de dolor al ver que faltaba alguien. ¿Dónde estaba Conan? El conocido rostro ceñudo, enmarcado en la melena ya grisácea, no se encontraba allí.

Una expresión de dolor asomó al rostro de Sigurd. Conocía muy bien el valor del cimmerio; pocos hombres, durante la larga vida de Conan, podían jactarse de haberlo apresado alguna vez. Fieramente apegado a la libertad, el viejo lobo gris habría preferido morir luchando antes que caer en manos de aquellos hombrecillos de piel oscura que parecían muñecos. Si Conan figuraba realmente entre los muertos, sobre Sigurd recaía, desde aquel momento, la responsabilidad del mando.

—¡Ánimo, mis valientes! —bramó—. Es cierto que estamos presos, pero aún vivimos. ¡Y mientras podamos respirar, que me aspen si no hay posibilidad de luchar y de recobrar la libertad!

Goram Singh lo miró con sus grandes ojos sombríos. Luego preguntó:

—¿Dónde está Amra, oh, Sigurd? ¿Por qué no se encuentra con nosotros?

—¡Por el rabo de Shaitan y la estrella de Ningal, amigo; te juro que no sé dónde está! Tal vez se encuentre en otra parte de esta maldita galera.

El vendhio asintió en silencio, pero inclinó su cabeza cubierta con un turbante y evitó la mirada de Sigurd. Sabía tan bien como el vanir que era improbable que Conan hubiera sido encadenado aparte de los demás. Le parecía más factible que el cimmerio hubiera descendido a la morada de los muertos con una espada antilliana en las entrañas.

El viaje hasta el puerto de Ptahuacán les llevó alrededor de una hora. Sigurd parpadeó bajo la luz solar cuando los condujeron fuera del dorado navío, amarrados con aquellas cadenas hechas de un material similar al vidrio, aunque mucho más resistente. Examinó con curiosidad el aspecto de la antigua ciudad de piedra y de paredes enyesadas y pintadas de colores chillones, construida en terrazas sobre la ladera de la montaña.

Jamás en su larga vida había visto Sigurd de Vanaheim una ciudad tan extraña. La fachada de la mayoría de los edificios estaba cubierta de tallas de piedra que representaban rostros de dioses monstruosos, y hombres con cabezas de animales. Por encima de todo, la amenazadora silueta de la enorme pirámide negra y carmesí extendía su sombrío hechizo. Del templo situado en su cúspide se alzaba perennemente una columna de humo, como si de un volcán se hubiera tratado.

No obstante, los piratas sólo pudieron echar un breve vistazo a la antigua ciudad. Los guardias los condujeron rápidamente por las calles, hasta que cruzaron las puertas de bronce de la fortaleza grisácea que flanqueaba la plaza de la pirámide. Cuando las grandes puertas se hubieron cerrado a sus espaldas, los piratas intuyeron que no verían en muchos días el aire libre.

Los centinelas los guiaron hacia abajo, por interminables escaleras de piedra que se internaban en las entrañas de la montaña, en cuya ladera estaba construida Ptahuacán. Cuando les parecía que las piernas ya no iban a poder sostenerlos debido al cansancio del descenso, llegaron a una enorme habitación tallada en la roca viva. Allí les quitaron los grilletes, mientras eran vigilados por carceleros que llevaban picas con puntas de vidrio afilado y resistente.

Luego les aseguraron los tobillos a una larga cadena hecha del mismo material, que se extendía a lo largo de la enorme pared de piedra y estaba unida a ésta por anillas. Aunque disponían de cierta libertad de movimientos —la suficiente para moverse un poco y poder tenderse—, en realidad no podían separarse más que unos pocos centímetros del muro.

A continuación, los soldados se marcharon y los cautivos quedaron envueltos por el silencio y la soledad del recinto subterráneo.

Éste estaba provisto de enormes columnas de granito que sostenían el techo como árboles gigantescos. Parecían formar parte de la misma roca natural del lugar y haber sido talladas al mismo tiempo que era excavado el resto de la habitación, a fin de actuar como soporte de la parte superior.

Por encima de la cabeza de los piratas, el techo estaba formado, a considerable altura, por placas de un metal brillante. Gracias a un proceso especial, dichas placas proyectaban luz tenue y difusa por toda la estancia. Sigurd se preguntó si estarían hechas de orichalcum, el fabuloso material que, según la leyenda, procedía de Atlantis. Pero el vanir se puso a pensar enseguida en asuntos más importantes. Pero se interrumpió al ver que el vanir agitaba su puño encadenado, y bramaba:

—¡Silencio, maldito, o enrollaré una cadena alrededor de tu cuello y la apretaré hasta que caiga tu piojosa cabeza! Cada uno puede añadir los días que él considere acertados a la cuenta que lleve Yasunga. ¡Asunto terminado! Y al que vuelva a hablar de esto, ¡le aplasto el cráneo como un huevo!

—¡Ah, huevos! —exclamó relamiéndose Altanes, el zamorio, un hombrón conocido por su apetito pantagruélico—. ¡Qué no daría yo por una tortilla de una docena de huevos de pato bien frescos!

 Una vez al día los esclavos eran alimentados. Les echaban cubos de una especie de estofado grasiento y tibio en un sucio canal labrado en la piedra a la que estaban atados. La grasa estaba fría, cortada en trozos, y también había pedazos de una carne insípida. Pero el hambre pronto se sobrepuso a los reparos, y la tripulación del León Rojo solía esperar con ansiedad la hora de la comida. Sigurd tuvo que emplear su autoridad para que algunos dejaran de pelearse por algún bocado presuntamente apetitoso.

Enterrados en vida en aquel lugar húmedo, imposibilitados de ver el curso de los astros, los piratas llegaron a perder el sentido del tiempo. Ya no sabían si llevaban allí varios días o semanas y discutían interminablemente acerca del asunto.

—¡Callaos todos de una vez, o vais a volverme loco con vuestra cháchara! —bramó al fin Sigurd—. Estamos seguros de que nos dan de comer a la misma hora todos los días, ¿no es así? Entonces, haremos una marca por cada comida. Yasunga, tú te encargarás de trazar esas señales en la pared cada vez que nos den de comer.

—Pero Sigurd —dijo quejumbrosamente un pequeño nativo de Ofir—, no sabemos cuántos días han pasado hasta ahora. Algunos dicen que son cuatro, y otros que cinco, seis o siete. ¿Cómo vamos a saber...?

Los prisioneros ya comenzaban a pisar sobre una alfombra de excrementos. Algunas heridas curaron, pero otras se infectaron penosamente. Dos hombres murieron; un nervioso shemita, que había sufrido una fractura en el cráneo durante la batalla, dejó de existir, chillando y luchando contra enemigos invisibles. El otro era un fornido negro procedente de las densas selvas del sur de Kush, y al que los negreros estigios le habían cortado la lengua antes de huir a las islas Barachas. Este último murió de fiebre. Ambos cuerpos fueron retirados por carceleros antillianos, recubiertos de cotas de malla cristalinas, que se los llevaron a algún lugar desconocido.

Con la ayuda de Yasunga el piloto, de Milo el contramaestre, y de Yakov, el jefe de los arqueros, Sigurd hizo todo lo posible por mantener la moral de sus piratas. Esto no era fácil, pues se trataba de un grupo muy heterogéneo, de hombres dados a las pasiones violentas y a las supersticiones, que tenían el carácter pendenciero. Pero Sigurd, aunque su nombre impusiera respeto a toda la Hermandad Roja, carecía del aura de poder sobrenatural del que estaba investido Amra el León.

La mejor manera de mantener entretenidos a los hombres y evitar que se enzarzaran en peligrosas peleas era hacerles hablar de sus hazañas pasadas. Así pues, se pusieron a rememorar hechos gloriosos durante muchas horas, haciendo comentarios acerca de batallas, asedios y correrías en las que habían participado.

Recordaron una y otra vez las proezas de Conan, o Amra el León, como lo llamaban casi todos. Relataron incontables veces cómo el cimmerio, al lado de la hermosa Belit, su primer gran amor, había saqueado la Costa Negra para luego aventurarse en los ríos desconocidos del Sur, donde la muchacha pirata había hallado un triste fin entre las ruinas de una ciudad abandonada.

Contaron la manera en que, diez años después, Amra había reaparecido, como saliendo de la nada, para volver a navegar con los piratas de las islas Barachas. No cesaban de rememorar la carrera de su jefe, el héroe de cientos de combates, el hombre que vencía siempre, tanto en sencillos duelos como en grandiosas batallas.

Pero al final, hasta el espíritu de Sigurd comenzó a flaquear. La mazmorra húmeda y oscura, con sus extrañas paredes que amortiguaban los ecos, y la amenaza de un peligro desconocido, minaban la moral de todos, y aquello era suficiente para abatir al hombre más templado.

En varias ocasiones, con la ayuda de hombres más fuertes, Sigurd trató de romper las cadenas que los sujetaban. Los eslabones parecían hechos de vidrio, pero se trataba de un material transparente de características extraordinarias. Era duro e inflexible como el bronce, y por más que lo golpeasen, retorciesen o rayasen, apenas si quedaba marca alguna en su pulida superficie.

La posible fuga de aquellos hombres no parecía residir en su fuerza. Tan sólo podrían seguir esperando a que algún dios benévolo se acordara de ellos. Y esto, por fin, sucedió.

 

Un estruendo metálico de escudos y espadas despertó a Sigurd de su profundo sueño. Se puso en pie rápidamente al ver la estancia llena de soldados conocidos de poca estatura y rostro achatado, que estaban despertando a los piratas y les ataban las manos a la espalda.

—¿Qué sucede, capitán? —murmuró Goram Singh. Sigurd sacudió la cabeza haciendo que se meciera su hirsuta barba rojiza.

—¡Sólo Crom y Mitra lo saben! —repuso con un gruñido, después de lo cual gritó—: ¡Caminad erguidos, muchachos! ¡Demostremos a esos perros que somos hombres de verdad, aunque nos tengan en un establo! Si nos llevan ante el verdugo, por el negro corazón de Nergal que les enseñaremos a esos cerdos malolientes cómo muere un hombre, ¿eh, amigos? ¿Estaréis de parte del viejo Sigurd hasta el final?

La exhortación hizo que se levantara un coro de ásperas voces:

—¡Sí, Barbarroja!

—¡Eso quería oír, amigos! Tal vez sólo se trate de vendernos en un mercado de esclavos. Y con la suerte que caracteriza a los miembros de la Hermandad, estoy seguro de que los compradores serán unas damas nobles que nos querrán para el servicio en su tocador, ¿eh, muchachos?

El jovial vanir terminó su frase con una serie de guiños significativos.

Los piratas respondieron con un coro de risas y de bromas subidas de tono. Sigurd sonrió ampliamente, pero todo en él era fingido, pues creía adivinar el terrible fin que les esperaba entre aquellos hombres de ritos salvajes, en unas islas malditas del fin del mundo.

 

Sigurd estaba en lo cierto. Los piratas parpadearon al recibir directamente la luz del sol y enseguida miraron a su alrededor, asombrados ante el espectáculo. Por encima se extendía la bóveda azul del cielo, como la cúpula de zafiro de algún suntuoso palacio. El sol, casi en su cenit, proyectaba sus rayos con intensidad, lo que fue bien acogido por los prisioneros después de la frialdad de la mazmorra. Aspiraron con deleite la fresca brisa que llegaba del mar, pero con pleno conocimiento de que aquéllas podían ser las últimas bocanadas que penetraran en sus pulmones.

Luego avanzaron desde el portal de la sombría fortaleza llamada Vestíbulo de los Dioses y se dirigieron hacia la gran pirámide roja y negra. Ésta se alzaba muy por encima de sus cabezas, y de las de los miles de antillianos que atestaban la plaza.

Al frente de la columna iba Sigurd, que se volvió y miró a sus compañeros. Éstos formaban un grupo de aspecto lamentable, sucios, cubiertos de harapos, con el pelo y la barba enmarañados. Entre los jirones de sus ropas asomaban las costillas y los delgados torsos, debido a la mezquina alimentación que habían recibido.

Los soldados antillianos formaban una fila que iba desde el Vestíbulo a la base de la pirámide. Por allí condujeron los carceleros a los piratas, hasta que llegaron junto a un grupo de individuos semidesnudos.

Por encima de la multitud destacaban los sacerdotes de emplumadas capas y capuchas, cuya estatura se acrecentaba merced a los altos zapatones, ocultos por sus ropajes. En la base de la pirámide había más soldados que sostenían diversos estandartes y banderas.

Con la ayuda de látigos, los soldados antillianos obligaron a los piratas a colocarse tras una fila de nativos, apenas cubiertos unos, desnudos los más. Las filas comenzaron a subir, lentamente y en silencio, por la escalera de piedra de una de las caras de la enorme pirámide.

Sigurd levantó la cabeza y trató de observar lo que había en la cima de la pirámide, pero el sol, con su intenso resplandor, le impedía ver con claridad. De todas formas, pudo divisar un enorme altar de piedra negra, y al lado un elevado trono en el que había una figura de capa emplumada.

Uno a uno, los silenciosos antillianos semidesnudos eran llevados en actitud sumisa hasta el altar de la cúspide. Sigurd veía ahora cómo los sacerdotes con máscaras bestiales los tendían boca arriba sobre la piedra. Luego avanzaba otro personaje aún más recargado de plumas y adornos, y extendía el brazo trazando un signo cabalístico sobre el pecho del inerme antilliano. Luego...

Los ojos de Sigurd se llenaron de lágrimas a causa del esfuerzo que suponía mirar casi de cara al sol. Bajó la cabeza para secárselos con el dorso de la mano. Cuando volvió a mirar, vio que el brazo del sacerdote sostenía algo brillante: un afilado puñal que arrojaba destellos como el vidrio. El cuchillo descendió trazando un arco. Durante un momento, el personaje permaneció inclinado sobre su víctima, cortando con el cuchillo y hurgando con la mano libre. Luego, los delgados brazos cobrizos se levantaron de nuevo y exhibieron el corazón de la víctima contra el cielo brillante.

Los miles de espectadores emitieron un murmullo contenido, mientras los sacerdotes iniciaban un monótono cántico que recordó a Sigurd el oleaje del mar. La hoguera del sacrificio cercana al altar lanzó una humareda negra cuando el corazón de la última víctima se añadió a las cenizas de otros muchos corazones. El cadáver fue arrastrado lejos de la vista de Sigurd por unos ayudantes, y la siguiente víctima pasó a ocupar el lugar de la anterior. Atónito, Sigurd se preguntó cuánto tiempo llevarían los sacerdotes dedicados a su macabra tarea.

Los soldados hicieron avanzar otro paso a la columna. Detrás de Sigurd, los piratas permanecían tan silenciosos como él, abrumados por el horror que se cernía desde la cima de la pirámide. El viejo filibustero pensó que, en unos pocos momentos, todo habría acabado; el largo viaje habría concluido; el relato, finalizado. ¿Qué importaba todo? Tal vez la vida humana tenía tan poco sentido como parecía. Sin embargo...

Dentro del velludo pecho del vanir, su viejo corazón se estremecía de horror y repugnancia. Su carácter viril se rebelaba ante aquella sumisión a un destino terrible. ¿Acaso él no era mejor que aquellos necios isleños? ¡Por el martillo de Thor, que no le temía a la muerte! Ambos eran antiguos compañeros. ¿Qué era, pues lo que le hacía rebelarse de aquel modo? ¡El orgullo! ¡Sí, por todos los dioses, ahora lo comprendía! ¡Lo que le hacía rebelarse era su orgullo de guerrero!

Sigurd lanzó una carcajada, que atrajo las miradas sorprendidas de los piratas que se hallaban más cerca de él. ¡Vaya manera de morir para un viejo vanir!