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Las puertas de la muerte

 

Levantaron los sangrientos despojos delante de la densa nube de ébano; la silenciosa turba de adoradores   contempló la escena llena de asombro.

LAS VISIONES DE EPEMITREUS

 

Conan saltó hacia adelante blandiendo el arma de piedra como una maza, con el valor que da la desesperación, y arreó un poderoso golpe en el hocico al más cercano de los reptiles. La estalactita se rompió en dos partes con un fuerte chasquido, y el extremo más grueso cayó al suelo.

El dragón retrocedió entre furiosos silbidos, y azotando el aire con la cola. En los siglos que llevaba habitando bajo la ciudad de Ptahuacán, jamás había visto el reptil que ninguna de aquellas endebles víctimas que le servían de alimento se volviera contra él. El dragón se sintió desconcertado ante aquella presa viva, y el golpe que recibió lo sorprendió mucho más aún.

El arma de Conan había quedado reducida ahora a una punta de piedra caliza de media yarda de largo. Pero el cimmerio se dijo que era lo suficientemente filosa como para introducirla en uno de los grandes ojos verdes que lo miraban parpadeantes. No lograría salvarse con eso, pero al menos habría dado muerte a uno de sus formidables enemigos.

Dos de los dragones se le acercaron. Conan se puso de puntillas, empuñando la estalactita como una daga. Un segundo después, saltaría hacia la cabeza del dragón que se encontraba más cerca de él...

Pero algo lo impidió. Del orificio que había en el techo y por el que entraba un rayo de sol, cayó algo que fue a dar al suelo con un ruido sordo. Se trataba de un cadáver desnudo que tenía una enorme herida sangrante en el pecho.

Al tiempo que lanzaba un gruñido, el dragón al que había golpeado Conan giró en redondo y se acercó rápidamente al cadáver. Aquel tipo de alimento exánime era mucho más de su gusto que las criaturas que se defendían y se negaban a dejarse devorar. A continuación, otro dragón, y luego otro, imitaron al primero, hasta que todos echaron a correr rápidamente hacia el centro de la caverna.

Llegado el primer reptil junto al cadáver, volvió la cabeza de lado, y sus enormes fauces se cerraron sobre el cuerpo del hombre. Pero al levantar la cabeza, otro dragón se apoderó de las piernas de la víctima, que se balanceaban en el aire. Enseguida, los dos dragones se enzarzaron en un tira y afloja entre gruñidos y forcejeos, mientras que los demás se congregaban en derredor y trataban de conseguir algún trozo de cadáver.

En un instante, el cimmerio comprendió una serie de cosas que lo habían intrigado. En primer lugar, se había preguntado de qué forma podían subsistir en aquellas cuevas semejantes carnívoros de tamaño descomunal. Los murciélagos y los gusanos luminosos, indudablemente, no bastaban para nutrirlos. En consecuencia, eran las víctimas de los sacrificios las que permitían su subsistencia. Catlaxoc y Metemphoc, el amo de los ladrones, le habían descrito los sacrificios en masa que se hacían a Xotli, y pensó que de algún modo tenían que deshacerse de tantos cadáveres. Así se explicaba la actitud de los dragones, que estaban con las cabezas alzadas, como esperando algo en el momento en que Conan entró en la caverna.

Después, el bárbaro se dio cuenta de lo que le había ocurrido a él mismo. Sus correrías por el mundo subterráneo le habían hecho describir un círculo. Al principio pensó en salir del laberinto de pasadizos a la altura del Vestíbulo de los Dioses. El sombrío edificio gris se alzaba en la plaza de la pirámide, y en él encerraban a los esclavos y prisioneros destinados a los sacrificios, razón por la cual tenía fundados motivos para pensar que sus hombres estarían recluidos allí.

Pero la lucha con las ratas lo había desviado de su camino, y la caída en el río subterráneo lo alejó aún más. Mas algún capricho de los dioses lo había hecho desplazarse en círculo, y al fin se encontraba en el lugar que al principio quiso alcanzar, o muy cerca de éste.

«El pozo por el que ha caído el cadáver —se dijo Conan— termina con toda seguridad en la parte superior de la pirámide en la que se terminan los sacrificios.» Todos estos pensamientos se sucedieron en la mente del cimmerio en un brevísimo espacio de tiempo. Cuando vio que los monstruos se alejaban de él, corrió hacia la escalera, hecha con grandes clavos, que ascendía hasta la plataforma en la que se encontraba el soldado antilliano. Éste no tenía aspecto aletargado, sino que señaló a Conan lleno de asombro y gritó algunas preguntas ininteligibles.

El antilliano estaba armado, motivo por el que no resultaba fácil subir por aquella escalera. Pero uno de los dragones, que no había conseguido un solo trozo de carne, se volvió hacia Conan retorciendo en el aire su larga lengua bífida. El cimmerio decidió enfrentarse con el guardia en lugar de hacerlo con el grupo de reptiles.

Conan trepó por la escala con la velocidad de un mono que huye de un león. Y cuando el primero de los dragones llegaba al pie del muro, Conan ya estaba a bastante altura, lejos del alcance del monstruo.

Pero tenía que vérselas con el centinela. Extrajo la daga del cinto y se colocó la hoja entre los dientes. Luego, siguió ascendiendo.

Pronto se halló frente al atónito soldado, que parecía seguir preguntando algo al cimmerio mientras empuñaba de manera amenazadora su espada de vidrio.

Conan se encontraba a tres pasos de distancia del centinela; cogió rápidamente su daga y la arrojó con violencia. El arma brilló como un relámpago en el aire y fue a dar en el cuello del soldado; se clavó hasta la empuñadura.

El antilliano se tambaleó al tiempo que lanzaba un gemido ahogado. Dejó caer la espada e intentó extraer la daga que tenía clavada, pero las fuerzas lo abandonaron y cayó fuera de la plataforma. Conan tuvo que esquivarlo para no precipitarse también él al fondo de la caverna. El soldado cayó a tierra con un golpe fuerte y sordo. Aún moribundo, su grito fue interrumpido por la presión de las mandíbulas del dragón. De inmediato, otros reptiles se congregaron en torno al lugar donde había caído el centinela.

Conan, jadeando intensamente, tomó asiento en el borde de la plataforma con las piernas colgando hacia afuera. La última hora había sido una de las más azarosas de su vida aventurera.

En la base de la escala todavía había algunos dragones mirándolo ansiosamente, pero poco a poco se fueron retirando, desalentados. Casi todos se pusieron bajo el círculo luminoso que había en el techo de la cueva. Poco después, otro cuerpo mutilado fue a caer entre el grupo de reptiles, que se abalanzaron sobre él.

Una vez recuperado de su cansancio, Conan se dedicó a explorar los alrededores. En la parte posterior de la plataforma había un túnel cerrado por una puerta enrejada y detrás se veía una escalera entre las sombras. La puerta se abrió en cuanto Conan la hubo empujado. En una de las paredes de la estancia en la que se hallaba, el cimmerio pudo ver un enorme nicho en el cual había una rueda de bronce de grandes dimensiones que se parecía a las del timón de los barcos zingarios. Dicha rueda estaba cubierta de verdín, lo que indicaba que no debía de haberse usado desde tiempos inmemoriales.

El cimmerio reflexionó, con el ceño fruncido. Luego miró al exterior y hacia abajo, en dirección a las grandes puertas de bronce que alcanzaba a ver más allá del temible círculo de dragones, en la pared de la enorme caverna. «¿Para qué habrán colocado allí aquellas puertas?», se preguntó. Sin duda, su instalación había supuesto un trabajo ingente a los hombres de Ptahuacán. Pero parecía seguro que constituían un acceso a la superficie, al mundo exterior. Servían sin duda para soltar la horda de dragones sobre el pueblo que se encontraba arriba. Pero ¿por qué los dirigentes de la ciudad deseaban algo así?

La respuesta surgió en la mente del cimmerio como una chispa. Aquellos dragones encerrados tenían una doble finalidad. No sólo servían para deshacerse de los cadáveres de las numerosas víctimas sacrificadas, sino que actuaban como arma secreta para el caso de que se produjera una rebelión contra los sacerdotes gobernantes.

¿Cómo se abrirían aquellas puertas? Conan tuvo un presentimiento y miró hacia la antigua rueda de bronce.

Afuera, en la plaza, debía de estar celebrándose un sacrificio a Xotli. Con seguridad, la plaza estaría llena de antillianos, y cerca de las grandes puertas, según le habían explicado, estarían situados los sumos sacerdotes. La ágil mente del cimmerio concibió rápidamente un plan.

 

Conan traspasó el vano de la puerta enrejada y se acercó a la rueda de bronce. Después de respirar hondo, aferró la rueda y aplicó a ella su tremenda fuerza. El metal chirrió bajo la fuerte presión. Las botas del bárbaro arañaron el suelo de piedra al resbalar sobre éste.

Se detuvo un momento para descansar, respiró profundamente y lo intentó de nuevo. Los músculos se retorcían en su espalda y en sus hombros. Del otro lado de la pared, oyó algunos chirridos metálicos como respuesta a sus esfuerzos. La rueda se movió casi imperceptiblemente, entre ruidos de metal forzado a trabajar después de tantos años de inactividad.

El cimmerio empuñó la rueda con fiereza, como para hundir los dedos en el bronce. La sangre le latió en las sienes y rugió en sus oídos. Por fin, la rueda giró medio palmo. Al otro lado del muro se oyeron unos poderosos contrapesos que se ponían en movimiento.

Abajo, en el extremo opuesto de la caverna, asomó un rayo de luz entre las dos hojas de la puerta de bronce.

Después de otro impulso, el movimiento de la rueda se hizo fácil de repente. Desde el otro lado de la pared, se oyó el retumbar de un antiguo mecanismo que había permanecido inmóvil durante varios siglos.

La abertura que había entre las hojas de la puerta se ensanchó. Se oyó un rumor de engranajes, y la rueda comenzó a girar por su propio impulso, cada vez con más rapidez. La puerta ya estaba casi completamente abierta; los dragones, que habían estado escuchando inquietos, entre resoplidos, aquellos desusados ruidos que llegaban hasta ellos, se volvieron hacia la gran abertura.

Más allá de las puertas había una empinada rampa que desaparecía rápidamente de la vista en un brusco recodo. La luz llegaba desde el exterior, y al cimmerio le pareció que era al fin la luz del día, intensa y cálida. De ello dedujo el bárbaro que otro par de puertas en lo alto de la rampa se habían abierto simultáneamente. Éstas debían de estar situadas en la base de la pirámide, o en otro edificio de cuantos se encontraban en los alrededores de la plaza.

Mientras Conan, agotado por el esfuerzo, caía sobre la rueda, los dragones salvaron el vano de la enorme puerta emitiendo pequeños rugidos de excitación. Sus garras arañaron el granito y un segundo después desaparecieron rampa arriba. Por las bocas de los túneles que daban a la enorme caverna aparecieron más dragones, sin duda despertados de su sueño por el ruido del mecanismo y los rugidos de sus congéneres.

De inmediato, todos ellos se sintieron atraídos por la gran puerta de bronce con sus jambas abiertas de par en par, y enseguida se dirigieron hacia la rampa. De ese modo pasaron hasta cuarenta dragones por el vano de bronce de la salida. Al mismo tiempo llegaron hasta la cueva, atenuados por la distancia, innumerables gritos de horror de los antillianos reunidos afuera.

Con la respiración agitada, Conan se sentó en el suelo, esperando a que su viejo pero robusto corazón se calmase. Una sonrisa sombría y amenazadora podía entreverse entre los mechones grisáceos de su espesa barba.