Sumergidos en la mística bruma rojiza
donde el sol se pone con esplendor sangrante
yacen imperios olvidados
como fantasmas de tiempos primitivos
LAS VISIONES DE EPEMITREUS
Conan salió de entre las olas y pisó el primer peldaño de la escalera de piedra que llevaba hasta la enorme puerta, cerrada por la proximidad de la noche. El sol ya había desaparecido detrás de la gran muralla.
Se quitó cuidadosamente el casco de cristal y los tubos de respiración, y dejó el artefacto —cuya carga de aire ya se estaba agotando— sobre una piedra. Luego se quitó las botas y vació el agua que había en ellas. Se quedó sentado un momento en la piedra, mirando con cautela a su alrededor y jadeando intensamente. La hazaña de recorrer casi una legua por debajo del agua en un mar infestado de tiburones, y luego otro tercio de legua por la costa hasta la ciudad, había minado considerablemente las fuerzas del viejo guerrero.
Cuando llegó a la ciudad era media tarde y se introdujo nuevamente en el agua. Allí esperó, medio sumergido, hasta que regresaron las pequeñas embarcaciones. Luego, cuando los pescadores hubieron desaparecido detrás de la puerta y ésta se hubo cerrado, el cimmerio se atrevió a acercarse más a la orilla.
Ante los malecones de piedra que se extendían al norte y al sur de la enorme puerta, había amarrados varios barcos de grandes dimensiones. Otros estaban fondeados en el puerto, pero no se veía en ellos ninguna señal de vida. O bien las tripulaciones se hallaban bajo cubierta, cenando, o se habían marchado a tierra. Aquellos antillianos, se dijo Conan, debían de ser muy despreocupados, o tal vez confiaban demasiado en sus propias fuerzas, puesto que no apostaban centinelas en las murallas ni en los barcos. Entre las naves del puerto, el cimmerio vio el casco medio quemado del León Rojo, que estaba sumergido en parte en aguas poco profundas.
Conan no sólo se sentía agotado después de los agitados acontecimientos del día, sino que también tenía un hambre atroz. Mientras descansaba bajo el cielo oscuro, pensó en lo que debía hacer a continuación. Fuera lo que fuese, debía actuar sin demora, antes de que lo localizase algún centinela.
«Lo ideal —pensó— sería entrar en la ciudad.» Esto, no obstante, lo pondría en situación peligrosa, ya que, además de encontrarse solo y entre enemigos, no tenía esperanzas de pasar inadvertido, tanto a causa de su gran estatura como por su color y sus rasgos, que lo diferenciaban claramente de los pequeños y cobrizos antillianos.
Por si fuera poco, existía el problema del idioma. El cimmerio dominaba con mayor o menor perfección una docena de lenguas de los países de su propio mundo, aun cuando no hubiera perdido el acento bárbaro. Pero los antillianos parecían hablar un idioma de origen antiguo, probablemente derivado del que se hablaba en Atlantis, y que en el curso de ocho mil años se había convertido en una lengua desconocida para el cimmerio.
En todo caso, Conan no podía permanecer más tiempo en aquella situación. Tal vez por la noche, cuando la gente estuviera cenando, tendría ocasión de entrar en la ciudad.
Se puso en pie y pasó una mano por las piedras de la muralla. Ésta era muy alta y estaba construida con bloques bien tallados, y pulidos por la llovizna salada de muchos siglos. La argamasa que había entre los bloques se había ablandado y luego había desaparecido en muchos lugares, dejando huecos a los que los dedos de los pies y las manos podían agarrarse para trepar por la pared.
En su juventud, el cimmerio no habría vacilado en subir por la muralla, pues escalar abruptos taludes era habitual para las gentes de Cimmeria. Pero Conan no había escalado muros en muchos años y sus movimientos eran menos seguros que en otros tiempos.
Por fin se decidió. Arrojó al agua el casco de cristal y el aparato para respirar y se ató las botas al cinturón. Estuvo tentado de quitarse también la cota de malla, pero decidió conservarla. Despojarse de semejante protección ante situaciones de peligro, sólo para librarse de un peso molesto, era un acto de necia imprudencia juvenil, impropio de la experiencia del viejo cimmerio.
Luego introdujo los dedos de pies y manos en los huecos que había entre los bloques y comenzó a subir. Conan ascendió por la muralla lentamente, como un enorme lagarto sin cola. En más de una ocasión sintió que le resbalaba un pie o una mano, y casi se resignó a fracturarse un hueso al caer. Pero se sostuvo con los dedos, y al fin logró ascender hasta el borde superior de la muralla de granito.
En la parte interior de la muralla, mirando hacia la ciudad, había un parapeto bajo. Conan corrió agachado, se acercó al parapeto y miró por entre las almenas. La ciudad se extendía ante sus ojos.
Cerca de la muralla se alzaban algunas cabañas y cobertizos de pescadores. El humo de las cocinas surgía de las chimeneas, y en los alrededores se veían numerosas redes que habían tendido a secar. De cuando en cuando se veía un chiquillo desnudo, de piel cobriza, que en traba o salía de las cabañas. Más allá comenzaban las calles empedradas, y había casas de piedra de tamaños diversos.
La ciudad estaba construida en la ladera de una montaña. Desde donde se encontraba, el cimmerio podía divisar calles y plazas que ascendían en forma escalonada hacia las alturas. Los edificios más grandes poseían una arquitectura de curioso estilo monolítico, con gruesas columnas que soportaban pesados dinteles y arcos en forma de cuña. Algunas paredes de piedra se hallaban cubiertas con yeso; a veces estaban blanqueadas o bien pintadas de color rojo, amarillo, verde o azul, todos ellos muy intensos. El estilo, aunque recordaba vagamente el de las misteriosas ciudades amuralladas —algunas en ruinas, otras habitadas— que había visto Conan a lo largo de su vida en los desiertos y en las selvas del sur, poseía ciertas características que lo hacían extraño a los ojos del cimmerio. El conjunto lo desconcertaba, como si en él intuyera la influencia de unos cánones estéticos totalmente distintos a los de su mundo.
Más arriba, por la pendiente, se alzaban suntuosas construcciones con aspecto de palacios y templos. Tenían techos de planchas de cobre o de tejas rojas. También se veían torres pentagonales, obeliscos y avenidas flanqueadas por monstruosas figuras de piedra.
En muchos casos, las paredes, los huecos de las puertas y los dinteles de las columnas aparecían cubiertos de rostros burlones, con ojos protuberantes. Seres alados de los mitos y leyendas, con múltiples miembros y picos curvos, se extendían en bajorrelieves sobre las puertas y los muros. En algunos de éstos, los más cercanos, el cimmerio alcanzó a ver renglones de lo que sin duda era una extraña escritura. Estaba compuesta de pequeños cuadros que contenían rostros insólitos y otras tallas diminutas. Aquel tipo de escritura resultaba totalmente desconocido para Conan.
En el centro de la ciudad, en medio de una espaciosa plaza pavimentada, se alzaba una ciclópea pirámide, cuyos lados estaban compuestos por bloques alternados de basalto y de piedra arenisca de color rojo. De la cima de la pirámide surgía un penacho de humo. Allí pudo divisar, aunque sin mucha claridad a causa de la distancia, lo que parecía un enorme altar de superficie plana. Una interminable serie de peldaños, flanqueados por monstruosos seres de piedra, ascendían desde la base a la cima del enorme monumento.
De aquella edificación emanaba un aire siniestro, un hálito inquietante de amenaza y terror, como si la angustia de miles de seres humanos sacrificados irradiase de cada una de las piedras. Mientras observaba el monumento maldito, Conan notó que un escalofrío le recorría la piel Y contuvo un gruñido hostil, que pugnaba por salir desde lo más hondo de su pecho.
Pocas personas deambulaban por las oscuras calles, cubiertas por las sombras nocturnas. Algunos mendigos dormían en los huecos de las puertas. Aquí y allá, un esclavo de rostro inexpresivo iba con paso cansino a realizar un recado de su amo.
Conan esperó hasta que los peatones hubieran desaparecido a causa de lo avanzado de la hora. Entonces, se quitó la cota de malla, hizo un fardo con ella y con su espada y lo arrojó a la tierra blanda que había debajo. Por la parte interior, el muro era mucho menos alto que en el costado que daba al mar. Luego, el cimmerio pasó al otro lado del parapeto y comenzó a descender del mismo modo que había subido por la parte exterior. En mitad del descenso resbaló y fue a caer al suelo desde una altura de más de cuatro yardas; recibió un fuerte golpe. Se puso en pie y comprobó que no había sufrido ningún daño.
Una rápida mirada a su alrededor le indicó que no había sido descubierto. Por consiguiente, se calzó rápidamente las botas, se puso la cota de malla y se ajustó la espada al cinto. Sus únicas armas eran el enorme sable de doble filo y una daga de considerable tamaño que llevaba debajo del cinturón. No era demasiado para un hombre que se internaba en una ciudad llena de enemigos implacables; pero con arrojo, algo de suerte, y la cautela que había adquirido a lo largo de medio siglo de arriesgadas aventuras, podría alcanzar el éxito en su empresa. Eso era todo lo que Conan le pedía a los dioses.
Se deslizó entre las chozas como una sombra y avanzó por una callejuela hasta llegar a la oscuridad de una arcada. Nadie pareció verlo avanzar desde una columna hasta el hueco de una puerta, y desde ésta a un rincón en sombras. Sin duda, aquellas calles se encontraban llenas de transeúntes durante el día, pero ahora estaban casi desiertas.
En su avance por la silenciosa ciudad de casas pintadas de vivos colores, o construidas con piedra maciza, Conan eligió las callejuelas oscuras y los sinuosos pasadizos en lugar de las vías más amplias y las extensas rampas que ascendían desde un nivel a otro de la ciudad. Se preguntó dónde estarían presos Sigurd y sus piratas... si es que todavía estaban vivos. Pensó que tal vez estuvieran encerrados en una prisión cercana a un lugar parecido a un mercado de esclavos, que era tan fácil de reconocer en cualquier ciudad, por extraña que fuese. De todas maneras, en aquella ciudad hostil, donde ninguna persona hablaba una lengua que él pudiera entender, tenía pocas posibilidades de encontrar a sus compañeros y de liberarlos. Pero intentaría hacerlo. Desde sus primeras aventuras, cuando aún era un proscrito, Conan se había destacado por su fiera lealtad hacia sus compañeros.
Por otro lado, si un hombre solo no tenía ninguna posibilidad contra una ciudad de veinte o treinta mil habitantes, con sesenta luchadores aguerridos a su lado las probabilidades aumentaban; no serían muchas, ciertamente, pero siempre más que las de un guerrero solo, aunque éste fuera Conan el cimmerio.
El primer problema del bárbaro consistía en encontrar un refugio, un lugar donde pudiera ocultarse. ¿Dónde podría encontrarlo, en una ciudad llena de enemigos de una raza extraña?
Se dijo que podría contar con el favor de sus dioses bárbaros. Mientras se deslizaba cuesta abajo por una callejuela flanqueada por casuchas de aspecto mezquino, oyó un silbido. Miró a su alrededor, con la mano derecha en la empuñadura de la espada, y oyó que el silbido se repetía desde otros lugares. Pudo divisar inmediatamente los rostros de varias mujeres, poco visibles debido a la penumbra, que aparecían en los huecos de algunas puertas. Le hacían señas con la mano para que se acercara.
Conan se dio cuenta de que se había internado en la zona de prostíbulos de la ciudad. Eligió una puerta al azar y atravesó el umbral. El cimmerio no tuvo tiempo de examinar a la mujer.
Ésta lo introdujo en su habitación. El tugurio estaba tenuemente iluminado por un candil que colgaba de una pared. Ella le dijo una serie de palabras ininteligibles, pero la mano que le tendía, con la palma hacia arriba, resultaba bastante elocuente.
Conan extrajo una bolsita de su cinto, sacó de ella una moneda de plata y la puso en la mano de la mujer. Ésta examinó la moneda a la luz del candil, lanzó una exclamación de contento y se arrojó en brazos de Conan. Era una mujer rolliza, sin muchos atractivos, e iba vestida con una sencilla túnica de algodón.
—¡Despacio, amiga! —dijo con aspereza el cimmerio—. Esa moneda es el pago de varios días de hospedaje. ¿Lo has entendido?
La mujer observó el pelo y la barba de Conan.
—¡Por Crom, tráeme algo de comida, porque me muero de hambre! —pidió él, pero tuvo que hacer algunas señas para que la mujer lo entendiera.
Una hora después, Conan se hallaba sentado ante la mesa en la que la mujer, llamada Catlaxoc, había colocado los alimentos. Poco antes, ella había salido de la casa para regresar con un cesto lleno de provisiones, que cocinó en su pequeño fogón. No había escatimado las viandas, y Conan se aplicó a devorar con fruición la gran ave asada, que tenía un extraño aroma. La mujer permanecía en pie, a poca distancia de la mesa, y parecía esperar con deferencia a que él terminase antes de empezar a comer ella misma.
—Pero ¿qué demonios es esto? ¿Cómo se come? —preguntó Conan perplejo, mostrando un vegetal alargado, de treinta centímetros de largo, en el que había varias hileras de granos dorados.
La mujer pareció comprender, al fin, que deseaba saber el nombre del alimento.
—Mahiz —le contestó.
—Ah, de modo que es mahiz, ¿verdad? Pues ahora enséñame cómo se come. Ven, siéntate y empieza a comer, o no dejaré nada para ti.
Cuando Catlaxoc hubo comprendido, el cimmerio la imitó y comenzó a roer con fruición las doradas mazorcas, al tiempo que le preguntaba con la boca llena los nombres de otros alimentos. Al finalizar la comida, él y la ramera podían intercambiar ya algunas frases sencillas.
Concluido el ágape, Conan bebió gran cantidad de cierto licor hecho de frutas fermentadas que él no conocía. Luego lanzó un fuerte eructo y contempló a Catlaxoc, que bajó la mirada modestamente y esbozó una sonrisa.
El cimmerio se puso en pie, se estiró y a continuación se retiró a descansar.
Varios días después, durante la noche, Conan abandonó la casa de Catlaxoc. La mujer se arrojó en sus brazos llorando y él tuvo que apelar suavemente a su fuerza para apartarla. El cimmerio vestía ahora el faldellín y la capa de algodón típicos de la gente del pueblo antilliano. Catlaxoc le había conseguido aquel atuendo, y también le enseñó los rudimentos de la lengua del país. Conan supo así que se encontraba en Ptahuacán, la única ciudad del mundo en la que aún se encontraban los sobrevivientes de la desaparecida Atlantis. Al disponerse a marchar, el bárbaro hizo un fardo con su cota de malla y otras ropas y se lo sujetó con una correa a la espalda.
Aún no se atrevía a salir a la luz del día, dado que su estatura, su extraño color de piel y sus rasgos lo habrían hecho destacar entre los demás habitantes de la ciudad. Pero ahora tenía una idea bastante clara del trazado de la urbe, y de la clase de disfraz que debía utilizar para llevar a cabo sus planes.
Una vez fuera de la casa de Catlaxoc, la noche fue transcurriendo, y Conan empezó a sentir deseos desesperados de encontrar lo que estaba buscando. Finalmente, cuando se internaba por una oscura callejuela en dirección a una plaza, divisó una silueta corpulenta, envuelta en una extraña capa de plumas, que se acercaba a él en dirección contraria.
Conan se hizo a un lado y luego se abalanzó sobre el desconocido como un león al ataque. Antes de que el otro hubiera podido gritar, el cimmerio lo había dejado inconsciente de un puñetazo en la sien. Entonces arrastró el cuerpo inmóvil al hueco de una puerta, sudando aún al pensar en el riesgo corrido. Un solo grito del gigante, y la empresa de Conan habría terminado seguramente allí mismo.
El cimmerio examinó a su víctima. Suponiendo que los guerreros de cota de malla de vidrio que tripulaban las naves—dragón eran el prototipo de habitante de Antillia, aquel hombre resultaba ser de una estatura desusada. Pero enseguida, Conan pudo ver que el hombre calzaba unas botas con suelas de unas cinco pulgadas de altura. ¿Era tal vez para impresionar a la gente ingenua? En todo caso, el individuo tenía el aspecto de un sacerdote o un hechicero. Llevaba la cabeza rapada, las manos cubiertas de anillos con apariencia de talismanes, y collares con sellos, amuletos y pequeños ídolos colgando sobre su pecho.
Conan examinó las palmas del individuo y tuvo la certeza de que se trataba de un sacerdote, pues ninguna otra preocupación le hubiera permitido conservar la piel tan fina y exenta de callosidades.
El atuendo del hombre era muy singular. Por debajo de la capa de plumas, su enjuto cuerpo cobrizo estaba semidesnudo; tan sólo llevaba un ajustado faldellín de algodón. Gruesas pulseras de oro, con complicados jeroglíficos grabados en la superficie, adornaban sus muñecas, brazos y tobillos. La capa de plumas, diferentes a todas las que el cimmerio había visto hasta entonces, tenía también una capucha del mismo estilo. El cañón de las plumas colgaba de un tejido basto, como de saco, y el efecto multicolor del plumaje podía ser divisado a considerable distancia. Por debajo, un forro de seda impedía que las extremidades interiores de las plumas arañasen la piel del sacerdote.
Conan se dijo que, si se cubría con la amplia capa sin ponerse las botas de un palmo de alto, sería sólo un poco más corpulento que el sacerdote o mago. De aquel modo, con los brazos ocultos y la capucha cubriéndole el rostro, podría andar por las calles sin resultar sospechoso. Sin embargo, pensó que ni siquiera la capucha podría esconder su larga melena y su barba, que contrastaban con el rostro y el cráneo afeitado del antilliano.
El cimmerio resolvió el problema arrancando un trozo del faldellín del sacerdote a fin de arrollárselo alrededor de la cara y el pelo, para dejar al descubierto tan sólo los ojos y la nariz.
A continuación se puso las botas, se colocó la cota de malla y se colgó la espada al cinto. Después se cubrió con la amplia y pesada capa de plumas y se echó la capucha sobre el rostro.
No tenía posibilidades de apreciar el resultado de su disfraz, pero tuvo la sensación de que saldría bien parado de un examen superficial. Sus ojos azules y el trapo que llevaba sobre el rostro podían causar algún recelo, pero procuraría que no se viesen bajando bien la capucha encima de la cara. Por otro lado, sabía por experiencia que en las ciudades, los sacerdotes magos no solían tratar con la gente corriente, lo que le evitaría complicaciones.
Entonces, armándose de valor, Conan salió abiertamente a la plaza, iluminada por la luz y las llamas de las antorchas que ardían en los nichos de los edificios colindantes. Casi enseguida su disfraz fue puesto a prueba. Un rollizo comerciante, que sin duda estaba retirando con retraso la mercancía de los estantes exteriores de su establecimiento, fue la primera persona con la que se encontró el cimmerio. El cobrizo hombrecillo estaba guardando una serie de adornos de cobre, jade, plata y oro en un par de cajas de madera. Cuando Conan llegó a la plaza, con la capa emplumada ondulando a la altura de sus tobillos, el comerciante miró de reojo y con manifiesta expresión de temor a la elevada figura. Luego se inclinó y, después de besar un amuleto de jade que colgaba de su cuello, permaneció inclinado, en respetuosa actitud, hasta que Conan hubo pasado.
Así superó el cimmerio su primera y delicada prueba. Era evidente que los nativos de Antillia sentían gran temor y respeto por sus sacerdotes—brujos. Con el debido cuidado y un poco de suerte, le sería posible librarse de situaciones peligrosas.
Durante varias horas, Conan exploró las amplias avenidas y las callejuelas de Ptahuacán, sin encontrar nada interesante para sus fines. Daba la impresión de que los sacerdotes de capas emplumadas eran un espectáculo corriente en las empedradas calles de la ciudad de Antillia. Más tarde, cuando todo el mundo se hubiera retirado, buscaría alguna choza abandonada y dormiría en ella hasta el amanecer. Sin pensarlo más, reanudó sus investigaciones.
Cuando llegó la mañana, Conan vio muchas otras figuras de capa emplumada que deambulaban entre la muchedumbre. Avanzaban con aire majestuoso, sin dignarse a contestar el humilde homenaje de aquellos con quienes se cruzaban. Todo parecía indicar, asimismo, que los sacerdotes de Ptahuacán eran, además, los gobernantes de la ciudad, y que la gente estaba por completo subordinada a ellos.
El pueblo le dio al cimmerio la sensación de ser un conjunto de gente apocada, de mirada indiferente y catas asustadas. Con la aprensión reflejada en el rostro, procuraban apartarse del camino de los sacerdotes, cuyo caminar altanero Conan procuró imitar.
Según ya había apreciado desde la muralla, Ptahuacán estaba construida sobre varios niveles diferentes o terrazas unidas unas con otras por escaleras y empinadas rampas. La técnica arquitectónica era bastante avanzada y demostraba una refinada cultura, con antiguas tradiciones y desarrollado sentido estético. Los edificios de piedra estaban mejor logrados que en el mundo que conocía el cimmerio. En ningún país había visto templos y palacios del tamaño de los de aquella ciudad, y le llamaba la atención la precisión minuciosa de los trabajos de albañilería. enorme pirámide de la plaza central, tanto o más grande que las que viera tiempo atrás en Estigia, y que le recordaba en parte a los edificios dedicados al culto de Shem, había debido de exigir varios siglos de trabajo y miles de obreros dedicados a su construcción. Flanqueando la plaza, se alzaban unas gradas de piedra en la que cabían miles de espectadores sentados frente a la gran pirámide.
Conan se mantuvo alejado de la plaza de la pirámide, ya que parecía ser un lugar sagrado. Podría encontrarse con otros sacerdotes vestidos de manera similar, y éstos no se mostrarían remisos en abordarlo y hablarle. Hasta entonces había podido ir evitando a los sacerdotes de capas emplumadas que encontraba en las calles. De todas formas, no parecían una casta muy sociable. Con aire lejano, inabordable, y muy apresurados en sus presuntos quehaceres, raramente se detenían a hablar, ni siquiera entre ellos.
El cimmerio estuvo paseando largo rato entre los grupos de gente con objeto de tratar de oír algo. El lenguaje de los antillianos era gutural y sibilante, y estaba formado por vocablos muy largos. De todos modos, pudo comprender algunas palabras y hasta frases, pero las más largas, dichas rápidamente, lo desconcertaban. Aun cuando la gramática de aquella lengua parecía completamente diferente a la de cualquier otro idioma conocido por él, lo que pudo aprender de Catlaxoc le dio a entender que había una ligera semejanza entre el vocabulario antilliano y el de su Cimmeria natal.
Ello se debía a que los hombres de Atlantis —antepasados directos de los antillianos— eran de alguna manera los ancestros de los cimmerios. Durante la época poco conocida anterior al Cataclismo, las tribus y los clanes de la antigua Cimmeria habían luchado y se habían mezclado racialmente con los invasores de Atlantis en las costas de Thuria. El viejo cimmerio recordó que, según las crónicas antiguas, numerosas tribus de su país natal, en parte civilizadas por el contacto con los colonizadores de Atlantis, habían servido como mercenarios en los siglos inmediatamente anteriores al hundimiento de la isla continente. A medida que los bárbaros cimmerios fueron adquiriendo rudimentos de civilización, tomaron palabras de sus antiguos enemigos con el fin de expresar conceptos más complejos. De ahí, entonces, que existieran aquellas leves semejanzas entre las lenguas de ambas márgenes opuestas del océano Occidental. Dicho parecido, sin embargo, no era tan grande como para que un viajero que cruzara el mar pudiese dominar la lengua antilliana sin pasar antes por un período de ardua práctica.
De las frases ocasionales que pudo entender, Conan dedujo que los rumores y temas principales de conversación en Ptahuacán, aquella mañana, eran dos. Uno de ellos era el combate celebrado entre los barcos—dragones que vigilaban las costas y el extraño navío que había llegado de un puerto desconocido. El otro era el sacrílego ataque realizado contra uno de los sacerdotes, al que le había sido ignominiosamente arrebatado su atuendo sacerdotal. Conan trató de captar algo relativo a la suerte corrida por su tripulación, pero si alguien sabía algo al respecto no dijo nada.
Mientras el cimmerio deambulaba entre los puestos de la atestada plaza del mercado, cerca de una de las tiendas mayores, se le presentó la ocasión que estaba esperando. Un hombrecillo de ojos rasgados y que vestía un harapiento faldellín se encontraba reclinado, con estudiada indiferencia, junto a un cofre, en el que un grueso mercader tenía depositada su mercancía de anillos de plata y bronce y de pulseras de oro. Al mirarle, pudo advertir que el hombrecillo introducía su brazo enjuto y desnudo en el cajón con sorprendente rapidez y retiraba dos cucuruchos con polvo de oro.
El comerciante, concentrado en animada charla con un aristocrático cliente que se asomaba entre las pieles de un palanquín, no vio nada de lo ocurrido. Una sonrisa de gozo afloró en el rostro oculto del cimmerio cuando vio que el ladrón escondía el producto de su robo en el faldellín y se alejaba apresuradamente.
Conan lo siguió por una callejuela desierta y luego se acercó de dos zancadas al pequeño antilliano, que chilló como un ratón asustado cuando la enorme mano del cimmerio lo sujetó por uno de sus huesudos hombros.
El fingido sacerdote eludió el golpe de un estilete que apareció de pronto en la mano derecha del ratero; enseguida aferró y apretó la mano del antilliano y la ligera arma cayó tintineando al suelo.
Cuando el hombrecillo levantó espantado la mirada hacia la capucha emplumada, Conan le dijo en antilliano rudimentario, con voz amenazadora:
—¡Llévame ante el rey de los ladrones, o te destrozo el brazo!
«Por fin la suerte se inclina a mi favor», pensó Conan. Al igual que todas las ciudades prósperas, Ptahuacán debía de tener su mundo del hampa. Y cuando uno se encuentra complicado con las autoridades, siempre podrá hallar buena acogida entre los delincuentes.