Capítulo X

Yasmeena apoyó el mentón en las manos delicadas y me miró fijamente con sus inmensos ojos oscuros. Estábamos solos en una sala a la que nunca antes había acudido. Era de noche. Estaba sentado en un diván y frente a ella; me habían quitado las cadenas. Me había ofrecido una libertad temporal si prometía no hacerle ningún daño y me dejaba encadenar dócilmente de nuevo cuando ella me lo pidiera. Lo prometí. Nunca he sido un hombre muy ladino, pero el odio me había agudizado la mente. Jugaba un juego arriesgado.

—¿En qué piensas, Esau Mano de Hierro? preguntó.

—Tengo sed —respondí.

Señaló un recipiente de cristal al alcance de mi mano.

—Bebe un poco de vino dorado... un poco, de otro modo te emborracharías. Es el vino más embriagador del mundo. Incluso yo estaría varias horas inconsciente si bebiera varias copas, Y tú no estás acostumbrado.

Saboreé el vino. Efectivamente, su contenido en alcohol era elevado.

Yasmeena se estiró sobre el lecho y preguntó:

—¿Por qué me detestas? ¿No te he tratado bien?

—No he dicho qué te detestase —la contradije—. Eres muy bella. Pero eres cruel.

Encogió los alados hombros.

—¿Cruel? Soy una diosa. ¿Para qué valen la crueldad o la piedad? Es algo bueno para los hombres. Y la humanidad solo existe para complacerme. ¿Acaso toda la vida no emana de mí?

—Tus estúpidos akkis pueden creerse eso —repliqué—, pero yo sé que es diferente, lo mismo que tú.

Se echó a reír sin sentirse ofendida.

—Bueno, claro, quizá no sea capaz de crear vida, pero puedo destruirla perfectamente a mi antojo. Puede que no sea una diosa, pero te costaría mucho trabajo convencer a todos esos idiotas a quienes gobierno de que no soy todopoderosa. No, Mano de Hierro; los dioses son solo otro de los nombres del poder. Yo soy el Poder en este planeta; consecuentemente, soy una diosa. Y tus amigos cubiertos de pelo, los guras, ¿a quién adoran?

—Adoran a Thak; al menos reconocen a Thak como su creador y protector. No tienen ritos regulares de adoración, ni templos, ni altares o sacerdotes. Thak es el Ser Peludo, el dios de forma humana. Truena en las tormentas y ruge en las colinas con la voz del león. Le gustan los hombres valientes y detesta a los débiles, pero no les hace ningún mal, y les ayuda. Cuando nace un niño de sexo masculino, le inculca fuerza y valor; cuando muere un guerrero, sube a la morada de Thak, un reino de llanuras celestes, de ríos y montañas, donde abunda la caza y donde residen los espíritus de los guerreros muertos. Cazan, pelean y hacen incursiones durante toda la eternidad, lo mismo que hacían cuando estaban vivos.

Se rió despectivamente.

—¡Cerdos ignorantes! La muerte es el olvido. Nosotros los yagas solo adoramos nuestros cuerpos. Y les ofrecemos suntuosos sacrificios con los cuerpos de ese pueblecillo estúpido.

—Vuestro dominio no durará eternamente —me vi forzado a observar.

—Eso empezó mucho antes del alba gris del comienzo de los tiempos. Desde el oscuro peñón de Yuthla, mi pueblo ha contemplado innumerables eras. Antes de que las ciudades de los guras aparecieran en las llanuras, nosotros ya morábamos en el país de Yagg. Siempre hemos sido los amos. Lo mismo que reinamos sobre los guras, reinamos sobre la raza misteriosa que antaño vivió en las llanuras, antes de que los simiescos guras empezasen su lenta evolución; la raza que erigió esas ciudades de mármol cuyas ruinas atemorizan a la luna, pereció tragada por la noche.

»¡Historias! ¡Podría contarte historias que te harían perder la razón! Podría hablarte de razas que surgieron de las brumas del misterio, que cayeron sobre el mundo como oleadas impetuosas y que desaparecieron en las brumas del olvido. Nosotros, aquí en Yugga, les hemos visto aparecer y extinguirse, y todos ellos se han inclinado ante el yugo de nuestra divinidad. Hemos observado no durante siglos o milenios, sino durante ciclos enteros.

»¿Por qué nuestro reino no iba a durar para siempre? ¿Como podrían los guras hacerse con nosotros? Tú has visto lo que pasa cuando mis gavilanes surgen del cielo, en plena noche, para lanzarse contra las ciudades de los hombres mono. ¿Cómo iban a atacarnos aquí, en nuestra propia morada? Para alcanzar la tierra de Yagg, primero han de cruzar el río Rojo, y sus aguas son demasiado impetuosas para que puedan cruzarlas a nado. El río solo puede ser atravesado por el Puente de las Rocas; y allí hay centinelas de mirada de águila que montan guardia día y noche. Una vez, los guras intentaron atacarnos. Los vigías pasaron un informe de su llegada, y los hombres de Yagg se prepararon. Se lanzaron sobre ellos en medio del desierto, haciendo caer del cielo una lluvia de flechas, y los exterminaron. Los pocos supervivientes murieron de sed, dominados por los delirios.

»Supongamos que una horda, tras pagar el precio de una batalla feroz, pudiese cruzar el desierto y llegar a ver el peñón de Yuthla. Todavía tendrían que atravesar el río Yogh, y, una vez franqueado, se habrían de enfrentar a las lanzas de los akkis. ¿Y luego? No tendrían ningún medio de escalar los acantilados. No; ningún gura entrará como enemigo en Yugga. Si, por algún capricho de los dioses, tal cosa pasase —las espléndidas facciones de la mujer alada se hicieron aún más crueles y siniestras—, antes de conocer la derrota, liberaría el Horror Final para perecer entre las ruinas de mi ciudad —susurró, casi para sí misma.

—¿Qué quieres decir? —pregunté sin comprenderla.

—Hay secretos disimulados tras los tapices de terciopelo, los más negros secretos —declaró— No intentes sondearlos, pues los propios dioses se apartan temblando de ellos. Yo no he dicho nada... tú no has oído nada ¡No lo olvides!

Hubo un largo silencio; luego hice un pregunta que llevaba rumiando durante cierto tiempo:

—¿De dónde provienen esas jóvenes de piel cobriza y amarilla que hay entre tus esclavas?

—¿Has mirado hacia el sur, desde las más altas torres, con el tiempo claro, y visto una línea ligeramente azulada que bordea el cielo justo en el horizonte? Es el Cinturón que rodea el mundo. Más allá de ese Cinturón se encuentran las razas de las que provienen esas esclavas. Franqueamos ese Cinturón para hacer incursiones lo mismo que hacemos con los guras, aunque menos frecuentemente.

Me disponía a hacer nuevas preguntas sobre aquellas razas desconocidas, cuando llamaron tímidamente a la puerta. Yasmeena se agitó irritada al verse molestada y ordenó algo secamente. Una aterrada voz de mujer informó que Gotrah pedía audiencia. Yasmeena escupió un juramento a la mujer, y le dijo que podía decirle a Gotrah que se fuera al infierno. Pero pareció cambiar de opinión.

—No, debo ver a Gotrah —dijo levantándose—. ¡Theta! ¡Oh, Theta! ¿Dónde está esa maldita fregona? ¿Tengo que hacer yo las cosas? Le voy a cocer la espalda por esta insolencia. Espérame aquí, Mano de Hierro. Tengo que hablar con Gotrah.

Con paso ligero atravesó la habitación llena de cojines y franqueó la puerta. Mientras la cerraba a sus espaldas, fui dominado por algo que no era otra cosa que una inspiración. No tenía ninguna razón particular para fingir embriaguez. Fue una intuición, o el ciego azar, lo que me hizo actuar como lo hice. Agarrando el vaso de cristal que contenía el vino dorado, lo vacié en un gran recipiente que medio oculté tras una cortina. Había bebido lo bastante como para que mi aliento apestase a alcohol.

Luego, al oír un ruido de pasos y voces en el corredor, me tendí desmañadamente en el diván con la jarra volcada cerca de mi mano abierta. Oí cómo se abría la puerta, y hubo un instante de silencio, tan espeso que era casi tangible. Como una pantera encolerizada, Yasmeena maldijo.

—¡Por los dioses, ha vaciado la jarra! ¡Mira cómo está! ¡Borracho como una cuba! ¡Bah El ser más noble es abominable cuando está embrutecido por la bebida. Bien, vayamos a nuestros asuntos. No hemos de temer que sorprenda nuestra conversación.

—¿No sería preferible que llamase al guardián para que se lo llevase a su recámara? —respondió la voz de Gotrah—. No podemos correr riesgos... este secreto no es conocido por nadie, salvo por la reina de Yugga y su gran chambelán.

Sentí que se inclinaban sobre mí para observarme atentamente. Me agité al tiempo que lanzaba sordos ronquidos, como si tuviera sueños de borracho. Yasmeena se echó a reír.

—No tienes nada que temer. No se recuperará antes del alba. Yuthla podría abrirse en dos y sumergirse en las aguas del Yogh sin interrumpir siquiera su sueño de borracho. ¡El muy imbécil! Esta noche podría haber sido el amo del mundo, pues pensaba hacer de él el amo de la reina del mundo... por una noche. Pero ni el león abandona la melena, ni el bárbaro la bestialidad.

—¿Por qué no le torturas? —gruñó Gotrah.

—Porque quiero un hombre, y no un payaso disfrazado. Además, no se domeñaría su espíritu ni con el fuego ni con el acero. No. Soy Yasmeena, y quiero que me haga el amor antes de lanzarle de pasto a los buitres. ¿Has puesto a Altha la kothiana entre las Vírgenes de la Luna.

—Sí, reina de las estrellas oscuras. En mes y medio a partir de esta noche, bailará la Danza de la Luna con las otras jóvenes.

—Perfecto. Tenedlas a buen recaudo día y noche. Si este tigre supiera mis proyectos acerca de la elegida por su corazón, ni cadenas ni cerrojos podrían detenerle.

—Ciento cincuenta hombres vigilan a las vírgenes —respondió Gotrah—. Ni siquiera Esau Mano de Hierro podría con todos ellos.

—Bien. Ahora, hablemos de otro asunto. ¿Tienes el pergamino?

—Sí.

—En ese caso, voy a firmarlo. Dame el punzón.

Escuché el crujido del papiro y el sonido raspante de una punta acerada.

—Llévatelo —dijo la reina—, y ponlo en el altar, en el sitio habitual. Como prometo en este escrito, mañana por la tarde me mostraré en carne y hueso ante mis leales súbditos y adoradores, esos cerdos akkis de piel azulada, ¡ja, ja, ja! Cuánto me divierte ver el terror animal pintado en sus rostros estúpidos cuando surjo de las sombras de la pantalla dorada y extiendo los brazos por encima de ellos para bendecirles. Son tan idiotas... Durante siglos innumerables nunca han descubierto la puerta secreta y la escalera que conduce desde su templo a esta cámara.

—Eso no tiene nada de extraño —musitó Gotrah—. Nadie, aparte de su sacerdote, entra en el templo salvo en contadas ocasiones e incluso él es demasiado supersticioso para ir a ver lo que hay detrás de la pantalla. De todos modos, la puerta secreta es invisible desde fuera,

—Muy bien —dijo Yasmeena—. Vete.

Oí que Gotrah dudaba, luego hubo un pequeño chirrido. Ardiendo de curiosidad, me arriesgué a abrir un ojo a tiempo para ver cómo desaparecía Gotrah por una oscura abertura que se abría en el centro del suelo de piedra. Luego, la trampa se selló tras él. Cerré el ojo a toda velocidad y quedé inmóvil, escuchando los pasos de pantera de Yasmeena mientras recorría nerviosamente la habitación.

En un momento, se acercó y se inclinó sobre mí. Sentí la ardiente mirada de la reina y la escuché jurar entre dientes. Me golpeó rabiosamente en el rostro con algún objeto, seguramente un aderezo de joyas, que me laceró la piel y me hizo un poco de sangre. Pero seguí tumbado, sin mover siquiera un músculo. Yasmeena no tardó en darse la vuelta y salir de la habitación mascullando.

Nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, me levanté a toda prisa y examiné el suelo para buscar la abertura por la que Gotrah había desaparecido. Una gruesa alfombra que parecía de piel había sido retirada del suelo en el centro de la habitación, pero busqué en vano en las losas negras y pulidas cualquier intersticio que pudiera indicar el emplazamiento de la trampa secreta. Esperaba que Yasmeena volviera en cualquier momento, y el corazón me martilleaba en el pecho. Súbitamente, bajo mi mano, un panel del suelo se destacó y empezó a levantarse. Con un salto de felino me eché hacia atrás y me oculté detrás del diván, observando cómo la trampa se alzaba lentamente. La estrecha cabeza de Gotrah apareció y luego los hombros alados y el cuerpo.

Se levantó en el interior de la sala. Mientras se volvía para hacer bajar de nuevo la trampa móvil, salté por encima del diván y aterricé en sus hombros.

Se derrumbó bajo mi peso. Cerré los dedos alrededor de su garganta y conseguí ahogar el grito que iba a lanzar. Intentó levantarse y se debatió bajo mi cuerpo; un horror desnudo apareció en su rostro cuando alzó la cara hacia mí. Estaba tendido de espaldas, entre los cojines. Quiso empuñar la daga del cinturón, pero se lo impedí con la rodilla. Inclinándome sobre él, di rienda suelta a la rabia demencial que sentía por su raza maldita. Le estrangulé lentamente, con delectación, observando con avidez cómo sus rasgos se convulsionaban, cómo sus ojos se vidriaban. Debía llevar muerto varios minutos cuando solté la presa.

Me levanté y miré por la abierta trampilla. La luz de las antorchas de la sala real iluminaba un pozo estrecho, en cuyo interior había tallada una serie de pequeños peldaños. Evidentemente, aquella escalera conducía a las entrañas del peñón de Yuthla. Por la conversación que había escuchado, desembocaba en el templo de los akkis, en la ciudad construida a los pies del acantilado. Seguramente no sería más fácil huir de Akka que de Yugga. No obstante, dudaba; me partía el corazón la idea de abandonar a Altha en Yugga, sola. Pero no tenía otra solución. No sabía en qué parte de la ciudad demoníaca se encontraba prisionera. De pronto recordé que Gotrah había dicho que un importante grupo de guerreros las vigilaba, a ella y a las otras vírgenes.

¡Las Vírgenes de la Luna! Un sudor helado me perló la frente cuando descubrí bruscamente el significado completo de aquella frase. Lo que era exactamente la Fiesta de la Luna, lo ignoraba, pero había sorprendido alusiones y fragmentos de conversaciones entre las mujeres yagas, y sabía que se trataba de unas saturnales abyectas, durante las cuales el frenesí total del éxtasis erótico se alcanzaba con los estertores y los últimos sobresaltos de las desgraciadas sacrificadas en el altar del único dios reconocido por el pueblo alado... su lujuria inhumana.

Un furor homicida me sumergió al imaginarme a Altha pereciendo de un modo tan horrible... y aquello me fortificó en mi determinación. Mi plan estaba completamente trazado... debía escaparme, intentar llegar a Koth y volver con hombres suficientes como para poder liberar a Altha y a los otros cautivos. Mi corazón se vino abajo cuando pensé en todos los peligros que debía afrontar... pero no tenía otra solución.

Arrastré el cuerpo de Gotrah fuera de la sala, por la puerta que había empleado Yasmeena, y atravesé un corredor sin encontrar a nadie. Disimulé el cadáver detrás de unas colgaduras. Estaba seguro de que lo encontrarían antes o después pero, cuando pasase, quizá hubiera alcanzado una buena distancia. Su presencia en una habitación diferente a la de la trampa, puede que apartase sus sospechas —acerca del modo en que había escapado— y llevase a Yasmeena a pensar que me ocultaba en alguna parte de Yugga.

Pero estaba tentando a la suerte. Si me retrasaba, alguien acabaría inevitablemente por verme. Volví a la habitación descendí al pozo y bajé la trampa a mis espaldas. Me encontré en la oscuridad más completa, pero mis dedos buscaron a tientas hasta que dieron con el cerrojo que cerraba la trampilla. Al menos, podría volver por allí si no conseguía abrir la puerta que había al final de la escalera. Descendí los peldaños con precaución en el seno de las tinieblas, con la desagradable sensación de que me arriesgaba a caer en un foso o a darme de boca con algún siniestro habitante de aquel mundo subterráneo. Pero no pasó nada. Finalmente, llegué al extremo de los escalones y avancé a tientas por un corredor que conducía hasta un muro de piedra. Mis dedos encontraron un tirador de metal; tiré de él con todas mis fuerzas y sentí que un panel del muro cedía ante mis esfuerzos. Me vi deslumhrado por una luz tenue pero macilenta. Parpadeando, miré hacia afuera con cierta ansiedad.

Tenía ante mis ojos una cámara de techo abovedado; era incuestionablemente una capilla. Mi campo de visión estaba limitado por una inmensa pantalla de oro cincelado, justo frente a mí, cuyos bordes brillaban con reflejos oscuros en la extraña luz.

Saliendo de la puerta secreta, miré prudentemente al otro lado de la pantalla. Vi una sala inmensa, con la austera simplicidad y el macizo aspecto que caracteriza la arquitectura de Almuric. Era un templo, el primero que veía en Almuric. La bóveda desaparecía entre espesas sombras; las paredes eran negras y brillaban con un reflejo insano, y sin la menor decoración. El santuario estaba vacío, a excepción de un bloque de piedra de color ébano, un altar evidentemente, sobre el que brillaba la llama macilenta que había observado. La luz parecía emanar de una enorme joya oscura que había sobre el altar. Vi regueros con manchas oscuras en los bordes del túmulo. Un rollo de pergamino blanco estaba depositado en la piedra fuliginosa... el mensaje de Yasmeena a sus adoradores. Me encontraba en el santuario de los akkas... Había descubierto el origen y fundamento de las creencias religiosas de aquel pueblo: las manifestaciones o apariciones sobrenaturales de la diosa, y la llegada al templo de la propia diosa. Era raro notar que toda una religión descansase en el desconocimiento de los fieles de una escalera subterránea. Todavía más extraño para una mente terrestre era que solo la forma más baja de humanidad poseyera una religión con dogma y ritos... ¡algo considerado por los pueblos de la Tierra como el signo cierto de las razas más evolucionadas!

Pero el culto de los akkas era oscuro y extraño. La atmósfera de aquel templo estaba impregnada de misterio y horror. Me representé sin esfuerzo a los adoradores de piel azulada aterrorizados al ver surgir de detrás de la pantalla dorada a la diosa alada, como una divinidad venida del vacío cósmico y adquiriendo una nueva forma material.

Cerrando la puerta secreta a mis espaldas, me deslicé sin ruido hacia el templo. Había un hombre tendido en los desnudos peldaños, roncando sonoramente: un hombre delgado de piel azulada, vestido con una túnica fantástica. Sin duda, había dormido tranquilamente durante la espectral visita de Gotrah. Tenía que pasar por encima de su cuerpo para salir del templo. Lo hice tan delicadamente como un gato que avanzase por un suelo mojado. Tenía en la mano la daga de Gotrah, pero el sacerdote no se despertó. Un instante más tarde estaba fuera. Aspiré largamente el aire nocturno que llevaba hasta mí el olor del río.

El templo se encontraba en las sombras de los grandes acantilados. Era una noche sin luna; solo manojos de estrellas centelleaban a millones por encima de Almuric. No vi ninguna luz en la ciudad, ningún movimiento. Los akkis dormían profundamente.

Tan furtivo como un fantasma, seguí rápidamente las estrechas callejas, pasando al lado de las groseras cabañas de piedra. No vi a ningún ser humano hasta que llegué al muro. El puente levadizo que cruzaba el río estaba levantado; justo ante la gran puerta había sentado un hombre de piel azulada, dormitando apoyado en la lanza. Los sentidos de los akkis eran tan pesados como los de las bestias de carga. Habría podido apuñalar al guardián, pero no veía la utilidad de cometer un asesinato a menos que me viera forzado a ello. No me escuchó, aunque pasé a menos de cuarenta pasos de él. Silenciosamente, escalé el muro y, silenciosamente, me metí en el agua.

Atravesé el río nadando con vigor —la corriente no era muy rápida— y llegué a la orilla opuesta. Allí me detuve el tiempo justo para beber largamente de las heladas aguas del río; luego me puse en camino. El desierto cubierto por las sombras se extendía ante mí. Intentaba atravesarlo con ese paso rápido que devora millas, el paso rápido de los apaches de mi sudoeste natal.

En las tinieblas que precedían al alba alcancé las orillas del río Rojo. Describí un largo círculo para evitar la torre de vigilancia que se recortaba vagamente contra el cielo cubierto de estrellas. Mientras me acuclillaba junto a la escarpada orilla y escrutaba la impetuosa corriente llena de violentos remolinos, mi corazón se contrajo. Comprendí que hundirme en aquel torbellino era una locura, sobre todo con la fatiga que me dominaba. El nadador más robusto que la Tierra o Almuric hayan engendrado habría estado desamparado en medio de aquellos vórtices.

Solo quedaba por hacer una cosa: intentar llegar al Puente de las Rocas antes del alba y arriesgarme a la desesperada tarea de intentar cruzarlo bajo la mirada de los vigías. Era igualmente una locura, pero no tenía elección.

El alba empezó a blanquear el desierto cuando aún me encontraba a buena distancia del Puente. Mirando hacia la torre —que parecía surgir de la noche y revestirse con contornos más netos—, vi que una forma tomaba impulso en un parapeto almenado y echaba a volar en mi dirección. Un vigía me había visto. Un audaz plan me vino a la cabeza. Empecé a titubear, di algunos pasos poco seguros y me derrumbé sobre la arena, no lejos de la orilla. Escuché el batir de las alas por encima de mi cabeza mientras la desconfiada arpía describía círculos en el cielo. Luego, comprendí que el yaga descendía hacia el suelo. Debía estar solo de guardia, y había venido para informarse de la naturaleza de aquel solitario viajero, sin despertar a sus compañeros.

Observándole a través de los párpados entreabiertos, le vi posarse en el suelo, cerca, y que se acercaba a mi con aspecto de sospecha, empuñando la cimitarra. Finalmente, me empujó con el pie, como para averiguar si estaba aún con vida. Instantáneamente, cerré el brazo en sus piernas y le atraje al suelo, sobre mí. Un solo grito salió de sus labios, un grito medio apagado mientras mis dedos buscaban y le apretaban la garganta. Al tiempo que se debatía y agitaba las alas le hice rodar y le puse debajo de mi cuerpo. El yaga no podía emplear la cimitarra en un cuerpo a cuerpo. Le retorcí el brazo hasta que sus dedos inertes soltaron la empuñadura del arma. Luego endurecí la presa, sofocándole para obligarle a someterse. Antes de que pudiera recobrar por completo el sentido, le até las muñecas sobre el vientre con ayuda de su cinturón, le puse de pie y salté a su espalda, cruzándole las piernas por delante del pecho. Cerré el brazo izquierdo alrededor de su cuello y lo apreté; con la mano derecha piqué su piel con la daga de Gotrah.

En pocas palabras, en voz baja, le dije lo que debía hacer si quería vivir. El sacrificio no es parte de la naturaleza de los yagas, ni siquiera por el bien de su raza. No tardamos en elevarnos en el cielo, a través de las primeras luces que encarnaban el alba, para cruzar las impetuosas aguas del río Rojo. Nos alejamos rápidamente de la tierra de los yagas para dirigirnos hacia las brumas azuladas del noroeste.