Capítulo IV

Así empezó mi vida de hombre entre los hombres de Almuric. Había empezado mi nueva vida como un salvaje desnudo, pero ya había subido el primer peldaño en la escalera de la evolución y me había convertido en un bárbaro. Pues los hombres de Koth eran bárbaros, a pesar de sus sederías, armas de acero y torres de piedra. Su equivalente no existe hoy en la Tierra, ni nunca ha existido. Pero continuaré con mi historia. En primer lugar, quiero contar mi combate con Ghor el Oso.

Me quitaron los grilletes y me condujeron a una torre de piedra que flanqueaba las murallas de la ciudad. Me quedé allí hasta que todas mis heridas cicatrizaron. Los guerreros me llevaban regularmente comida y bebida; también cuidaban mis heridas atentamente, aunque estas no eran muy graves si se las compara con las que me infligieron las bestias salvajes, que se curaron sin ayuda de nadie. Pero querían que me encontrase en plena forma para el combate que decidiría o no mi admisión en el seno de la tribu de Koth... ya que, si era vencido, por lo que se decía de Ghor, no tendrían que preocuparse por mi suerte. Se ocuparían de ella los chacales y los buitres.

Todos eran muy reservados en cuanto a sus relaciones conmigo, excepto Thab el Rápido, que daba muestras de una franca cordialidad. En el tiempo en que estuve encerrado en la torre, no vi a Khossuth, Ghor o Gutchiuk. Ni tampoco a la joven Altha.

Los días nunca me habían parecido tan largos y fastidiosos. No estaba nervioso porque tuviese miedo de Ghor; honestamente, dudaba de mi capacidad para vencerle, pero había arriesgado mi vida tan a menudo, incluso cuando todas las oportunidades estaban contra mí, que todo miedo había sido extirpado de mi alma. Pero, durante los meses anteriores, había vivido como una pantera de las montañas; en aquellos momentos, el hecho de estar encerrado —enjaulado— en una torre de piedra, donde mis movimientos estaban limitados, restringidos, controlados, era algo insoportable. Si mi prisión hubiera durado un día más, seguro que hubiera perdido cualquier control sobre mí mismo; habría combatido para abrirme paso hasta la libertad, o perecido en el curso de la tentativa. De hecho, toda la energía contenida en mí estaba como bajo presión, a punto de alcanzar el punto de ruptura, y aquello me daba una terrible reserva de poder nervioso que me mantenía en forma para la batalla que se avecinaba.

Ningún hombre de la Tierra sabría igualar la fuerza y vigor de los hombres de Koth. Llevaban una vida de bárbaros, se enfrentaban a continuos peligros, combatiendo con enemigos tanto humanos como bestiales. Sin embargo, llevaban vida de hombres, y yo había llevado la de una bestia salvaje.

Mientras paseaba impacientemente por la cárcel de la torre, pensaba en un gran luchador, un campeón de Europa, con quien me había enfrentado en combate privado y amistoso. Declaró que yo era el hombre más fuerte que hubiera conocido. ¡Si hubiera podido verme en la torre de Koth! Estoy seguro de que podría haberle arrancado los bíceps como si fueran de tela podrida, o romperle la espalda con solo dejarle caer contra mi rodilla, o romperle el pecho de un puñetazo. En cuanto a la rapidez de movimientos, el atleta mejor entrenado de la Tierra habría parecido torpe y pesado en comparación con la ligereza e impulso de tigre que se ocultaban en mis miembros de músculos de acero.

Pese a todo, sabía que la prueba sería muy dura cuando llegase el momento de enfrentarme al gigante llamado Ghor el Oso. Parecía, efectivamente, un oso, enorme y cubierto de pelos color herrumbre.

Thab el Rápido me contó algunos de sus combates triunfales, y nunca he oído un relato tan temible; aquel hombre avanzaba por la vida dejando a su paso un camino de miembros desgajados, espaldas rotas y nucas aplastadas. Ningún hombre había podido hacerle frente en un combate con las manos desnudas, aunque algunos afirmaban que Logar el Rompedor de Huesos era su par.

Logar —lo supe entonces— era el jefe de Thugra, una ciudad enemiga de Koth. Todas las ciudades de Almuric son enemigas entre sí; el pueblo de Almuric está dividido en una multitud de pequeñas tribus que se hacen la guerra constantemente. El jefe de Thugra era llamado el Rompedor de Huesos como un tributo a su fuerza demoledora. El puñal que le había quitado era su arma favorita, una hoja famosa, forjada, por lo que decía Thab, por un herrero sobrenatural, Thab llamaba a aquel ser un gorka, y yo encontraba en aquellos relatos ciertas analogías con los enanos que trabajaban el metal en los antiguos mitos germánicos de mi mundo natal.

Thab me enseñó muchas cosas sobre su pueblo y sobre su planeta, pero volveré sobre ellas posteriormente. Finalmente, Khossuth me visitó, constató que mis heridas habían cicatrizado perfectamente, consideró mis músculos y mi cuerpo bronceado con una sombra de respeto en su mirada fría y soñadora, y declaró que era apto para combatir.

* * *

Había caído la noche cuando me llevaron a través de las calles de Koth. Miraba con sorpresa los muros gigantescos que se alzaban por encima de mí y que hacían parecer enanos a los habitantes de la ciudad. En Koth todo había sido construido de un modo desmesurado. Las murallas y los edificios no eran de una altura excepcional en comparación con su volumen, pero todo era impactante. Mis escoltas me condujeron a una especie de anfiteatro cercano al muro exterior. Aquel lugar, de forma ovalada, estaba rodeado por enormes bloques de piedra que se elevaban en gradas para dar asiento a los espectadores. El espacio abierto en su centro era de tierra batida, cubierta por una hierba tupida. Alrededor habían levantado una especie de barrera de cuerdas de cuero trenzado, aparentemente para evitar que los luchadores se rompieran el cráneo contra las piedras que cerraban el foso. La escena estaba iluminada por antorchas.

Los espectadores ya estaban allí; los hombres ocupaban las gradas inferiores, las mujeres y los niños se sentaban en las más altas. Mi mirada recorrió aquel océano de rostros, lisos o peludos, para posarse, al fin, en un rostro que reconocí. Sentí un extraño estremecimiento de placer al ver a Altha, sentada y mirándome con sus ojos negros y atentos.

Thab me hizo una señal para que penetrase en la arena, y lo hice mientras pensaba en los combates a manos desnudas que antaño, en mi propio planeta, había celebrado en rings tan rudimentarios como aquel, sobre el césped. Thab y los otros guerreros que me habían escoltado se quedaron fuera. Por encima de nosotros meditaba el viejo Khossuth, ataviado con pieles de leopardo y sentado sobre una piedra esculpida que sobresalía de la primera grada.

Miré más allá de Khossuth hacia el cielo oscuro y lleno de estrellas cuya rara belleza no deja de fascinarme, y me eché a reír ante lo incongruente de la situación... yo, Esau Cairn, estaba obligado a merecer por el sudor y la sangre mi derecho a existir en aquel mundo extraño, cuya existencia ni siquiera era sospechada por los habitantes de mi propio planeta.

Vi que un grupo de guerreros se aproximaba desde el otro lado. Una enorme silueta se alzaba entre ellos. Ghor el Oso me lanzó una mirada centelleante a través de la arena y sus patas velludas asieron las correas de cuero. Lanzando un rugido, las franqueó de un salto y se plantó ante mí. Era la imagen de la ferocidad... loco de rabia porque, totalmente por azar, le había precedido en la arena.

Desde el grosero trono por encima nuestro, el viejo Khossuth blandió una lanza y la arrojó al suelo. La seguimos con la mirada. Al tiempo que se hundía en la hierba la brillante punta, fuera del círculo de cuero, nos lanzamos uno contra el otro como dos masas de acero, huesos y músculos vibrando con vida salvaje y ansias de destrucción.

Salvo una especie de calzón de cuero, más un taparrabos que un atavío, los dos estábamos desnudos. Las reglas del combate eran sencillas; nos estaba prohibido golpear con los puños o con las palmas de las manos, las rodillas o los codos, dar patadas, morder o arrancar un ojo al adversario. Aparte de aquello, todo estaba permitido.

Al primer impacto de su cuerpo velludo con el mío, comprendí que Ghor era más fuerte que Logar. Privado de mis mejores armas naturales —los puños—, Ghor tenía ventaja.

Era una montaña peluda de músculos de acero, y se movía con la rapidez y la agilidad de un enorme felino. Habituado a tales combates, conocía trucos que yo ignoraba. Por último, tenía la redonda cabeza tan hundida entre los hombros que era prácticamente imposible estrangular un cuello tan rechoncho y grueso.

Lo que me salvó fue la vida salvaje que había llevado en los pasados meses. Me había endurecido como ningún hombre —que viviera como un hombre— lo había hecho antes. Poseía una rapidez de movimientos superior y, a fin de cuentas, mayor resistencia.

Hay poco que contar sobre el combate. El tiempo dejó de componerse de fragmentos distintos para fundirse en la bruma ciega de una eternidad rugiente y furiosa. No había ruidos, a excepción de nuestros roncos jadeos, el chisporroteo de las antorchas movidas por la brisa, y el impacto de nuestros pies en la hierba o el de nuestros cuerpos al golpearse violentamente. Éramos de igual fuerza y ninguno de los dos podía prevalecer rápidamente. Allí no había inmovilización por los hombros del adversario, como pasaba en la Tierra. El combate continuaría hasta que uno de nosotros —o los dos—, cayese a tierra muerto o inconsciente.

Todavía hoy me sorprendo al pensar en nuestra resistencia y vigor. A medianoche todavía seguíamos luchando y lacerándonos. El mundo entero se tambaleaba ante mis ojos y era de color escarlata cuando me libré de una presa homicida. Un dolor atroz invadía todo mi cuerpo. Tenía ligamentos desgarrados y algunos músculos tensos y como muertos. La sangre me corría de la nariz y de la boca. Estaba medio ciego y dominado por el vértigo después de que mi cabeza golpeara no sé cuántas veces en la tierra endurecida.

Me temblaban las piernas. Tenía la respiración entrecortada y dolorida. Pero podía ver que Ghor no estaba en mejor estado. A él también le sangraba la nariz y la boca; y además le salía sangre por las orejas. Titubeaba al enfrentarse a mí; su torso peludo se alzaba y bajaba con sacudidas. Escupió sangre y, con un rugido que más parecía un seco estertor, se lanzó de nuevo sobre mí. Reuniendo todas mis declinantes fuerzas para un último esfuerzo, agarré la muñeca que lanzaba contra mí, giré rápidamente, me incliné y tiré de su brazo por encima de mi hombro, levantando a mi adversario del suelo.

El impulso de su asalto me facilitó la tarea. Giró por encima de mi espalda y cayó a tierra, golpeándose en el suelo con la cabeza y los hombros. Cayó como un armatoste, giró sobre sí mismo y se quedó inerte. Por un instante, me tambaleé encima de él al tiempo que el pueblo de Koth lanzaba una sonora exclamación... y una ola de tinieblas ocultó las estrellas y las vacilantes antorchas. Me derrumbé sin conocimiento y caí atravesado sobre el inmóvil cuerpo de mi adversario.

Supe más tarde que todo el mundo había creído que los dos estábamos muertos. Hicieron falta varias horas para reanimarnos. Cómo pudieron resistir nuestros corazones una tensión tan terrible y tales esfuerzos, todavía me lo pregunto, y es un tema que me maravilla. Los hombres dijeron que era el combate más largo —con mucho— librado en la arena.

Ghor estaba gravemente herido, incluso para un kothiano. Aquella última caída le había roto el hombro y fracturado el cráneo, sin hablar de las heridas menos graves que le había infligido antes. En cuanto a mí, tenía rotas tres costillas, y los ligamentos, músculos y miembros tan desgarrados y heridos que durante varios días fui incapaz incluso de levantarme de la cama. Los hombres de Koth cuidaron nuestras heridas y contusiones con una habilidad y competencia que sobrepasaban con mucho las de la Tierra; pero, en su mayor parte, fue nuestra notable vitalidad primitiva lo que nos permitió volver a ponernos en pie. Cuando una criatura que vive en estado salvaje resulta herida, por lo general, o muere muy deprisa, o se restablece muy deprisa.

Le pregunté a Thab si Ghor iba a odiarme por la derrota que le había causado; y Thab fue incapaz de responderme: Ghor no había sido vencido anteriormente.

Pero mis inquietudes sobre aquel tema se disiparon enseguida. Siete robustos guerreros irrumpieron en la cámara que me habían destinado. Llevaban una litera en la que se hallaba tendido un malherido adversario. Estaba tan vendado que costaba trabajo reconocerle. Pero su voz tonante permitía identificarle con claridad. Había obligado a sus amigos a que le llevasen de aquel modo —para poder visitarme— en cuanto pudo salir de la cama. No me guardaba rencor. En su gran corazón, sencillo y primitivo, no había más que admiración por el hombre que le había infligido la primera derrota de su vida. Relató nuestro homérico combate con un entusiasmo que hizo temblar el techo, y expresó con unos rugidos sus deseos vehementes de verse pronto totalmente restablecido. Así podríamos ir a combatir codo con codo contra los enemigos de Koth.

Se lo llevaron a su habitación sin que dejara de mugir su admiración y sanguinarios proyectos para el futuro. Una inmensa alegría me dilató el corazón. Sentía un profundo afecto por aquel hijo de la magnánima naturaleza, que era más hombre —un hombre de verdad— que todos los retoños de la civilización a los que había conocido en la Tierra.

Y fue así como yo, Esau Cairn, pasé del salvajismo a la barbarie. En la inmensa sala del consejo dominada por una cúpula, en presencia de todos los hombres de la tribu, en cuanto fui capaz, me planté ante el trono de Khossuth el Rompedor de Cráneos, y él cortó con su propia espada, por encima de mi cabeza, el misterioso símbolo de Koth. Luego, con sus propias manos, pasó alrededor de mi cintura el equipo de un guerrero kothiano... el ancho cinturón de cuero del escudo de acero, un puñal y una larga espada de amplia guarda de plata. Los guerreros desfilaron ante mí, y cada jefe puso su palma en mi palma y pronunciaba su nombre, y yo lo repetía, y él repetía el nombre que me habían dado: Mano de Hierro. Aquella parte de la ceremonia fue la más fastidiosa, pues había cuatro mil guerreros y cuatrocientos de ellos eran jefes de un grado u otro. Pero aquello era parte del rito de iniciación y, cuando hubo terminado, era tan kothiano como si hubiera nacido en la tribu.

En la sala de la torre, en la misma por la que paseaba como un tigre mientras Thab me hablaba —y más tarde como miembro de la tribu—, supe todo lo que los habitantes de Koth sabían acerca de su extraño planeta.

Ellos y sus semejantes, dicen, eran los únicos y verdaderos seres humanos de Almuric, aunque existía una misteriosa raza de seres que habitaba muy al sur, los yagas. Los kothianos eran guras, un término que se aplica a todos los de su raza y que no significa más que hombre. Había muchas tribus guras, cada una de las cuales vivía en una ciudad distinta, y cada ciudad era semejante a Koth. Ninguna tribu tenía más de cuatro o cinco mil guerreros, con el adecuado número de mujeres y niños.

Ningún hombre de Koth había dado nunca la vuelta entera al mundo, pero iban muy lejos durante las cacerías y expediciones guerreras, y se habían transmitido muchas leyendas de generación en generación, concernientes a su mundo —que, naturalmente, denominaban con una palabra que se correspondía con la nuestra de Tierra, aunque, tras cierto tiempo, algunos de ellos adquirieron la costumbre de decir Almuric al hablar de su planeta—. Lejos, al norte, había un país de hielo y nieve, donde no vivía ningún ser humano, aunque, según algunos, gritos singulares retumbaban en la noche provenientes de los glaciares y a veces se veían sombras en la nieve. A menor distancia, hacia el sur, se alzaba una barrera natural que ningún hombre había franqueado... una gigantesca muralla de rocas que, según las leyendas, rodeaba el planeta; por ello había recibido el nombre de Cinturón. Lo que había más allá del Cinturón, nadie lo sabía. Algunos creían que era el borde del mundo y que más allá solo existía el vacío del espacio. Otros sostenían que tras él se extendía otro hemisferio. Creían —lo que me parece totalmente lógico— que el Cinturón separaba los hemisferios norte y sur de su mundo, y que el hemisferio sur estaba habitado por hombres y animales. Sin embargo, los partidarios de aquella teoría eran incapaces de dar la menor prueba y eran tomados, por lo general, como románticos excesivamente imaginativos.

En cualquier caso, las ciudades de los guras estaban diseminadas por las llanuras inmensas que se extendían entre el Cinturón y la región helada. El hemisferio norte no tenía ningún río importante. Había ríos, grandes llanuras, algunos lagos aquí y allá, ocasionales extensiones boscosas oscuras y espesas, colinas áridas y algunas montañas. Los ríos más importantes corrían hacia el sur para precipitarse en abismos abiertos en el Cinturón.

Las ciudades de los guras se construían, invariablemente, en medio de las llanuras, y siempre a gran distancia unas de otras. Su arquitectura era el resultado de la evolución singular de sus constructores... aquellas fortalezas de peñascos amontonados para la defensa reflejaban su naturaleza, ruda, primitiva, maciza, despreciando cualquier ostentación y adorno visible, sin saber nada del arte.

Desde muchos puntos de vista, los guras se parecían a los hombres de la Tierra; en otros, son diferentes de un modo desconcertante. Las diversas fases de su evolución tienen tan poca relación con lo que pasó en la Tierra que me es difícil explicar su forma de vida y su desarrollo.

En cuanto a Koth —y lo que diga para Koth puede aplicarse a cualquier otra ciudad gura—, sus hombres están dotados para la guerra, la caza y la fabricación de armas. Esta última ciencia se le enseña a cada niño, pero se pone en práctica raramente. No necesitan fabricar armas nuevas: muy sólidas y duraderas, se transmiten de generación en generación, o son robadas a los enemigos.

El metal se utiliza únicamente para las armas o para algunas partes de los vestidos, como broches o cierres de cinturón. Nadie lleva adornos —tanto hombres como mujeres— y el uso del dinero es desconocido. No hay ningún sistema de cambio. No existe relación comercial de ningún tipo entre las ciudades, y los únicos negocios que se llevan a cabo son simples trueques. La única tela que emplean los guras es una especie de seda, tejida a partir de las fibras de una curiosa planta que crece cerca de los muros de la ciudad. Hay otras plantas que proporcionan vino, frutos y legumbres. La carne fresca —el principal alimento de los guras— se consigue mediante la caza, una actividad que es tanto un entretenimiento como una ocupación.

Así que los habitantes de Koth son muy hábiles trabajando el metal, tejiendo seda y en su particular forma de agricultura. Tienen un lenguaje escrito muy rudimentario, unos jeroglíficos que trazan en hojas parecidas a papiros con ayuda de una pluma parecida a una daga y que mojan en el jugo púrpura de una extraña flor; pero muy pocos kothianos, excepto los jefes, saben leer o escribir. No poseen literatura; lo ignoran todo acerca de la pintura, la escultura o las artes más elevadas. Han evolucionado hasta el nivel de cultura que era imprescindible para sus necesidades de vida; luego, dejaron de progresar. Desafiando aparentemente las leyes que nosotros los terrestres consideramos como inmutables, permanecen en una situación estacionaria: ni avanzan, ni retroceden.

Como casi todos los pueblos bárbaros, poseen una forma de poesía frustrada, casi exclusivamente dedicada a las batallas, rapiñas y triunfos bélicos. No tienen bardos o trovadores, pero cada uno de los hombres de la tribu se sabe las baladas populares de su propio clan, y, después de algunas jarras de cerveza, son muy dados a ponerse a berrear a unos niveles capaces de romper los tímpanos.

Esas canciones se transmiten oralmente y, del mismo modo, no hay historia escrita, de modo que los sucesos antiguos son muy vagos, y a menudo se mezclan con leyendas improbables.

Nadie sabe cuál es la edad de la ciudad de Koth. Sus piedras gigantescas desafían los elementos y son indestructibles; podrían estar allí desde hace diez o diez mil años. Personalmente, estimo que la construcción de la ciudad se remonta al menos quince mil años. Los guras son una raza muy antigua, a pesar de su exuberante barbarie que les hace parecer un pueblo joven y de reciente aparición. En lo que concierne a la evolución de esta raza —de qué animal desciende, cuál fue su ancestro común, cuáles las migraciones y escisiones tribales— no se sabe absolutamente nada. Los guras ignoran el concepto de evolución, y no saben nada acerca de su desarrollo hasta su condición presente. Suponen que —como la eternidad— su raza no ha tenido comienzo ni tendrá fin, y que siempre han sido lo que son ahora. No poseen leyendas que expliquen la creación.

* * *

He consagrado la mayor parte de mis notas a los hombres de Koth. Pero sus mujeres no son menos dignas de un comentario detallado. Descubrí que la diferencia de aspecto entre los sexos no era tan inexplicable después de todo. Es simplemente el resultado de la evolución natural, cuyas raíces se encuentran en la burda ternura que los machos guras muestran por sus mujeres. Fue para proteger a sus mujeres —estoy seguro— a lo que se debió el que amontonaran tales bloques de piedra y se refugiaran en tan groseras ciudades; extraño, pues la naturaleza innata del macho gura es definitivamente nómada.

La mujer, cuidadosamente protegida y preservada de los peligros —además, no tiene que realizar penosas tareas, un pago común a las mujeres bárbaras de la Tierra—, ha evolucionado según un proceso natural hasta su estado actual, que ya he descrito. Los hombres, por el contrario, llevan una vida increíblemente activa y ruda. Su existencia es una dura batalla por la supervivencia, y así ha sido desde el día en que el primer mono se mantuvo en pie sobre Almuric. Han evolucionado del modo especial en que lo han hecho para cubrir sus necesidades. Representan, eso está claro, una raza altamente especializada, adaptada de un modo perfecto a la vida salvaje que lleva. Y su aspecto extraño no es resultado de una degeneración o subdesarrollo.

Corriendo todos los riesgos y asumiendo todas las responsabilidades, los hombres están investidos con toda la autoridad. La mujer gura no tiene nada que decir sobre el gobierno de la ciudad y la tribu, y la autoridad de su compañero sobre ella es absoluta, salvo con una excepción; la mujer tiene derecho a recurrir, en caso de un abuso, al consejo de jefes. Su libertad de acción es limitada; pocas mujeres salen fuera de la ciudad en la que nacen, a menos que sean raptadas por una tribu enemiga durante una incursión.

Sin embargo, su suerte está lejos de ser tan desgraciada como podría parecer. He dicho que una de las características del macho gura es su burda ternura por sus mujeres. Infligir malos tratos a una mujer es un caso extremadamente raro, y es algo no tolerado por la tribu.

La monogamia es la regla. Los guras no se dedican a los noviazgos ni a las dulces palabras, ni tampoco a los otros adornos superficiales de la galantería, pero tratan a sus mujeres con justicia y con una ruda deferencia parecidas a la actitud de los antiguos colonos americanos.

Las tareas de las mujeres guras son poco numerosas y consisten, principalmente, en traer hijos al mundo y a educarlos. No hacen más trabajos penosos que el tejido de la seda a partir de las plantas que la producen. Tienen cierta inclinación por la música, y tocan un pequeño instrumento de cuerda, bastante parecido a un laúd, y suelen cantar. Tienen el espíritu más abierto y dan pruebas de mayor sensibilidad que los hombres. Son inteligentes, alegres, afectuosas, delicadas y dóciles. Tienen sus propias distracciones, y el tiempo no parece pasar por ellas. Nunca se podría persuadir a una de ellas para que se aventurase más allá de las murallas de la ciudad. Saben de los peligros que rodean las ciudades, y llevan una vida feliz protegidas por sus feroces compañeros y amos.

Desde muchos puntos de vista, los hombres parecen, ya lo he dicho, pertenecer a los pueblos bárbaros que han existido en la Tierra. Y, en muchas cosas, supongo que los vikingos serían semejantes. Son honestos, desprecian el robo y la mentira. Les gusta la guerra y la caza, pero no son crueles inútilmente, salvo cuando están locos de rabia o dominados por algún deseo sanguinario. Solo en ese caso pueden convertirse en verdaderos demonios. Hablan sinceramente, y mantienen un comportamiento brutal; se encolerizan fácilmente, pero se calman igual de fácilmente, salvo cuando se encuentran frente a un enemigo hereditario. Tienen un innegable sentido del humor, aunque bastante limitado, y un feroz amor por su tribu y su ciudad, y una verdadera pasión por la libertad individual.

Sus armas consisten en espadas, puñales, lanzas y un arma de fuego bastante parecida a una carabina —de un solo disparo, que se carga por la culata y de corto alcance—. La materia inflamable no es la pólvora que nosotros conocemos. No tiene equivalente en la Tierra. Posee a la vez las propiedades del impacto y las de la explosión. La bala es de una sustancia muy parecida al plomo. Esas armas se emplean principalmente en las guerras contra otras tribus; para la caza, suelen emplear arcos y flechas.

Siempre hay tres grupos de cazadores fuera de la ciudad; es muy raro, además, que todos los guerreros se encuentren a la vez en la ciudad. Los cazadores a veces están ausentes semanas, si no meses, enteros. Pero siempre hay un millar de guerreros en la ciudad para rechazar cualquier ataque eventual, aunque los guras no tengan por costumbre asediar las ciudades enemigas. Sus ciudades son muy difíciles de conquistar al asalto, y es imposible reducir a sus habitantes por el hambre, pues consiguen una gran parte de sus alimentos dentro de sus muros. Además, en cada ciudad, hay una fuente inagotable de agua pura. Los cazadores buscan caza frenéticamente en las colinas donde viví por un tiempo, y la reputación de esos terrenos es la de tener más variedad de formas de vida animal salvaje que cualquier otra parte de Almuric. Los cazadores más audaces se dirigen a las colinas, en grupos importantes, aunque solo se quedan en ellas unos días. El hecho de que yo hubiera vivido en las colinas —solo y durante varios meses—, me había dado más prestigio y admiración entre aquellos feroces guerreros que el haber vencido al mismísimo Ghor.

Oh, aprendí muchísimas cosas sobre Almuric. Como esto es una crónica y no un ensayo, me veo obligado a pasar muy por encima las costumbres, el modo de vida y las tradiciones de sus habitantes. Aprendí cuanto podían decirme, y sobreentendí mucho más. Los guras no eran los primeros habitantes de Almuric, aunque ellos mismos se tuvieran por tales. Me hablaron de ruinas muy antiguas —de ciudades que no habían sido construidas por los guras— que eran vestigios de razas desaparecidas. Aquellas, suponían, habían sido contemporáneas de sus ancestros, pero —por lo que habría de aprender más tarde—, habían aparecido y luego desaparecido de un modo terrible antes de que el primer gura empezara a amontonar piedras para construir la primera ciudad primitiva. De cualquier modo, acabé por saber lo que ningún gura sabía, pero eso forma parte de esta historia.

Sin embargo, me hablaron de unos curiosos seres no humanos: los yagas. Era una raza terrible de hombres alados que vivían muy lejos, hacia el sur, cerca del Cinturón, en la siniestra ciudad de Yugga, en el peñón de Yuthla, junto al río Yogh, en el reino de Yagg, donde ningún hombre viviente se había aventurado. Los yagas, por lo que decían los guras, no eran verdaderos hombres, sino demonios con forma humana. Partían regularmente de Yugga para asediar a los hombres, llevando la espada de la masacre y la antorcha de la destrucción, raptando a las jóvenes guras a una esclavitud de la que todo se ignoraba pues nadie había escapado nunca del reino de Yagg. Algunos pensaban que aquellas doncellas eran entregadas como alimento a algún monstruo a quien veneraban los yagas, pero otros afirmaban que aquellos monstruos solo tenían un objeto de veneración: ellos mismos. Se sabía una cosa: su soberana era una reina negra llamada Yasmeena. Desde hacía mil años, ella reinaba en el siniestro peñón de Yuthla, y su sombra se extendía por el mundo para hacer temblar de terror a los hombres.

Los guras me hablaron de otros seres, de criaturas extrañas y terribles, de monstruosidades de cabeza de perro, que vivían ocultas en las ruinas de las ciudades sin nombre; de colosos que habitaban en la oscuridad y cuyo paso hacía temblar el suelo; de fuegos que revoloteaban como murciélagos inflamados atravesando los cielos oscuros; de cosas que acechaban en los profundos bosques, cosas escamosas que se arrastraban y que no podían verse, pero que machacaban a los hombres implacablemente. Me hablaron de grandes murciélagos cuya risa enloquecía a los hombres, de formas descarnadas y odiosas que acechaban en las colinas durante el crepúsculo. Me hablaron de cosas que nunca han existido en mi planeta natal para atormentar el sueño de los hombres. Pues la Vida, en Almuric, tiene muchas formas extrañas, y la vida normal no es la única Vida que puebla este planeta.

Pero ya describiré cuando llegue el momento esas pesadillas que me contaron y las pesadillas que vi con mis propios ojos, porque ya me he retrasado mucho con mi propia historia. Un poco de paciencia, pues, aunque todo pasa muy deprisa en Almuric, mi relato irá un poco más deprisa que los sucesos que en él se desarrollan.

Me quedé varios meses en Koth, adaptándome a la vida de sus habitantes. Cazaba, disfrutaba, bebía cerveza y bramaba como si fuera uno de ellos. Allí no estaba limitado y no conocía ningún tipo de traba, al contrario que en la Tierra. Hasta aquel momento, ninguna guerra tribal me había permitido probar mis fuerzas, pero había bastantes luchas a manos limpias en la ciudad, en combates amistosos, y riñas de borrachos, pues los guerreros no hacían más que tirar violentamente las jarras de bebida para bramar sus desafíos por encima de las mesas llenas de cerveza. Saboreaba mi nueva existencia sin el menor freno; y allí, a diferencia de mi vida en las colinas, tenía una compañía humana que encajaba perfectamente con lo que exigía mi espíritu. Yo no necesitaba arte, ni literatura, ni intelectualismo; cazaba, me emborrachaba, tiraba cerveza, peleaba; abría los robustos brazos y abrazaba la vida como si la anhelase. Y en aquellas riñas y disputas de borracho, casi olvidé la delicada silueta que se quedó sentada tan pacientemente en la sala del consejo bajo la gran cúpula.