Capítulo VI

n duda, quedé inconsciente durante tan solo unos minutos. Cuando volví en mí, mi primera sensación fue la de notar un peso enorme encima de mis miembros y de todo el cuerpo. Intenté levantarme y me di cuenta de que estaba tendido debajo del cuerpo sin vida del unicornio. En el mismo instante en que la hoja de mi puñal le rebañó la yugular, el inmenso cuerno debía haberme golpeado en la cabeza mientras el cuerpo caía encima de mí. Solo el suelo húmedo y esponjoso que había bajo mi cuerpo me había permitido salvarme de ser aplastado y reducido a pulpa. Salir de debajo de aquella masa fue un trabajo de titanes pero, finalmente, conseguí librarme de ella y levantarme. Me quedé vacilante, dolorido y sin aliento; tenía el cabello lleno de manchones de sangre a medio secar del monstruo, una sangre que igualmente me manchaba los miembros. Mi aspecto debía ser horrible, pero no perdí tiempo en asearme. Mi corcel había desaparecido y el círculo de árboles limitaba mi campo de visión.

Eligiendo el mayor de los árboles, trepé tan deprisa como me fue posible hasta las ramas más altas, y recorrí el bosque con la mirada. Vi que, a cosa de una hora de marcha rápida, el bosque se hacía menos espeso, hacia el sur, y que luego daba paso a una llanura. El humo seguía elevándose en finas volutas de la ciudad abandonada. Pude ver en aquel mismo instante cómo mi antiguo cautivo descendía al suelo y se posaba entre las ruinas. Tras lanzarme al vacío se debía haber retrasado para ver si yo demostraba algún signo de vida, y para descansar unos instantes después del largo vuelo.

Lancé una imprecación; la oportunidad que tenía de llegar hasta ellos sin que sospechasen se había desvanecido. Luego, me sorprendí. No había terminado de desaparecer el yaga cuando de nuevo estaba a mi vista abandonando la ciudad y volando como un cohete. Sin la menor duda, se dirigió hacia el sur, atravesando el cielo a una velocidad que me dejó con la boca abierta. ¿Por qué razón huía así? Si eran sus compañeros los que acampaban en las ruinas, ¿por qué no se había quedado con ellos? Quizá había descubierto que se habían marchado y, sencillamente, no hacía más que seguirles. Sin embargo, su comportamiento parecía extraño, sobre todo, teniendo en cuenta el modo en que se había acercado a las ruinas, sin apresurarse. El vuelo descabellado daba una idea de evidente pánico.

Perplejo, sacudiendo la cabeza, descendí del árbol y me encaminé hacia las ruinas tan deprisa como pude abrirme camino a través del espeso bosque bajo, sin prestar atención a los movimientos de las hojas, a los murmullos y gruñidos de la vida que despertaba al mismo tiempo que se espesaban las sombras.

Había caído la noche cuando salí del bosque, pero la luna flotaba en el cielo y extendía una luz extraña e irreal sobre la llanura. A poca distancia, las ruinas brillaban con un resplandor espectral. Los muros no estaban construidos con el verdoso y grosero material empleado por los guras. Al aproximarme, vi que estaban hechos con bloques de mármol. Aquel hecho suscitó en mi mente una vaga inquietud. Recordé las leyendas que me habían contado los kothianos a propósito de las ciudades de mármol convertidas en ruinas, habitadas por criaturas de voracidad vampírica. Aquellas ruinas se encontraban en lugares deshabitados del planeta. Nadie conocía su origen.

Un meditabundo silencio recubría los derrumbados muros y las columnas dislocadas mientras fui avanzando entre las ruinas. En medio de las blancuzcas asperezas y las brillantes superficies, flotaban sombras negras y espesas de una apariencia casi líquida. Me deslicé silencioso de uno a otro pantano de tinieblas, empuñando la espada, esperando tanto una emboscada de los yagas como el ataque de una bestia de presa que acechara entre las ruinas. Reinaba un extremo silencio, algo que nunca antes había encontrado en Almuric. Ningún león rugía en la distancia, ningún ave nocturna dejaba escuchar extraños gritos. Podía ser perfectamente el último habitante de un mundo muerto.

Llegué a un gran espacio descubierto, rodeado por un círculo de pilares rotos, algo que, en tiempos, debió ser una plaza. Me detuve bruscamente y me inmovilicé mientras se me ponía la piel de gallina.

En medio de la gran plaza se marchitaban las brasas de un fuego moribundo encima del cual se asaban unos trozos de carne en palos hincados en el suelo. Evidentemente, los yagas habían preparado aquel fuego y se disponían a cenar; pero no habían llegado a tocar la comida. De un modo que podía atemorizar al hombre más endurecido, yacían esparcidos por la plaza.

Nunca antes había contemplado una carnicería parecida. La plaza estaba llena de manos, pies, cabezas arrancadas, pedazos de carne, entrañas, manchones de sangre. Las cabezas eran como bolas tenebrosas que hubieran rodado sobre el mármol lechoso desde las sombras; los dientes parecían esbozar una mueca, los ojos brillaban pálidamente a la luz de la luna. Algo había atacado a los hombres alados mientras estaban sentados alrededor del fuego... algo se había lanzado sobre ellos para desgarrarles y hacerlos pedazos. Entre los restos de carne se veían marcas de colmillos, y algunos huesos habían sido rotos, aparentemente para extraerles la médula.

Un helado escalofrío me subió y bajó por la espina dorsal. ¿Qué animal, si no el hombre, podía romper los huesos de esa manera? Sin embargo, el modo en que estaban esparcidos los restos sangrientos, no parecía ser producto del ataque de bestias salvajes; más parecía un gesto de venganza, un deseo sanguinario o un furor bestial.

¿Y dónde estaba Altha? Sus restos no se encontraban entre los de sus raptores. Lanzando una mirada a la carne de los palos, el aspecto de los mismos me hizo estremecer. Temblando de horror, vi que mis más negras sospechas podían tener un fundamento. Lo que aquellos malditos yagas habían puesto a asar para la cena eran los restos de un cuerpo humano. Dominado por las náuseas y por una angustia indecible, examiné más de cerca los lamentables pedazos de carne. Lancé un profundo suspiro de alivio al reconocer los miembros gruesos y musculosos de un hombre y no los más delicados de una mujer. Sin embargo, después de aquello, consideraba sin la menor emoción los restos desgarrados y ensangrentados... todo lo que quedaba de los yagas.

Pero, ¿dónde estaba la joven? ¿Había escapado de la carnicería para huir y ocultarse en las ruinas, o bien había sido capturada y llevada por los asesinos? Barriendo con la mirada las torres, los bloques de piedra derrumbados y las columnas bañadas en la extraña luz lunar, fui consciente de un aura maléfica, de una amenaza que se ocultaba entre los escombros. Sentí la feroz mirada de unos ojos invisibles.

No obstante, empecé a examinar el suelo, yendo de un lado para otro por la gran plaza. No tardé en descubrir un rastro de sangre —las gotas brillaban sombríamente bajo la luna— que se alejaba hacia un dédalo de columnas de ángulos vertiginosos. A falta de mejor ocupación, seguí el rastro. Quizá me conduciría hasta los asesinos de los hombres alados.

Pasé bajo la sombra de pilares gigantes y macizos que me hacían sentir como un enano y entré en una construcción de muros derruidos, cubiertos por los líquenes. Por el techo caído y las abiertas ventanas, la luna vertía una luz de una blancura fungosa que hacía que las sombras fuesen aún más negras. Había un cuadrado de claridad lunar que daba sobre las baldosas que marcaban la entrada a un corredor hacia el que me conducían las gotas oscuras y secas. Avancé a tientas hacia el corredor y a punto estuve de romperme el cuello al resbalar en los escalones que había un poco más adelante. Bajé por ellos rápidamente y llegué hasta un suelo uniforme. Titubeé. Me disponía a volverme atrás cuando me quedé galvanizado al escuchar un sonido... se me aceleró el corazón y la sangre empezó a correrme locamente por las venas. En las tinieblas, débilmente y a lo lejos, acababa de retumbar una llamada:

¡Esau! ¡Esau Caim!

¡Altha! ¡No podía ser nadie más! Sin embargo, un temblor helado me atravesó y se me erizaron los pelos de la nuca. Quise responder, pero me lo impidió la prudencia. Seguramente, ella no podía saber que me encontraba donde pudiera oírla. Quizá llamaba como un niño aterrorizado que llama a alguien que no puede escucharle. Seguí el túnel oscuro tan deprisa como me atrevía, en la misma dirección en que había percutido el grito. Tenía el corazón en la garganta y me sentía sofocado.

Mi mano buscaba a tientas y dio con la entrada de una puerta. Me detuve, olfateando, como si fuera un animal salvaje, la presencia de algún ser vivo cerca de mí. Entornando los ojos para escrutar aquella oscuridad negra como la pez, pronuncié el nombre de Altha en voz baja. Dos luminarias se encendieron en el seno de las tinieblas, dos rayos amarillentos que estudié durante unos instantes antes de darme cuenta de que eran dos ojos. Eran tan grandes como mi mano, redondos y con un brillo que no sabría describir. Tras aquellos ojos, sentí la impresión de una masa enorme y sin forma. Me sumergió simultáneamente una ola de miedo instintivo y retrocedí hacia el subterráneo, apresurándome por él, en la misma dirección que llevaba anteriormente. Una vez de regreso al corredor, escuché un ligero movimiento, como si una gigantesca masa fofa se arrastrase por el suelo; percibí igualmente un débil raspado, como el producido por seda dura rascando en la piedra.

Di veinte pasos más y volví a detenerme. El túnel parecía interminable; además, de él se bifurcaban nuevos túneles que se alejaban y conducían hacia las tinieblas. No tenía modo de saber cuál era el bueno. Mientras dudaba, escuché de nuevo la llamada:

—¡Esau! ¡Esau Cairn!

* * *

Armándome de valor —frente a qué peligros, lo ignoraba—, partí de nuevo en la dirección de que me había llegado aquella voz espectral. Qué distancia recorrí de aquel modo, no podría decirlo. Me detuve una vez más, desconcertado.

—¡Esau! ¡Esau Cairn!

El grito subió hasta una nota estridente que se rompió súbitamente con un estallido de risa inhumana que me congeló la sangre en las venas.

No era la voz de Altha. Había sabido durante todo el tiempo... que aquella no podía ser la voz de Altha. Sin embargo, la otra eventualidad era tan inexplicable que me había negado a escuchar lo que mi intuición afirmaba y mi razón se negaba a reconocer categóricamente.

Entonces, de todas las direcciones, de todos lados, subió un terrible clamor... voces estridentes que gritaban mi nombre con el tono burlón de los demonios. Los túneles, hasta aquel momento silenciosos, resonaban y devolvían los ecos de aquella horrorosa barahúnda. Me quedé inmóvil, absorto y aterrorizado del mismo modo en que deben hacerlo los condenados en las tenebrosas salas del infierno. Conocí el terror helado, el horror de la estupefacción, la desesperación... y, luego, un furor ciego me sumergió. Lanzando un rugido sanguinario me lancé hacia los sonidos que parecían más próximos... y golpeé de lleno contra un muro mientras retumbaban un millar de voces inhumanas que expresaban una odiosa alegría. Dando media vuelta como un toro herido, cargué de nuevo, en aquella ocasión hacia la entrada de otro túnel. Corriendo hacia el fondo, loco de furia y ardiendo en deseos de alcanzar a mis verdugos, llegué a una vasta sala tenebrosa, en el interior de la cual un rayo de luna proyectaba un brillo espectral. Y, de nuevo, oí el sonido de mi nombre pero, en aquella ocasión, con acentos humanos teñidos por el miedo y la angustia:

—¡Esau! ¡Oh, Esau!

Al tiempo que respondía a aquel grito de piedad con un mugido salvaje, vi a Altha, recortándose en la débil claridad de la luna. Estaba tendida en el suelo, con las manos y los pies sumidos en las sombras. Pero vi que, en el extremo de cada uno de los estirados miembros de la joven, había acuclillada una forma vaga y contrahecha.

Cargué, con un aullido de deseo sanguinario. Las tinieblas se animaron bruscamente con una vida repugnante y unas formas tangibles hormiguearon a mi alrededor. Me mordieron colmillos afilados, manos simiescas intentaron agarrarme y lacerarme. Pero fueron incapaces de detenerme. Balanceando la espada en grandes círculos me abrí camino a través de las masas compactas de formas sinuosas, avanzando lentamente hacia la joven que aullaba y se retorcía en el suelo en medio de un cuadro de luz lunar.

Pataleé en un fango inmundo en el seno de aquella horda de criaturas que se lanzaban contra mi, mordiéndome y arañándome. Me rodeaban por todas partes y me llegaban hasta la cintura, pero no conseguían derribarme. Alcancé el cuadro bañado por la luna. Las criaturas que sujetaban a Altha la soltaron y retrocedieron ante la amenaza silbante del filo de mi espada. La joven se levantó de un salto y se agarró a mí. Mientras la horda tenebrosa se lanzaba sobre nosotros para sumergirnos en la oleada de su furor, vi una escalera medio derruida que conducía hacia arriba. Lancé a Altha hacia los peldaños y me di la vuelta para cubrir su retirada.

La escalera estaba en penumbra; sin embargo, los peldaños conducían a una habitación inundada por la luz que se derramaba a través de un techo caído. Combatí en la oscuridad más total, y solo el tacto y el oído guiaban mis golpes. La lucha se desarrollaba en un silencio roto tan solo por mis roncos jadeos, el siseo de la espada y el crujido de los huesos al romperse.

* * *

Subí retrocediendo por las bamboleantes escaleras, luchando a cada paso, cubierto por un sudor frío ante la sola idea de un ataque procedente de mi espalda. Si las criaturas se lanzaban contra nosotros desde la parte superior de la escalera, estaríamos perdidos pero, por todas las evidencias, la totalidad de la horda se encontraba por debajo. A qué tipo de criaturas me enfrentaba, lo ignoraba... solo sabía que estaban armadas con garras y colmillos. Y, había podido darme cuenta al tocarlas, que eran canijas y contrahechas, recubiertas por un pelaje espeso y simiescas.

Cuando llegué a la cámara que había encima de los túneles apenas pude ver nada. La claridad lunar que se filtraba por el techo derruido era apenas un delgado rayo blancuzco en medio de las tinieblas. Solo percibía formas vagas en la penumbra que me rodeaba... sombras que subían hacia mí como una masa agitada que quisiera lacerarme y desgarrarme y que luego caían hacia atrás forzadas por los golpes de mi arma.

Lanzando a Altha a mis espaldas, atravesé retrocediendo la sala tenebrosa y me encaminé hacia una larga fisura que se abría en el muro en ruinas. Titubeé y tropecé en los vaivenes de la batalla que rugía y giraba a mi alrededor. Cuando alcancé la grieta, por la que Altha ya se había deslizado, hubo un asalto concertado que tenía por objeto derribarme. Me sentí dominado por el pánico ante la idea de poder ser abatido y cubierto por aquella horda indistinta en aquella oscura habitación. Una explosión de furor demencial, un salto desesperado y jadeante, y me lancé por la grieta, arrastrando conmigo a media docena de atacantes.

Llevado por el impulso, caí a tierra. Me levanté tambaleante y me sacudí para hacer caer a las monstruosidades que se me agarraban a los hombros como un oso que se liberase de los lobos. Plantando firmemente los pies en el suelo, lancé tajos a derecha e izquierda. Y, entonces, por primera vez, vi a lo que se parecían mis adversarios.

Sus cuerpos eran como de monos deformes, cubiertos por un pelaje blanco y con calvas. Tenían cabezas de perro, con pequeñas orejas muy juntas. Pero sus ojos eran los de las serpientes... la misma mirada envenenada y fija, sin párpados.

De todas las formas de vida que he tenido ocasión de encontrar en este extraño planeta, ninguna me ha inspirado tanto desaliento como estas monstruosidades enanas. Me alejé del montón de cuerpos desgarrados mientras una oleada desalentadora se abismaba por la grieta del muro.

El efecto de aquella chusma emergiendo del muro rasgado era casi insoportable y me produjo náuseas: eran como gusanos que se retorcieran para salir de un cráneo aplastado y blanqueado por la intemperie.

Dándome la vuelta, así a Altha y, llevándola bajo el brazo, atravesé a la carrera el espacio descubierto. Las criaturas se lanzaron en nuestra persecución, corriendo tanto a cuatro patas como de pie y erguidas como los hombres. Súbitamente, su risa demoníaca estalló de nuevo; vi que estábamos atrapados. Ante mí surgían otras criaturas llegadas por una entrada subterránea. Cualquier camino de retirada nos había sido cortado.

Un gigantesco zócalo, cuya columna había sido arrasada, se alzaba ante nosotros. Lo alcancé con un salto, deposité a la joven sobre el parapeto de piedra machacada y me di la vuelta para entregar a nuestros perseguidores el peor tributo que pudiera darles. La sangre me corría por los miembros y el torso por una veintena de heridas y caía a los pies del zócalo sobre el que me hallaba. Me sacudí violentamente para apartarme de los ojos el sudor que me cegaba.

Se acercaron y formaron un amplio semicírculo a mi alrededor. Una vez seguros de tener a la presa, se mostraban más prudentes. Nunca he estado tan horrorizado y sin esperanza como en aquel instante, apoyado en la columna de mármol y enfrentado a unos monstruos abominables del mundo subterráneo.

Pero mi atención fue atraída por un movimiento en las sombras bajo el muro rajado por el que nos habíamos deslizado. Algo emergía de la grieta... algo enorme, negro y voluminoso. Vi un resplandor amarillento. Lo miré fascinado, aun cuando los demonios de blanco pelaje avanzaban hacia mí. La cosa salió por completo de la grieta. La vi recortada en las sombras del muro, una masa escuálida de tinieblas en cuyo seno centelleaban dos ojos amarillentos. Con un sobresalto, comprendí que eran los mismos ojos que había visto en la sala subterránea.

Lanzando aullidos diabólicos, los velludos demonios se lanzaron al ataque. En el mismo instante, la criatura desconocida avanzó hacia el claro de luna. Se desplazó con una agilidad y rapidez sorprendentes. Entonces pude verla claramente... era una araña gigantesca, mayor que un buey. Con la celeridad característica de su especie, se lanzó en medio de los monstruos de cabeza de perro antes de que el primero pudiera sentir la mordedura de mi espada. Su víctima lanzó un horrible grito. Los otros, volviéndose, se dispersaron y huyeron aullando en todas direcciones. La criatura se revolvió y se abalanzó contra ellos con una velocidad y una ferocidad terrible. Las enormes mandíbulas de la araña les destrozaron el cráneo, las mandíbulas de las que chorreaba el veneno les apresaron, la masa gigantesca les destrozó el cuerpo. En un instante, la sala se había transformado en una carnicería donde no había más que muertos y agonizantes. Acurrucada en medio de sus víctimas, la monstruosa criatura negra y peluda fijó en mí unos ojos terriblemente inteligentes.

Era a mí a quien había seguido. Yo la había despertado en su antro subterráneo y había seguido el olor de la sangre fresca de mis sandalias. Si había masacrado a los otros fue tan solo porque se cruzaron en su camino.

Mientras se quedaba erguida sobre las ocho patas arqueadas, vi que difería de las arañas de la Tierra no solo por el tamaño, sino por el número de ojos y por la forma de las mandíbulas. Altha lanzó un aullido cuando la monstruosidad acudió rápidamente hacia mí.

Pero, allí donde los colmillos y garras de un millar de criaturas bestiales resultaban vanas al enfrentarse a aquellas negras mandíbulas, el cerebro y los músculos de un solo hombre fueron más valiosos. Agarrando un pesado bloque de piedra, lo blandí durante un instante por encima de la cabeza y luego lo lancé hacia la enorme masa que se aproximaba a mí. La piedra golpeó de plano entre las enormes patas velludas; una oleada de materia verdosa y nauseabunda manó del torso desgarrado. El monstruo, golpeado en plena carrera, se retorció bajo el bloque de piedra que le clavaba al suelo, lo hizo caer y avanzó de nuevo hacia mí con un paso incierto, arrastrando tras de sí las patas rotas. Un brillo infernal se reflejaba en sus ojos. Arranqué frenéticamente otro proyectil de la piedra agrietada del zócalo y, luego, otro, y otro más. Lancé un diluvio de mármol sobre el horror que se retorcía y convulsionaba hasta quedar inmóvil, bañado en un amasijo terrible de patas negras y peludas, entrañas y sangre.

Tomé a Altha en brazos y atravesé corriendo las sombras de los monolitos, de las torres y de las columnas. Dejé de correr solamente cuando la ciudad del silencio y el misterio estuvo muy lejos a nuestras espaldas. Vi que la luna flotaba por encima de las praderas inmensas y cimbreantes.

No habíamos cruzado una sola palabra desde el instante en que había librado a la joven en la sala subterránea llena de vampiros. En aquel momento, justo cuando bajé los ojos para hablar con ella, me di cuenta de que su cabeza de negra melena reposaba en mi brazo; el rostro lívido de la joven se alzaba hacia el cielo y tenía los ojos cerrados. Un escalofrío de temor me atravesó, pero un rápido examen me indicó que no estaba más que desvanecida. Aquello daba pruebas de todo el horror que había vivido: las mujeres de Koth no se desmayan así como así.

La tendí sobre el suelo herboso y la contemplé con impotencia. Observé, como por primera vez, la blanca firmeza de sus miembros torneados, las formas exquisitas de su esbelta silueta. Los cabellos negros le caían como una cascada de seda sobre los hombros de alabastro; uno de los tirantes de la túnica se le había corrido, descubriendo unos senos juveniles, firmes y

llenos, de rosados pezones. Fui consciente de una vaga agitación en el fondo de mi ser que era casi un sufrimiento.

Altha abrió los ojos y alzó la cabeza hacia mí. Sus ojos negros brillaron aterrorizados; lanzó un gritó y se abrazó a mí frenéticamente. De un modo instintivo, la apreté entre mis brazos; en un abrazo de músculos de acero, sentí el temblor de su cuerpo delicado y los latidos frenéticos del corazón.

—No tengas miedo —dije, con una voz que me parecía desconocida y que me costaba trabajo articular—. Ha pasado el peligro.

Sentí cómo su corazón volvía a latir normalmente —¡tan fuerte se abrazaba a mí!— antes de que se detuvieran los roncos jadeos de terror. Pero se quedó en mis brazos un buen rato, con los ojos alzados hacia mí, sin decir nada, hasta que, molesto, la solté y la ayudé a sentarse en la hierba.

—Cuando te sientas con fuerzas para andar —dije—, pondremos mayor distancia entre nosotros y... aquello.

Con un movimiento de la cabeza, indiqué las lejanas ruinas.

—¡Pero estás herido! —exclamó súbitamente, mientras las lágrimas la desbordaban los ojos—. ¡Sangras! Oh, todo por mi culpa. Si no me hubiera escapado...

Se puso a llorar como cualquier otra joven de la Tierra.

—No te inquietes por estas raspaduras —respondí, aunque, interiormente, no dejaba de preguntarme si los colmillos de aquella chusma serían venenosos o no—. Son solo heridas superficiales. ¡Vamos, deja de llorar!

Contuvo las lágrimas obedientemente y, acto seguido, con un gesto ingenuo, se limpió los ojos con la túnica. No deseaba recordarle los horribles momentos que acababa de pasar, pero tenía curiosidad por saber una cosa.

—¿Por qué se detuvieron los yagas en las ruinas? —pregunté—. Tenían que saber que esas ciudades están habitadas por ese tipo de criaturas.

—Tenían hambre —me respondió con un estremecimiento—. Habían capturado a un adolescente... le despedazaron vivo, pero no lanzó ni un solo grito para pedirles clemencia... y sí muchos para maldecirles. Luego, lo asaron... —Se sofocó, dominada por la náusea.

—Así que los yagas son caníbales —murmuré.

—No. Son demonios. Mientras estaban sentados alrededor del fuego, los Cabezas de Perro se lanzaron sobre ellos. Solo les vi cuando ya estaban encima nuestro. Hicieron pedazos a los yagas, lo mismo que chacales que asedian un ciervo. Luego, me llevaron a los subterráneos. Lo que tenían intención de hacerme, solo Thak lo sabe. Les oí decir... pero es demasiado obsceno... prefiero callarme.

—Pero, ¿por qué gritaban mi nombre? —pregunté sorprendido.

—En mi terror, aullé tu nombre —respondió—. Escucharon mi grito y lo imitaron. Cuando llegaste, sabían quién eras. No me preguntes cómo. También ellos son demonios.

—Este planeta está infestado de demonios —susurré—. Pero, ¿por qué me llamaste a mí y no a tu padre?

Se ruborizó ligeramente y, en vez de responder, empezó a colocarse los tirantes de la túnica.

Al ver que una de sus sandalias se había caído, la volví a poner en el pie delicado. Mientras me ocupaba en tales quehaceres, me preguntó de un modo inesperado:

—¿Por qué te llaman Mano de Hierro? Tus dedos son vigorosos, pero su tacto es tan delicado como el de una mujer. Nunca los dedos de un hombre me han tocado de un modo tan delicado. Lo más normal es que me hicieran daño.

—Es el sentimiento que se encuentra detrás de la mano —respondí—. Ninguno de los hombres a quienes me he enfrentado en combate se lamentó jamás de que mis puños fuesen suaves. Pero es a mis enemigos a quienes deseo dañar, no a ti.

La brillaron los ojos.

—¿No me harías ningún mal? ¿Por qué?

Lo absurdo de la pregunta me dejó mudo.