I

El Gobernador Civil de Córdoba, bajo la presión de los telegramas oficiales, hizo comparecer en su despacho al Director de El Baluarte del Betis. Le amonestó puesto en pie con las dos manos apoyadas en la mesa:

—El Presidente del Consejo me comunica haber sido detenido, al cruzar la frontera, el Señor Fernández Vallín. El hecho ha ocurrido cerca de Irún: En Dancharinea. Tome usted nota. El diario que usted tan dignamente dirige publicará la noticia y una rectificación por haber acogido en sus columnas rumores absurdos, ayudando a extraviar la opinión y los trabajos de la policía. ¡Eso es intolerable, y he decidido multar al periódico con cuatrocientos reales! Para la rectificación, aténgase usted a esas cuartillas. Me deja usted mandado.

El Director de El Baluarte, maestro de periodistas, saludó contoneándose:

—¿Se conserva el estilo?

—Son simples notas.

—¡Perfectamente! Yo mismo les daré forma periodística.

El Gobernador le tendió la mano:

—¡Es una lástima que no podamos entendernos!…

El maestro de periodistas protestó enfático:

—¡Nos entenderemos siempre para todo lo que signifique el bien de la Patria!

Se miraban a los ojos con nuevo estrechamiento de manos. El maestro de periodistas doblaba la cabeza sobre el hombro, con degüello de mártir mulato en cuatrocientos reales.

II

El Baluarte del Betis —Diario Liberal de Córdoba— tenía su redacción sobre la imprenta, en un piso oscuro. Resmas de papel escalonaban el zócalo de las alcobas, y por los altos de la escalera, al pie del pasamanos, nunca faltaba el servicio de café con colillas apagadas. A toda la longura del pasillo iba un jirón de estera, sucio de lodo, con boquetes y tropezones de rómpete el alma. La cocina acentuaba una expresión de cales áridas, los fríos vasares desiertos, el ventanillo con geranios, el fogón apagado, las telarañas en el hollín de la chimenea. Un zángano pitañoso sube y baja las pruebas. La bruja, con ramito verde en el moño, pasa la escoba por la escalera. En la mesa de redacción, los tinteros con plumas multicolores brindan su adorno de caciques africanos al inspirado vate encargado de redactar los Ecos del Planeta: —Don Olegario Botella, que los ingeniosos de la redacción llamaban, alternativamente, Don Ole Botellín, Don Botellín y Don Ole—. Se asoma al pasillo. La vieja de la escoba, el zángano pitañoso y dos compadres suben en volandas al madejón de un espectro con ojos de fiebre: El Zurdo Montoya, que levantaba la mano de cera al entrarle en la sala de redacción y dejarle arrimado a la mesa:

—¡Acallaivos todos y dejaime que hable!

Se dobló, escupiendo sangre. Don Ole, con aire gilí, le ofreció un vaso de agua. Oficiosa, se lo tomó de las manos la madre de la escoba, moviendo los verdes del moñete:

—¡Bebe, hijo! Tú dirás si te la quiebro con unas gotas de vinagre.

Bebió el Zurdo: Se limpió con el cerillo de los artejos y, doblando con quebradura de huesos, abrió el cisma de proposiciones heréticas.

—¡La España, para los pobres que llevamos un trato por las ferias, se está poniendo al tino de una mazmorra de Orán!

Actuaron los compadres:

—¡Así sucede!

—¡Una mazmorra de Orán!

Declamó el Zurdo:

—¡Las Autoridades no son tales Autoridades! Por ahorrarse mandamientos de papel sellado todo lo atropellan, con malos tratos y sinrazones… En un olivar me han hallado estos dos apóstoles repartido en cuartos. ¡Menuda faena han tenido antes de ajuntarlos! Dicen cuando los tienen ajuntados: —«¡Vamos, compadre, una copa de rapañí para acabar de encolarse! Con este remedio se libra usted de una cama en el hospital.»— ¿Qué vos dije cuando se mentó el hospital? Primero me lleváis a los que hacen los papeles para que publiquen el atropello. ¿Es ley a un hombre maniatado llevarlo por fuera de camino y dejarlo en medio de un olivar lisiado para toda la vida?

Don Ole Botellín, rascándose un fósforo en la nalga, se ponía el pitillo en los labios.

—¡Jui! ¡Jui! ¡Jui!… ¡No es nada el lío que ustedes me traen! Las Autoridades, reducidas a los trámites legales, carecen de medios para mantener el orden y tener fila sobre la delincuencia. No soy el Director. Eso, lo primero. La Dirección resuelve en estas cuestiones… Pero, dada la sensatez del periódico, no puede acoger en sus páginas una denuncia tan grave. En ese respecto, nuestra doctrina es no crear dificultades a los Órganos del Poder. No sé si ustedes me habrán comprendido. ¡Es indiferente! El Director viene sobre las cuatro. Para verle antes, en el Café de la Perla. Tiene allí su reunión, a la mano del mostrador, entrando. Ustedes le presentan su queja, estudian la manera de llegarle al corazón. Es posible que le conmuevan. ¡Vayan con Dios! ¡Desalojen! ¡Tengo a mi cargo la confección del periódico! El Director está a las cuatro. Antes, en la Perla. Salgo con ustedes. Unos minutos que le robo, con gusto, al trabajo embrutecedor del periódico. Tomaremos un refresco. Yo convido.

Por detrás de los compadres, la vieja, con la escoba, decía que no. Vio a Don Ole que venía para ella, y sacó las uñas:

—¡Veremos quién paga!

—¡Doña Quica, hágame usted restitución de una melopea!

—¡Que conviden ellos!…

—¡No es decente!

—¡Viva el rumbo a costa ajena!

—¡Doña Quica, que le pico la nuez con el cortapapeles!

—¿Qué sería de usted si una servidora no se compadeciese? ¡Ni siquiera llevaría cuello planchado! ¡Hoy cena gazpacho!

—¡Lo que a usted le plazca, Doña Quica! Afloje la mosca.

—¡Gilí!

—¡Blanca Flor de Chimenea!

—La cuenta es ahora once pesetas, que le guardo.

Doña Quica se alzó la falda y, sujetándosela en los dientes, sacó de la faltriquera el rosario y un diente de ajo, un alfiletero y medio peine. Entre migas de pan pudo contar treinta y dos cuartos con un ochavo.

—¡Doña Quica, rásquese usted una pieza de plata!

—¡No, que la única que tengo es columnaria! Resígnese y tómela en cuartos.

—Doblo la noble cerviz a sus horcas caudinas.

—¿De qué le sirve tanto estudiar?

—¡De poca cosa!

—¡Para volverse loco y no tener camisa!

III

El inspirado vate y los prójimos del bronce se metieron a una tienda de techo bajo, con olores de amontillado. El coime del mostrador lavoteaba los vasos en una tinajilla pintada de verde. Venía la luz de costado a los cristales y a las aguas:

—¿Qué gustan de tomar, caballeros?

Don Ole pasó el índice, lleno de tinta, rozando las fajas de los tres compadres.

—Estos amigos dirán.

Respondieron en terna:

—Usted es el primero.

Saludos por ambas partes.

—¡Un culito de ginebra, Nicandro!

El Zurdo Montoya, con los ojos encendidos de fiebre, se recostaba en el mostrador:

—A menda, una sangría de limonada y vino de la tierra.

Se dobló para caer. El coime, con las manos mojadas, le agarró por el cuello:

—¡Este hombre está privado! ¡Pronto, a sacármelo para fuera! ¡Aquí están por demás las visitas del Juzgado!

Don Ole achicó de un trago el vasete de ginebra, y lo asentó con fuerza en el mostrador:

—¡Haré constar tu conducta en el periódico!

—¿Para usted la buena conducta sería consentir que se viniese cualquier ruina sobre el establecimiento? ¡Pues usted tiene luces para hacerse el cargo!

Llenando la puerta se salían a la acera los dos compadres, con el madejón del terne, que doblaba la cabeza de cera, los ojos vidriados, la sien sucia de sangre. Le dieron aire con los catites. Vino por la esquina un polizonte azul, sable de músico y bastón de autoridad:

—¡No están permitidos estos espectáculos en las calles céntricas! ¿Qué tiene ese hombre?

Se miraron los zainos, alternando la misma tocata:

—¡Pues no sabemos lo que tiene!

—Cuando sea reconocido por un cirujano habrá dictamen. ¿Nosotros cómo vamos a saber lo que tiene este roble? ¡Que lo era, y de los fuertes!… No podemos saberlo. Le descubrimos al paso por unas olivas, y nos pidió que le acompañásemos hasta Córdoba.

El polizonte tocó el hombro del espectro con el puño dorado del bastón:

—¡Te buscaba! ¡Hay orden de ponerte un rato a la sombra! Con que saca fuerzas, y echa p’alante.

Los dos compadres sacaban contra el zurrado una sorna lagartona, adulando el aire del polizonte:

—¡Vamos, Currillo! ¡No es tanta la pena, que a un paso está la posada!

Gimió el Zurdo:

—¡No tiréis de mí, que tengo quebrantadas todas las costillas de ese rumbo!

Le habló, familiar, el guinda:

—¿En qué mala faena te cazaron, Currete?

—Eso, maestro, lo diré en estrados. Llevaime con tiento. ¡Meteime un pañuelo sobre la cara, que la luz me ciega!

—¡Fecha los ojos!

—¡No puedo!

—¡A este hombre se le acaba la vida!

Se volvió el polizonte con el bastón en alto:

—¡Vamos con él! ¿Sois tan flojos que no podéis tomarlo en suspenso?

—¡Son muchos huesos!

Gimió el terne:

—Y los quebrados se cuentan por dobles. Guarda, saque usted la cédula de autoridad y reclame la ayuda de dos vecinos.

El polizonte paseó los ojos por la calle, y a fin de cuentas levantó con el bastón el cortinillo de la taberna.

—¡Nicandrito, procúrame dos puntos que ayuden a llevar un pelma al Cuartelete!

El Zurdo agitó una mano, volviendo los ojos, la lengua atravesada entre los dientes:

—Dejaime arrimado a la pared. ¡Avisai el santolio!

Le recostaron en la pared. El escarrio de comadres pilongas, galopines, maritornes y vagos de acera, se corrió al atisbo de aquel romance carcelero. Sacó una silla la jamona del estanco: Casabé, mitones, pelerina de estambre, el gato sobre el ovillo de la calceta:

—¿Qué le ha dado?

—¡Alferecía parece!…

Salían a la puerta del colmado los doctores del chato y del julepe. El azul polizonte levantaba el bastón, y metido al medio de la rueda, embestía con el pecherín de botones dorados, abriendo plaza. Los dos compadres, movidos de la misma recelosa experiencia, se daban de ojo y salían de naja, para no verse en autos de Justicia.

IV

Un ómnibus destartalado, con viajeros del ferrocarril, se detuvo ante el Parador de la Estrella. Con voces y ternos salió la escalera, que un galopín arrimó a la baca. Se apearon los viajeros, agachándose bajo la amenaza de los fardos que el mayoral arrojaba de las alturas. El Vicario de los Verdes descendió con un maletín de alfombra, y esperó a la sobrina, rezagada en el estribo: Ojos bajos, rizos deshechos, un mantoncillo negro por la cabeza:

—¡Aviva, mala pécora!

La mozuela se limpió los ojos. Ponía sobre el uno la punta del moquero, y atisbaba con el otro las sombras del Parador. El clérigo la hizo caminar delante. Al pisar el umbral, la metió dentro con un empujón, y, clavándole las tenazas en el codo, se la llevó escaleras arriba: La mozuela apenas fisgó un montón de equipajes, sombras de quepis y bufandas, lumbre de cigarros. La escalera, ocupada por el bamboleo del curda que subía las cajas de un viajante catalán, aumentó la quema del bonete:

—¡Vamos a estar aquí toda la mañana!

—¡No llevo una pluma!

Llegaron al piso. El curdela se arrimó a dejarles paso, y penetraron en una antesala con banquetas de hule. Salió un mozo en mangas de camisa, con zorros y mandilete: Por un pasillo lleno de puertas los guió hasta un alcobín claro, con cama de hierro:

—Por la explicación de su carta sacamos que sería esto lo que usted pedía.

La sobrina pasó la puerta mirando las losetas. Sobre el pecho ahogado de sollozos cruzaba el mantoncillo, y en un nudo sostenía las cuatro puntas del toallón con la teja del clérigo: Arrinconada al pie del catre, escondía la cara en el pañuelo. El clérigo pulsaba la doblez de la reja y medía el resguardo sobre la altura y circunstancias de la calle:

—¿No hay un cuarto sin ventana?

—Lo hay, pero cae propio encima de la escalera.

—¡Está bien! ¿Tiene llave la puerta?

—¡Téngala usted! Es de dos vueltas… Para mayor seguridad, tiene cerrojo por dentro. Para usted se le ha reservado una alcoba de la sala. Es buena habitación. Puede usted verla.

—Ya la conozco. ¿No hay otra más cerca?

—La tiene tomada Don Segismundo Olmedilla.

—Es amigo y hablándole se hará cargo. ¿A ver su puerta? ¿Ésa? ¡Pues llama! ¡Espera!… Si está, dile que desea comunicarle una palabra urgente el Señor Vicario de los Verdes. ¿Contesta?

—Para mí que está fuera. Tiene una cuadrilla reparando las cales en el Palacio de Torre-Mellada. Se anuncia que viene a ser madrina de una misa nueva la Infanta de San Telmo.

—¡El Palacio está hecho un cascajo! ¡Veremos que las ratas se comen a la Señora Infanta!

—¡Traerá perrillos ratoneros!

—Perrillos ratoneros nunca faltan en el séquito de las Personas Reales. Muchacha, métete adentro, si no quieres que te meta de una vez para siempre.

La mozuela, que sacaba la corujilla, escapó para dentro. El clérigo vino detrás. Cerró las maderas de la reja, puso los tranquilos, rascó un fósforo, encendió una vela:

—Dame el canal. Esas maderas, como si estuvieran clavadas. ¡Ni llamar, ni moverse!

Tiró sobre sí la puerta, y cerró con dos vueltas de llave. Bajó a la plazoleta. Le sorprendió ver la gente en grupos, estacionada ante La Flor Andaluza. Vinos y licores.

V

Un retablillo de viejas y mozuelas, con acentos populares y dramáticos, se encandilló al ruedo del clérigo:

—¡Venga, señor capellán!

—¡Padre cura, que se va por la posta!

—¡Venga su merced, padre curita! ¡Una bendición con su latinillo para encaminarle a la Divina Presencia!

El cura se sacudió los andularios:

—¡Basta de algazara! ¡Hable uno solo! ¿Qué casa está ardiendo? ¡Uno solo! ¡Que yo me entere!

Le tomó por los andularios la pilonga del ramito en el moñete:

—Señor capellancito de mi vida, venga por esta mano. Otri poco. ¡Hala, dejai paso al señor capellán!

El Cabo de Polizontes levantaba el bastón con los borlines de su cargo, y abría plaza sacando el pecherín de botones dorados. Se clareó la fila de curiosos, y enhebróse la pilonga tirando del manteo. El Zurdo Montoya, caído en la silla, desmadejado de zancas, volvió las pupilas vidriosas sobre la estampa del clérigo:

—¡Padre cura, es la de vámonos!

Abrevió el clérigo:

—¿Estás en disposición de confesarte?

—¡De cabo a rabo toda mi vida tengo a la vista!

La jamona del estanquillo le ofreció un sorbo de agua. Recomendó una ceceosa verdina:

—¡No te canses hablando, Sinforoso!

Otra comadre entremetíase con un jarrico de Andújar:

—¡Aguardiente para fricciones!

Acudió la pilonga de carrerilla, aprontando el pergamino de las palmas:

—¡Vierta usted unas gotas, Doña Rosita! Le refrescaré a este infeliz los pulsos y las sienes.

El clérigo, malhumorado, se quitó la teja e hizo la señal de la cruz. Don Ole Botellín asaltó al clérigo con un guiño misterioso:

—¡Se hace el cadáver!

Giró sobre los tacones torcidos, aleteando las manos en la sisa del chaleco. El Zurdo Montoya, todo un gemido, estiraba las cuerdas del gañote:

—¡A ese niño, mal ángel, que me sirva una copa de aguardiente para dar calor a las entrañas!

El Vicario de los Verdes confundíase en la oscuridad de una sospecha. Aquel tuno estaba complicado en la trifulca de Solana. Le recordó en el tumulto de imágenes, con una brecha en la sien, tirando de faca, viniéndose ciego para cortarle la jeta al odioso Don Adolfito. ¡En qué nada había tenido la muerte aquel pollo crápula! El Zurdo apuró la copa de aguardiente, y tiró la cortina a los ojos de Nicandro:

—¡Toma, negra sangre! Para que te ricuerdes del moribundo a quien has negado un refresco de limonada. ¡Vamos, padre cura, que el alma tengo retenida en la nuez hasta soltar el último pecado! ¡Lo que más prisa me corre es el santolio!

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Conmigo no pintes la comedia! ¿Qué mal es el tuyo?

—¡Todos los huesos quebrantados!

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Un San Benito de Palermo que te han arrimado!… Poca cosa para irse de este mundo. ¡Que te bizmen en el Hospital!

Se ajustaba la teja. El Zurdo le asió del manteo resbalándose de la silla:

—Padre cura, meta usted su empeño para que no me chimpen en el Cuartelete. ¡Sáqueme usted para el Hospital!

El clérigo mudó de ánimo ante aquella lástima, con un sentimiento estoico y sombrío:

—Los auxilios espirituales te los prestaré cuando te halles en una cama del Provincial. ¡Cuatro hombres aquí! ¡Guardia, abra usted plaza!

El mayoral curda, con gorra de pellejos, se levantaba en el pescante:

—¡Venga! ¡De balde lo llevo!

El Cabo de Polizontes abrió filas.

—¡En marcha!

VI

El Zurdo Montoya quedó asilado en una cama del Hospital: Con paños de vinagre sobre la frente, recostado en las almohadas, percibía la blancura de la sala, el vuelo ratonil de las tocas, la lumbre del cigarro y la uña desmesurada con que el practicante, a los pies de la cama, ponía ungüento en una hila: Para ver mejor, se levantó sobre la ceja un pico del paño vinagril:

—Padre cura, no se naje su merced sin tomarme la cuenta de los pecados.

—¡Estoy con el chocolate!

—¡Despachamos en un bostezo!

Intervino el practicante:

—No la diñas por lo de ahora…

El clérigo reparó que por entre las sábanas salía la mano del pecador, con un desvergonzado garabatillo de tres dedos. Barulló, echando sobre la cama su sombra negra:

—¡No te permito que me desacates la corona con ese relajo malvado!

El clérigo trituraba la mano del pecador, rechinando los dientes. El Zurdo se volvió de costado:

—¡Afloje usted el dátil! ¡Una cherinoliya no es para condenarse!

Se acercaron unas tocas:

—¡Pobrecito, qué ejemplo para las otras camas!… ¡Así debían hacer todos al entrar en este santo establecimiento! ¡Confesarse y arreglar sus cuentas con el Divino Tribunal!

El Zurdo Montoya se ajustó el compresil a las sienes:

—¡Un cigarrillo para entonarme, y vamos con el Yo Pecador!

Atropello el clérigo, esparciendo los manteos al borde de la cama:

—¡Despacha o tomo soleta!

Comenzó a santiguarse, con la teja sobre el pecho. La monja y el practicante se alejaron dándose achares. Rumió el clérigo el rezo de latines y sacó el último amén sobre un bostezo:

—¡Vamos a levantar esa sobremanta de malas obras y malos pensamientos! ¡Por el primero! ¡La de siempre! El Nombre de Dios, muy respetado entre ajos y barajos. Por delante todas las concupiscencias, y atrás, arreando palo de ciego, la Justicia Divina. ¡Chúpate ahora ésta! Ibas muy gallo y te dieron en la cresta. Para mí no ha sido mayor novedad. Estabas empupilado desde la feria de Solana. Mírate la conciencia, revuelve en ella, y hallarás el viaje que le tiraste al señorito madrileño, en el zaragatón de la capea. ¿Sabes toda la gracia de aquel pollete? ¡Llevar el desohonor a los hogares! ¡Silbar de serpiente!… ¿Por qué no le dejaste allí seco? ¡Tente, lengua! ¡Es una mala ejemplaridad la que te doy! ¡No la recibas! ¡Los santos, en el altar! ¡Que mis disparates no vayan a confirmarte en propósitos de venganza! Tenías la sentencia desde que le rozaste el viaje. ¡No hay castigo para los crímenes y desafueros de ese pollo!

—¡Muy al cabo lo cuenta usted, padre de almas! ¿Y si no hubiera venido la tormenta por ese lomazo? Menda rastrea otros vientos. Todo hay que decirlo, contando con que se recibe en confesión para no publicarlo. ¿Conoce usted, padre cura, las familias de Puente Genil? De Gálvez el Viejo algo tendrá oído, y del yerno, que es muy personajote en la provincia. Esta noche era la convenida para esperarle con el carro fuera de puertas. De faltar, es mucho el compromiso que se apareja. Se restituye dinero y se restituye palabra. Usted, padre cura, no se complica en la menos. No más que poner en los autos a don Segis Olmedilla. Dónde hallarle, se lo pueden decir en el Parador de la Estrella.

—¿Qué tratos eran los tuyos?

—Esperar esta noche, a hora fija, con un carro de mulas, fuera de puertas…

—¿Nada más?

—Ninguna otra cosa.

Los vuelos del manteo cubrieron el catre, el borde de la caja rozó el paño vinagril del pecador:

—¿Dónde está escondido el Yerno de Gálvez?

El Zurdo Montoya sacó una voz de ultratumba:

—¿Va usted a denunciarle?

—¡Si una palabra de mi boca hubiese de conjurar el trueno gordo, no la pronunciaría! ¡Primero arrancarme la lengua de cuajo! Venga lo que viniere, nunca será la pestilencia de lo presente. ¡Ojalá tuviese en su mano la mecha para volarlo todo el Yerno de Gálvez! Pero no quiero ir a ciegas, y si hay gato, deseo saberlo. ¿Te han buscado para sacar al Yerno de Gálvez de Córdoba?

—Me habló el Niño de Benamejí.

—Está bien. Veré lo que hago… Volveré para que confieses debidamente. Repasa el pozo negro de tu conciencia. Haz examen, con el más firme propósito de enmendar tu vida y servir mejor a Dios…

Atropellaba una bendición. El Zurdo Montoya, incorporándose con quebranto de huesos, le besó la mano.

VII

El Vicario de los Verdes tenía una hermana monja profesa, en la Cuesta de los Tres Clavitos —Madres Calzadas—. A la santa portería, en penumbra de cales, llevó sus negros andularios: Pulsa en el torno:

—¡Ave María!

—¡Gracia plena! ¿Qué desea, hermano?

—¿Ya me desconoces, Sor Pánfila?

—¡No se extrañe! La voz, al pronto, me hizo novedad. Tiene usted encima un pecado muy grande con el cacao que nos ha servido…

Interrumpió el clérigo:

—¡Cayó de un asno para subir a un camello! ¡Soy el Vicario de los Verdes! Mi deseo es saludar a Sor María de la Divina Inmaculada.

—¡Y quería que le reconociese! ¡Tanto tiempo sin acordarse de estas monjitas! Sor María se alegrará de saber que aún le vive el hermano. ¡Alabado sea el Señor!

—Llévele aviso.

—¡Volando!

El clérigo comenzó a pasear la portería. Vino un monago a ponérsele delante y a besarle la mano:

—Sor María le hablará por el coro bajo. Puede pasar por la sacristía… No hay alma en la iglesia… Acabadas las misas, se cierra…

Y enseñaba dos enormes llaves encadenadas. Salió por delante y sobre unas escalerillas se detuvo. Puerta verde, esquilón en el alero. Dejó paso y entró, cerrando la puerta. El Vicario sesgó la sacristía: Era ancha y oscura, con brillos de tallas, cornucopias y salvillas. En las cales del fondo, tres bultos que conversaban volvieron la cabeza, cortando el tema. El clérigo, puesto el canal sobre el pecho, desplegado el manteo, pasó a la iglesia, y con una genuflexión en los límites del presbiterio saludó el altar. Atravesó la nave desierta, las claras luces de la cúpula, la arquería del coro alto. Tras la reja con pinchos de carlanca, las tocas de una monja. Un suspiro:

—Tengo recibida la carta que me puso. ¡Vaya sobresalto! Comuniqué el caso con la Madre Superiora. El depósito de la dote no puede dispensarse, porque se hace ante el notario eclesiástico. Solamente que persona de solvencia se aviniera a suscribir un compromiso, sujetándose con parte suficiente de sus bienes… La Madre Superiora no puede resolver… ¿Qué arrepentimiento muestra ese árbol torcido?

—La cabeza baja.

—¡Menos mal!

—¡Sumisión ciega!

—¿No dará guerra?

—¡Se le encalaboza, hermana!

—¡Hermano, ése no es arreglo!

—¡El mejor!

—¡El que una vez haya sido expediente con otra menos culpada no lo considere!

—¡No amolemos con aguas pasadas!

—¡Ni a ese arbusto torcido ni al mayor criminal le doy yo mi pasado!

Se fue la monja algo lejos, descomulgándose en el aire del hábito: Volvió más encismada:

—¡Guardada estaba la niña! ¿De dónde sacó esos ejemplos?

—¡Un crápula, que la levantó la cabeza!

—¡Antes se había desviado de la recta conducta! Usted propio me lo ha venido a declarar.

—Es muy pajaritera. Si no se la mete bajo rejas no acaba en el escándalo de ahora.

—Su orgullo, hermano, se ve ahora bien castigado.

—¡En ninguna familia honesta debían nacer mujeres!

La monja se echó el velo y gangueó, haciendo papeles:

—¡Hermano, para todos los trámites, en la Secretaría del Obispado! Hoy cayeron así las pesas, hermano. Mañana, otro día, puede encontrar más expedito el camino de sus deseos. ¡Sofismas del mundo, hermano! ¡Nos basta con el duende del fayado! ¡Ave María, esperanza nuestra!

El clérigo advertía que a los añejos resquemores llevaba, aquella vez, su hermana el deliberado propósito de entorpecer la reclusión de la sobrina: No penetraba la causa del malvado capricho ni discernía todas las alusiones. Y las encubiertas palabras con que la monja se fue de la reja le complicaban el enigma. El Vicario de los Verdes atravesó la nave clara y pulcra, con los altares de rizados manteles llenos de velillas y floreros. En la sacristía, los tres bultos del coloquio reservado, con el mismo ritmo de la vez pasada, cortaron la plática y volvieron la cabeza. El clérigo, largo y zancudo, el canal sobre el pecho, sesgó hacia la puerta. Al abrirla, quedaron en la ráfaga de luz los tres del misterio. El Vicario de los Verdes se detuvo dudando si era ocasión de cumplimentar el ruego del Zurdo Montoya. Tenía ante los ojos al Niño de Benamejí: Tampoco le eran desconocidos los otros: Don Pedro Gálvez, de Puente Genil, y el sota-sacristán de las Madres.

VIII

Volvió desde la puerta el Vicario de los Verdes:

—¡Don Pedro Gálvez, de Puente Genil!

Salióse del trío un señorón buen mozo, caña, paletó y chistera: Empaque de mayor contribuyente, farolón de pueblo, juez de paz unas veces, otras alcalde, cacique con votos y olivas:

—¡A sus órdenes! Usted, si no me engaño, es el Vicario de los Verdes.

—¡Ya veo que no me desmiente, al cabo de tantos años! Tengo una comisión para usted, Señor Don Pedro… Lamento hacer de domingo siete cortando la reunión. ¡Una palabra, y despacho! ¿Le parece que pasemos a la iglesia, Señor Don Pedro? Estaremos más a gusto.

Pasaron a la iglesia. La puerta de la sacristía, franca sobre la callejuela, enunciaba una tapia con enredadera de pasionarias, cimada y corrida por un verde de limoneros. El sota-sacristán sacó un gran aspaviento inflado de preguntas:

—¿Usted podría explicarme, Don Segismundo? ¡Yo no lo entiendo! ¿Qué papel juega el Vicario de los Verdes? ¿Le buscó usted? ¡No alcanzo qué ayuda nos traiga!

Don Segis asumía un gesto perplejo:

—¡Estoy en albis!… ¡Lo que sea sonará! ¡Algún pleito en el Supremo! Tiene la pinta. Al Vicario de Solana —a mí me da eso— le trae alguna recomendación para Ulloa.

El sacristán de las monjas extraviábase por otro laberinto de suspicacias:

—Doña Juanita ha ido de secreto al Palacio Episcopal: Su Ilustrísima trabaja un salvoconducto para que salga de España Don Benjamín. ¡Dios que lo entienda! El Señor Obispo aún está con la mosca de que lo tengamos en la clausura… ¡Algo extraño sucede! De guindas, ni uno queda por estos contornos.

—Me pone usted en cuidado. La policía, sin duda, ha tenido algún soplo y rastrea el nuevo escondite.

—¡Ha sido levantada en absoluto la vigilancia! ¡La Coronela, Don Segis!…

—¿Unte?

—Las mujeres todo lo charlan.

—Hay que prevenir a Vallín.

—¿Unte, ha dicho usted? ¡No pondría mi mano en el fuego por esa veleta!

—¡Que la policía ha tenido algún soplo, parece indudable! En fin, esta noche saldremos de dudas. No alarmemos a Don Pedro.

El Vicario de los Verdes y Don Pedro Gálvez tornaban a repasar la puerta del presbiterio y se despedían alternando protestas corteses:

—¡Señor Don Pedro, excuse las gracias!

—¡Le agradezco la molestia, y me obligo a una recíproca! ¡Me manda usted, Señor Vicario! ¡Me manda usted!

Levantaba la voz con aparatosa solfa. El Niño y el sacristán se allegaron con saludos al Vicario de los Verdes. El Niño le observaba:

—¡Qué novedad verle a usted en Córdoba, Padre Verdín!

—La novedad usted la hace, Don Segismundo. A este lugar me trajo la indispensable visita a una hermana carnal, que es aquí monja.

El sacristán sacó un gesto perplejo, de curioso olvidadizo:

—La Madre Adelina de la Cruz de Mayo…

Por el borde del manteo salió una mano de cordobán diciendo nones.

—Sor María de la Divina Inmaculada.

—¡Cabal! ¡Cabal! ¿Cómo encontró a la Madre?

—¡Una gata histérica!

—¡Qué buen humor gasta!

—Si me doy a morder, contagio la rabia. Don Segismundo, de verme con usted ya tenía pensamiento. Podemos ahora quedar citados. ¿Después de comer, usted no toma café? ¿Le parece que nos citemos en La Perla?

Don Segis asintió:

—¡Corriente, Padre Verdín! De dos a tres, en La Perla.

—Supongo que no estará mal visto. La Perla no es un café de cante…

—Todas las tardes está lleno de clérigos.

Explicó el sacristán de las monjas:

—Sacerdotes de los pueblos que vienen por sus asuntos a la capital. Los residentes no frecuentan esos lugares…

El Vicario de los Verdes torció el hilo de sus cavilaciones:

—¡Estoy aquí con la sobrina! Al cabo, hubo que reducirse a cumplir el gusto de que sea monja. Tanta vocación y tanto ruego era por demás. El propósito que allá hicimos era ponerla en la regla de estas seráficas. Y el camino que yo me pensaba tan ancho lo encuentro cerrado. De todo hablaremos, Don Segismundo. No molesto más.

Se fue, y los tres del secreto volvieron a juntarse bajo las dobles miradas del monaguillo y del gato que acaricia en la nota encendida del ropón.

IX

El Vicario de los Verdes quedó un momento irresoluto, la negra silueta talar recortándose sobre el verde postigo, en lo alto de las escalerillas: Descendió reflexivo, jugando con los borlados cordones del manteo, y remontó la Cuesta de los Tres Clavitos. Por Arco del Niño se metió en las luces y vocingles de un mercado: —Lozas andaluzas, frutas, gallinas, huevos, macetas, jaulas, romances de cordel, talabartes, clavos, herraduras: Sobre mesillas con mantelete, roscos y licores: Papeles picados, botillería fabulosa de ámbares, rosicleres y verdes.—Un San Roquito de gubia popular tutela los alfajores de tal tenderete: Una Santa Lucía, con los ojos en el plato, y manto celeste, que fue capote de paseo, da buen paladar a los refrescos y anisados de esta otra mesilla con lienzos caseros, pulcra y vistosa a la sombra de un gran paraguas rojo. El Vicario de los Verdes camina con encontrados pensamientos, que van desde la sobrina burlada al justo castigo que pudiera ser aquella tan anunciada revolución de las Logias. La cólera divina estaba de manifiesto. ¿No era un signo de la subversión de los tiempos la demagogia laborando por la honra de España? El Vicario se abismaba en una rencorosa desolación de eclesiástico. ¡El Trono caído en el fango!… ¡Todos salpicados! La España con honra de aquellos murguistas era el manifiesto de que vivía sin ella. ¡Todos salpicados! ¡Una ola de fango! ¡Burladas las leyes! En la confusión de aquellos pensamientos se levantaban expresiones pulpitables, que trascendían al torvo rencor del clérigo, con ecos de texto moral en latines de seminario. Se acercó a un tabanque de clavos, herraduras, cerrojos y bocados de freno, en el resguardo de una lonilla:

—¡Seis clavos, maestro!

Un vejete fuguillas, con pañuelo de flores a la sien, se corrió a servirle desde el otro cabo:

—¿De qué marca?

—¡Ésos están buenos!

Señaló el clérigo unos clavos negros de la fragua, con ancho remate. El fuguillas, jugando posturas, se los dio envueltos en la hoja rancia de un librote comprado a peso, en servicio de la parroquia:

—¿Alguna otra cosa?

—¡Un martillo!

—Vea usted el que le conviene.

—Un martillo con mango.

—¡Ésos son ingleses! Quiebran todos. No tiene aceptación ese género. El mango encarga usted que se lo pongan.

—¡Me urge emplearlo!

—¡No es nada el tiempo de aparejar un martillo!

—Aparéjalo y me lo llevo.

—¿Quiere su merced el martillo de que yo me valgo? Se lo lleva su merced y me da dos pesetas.

—Una, y está pagado.

—¿No representa nada el recuerdo, padre de almas? En las dos beatas van puestos los seis cuartos de los clavos.

El Vicario, con desabrida avenencia, pagó las dos pesetas, y por las sisas de la sotana manipuló el escamoteo de clavos y martillo: Se fue al sesgo del mercado. Mozuelas peripuestas acudían con alegres pinreles a besarle la mano. Una vieja curra, tras la mesilla de los alfajores, le saludaba levantando el San Roquito. La Santa Lucía del manto torero y la palma dorada, con el brindis de los ojos en el plato, le sugería, entre gulas ácimas, una sacrílega concordancia. Se santiguó para saludarse de aquella malvada ocurrencia y por el enredo de calles morunas encaminó las pisadas al Parador de la Estrella.

X

La sobrina, que escuchaba tras de la puerta, al rechinar la llave, corrió sin zapatos al refugio de un rincón, y allí se pegó haciendo de mojigata: Con la cabeza entre las manos percibió la claridad de la puerta y el transponer de la llave. Otra vez las tinieblas. El ras de una cerilla:

—¿Dónde has puesto la palmatoria, mala pécora?

Lamentó la descarriada:

—Sobre la cómoda.

Se levantó sujetándose las faldas, sueltas de las jaretas. El clérigo alumbró la vela: Miró a la sobrina:

—¡Toma la luz y tenla levantada!

Tanteó las contras de la reja, arrimó una silla, y, subido en ella, sacó el martillo y los clavos por las sisas de la sotana: Se volvió. La sobrina, al pie de la cómoda, se sujetaba las enaguas: La luz de la vela le bailaba en la cara: Los rizos negros y la vislumbre roja en los planos de la mejilla suscitaron en el clérigo, con un tumulto de sangre, dramáticas estampas de anacoretas tentados por hembras lascivas esclavas del Maligno. El clérigo desvió los ojos, puso un clavo en la madera y redobló encima con golpes de martillo. La sobrina, mal sujetas las enaguas y el corpiño flojo, levantó la luz:

—¡No era preciso de clavos!… Estaba lo mismo cerrada con sólo su mandato.

El clérigo levantó el martillo sobre la sobrina:

—¡Relajada! ¡Intentos me vienen de aplastarte!

Tanto vuelo metió al brazo, que la sobrina se espantó con grito, dejando caer la palmatoria:

—¡Madre de mi alma!

El Vicario saltó de la silla y en la oscuridad persiguió a la espavorida:

—¡Aplastarte! ¡Aplastarte!

Tropezó con el cuerpo, escondido al pie del catre, y lo levantó por la mata del pelo:

—¿Qué le dio para así ponerse? ¿No me conformo con su autoridad? ¿Voy acaso contra la suerte que me destina? El Vicario bramó en la sombra:

—Adecéntate para salir al comedor… Luego nos dan las sobras…

Oyó a la mojigata que se metía los herretes del justillo, que se calzaba los zapatos. Le turbó el cateo y el ras de la meorica bajo el catre:

—¡Señor tío, vaya usted saliendo!

—¡Tú por delante!

—¡Pues cuando guste!

El clérigo tanteó la puerta y metió la llave. Hizo pasar a la sobrina. La miró de soslayo:

—¡Recógete esas greñas! ¡En no habiendo bateo, ni meterse un peine, ni pasarse el pico de una toalla por la cara!

La sobrina inclinaba el descolorido perfil con ojeras de Dolorosa. La miró desconociéndola, y recordándola con los juegos rojizos de la vela en cara. Contemplándola, el clérigo sentía todos sus pensamientos vueltos sobre la imagen anterior.

—¡Sierpe de dos cabezas!

XI

El comedor, lleno de bullicio en aquellas horas, era una sala baja de techo con luz de camarote. Tenía vigas azules, descoloridos papeles donde alternaban quioscos, mandarines y piraguas. El asombro de la sobrina fue el reloj de cuadro, donde un tigre movía los ojos de cristal al ritmo del péndulo: Después la mirada se fue al verdigualde de la cotorra, puesta en la reja con una alcándara, y a las furias litográficas del Vesubio. Lo había visto mejor en la Feria de Solana: Allí el Vesubio vomitaba torrentes encendidos de azufre hirviente sobre el aterrado puerto de Nápoles.—Recordó las burlas del pollo madrileño en el panorama, el primer encuentro, el repentino cambio de miradas y el reconocerse perdida, si tal hombre, con aquellos ojos, se diese a seguirla. Sin embargo, no le había consentido que le pasase la mano por la cintura cuando miraban la toma de Sebastopol. ¡Qué filas de soldados! No se lo había consentido.—Siguiendo la sombra del manteo, ocupó una silla al extremo de la mesa. Le pusieron delante un plato: Metió la cuchara con melindre. El punto de azafrán la conmovía como un refinamiento de elegancias, era una proyección del mundo soñado. Por todas partes, luces del mismo engaño que traía en los ojos el tal hombre. La gente contaba que en bailes secretos bebía el vino por el zapato de raso de las mujeres. ¿Qué era aquello? Árida y desolada, como en otra ribera, intuía aquel tumulto de lances en una desgarradura de relámpago: Se asombraba de que pudiera parecerle tan lejana su noche de tormentas. Levantó los ojos para mirar al señor viejo que le pasaba un periódico al vecino Capitán de la Guardia Civil:

—¡Es un escándalo! Las alusiones del articulista son bien claras.

Levantó la voz por el otro lado un energúmeno:

—¿Qué novedad cuenta el periódico? ¡Ninguna! ¡La que todos sabemos! ¡Lo que es público desde el primer día! Al Yerno de Gálvez, si quieren cazarle, que metan los sabuesos en los Tres Clavitos.

El clérigo levantó la cabeza y sorprendió la atención de la sobrina puesta sobre aquel badulaque. Al pronto le pareció absurdo cuanto el sujeto decía, pero como ninguno al escucharle mostraba extrañeza, se avino de golpe sobre una sobresaltada certidumbre y sacó en claro los enigmas de la monja, su hermana: ¡Las Madres de los Tres Clavitos amparando conspiradores! ¡Buenas estaban las seráficas! Miró a la sobrina con adusto aleteo del pensamiento:

—¡Me repudro de que hayas puesto atención a tales calumnias! ¡Ésos son huesos para los perros! Poner atención a ciertos dichos es ponerse a comer bajo la mesa con los perros. Come sin mirar a parte ninguna.

El Capitán de la Guardia Civil se pasaba la servilleta peinando el bigote:

—¡Tiene mano la Nicolasa! ¡Estaban de gusto los callos!

XII

El Vicario de los Verdes, con el último bocado, puso a la sobrina en cierres y bajó al Café de la Perla:

—Café y copa.

Al mozo que le sirvió preguntó por Don Segis.

—Véalo usted. A la mano del mostrador.

Le descubrió en una tertulia de astros coletudos y señoritos jaques. Prefirió enviarle recado:

—A Don Segis Olmedilla dígale usted que tiene el mayor gusto en invitarle a una copa el Vicario de los Verdes.

Vino Don Segis con el cigarro atravesado en la boca:

—¿Qué hay, amigo?

—¡Poco bueno, Don Segis! ¿Usted qué gusta de tomar?

—¡Cualquier veneno! Dame cazalla, Pepe.

Aprovechando el espacio del recado, con el mozo ausente, atropello el clérigo:

—¿Qué pasa en el convento de los Tres Clavitos?

El Niño de Benamejí dio una vuelta al cigarro en la boca:

—Sé lo que dice la Prensa.

—¡Don Segis, no me haga comedias! En los Tres Clavitos hay gatuperio. Hoy he visitado a mi hermana… Daba por llano que más no era preciso para meter a la sobrina en clausura. ¡Usted ya está en antecedentes! ¡Sí, llano! ¡Como una montaña! Aquella comunidad anda revuelta con el gatuperio del Yerno de Gálvez. ¡La aberración de ocultar a un sectario de las logias no es concebible!

—Fernández Vallín es uno de los hombres más religiosos que conozco. Ha estado a punto de profesar en Loyola.

—¡Ah! ¡Que me perdone!

—Vallín media entre unionistas y moderados para sacar la abdicación en el Príncipe Alfonso.

—¿Y la Regencia?

—La nombrarían las Cámaras.

Se sacudió los manteos el clérigo.

—¿Y qué falta hacen Cámaras? ¡Hogueras es lo que hace falta! ¡Hogueras y patíbulos! ¡Usted me mira asombrado! ¡Asómbrese usted más todavía! ¡Si solamente la voluntad bastase! ¡Si fuese posible el deseo, no dude usted que todo rodaba hasta estrellarse! ¡El mal ejemplo cunde por toda España! ¿Que no soy el que era? ¡Cierto que no lo soy! Me mudé en otro. Tanicuanto deje a la sobrina en el convento —y usted puede ayudarme—, renuncio al beneficio, compro un trabuco y me echo al campo.

—¿Para qué?

—¡Para derribar lo existente! La España se abrasa de enconos. ¡Se consume de envidia! Que me pongan delante, sin valimiento, el gallete de Madrid… ¿Que no le muerdo la nuez? ¡Vaya si se la muerdo! ¡No me lo he merendado por quitarme de una cadena para toda la vida y por respeto a las sagradas Órdenes!

—Padre Verdín, le veo a usted con el gorro colorado y una tea.

—¡Hace falta que estalle el trueno gordo!

El Niño de Benamejí, aparatoso y marchoso, echando humo, encaró al clérigo:

—Padre Verdín, tanta franqueza de su parte bien merece que un servidor no guarde con usted secretos. Estaba todo dispuesto para sacar esta noche al pájaro… Y sosegado el convento, juzgo cosa llana que usted deje allí a la sobrina. Nos valdremos de Doña Juana Albuerne.

—¡Conozco la tecla! Y a ese propósito quería hablar con usted.

—En eso y en todo, completamente a sus órdenes, Padre Verdín. Decía a usted que todo estaba corriente para sacar esta noche el contrabando… El Zurdo Montoya debía hallarse con el carro… ¡La noticia de usted nos ha dejado yertos! Vamos a precisar. ¿El Zurdo ha entrado en el hospital?

—Allí lo tiene usted.

—Gálvez sospecha que nuestro complot ha sido descubierto… Yo me guío por otro cuadrante.

—Y un servidor.

—El Zurdo tenía sobre su cabeza una tormenta de palos… ¡Nosotros dos sabemos algo!…

—¡Qué lástima no haberle partido el corazón al pollo mal ángel!

—¡Luto nacional! Vamos a cuentas. ¿Quiere usted servirnos y verse con el Zurdo Montoya? Sacarle dónde encierra el carro. A un hombre se le sustituye por otro, pero el carro y la reata son distinto cantar…

El clérigo asentía amontonando el ceño:

—Veré a ése… Habrá carro y habrá reata, y mayoral si es necesario.

Llamó Don Segis con un duro en el mármol. Disputa y manoteo sobre quién paga:

—¡Otra vez!

—¡No! Pepe, devuelve esa moneda.

—¡Qué importa!

—¡Pero hombre!

—¡Vámonos!

XIII

Aceras angostas. Triangulados azoquejos. Lumbre de cales. El Arcángel San Rafael levanta el estoque sobre el concurso vocinglero de las fuentes. Brisas de azahares y callejones morados ondulando por tapias de huertos y conventos. Labrados canceles.—Motivos del moro.—Patios de naranjos y arrayanes, arquerías y persianas. En el verde silencio, el espejo de la alberca. La tarde, que acendra en el azul remoto una cristalina claridad de sierra, llegaba con remusgado cabrilleo hasta el catre del Zurdo Montoya —Montoya el Mozo—. Tenía el cuerpo una pavorida quietud, y el doblez de la sábana le tapaba la cabeza: Sobre el pecho cruzaba las manos con un ramito de oliva. En el encendido remusgo de la tarde, las moscas que le recorrían el haz amarillo de las manos parecían más negras: El Vicario de los Verdes se detuvo, santiguándose: Luego alzó el doblez de la sábana y miró la cabeza yerta del Zurdo Montoya:

—¡Has acabado!

Volvió a cubrirle con el lienzo y leyó el papel que el médico había puesto en la cabecera. En el catre vecino, un viejo con gafas, que enhebraba una aguja, le interrogó con afectada prosodia:

—¿Señor sacerdote, quiere usted decirme el dictamen del tío matasanos?

El tonsurado barullo:

—¡Ataque de alcoholismo!

Sacó la voz, por otras almohadas, un espectro con la cabeza entre vendas:

—¿Ataque de alcoholismo pone? ¿Qué viene a ser eso?

Explicó el viejo del opuesto costado:

—¡Beber intemperante!

El espectro se hundió en las almohadas:

—¡La cuera que le han arrimado!

El viejo, en el rayo de sol, levantaba la aguja y el hilo, guiñaba un ojo:

—¡No se hacen cargo de las circunstancias! Al tío matasanos, si le quitan la plaza, le ponen los gabrieles en el alero. ¡Ahora se llevan los ataques de alcoholismo! ¡El vino cuesta barato!… ¡Todo hay que decirlo! Hace falta palo, mucho palo. Sin ser doctrinario, señor sacerdote, sin ser doctrinario… Mire usted qué remiendo más bien puesto. En la vida tenemos que hacer de todo. Las Hermanas, unas grandísimas tarascas. Todo el día retozando con los practicantes. Yo lo veo. Todos roban… ¡Un presidio de África! ¡Todos se merecen un ataque de alcoholismo! ¡Je! ¡Je! Usted se hace cargo, señor sacerdote. ¿Cómo se pasa de la vida a la muerte? ¡Ahí está el beber intemperante! ¡Y bebe usted agua, y no le vale! ¡Ataque de alcoholismo, señor sacerdote! ¡Ataque sobreagudo alcohólico! Puede usted levantar la sabanita. Los huesos de las costillas le salen por un costado. Tuvo el capricho de que todos lo viésemos. ¡Ataque de alcoholismo, señor sacerdote! ¡Pin, pan! ¡Tente tieso!

Acudieron los velos corretones de una monja que se barrenaba la sien con el dedo.

—Señor Vicario, apenas de haberse usted ido rindió el alma.

—¡Poco que barajó con sus fantasmas! ¡Je! ¡Je!

—Don Acisclito, usted oye y calla. Traiga que le enhebro la aguja. ¡A ver cómo se luce en este remiendo!

El clérigo sacó una voz asombrada:

—Si ese cadáver no ha sido identificado, yo lo identifico: Es Bernardo Montoya —Montoya el Mozo, por unos lugares, y por otros, el Zurdo Montoya—, tratante en caballerías. Ha vivido, si no vivía al presente, por el Corral de la Pulgona.

Acalla con su ademán la réplica de la monja y se arrodilla al pie del catre, rezando en latín. El vejete de la cama vecina, con el sol en las gafas, estudia el remiendo y anuda la hebra, embebido en una canturria de turulato:

—¡Bueno, bueno, bueno!

¡Se casó Moreno!

¡Malo, malo, malo!

¡Mató a su mujer de un palo!

XIV

El Niño de Benamejí esperaba al clérigo en el Círculo del Recreo.—El Recreo de Córdoba, billares, mesas de tresillo, veladores de dominó, mozos de librea con servicios de café y licores, humo de habanos, ceceos y rijos de los zánganos que en el vestíbulo jalean a las mozas de garbo que cruzan la acera.— Los del chamelo, golpeando la ficha, se juegan una ronda. Los calvos tresillistas, en las salas llenas de humo, la tarde en penumbra y velas encendidas, meditan el arduo problema del Basto y la Espada. Don Ole Botellín, los anteojos en la frente, el lazo de la chalina deshecho, pasa como una exhalación y recorre los corredores buscando al Músico Mayor. Agita un periódico:

—¿Qué signo es éste?

—Un «la».

—¡Ya lo tengo! Llevaba la mano fuera… ¡Ya lo tengo! Me ha costado trabajo. Hasta luego. Aún me falta resolver el Salto del Caballo.

Se fue con la chalina flotante a sumirse en el sabio silencio de la biblioteca. En el velador del chamelo se hicieron comentarios:

—¡Vaya un tío guillé!

—¡Como todos los hombres de talento! Siempre le verán ustedes resolviendo problemas, consultando diccionarios, repasando la Prensa. En fin, ilustrándose… Lo que ninguno de nosotros hacemos. Yo paso.

Entre los señoritos del vestíbulo había tracas de gritos y carcajadas, con espaciados silencios de bostezo y galbana. En los medios de la calle tenían destacado a un jorobeta, que al asomo de las buenas mozas batía las manos y cantaba:

—¡Pájaro!

El coro de zánganos, en tales ocasiones, salía de golpe a la puerta. Oles y rijos sin gracia. Otra vez las disputas de toros, las mentiras de naipes, los relatos de majezas con bordoncete de propósitos obscenos declarados en alta voz:

—¡Esa hembra es para ir un rato a Panticosa!

Todos aquellos señoritos pelmas celebraban el dictamen del Niño:

—¡Segis, muy flojo te hallas!

—¡O muy dispuesto!

—¿Qué harías tú si te vieses teniendo que dar gusto a la comunidad de los Tres Clavitos?

—El cubano quedará mal si no las deja a todas embarazadas.

—¡Quién te diera en su lugar!

—El convento está vigilado de día y de noche…

—Vallín no está en Córdoba. Yo puedo asegurarlo… A estas fechas navega con rumbo a Londres.

Opinó un gallo jaque:

—Siempre he creído que le haría la capa el propio Gobierno.

Y sacó la voz un aceituno con trazas de escribiente:

—¿Ese trapisonda qué va buscando? ¿Arruinarse?

—¡O redondearse!

—¿Tendremos jaleo, Segis? ¿Qué dicen las cornejas de Palacio?

—¡Poca cosa!

—Mayo no acaba sin tremolina. Los anuncios son ésos.

Don Segis sonreía como si estuviese en el secreto:

—No me dan susto las revoluciones cantadas como la lotería…

—¡Hay trabajos!

—Paco Leiva y otros cuantos que se reúnen a jugar al julepe y a beber montilla en los altos de La Perla.

—Las guarniciones están muy trabajadas.

—Se viene diciendo eso desde los tiempos de la Nana.

Cruzó muy de prisa Don Ole. Se detuvo precipitado ante el Músico Mayor:

—¡Tenemos que ponernos de acuerdo!… Combinar una hora que usted tenga libre y que yo la tenga. Va usted a darme unas lecciones de solfeo. Me es indispensable.

El Músico Mayor hizo un gesto de asentimiento. El inspirado vate, la chalina flotante, la pechera fuelle, las manos abiertas y haciendo garabitos con los dedos, se volvió al sabio silencio de la biblioteca.—Obras de Julio Verne, Diccionario Geográfico de Madoz, colecciones encuadernadas de La Gaceta.—La traca de risas duró mucho tiempo. Se contaron extravagancias de Don Ole. Se paseaba en pelo por las afueras: Llevaba los bolsillos llenos de hojas de eucaliptus: Se tragaba toda la Prensa. ¡Rarezas del talento! Había resuelto ecuaciones que los primeros sabios del extranjero no habían podido resolver. Y los vagos del vestíbulo y los profesionales del chamelo reconocían que, aun cuando guillado, era una lumbrera Don Olegario Botella.

—¡Pájaro!

Nuevo golpe de bigardones sobre la puerta:

—¡Mala sombra!

—¡A ver si te arranco las orejas!

—¡No te ganes una soba!

—¡Pelmazo!

El jorobeta, en la esquina, se apretaba los ijares y guiñaba un ojo tras el Vicario de los Verdes.

XV

Don Segis salió al encuentro del Vicario:

—¿Qué hay?

—¡Réquiem in pace!

—¿Cómo?

—Justicias de África.

—¡Muerto!

—¡Ya sabe usted que estaba empupilado! Este crimen va sobre la conciencia del Pollo Real.

—¡Pues nos hemos hecho la santísima!

—¡Ya lo comprendo!

—El Zurdo era el pintado para pasar el contrabando al Peñón.

—¡Han escrito ustedes un compromiso en el agua! ¡Siempre la vida es un soplo, y en estos tiempos, mucho más!…

—¡Se nos viene abajo todo el tinglado!

—¿No puede aplazarse y buscar otro sujeto?… A usted no le faltan obligados entre los tunos del bronce.

—¡El Zurdo era el pintado!

—Pues ése ya no vale…

—¡La tollina tuvo que ser bárbara!

—¡Para no contarlo!

—¡Realmente, se abusa un poco de los procedimientos extralegales!…

Barulló el clérigo:

—¡Se abusa tanto, que uno no sabe ya a qué carta quedarse! ¡Bandolerismo arriba y bandolerismo abajo! Pobretes y potentados, ilustres personajes y tunos de presidio operan con los mismos procedimientos. En todas las esferas se vive fuera de ley. ¡Yo he sido de los más obcecados para no verlo, y sin la bofetada recibida en mi honra aún estaría con la tocata del orden con palo y tente tieso! ¡La España, estos tiempos, vive sin leyes! ¡Y barco sin timón, naufraga! ¡Se estrella! ¡Se hunde! ¡No se salvan ni las ratas!

Calló, y los hábitos tenían un brusco roce atropellado. Se detuvo Don Segis.

—¿Y qué se hace?

—¡Parece usted un doctrino! Se busca otro compadre en el Corral de la Pulgona.

—Si contásemos con el carro y la reata del Zurdo…

—Se ponen los medios.

—¿Quiere usted acompañarme?

—Dejaré los hábitos en el Parador. Don Segis, me engancho en la revolución. Si llega la hora de levantar patíbulos no ha de escaparse del verdugo el Pollo Real. ¡Hace falta un escarmiento muy resonante! ¡Que se oiga el trueno en toda Europa! Más aún de lo que ha sido la Revolución de Francia. ¡Sin aquellas impiedades! ¡Solamente ardiendo en una gran hoguera se purifica España! ¡Está roída de todas las miserias, y si para declararlo tuviese que ahorcar al alzacuello, por ahorcado! ¡Me alisto en las filas revolucionarias! ¡Me junto con los excomulgados! ¡Desoigo los mandatos de Roma! ¡Me futro en el Syllabus! ¡Relajo los votos! Mi conciencia no admite traiciones. ¡El Padre Santo no me quita el rubor que tengo en la cara! ¡Subo, dejo los hábitos y bajo!

El Vicario se metió en el Parador. Tuvo un repentino visaje de la sobrina. Se palpó la llave del encierro. La recordó en la luz roja, abrochándose el justillo. ¿Por dónde se le había metido aquel pensamiento? Palpando la llave se detuvo en la escalera y volvió a bajarla. Se reunió con el Niño. Explicó, aludiendo con el gesto a los hábitos:

—Después de todo, es indiferente. El caso es no perder tiempo.

XVI

Don Ole, la chistera de medio lado, las trabillas sueltas, un rollo de papeles saliéndole por las faldetas del levitín, se echó fuera del café:

—¡Don Segis! ¡Don Segis!

El Niño intentó capearle:

—¡Luego! Voy con este amigo…

Don Ole corrió a cortarle los terrenos:

—He dejado la confección del periódico para darle a usted la noticia. Telegrama de Madrid. El Yerno de Gálvez ha sido detenido al pasar la frontera…

Faroleó el Niño:

—¿Qué me cuenta usted, Don Ole? ¿Detenido al pasar la frontera? ¿Y qué hacemos con la novela de los Tres Clavitos? El Baluarte debe seguir con ese folletín. Un periódico a la moderna sostiene siempre sus opiniones y jamás rectifica. Las Madres de los Tres Clavitos aún pueden dar mucho juego. ¡Ustedes de seguro no publicarán ese telegrama en el periódico!

—¡Si está confirmado!… Son exigencias impuestas por conservar el buen nombre del periódico, su prestigio ante la opinión.

—¿Cuándo ha llegado el telegrama con la detención de Vallín?

—Hace unas horas. He supuesto que a usted, dada su relación con el cubano, le interesaría la noticia.

Soflameó Don Segis:

—¡Es natural! ¡Y muy agradecido, Don Ole! ¡La noticia, seguramente, vendrá por conducto autorizado!

—Nos ha sido comunicada por el Gobierno Civil. ¿La quiere usted más autorizada?

Quedó caviloso Don Segis:

—¡Indudablemente!

—¿No acepta usted una invitación? ¿Y el Señor Vicario? Esta mañana he tenido el gusto de verle. ¡Pues no era broma lo del Zurdo Montoya! ¡Amigo, que la ha diñado! He recogido la versión en el Gobierno. Ataque de alcoholismo.

Cortó el Vicario:

—¡La versión oficial!

—¡Naturalmente! La más autorizada, la única que pueden acoger las columnas de un periódico que tiene como deber primordial no extraviar la opinión de sus lectores. En ese punto me hago solidario del criterio sustentado por la Dirección. ¡Señores, vamos a tomar alguna cosa!

Se disculparon. Pisando con los tacones, el rollo de papeles saliéndole por las faldetas del levitín, se fue Don Ole.

XVII

Don Segis, retardándose en la acera, confiaba sus atisbos al Vicario:

—¡Tenemos al Gobierno Civil propalando falsos rumores! ¡Maquiavelismo de capirote!… Simula ponerse la venda en los ojos y desistir de la captura para infundir confianza…

Asesoró el Vicario:

—¡Ahora es el andarse más avisado! Me sujeta la vigilancia de la muchacha… De no ser así, con todo el pecho me tenía usted a su lado para ayudarle, Don Segis.

Don Segis aprovechaba la buena disposición del clérigo:

—Usted, Padre Verdín, lo primero que hace es dejar los hábitos y verse con el pájaro. Le pone usted en antecedentes de todo lo ocurrido.

—¿Usted dirá cómo me introduzco en el convento?

—No está en el convento. Le halla usted en el mesón de San Blas.

—¿Y en lugar tan concurrido no le han descubierto los guindas?

—Precisamente el mucho entrar y salir de la parroquia le pone a cubierto.

—¿Si alguno le conoce?

—No le conoce ni su señora madre.

Bajaban al Corral de la Pulgona por callejuelas en luz de media tarde, calladas y solitarias. Trota el borriquillo con aguaderas y ondula sus faralaes un pregón muy garganteado:

—¡Agua! ¡Fresca, de la fuente! ¡Agua!

Tapias con geranios. Cales. Volanderos cortinillos de puertas y rejas. En cuerdas al sol, vistosos tendales de ropas remendadas. Mata las pulgas de una frazada amarilla la gitana de la greña untosa y el cuello de bruja, con corales. Un mulo morcillo se revuelca con las herraduras al aire. La vara del arriero lo levanta, y con el lomo sucio de polvo se mete por un portón con alfombra de paja trillada. Cuatro jaques, en una sombra, echados de bruces por tierra, tiran del naipe. Sobre una chumbera da luces un pingo de colorines. Un carro de toldo, con las lanzas mirando al cielo y el perro atado a la galga, escombra el corral. La comadre espulgadora reconoce a Don Segis:

—¡Tanto bueno por estos andurriales! ¡Y con un padre capellán! ¿Viene usted para avenir a algún mal casado?…

El Niño no tuvo tiempo para la réplica. Una gitana con muchas voces y batir de brazos se metió en el corral.

—¡Me lo han matado! ¡Perros asesinos! ¡Me lo han matado!

El Vicario nubló la cara:

—¡Sangre de Montoya!

El Niño asintió:

—¡Vámonos de naja! ¡Aquí no se hace nada!

Los del naipe se habían incorporado. Asomaban por las puertas algunas comadres. Dormilones zagales salían de las cuadras y pajares. Se echaba el pingo colorín por los hombros la vieja chamiza que espulgaba la manta:

—¿Dónde dices que fue la desgracia?

—¡En el santo hospital! Lo recogieron tendido en medio de un campo. ¡Perros asesinos!

—¡No hay más que tener conformidad, Belnadina! ¡Al santo hospital me voy para darle la última despedida!

—¡Perros asesinos!

Bostezó un arriero dormilón, metiéndose por el vano amarillo de un pajar:

—Cállate la boca, que bien estamos sin zaragatas.

El Corral de la Pulgona, con aquella advertencia, se tornó más mudo que El Baluarte del Betis.

El Vicario abría las zancas, echándose fuera.

—¡Esa tunería no está más encontrada con la legalidad que las Autoridades! ¡Con los ejemplos que reciben de arriba hacen bien en vivir como viven! La Pareja asesina en los caminos, y el pueblo soberano lo sufre y no se rebela contra ese freno arbitrario y criminal, más fuera de ley que los penados de Ceuta. ¡Ojalá, como aseguran, estuviese encendida la mecha para volarlo todo!

XVIII

Subiendo al Parador, por la esquina del café, paseando a la puerta, descubrieron a Don Pedro Gálvez. Le abocó el Niño:

—¿Sabe usted la trola que hace correr el Gobernador?

—La detención de mi yerno en la frontera.

—¿Ha visto usted Maquiavelo? ¡Y por los Tres Clavitos no queda una guinda!

—También lo sé.

—¿Y Benjamín lo sabe?

—Lo sabrá cuando usted se lo diga. Augusto, en Madrid, le ha ganado la partida al Gobierno. El Presidente de la Rota es hechura de Augusto. ¡Augusto ha hecho muchos favores! El Presidente de la Rota ha podido interesar al Nuncio: El Nuncio no es extraño que manifieste su disgusto con el escándalo movido alrededor de un convento por las autoridades de Córdoba… Ése ha sido el camino. El Gobernador se ha puesto completamente al servicio de Su Ilustrísima. Son las órdenes recibidas. Le ha hecho entrega de un salvoconducto para Benjamín.

—¿Del Gobierno de Madrid?

—De González Bravo. Para el Gobierno, Benjamín continúa profanando la clausura con su escondite. ¡Son unas águilas! El Secretario de Su Ilustrísima ha puesto el salvoconducto en manos de Juanita Albuerne. En el bolsillo lo tengo.

—¿Pero tan poca vergüenza tiene el Gobierno? ¿Así manda destocar?

—¡Del lobo, un pelo!

—Me ha dejado usted pensativo. ¿No habrá alguna añagaza en todo eso?

—El Gobierno se ha comprometido con el Nuncio.

—¿Podemos confiarnos?

—¡Absolutamente! Usted se lo hace entender así a Benjamín. Llévele usted el pliego.

Sacóse de la levita un sobre con lacres y lo puso en las manos del caviloso Don Segis:

—¿Cree usted en un cambio político, Don Pedro?

—¡Probablemente! Esta baza la han ganado las espadas.

—¡Diga usted las vainas! Los aceros no se han visto.

Un pelotón de chicuelos trotaba calle arriba con alegre vocingle. Detrás, la Guardia Municipal braceaba abriendo ancha calle a las Autoridades de la Provincia. Fajines y bandas, borlados bastones, con oficial prosopopeya, acudían a la estación para presentar sus respetos a los Serenísimos Duques de Montpensier.

XIX

Una compañía, con bandera y música, se alineaba en el andén al paso del expreso de Sevilla. Marcha de Infantes. Saludo de las Autoridades. Diez minutos de ceremonias. Sus Altezas juegan papeles reales: Van a la Corte para asistir a las bodas de su sobrina la Serenísima Infanta.