I

—¡Se redondea el tuno de Don Pancho!…

—¡Vaya pestaña la del gachó!

—¡Ha dado con una mina!

—¡Aquí todo es bufo!

—¡Bufo y trágico!

—¡Pobre España! Dolora de Campoamor.

II

—¡Me gustan todas! ¡Me gustan todas!

En los cafés, los jugadores de dominó; en las redacciones, el gacetillero; en las tertulias de camilla y botijo, el gracioso que canta los números de la lotería; en el gran mundo, las tarascas más a la moda, los pollos en cambio de voz, los viejos verdes, todos los madrileños, en aquella hora de licencias y milagros, canturreaban algún aire aprendido en el Teatro de los Bufos. Un cancán de alegres compases cierra los amenes de la fiesta isabelina, cuando los santurrones candiles dislocaban el último guiño ante las pantorrillas de un cuerpo de baile, y solfas de opereta sustituían al Himno de Riego:

—¡Pero la rubia! ¡Pero la rubia!

III

—¡Ya tenemos Teatro Nacional!

—¡Música y letra!

—¡Es vergonzoso!

—Yo no me siento tan pesimista.

—¡Nosotros, que somos los creadores de la zarzuela, dando entrada al ínfimo género francés! ¿Por qué no llevar a los periódicos una cruzada combatiendo las traducciones de libretos y novelas? ¡Que se hagan ediciones económicas del Quijote! ¡Que se represente a los clásicos!

—¡Por ese camino iríamos muy lejos, Adelardo!

—¡No se prostituya usted con arreglos del francés, Eusebio!

—¡Hay que buscar el dinero donde fluye! ¡Arderíus es otro Salamanca!

IV

Entreacto. La Corte deslumbra con sus lentejuelas de tambor y gaita en el Teatro de los Bufos. La Señora —diadema, pulseras altas, pendientes brasileros— luce el regio descote, pomposa y mandona, soberaneando desde la bañera de su palco, moños y calvas, atriles de la orquesta y cuerpo de baile. Se apoderan del entreacto los galanes de la luneta y asestan los gemelos a las madamas: Aquellas dos, con mucho retoque de ricillos, cejas y lunares, son las Generalas Dulce y Serrano. El cristobalón de las patillas y los brillantes es un fantoche revolucionario que vuelve a lucir su vitola habanera en los círculos y teatros de la Corte. El Señor Fernández Vallín, que viajaba por el extranjero y ha venido, según se dice, con instrucciones de la Junta Revolucionaria de Londres. Los cinco adefesios de aquel entresuelo son las niñas del Conde de Vilomara. El fatuo de la barba cosmética y las perlas de ricachón es el Duque de Fernán-Núñez. La Marquesa de Torre-Mellada y Teresita Ozores deslumbran en la segunda platea de la derecha. —Antes del tercer acto se irán al baile de la Medinaceli.—El Barón de Bonifaz tiene su puesto entre la regia servidumbre. Noche de moda. El gran tono giróla su pingo de lentejuelas a la redonda de la sala, por las rojas y doradas peceras de los palcos. ¡Perlas de la Lombillo! ¡Encajes de la Cenicero! ¡Diamantes de la Casa-Juárez! ¡Rosicleres de Juanita Montes! ¡Falsas pedrerías de la Generala Ortega! ¡Bomboneras y lunares de la Torre-Mellada! ¡Lazos y plumas de Carmen y Josefina Córdova! ¡Gorjeos de Teresita Ozores! ¡Pelucona de la Duquesa de Riela! ¡Descote de la Casalduero! El rojo terciopelo de los palcos enciende un guirigay de luces y vaporosos tules, hombros desnudos, abanicos y brazaletes. En aquel proscenio, izquierda del espectador, asesinan corazones los elegantes del Reino. Pepe Alcañices es el patilludo cetrino y jaque: El rubiales del párpado caído, Gonzalo de Bogaraya: El otro del monóculo y la roseta en el ojal del fraque, un diplomático francés. El Conde de Cheste es aquel fantasmón del sombrero con plumas y la capa blanca, que ahora besa la mano de las Augustas Personas. —Apolo y Marte ciñen sus sienes.—Los tres petulantes que se lucen apostados en el pasillo de lunetas no pertenecen al gran mundo: Por lo excesivo de las corbatas y el ensortijado de las cabezas, parecen del honrado comercio. El buen mozo del calañés y la capa con embozos grana es el Niño de Benamejí. Ahorcados los andularios de clérigo y recobrada la estampa marchosa, se hace de amigos en la Corte. Aquellos bigotes de pabilo son del Teniente General Marqués de Novaliches: Se aloja con la regia servidumbre y le aflige el escrúpulo de haber atisbado, por el rabo del ojo, a los bajos de las suripantas. Gonzalón Torre-Mellada, Pepe Bringas, Angelito Sardoal y Manolo Zambrano, que enamoran a todas las del coro, ocupan las primeras lunetas de orquesta. El húsar, con tantos cordones, es un ayudante del Duque de la Torre. —La Duquesa le confía frecuentemente su escolta, y no faltan murmuraciones.—Preludia la orquesta. La batuta silencia el patio. Se alza la cortina. Moños pimpantes, brazos desnudos, bocas pintadas, tules y talcos, mallas color de carne. Playera de las coristas, con baño de ola. La luz de las candilejas mete en un primer término absurdo y brillante la fila tobillera de erguidos chapines. La Corte abre su pavón de luces, divertida en el encanto fácil de ritmos y bufonadas. La Católica Majestad, siempre magnánima, se digna aplaudir la apoteosis de cancán y bengalas, y al ejemplo real, aplauden las camaristas, los mayordomos, las damas de la banda, los gentiles hombres y el Rey Consorte. Silba en la cazuela un cajista de El Imparcial. ¡Desacato a la autoridad! Le llevan preso.

V

¡Sobresalto en los bastidores de los Bufos! ¡Sonando espuelas, y arrastrando el sable, llegaba el Coronel Ceballos! Coristas y suripantas, en corsé y papillotes, acuden a cerrar la puerta de sus camarines:

—¡Ya tenemos al loco!

El Coronel Ceballos de la Escalera, brillante hoja de servicios, continente marcial, bellas barbas de cobre, ojos saltones, incoherentes y desorbitados, era un bizarro militar, rígido y ordenancista, credo apostólico, maniáticas devociones, propósitos y plumas de orate calderoniano. Gentilhombre de la Real Cámara, tuvo alborotado el sentido, por amores de la Graciosa Majestad. Los augustos ojos —claro celaje madrileño— miraban aquella locura compasivos y chanceros. A pesar de tan dulce ejemplo, algunas lechuzas apostólicas batieron la castañeta del pico, con espantado repulgo. Al Teniente General Marqués de Novaliches —Áulico del Príncipe—, aquel desacatado amor le ponía perlático y confuso. A la Duquesa de Fitero se le torcían las plumas del moño. El Conde de Cheste, Capitán General de Madrid, tuvo tanto enojo al saberlo, que arrestó y dejó sin mando al Coronel Ceballos. Refrendó las órdenes con un rugido poético:

—¡El amor de ese jefe no es un desacato, es un sacrilegio!

Cumplido el arresto, sin mando de tropas, privado del servicio de entrada en los reales aposentos, se le veía rondar en torno a Palacio. Todas las mañanas asistía al relevo de la guardia, en el Patio de la Armería. De uniforme, a la cabeza de mirones y papanatas, saludaba con estentóreos vivas y devotos textos la aparición, tras los cristales, de la Augusta Dulcinea. Repartía cigarros entre los pistolos:

—¡Muchachos, algún día tendréis que verter vuestra sangre en defensa de la Reina! Esa belleza corruptible que habéis saludado con las armas, ni comparable con la belleza de su real ánimo. ¡Quieren hacerla descender del Trono! ¡El Trono es suyo! ¡La Corona de España, suya propia! Ahora no la lleva porque es muy pesada. Estos tiempos son de jaquecas. Se la pone para dormir y tener sueños magnánimos. Las cabezas de todos los masones deben caer esta noche. ¡Vino y doble ración, valientes! ¡Esta noche!

Amonestado por la superioridad militar, dejó de acudir a la Parada. Se le veía en los cafés y botillerías, se hizo noctámbulo, perdía al juego, frecuentaba los garitos y el confesonario, las novenas y los bailes de Capellanes: Llevaba a todas partes el mismo gesto alucinado y maniático de una timidez explosiva. Caminaba rozándose con las paredes y tenía sombra de orate: Salió de su encumbrado delirio erótico para poner los ojos en una suripanta de los Bufos: Frecuentó aquel escenario, tuvo piques con metesillas y sacabancos: Una noche movió gran escándalo por celos y quiso matar a la ingrata. Luego, durante algún tiempo, no se le vio por los círculos de la juerga dorada: Hacía vida devota, confesaba y comulgaba: Solía acompañarse de un capellán castrense, clérigo trabucaire, con marcado estrabismo y anteojos, pobres manteos y zapatos arrugados, llenos de polvo. Juntos hacían largos paseos y visitaban a los pobres de San Vicente. Y en medio de esta vida, impensadamente reaparece en el escenario de los Bufos. Susto, revuelo de faldas. En el pasillo de los camarines, subitáneo cierre de puertas. El traspunte corre en busca de Don Pancho. Don Pancho, mundólogo y efusivo, manda traer pajarete y pasteles:

—¡Formalidad, Coronel! Tenemos a Sus Majestades en el Teatro.

El Coronel le abraza con arrebatado entusiasmo:

—¡Sus Majestades! Don Pancho, noble amigo, ¿no tiene el telón un agujero?

Corrió turulato, y, equivocándose, metió el ojo sobre el palco de las Generalas Dulce y Serrano —dos jacobinas de aquellos amenes—. El Duquesito de Ordax, uniforme de húsares, cordones de ayudante, dábales escolta. Fernández Vallín hacía su entrada con una caja de chocolates en cada mano:

—¡Intrigantes!

VI

Fernández Vallín despidió bajo la iluminada marquesina a las Generalas Dulce y Serrano. Las madamas sacaban los abanicos por la portezuela del coche. El cristobalón cubano faroleaba alzándose la chistera. Y acudía por la puerta del teatro, ondulando la capa andaluza, el Niño de Benamejí:

—Se me había usted eclipsado. Su señor padre político, en carta de hoy, me comunica que tiene usted instrucciones.

—¡Efectivamente!… Me ha escrito… Le daré a usted la carta. ¿Adónde se dirige usted?

—¡A cualquier parte, menos a mi casa!

—Pues vamos al Casino. Leerá usted lo que dice el viejo.

Por la Plazuela de Matute y Calle del Príncipe salieron a la Carrera de San Jerónimo. El Casino de Madrid, en los fastos isabelones, tuvo allí su sede. Subiendo la escalera, tropezaron con un mozo recadista que bajaba corriendo. En lo alto, el ujier, de casaca y medias rojas, se encorvaba sobre el balaustre, y hacía tornavoz con la mano:

—¡La botica de Borrell está abierta toda la noche!

El Niño de Benamejí, con autoritario desembarazo, alargó el bastón cortando el camino al criado:

—¿Qué sucede?

—¡Un accidente! Voy a la botica con esta receta.

El ujier explicó desde lo alto:

—El Señorito Torre-Mellada. Un vómito de sangre.

Don Segis comentó en voz baja, tocando el brazo de Fernández Vallín:

—Un vómito de vinazo. ¡El circunloquio del gachó tiene gracia!

—No me ha parecido que hablase en broma… Ni se hubiera propasado a tanto…

—¡Estamos en un país muy democrático!

—¿Y la receta?

—¡Dos reales de amoniaco!

Bajaban conversando en grupo algunos carcamales reumáticos, embufandados y enchisterados:

—¡La vida de crápula!…

—¡Un tarambana!

—Un tarambana vicioso.

—Si este chico faltase, el título y los bienes de esa casa…

Murmuró Don Segis apresurándose:

—Vamos a ver qué sucede. Tenía usted razón. Un vómito de sangre. ¡Mala cosa!

El ujier, con la mampara entreabierta, explicó:

—Jugaba una partida en la mesa grande.

—¿Ha perdido el conocimiento?

—Desvanecerse, sí, señor. Habla con un hilo de voz. La cara y las manos, una cera.

—¿Dónde está?

—No se le sacó de la Sala de Billares. En seguida apareció un médico y ordenó que se le tendiese sobre el diván y se le dejase en reposo, que era de mucho peligro trasladarle.

Atravesaron el gran salón, que por lo avanzado de la hora tenía las luces casi apagadas. Algunos grupos conversaban aislados en zonas de sombra: —Discretos susurros, lentitud, silencio. Un ujier con bandeja. Solfas de fagot. Vislumbres de una cerilla. La brasa de un cigarro. Un terno.—No estaba más iluminada la Sala de los Billares. Daba su verde resalte, bajo una lámpara con enagüillas, la mesa pequeña de carambolas, donde continuaba la partida de dos maniáticos, que se movían en el fondo luminoso, solos, aislados, con gesticulación desmesurada. En el otro extremo, casi a oscuras, el grupo de amigos silenciosos rodeaba al pollo del trueno, que yacía tendido sobre el diván. Un viejo con los lentes temblándole en la junta de la nariz le tomaba el pulso. El niño de Benamejí se acercó, recogida la capa con garbo torero:

—¡Salud, caballeros! ¿Qué ocurrencia ha sido ésta, Gonzalón?

El Pollo Torre-Mellada amurrió la jeta:

—Segis, conviene avisar en mi casa.

—¿Pero qué es ello?

—El petate para el otro mundo.

—¡Qué asadura!

El viejo de los lentes sacó el reloj y consultó el minutero. Todos callaron, en espera de que hablase el oráculo:

—El pulso marcha bien… Un poco débil… Aires de campo…

Jugó la pañosa el marchoso Don Segis:

—Aires de campo y abstinencia de carne. ¡Gandulazo, a tomar el olivo para Los Carvajales!

Gonzalón entornó los párpados:

—No me abaniques con la capa, Segis.

Abría de repente los ojos y se incorporaba, haciendo con los brazos un ademán afanoso de apartarse la gente. Le saltó por la boca un chorro de sangre.

VII

Las malas noticias tienen alas, vuelan desaforadas en lenguas, hay como un placer en divulgarlas, y así ocurrió con el accidente de Gonzalón Torre-Mellada: Al Palacio de Medinaceli, que ardía en fiestas, se metió el notición de una vez por cien ventanas iluminadas. La Duquesa Ángela, de rosa y crema, en el primer espejo que halló ante los ojos, ensayó un bello mohín de condolencia, indispensable en aquellas circunstancias:

—¡Qué contrariedad!

Pero inmediatamente se corrigió, gustando una fórmula selecta, que satisfacía plenamente las aspiraciones elegíacas de su alma romántica:

—¡Qué dolorosa nueva!

Las damas del gran mundo suelen tomar su lección de retórica en las revistas de salones. La dolorosa nueva, dinámica y sombrona, llevó un ligero trastorno a la fiesta de Medinaceli. Los Marqueses de Torre-Mellada estaban en el número de los concurrentes. La Marquesa, soponciada, fue conducida al tocador. El Marqués corrió turulato, refugiándose alternativamente en los brazos de unos y otros, todos en aquel momento amigos del alma:

—¡Recibiré con resignación el golpe que me envíe la Providencia!

Adolfito valsaba con Eulalia Redín. En un revuelo de colas y compases, le susurró la noticia otra pareja. Cuando se detuvieron para tomar aliento, ya la noticia era de todos. Adolfito vio al desolado padre venir con los brazos abiertos:

—¡Eulalia, tu pobre primo! ¡Adolfo, tu hermano de locuras! Acompáñame hasta el Casino. Dame tu brazo.

Era la hora de la cena, y apenas algunas almas caritativas y dispépsicas se agrupaban en torno del compungido cortesano. Adolfito le abrazó:

—¡Jeromo, aunque me manches de babas la solapa!

—¡Sois como fieras!

Salieron acompañados de unos pocos y llegaron solos a la escalera, brillante de luces, decorada con tapices y guirnaldas de flores valencianas. En el Casino tuvieron los primeros informes ciertos, por el ujier que les abrió la mampara. El Marqués, con empaque muy digno, discretamente, dejó un duro en la palma del criado. Adolfito se sorprendía de no verle más lacrimoso, pero le duró poco este cuidado: Al penetrar en el salón lleno del rumor de las tertulias, comenzaron los chifles del palaciego, las frases elegantes y rebuscadas:

—Los hijos dan trabajos, pero dan alegrías. ¡Perderlos es el mayor dolor que puede enviar el Cielo!

El Niño de Benamejí se destacó del grupo donde conversaba, y abrazó al carcamal:

—Señor Marqués, soy de los amigos que saben compartir un dolor…

—¡Segismundo, conozco su gran corazón! ¿Ha visto usted a Gonzalo?

—Hace un momento. ¡Una hemoptisis, no es la de vámonos!

Renovó sus chifles el Marqués de Torre-Mellada:

—En medio de la felicidad acecha siempre el dolor… Pero esa sentencia árabe no basta al consuelo de un golpe tan inesperado: ¡Es el único hijo, Segismundo! ¡La esperanza y el orgullo de su pobre madre!

El timorato palaciego se apoyaba en el brazo de Adolfito. Aconsejó el Pollo Real:

—¡Hay que ser hombre, Jeromo!

—¡Y lo soy, lo he sido en todas las circunstancias de mi vida! ¡Pero comprende que mi corazón se dilacera!

Se detenía en la puerta de los billares, falso y lacrimoso como si le arrestase la zozobra de una fulminante desgracia. Al cabo, pisando de puntas, con un gesto de aparatosa consternación, acudió al lado de su hijo:

—¡Qué disgusto! ¡No has pensado en tu pobre madre!

VIII

La pobre madre, ya instalada en su nido de cojines y faralaes, en la luz rosa del gabinete malva, olía un pomo de sales y susurraba mimosos cumplimientos a los buenos amigos que dejaban la fiesta por acompañarla. Los buenos amigos respondían haciendo la tornada de los cumplidos: No eran muchos: Teresita Ozores, Jorge Ordax y Pepín Río-Hermoso, muy aprensivo de que podía sobrevenirle un accidente como el de Gonzalón. La Marquesa jugaba muy discretamente la comedia de madre afligida. Su dolor resignado y del mejor tono, contrastaba con el hipo rotundo de Pepín Río-Hermoso:

—¡Pobre Gonzalón! ¡Tan fuerte que parecía!

Los buenos amigos le miraron consternados. Jorge Ordax le dio un pisotón:

—¡No hagas el asno!

—¡Una muerte repentina!

—¡Si no ha muerto, gaznápiro!

—¡Es lo mismo! ¡Una hemoptisis!…

A Pepín Río-Hermoso, las muertes repentinas le asustaban con una luz dramática de relámpagos y naufragios. Hubiera sido feliz si el mundo no abrigase hemoptisis, derrames cerebrales, anginas de pecho y cólera morbo asiático. Pepín estaba saludable, dormía doce horas, era comilón, escupía el vino, no tragaba el humo y nada podía ya asegurarle contra una muerte repentina: Gonzalón, fornido como un toro, arrojando chorros de sangre por la boca, le advertía con una temerosa ejemplaridad cartuja. Y la inicial sugerencia plástica, se le revertía en una zozobra toda nutrida con posibilidades de morir. Pepín Río-Hermoso lloraba no ser inmortal: Como no podía reprimir la congoja, salióse al balcón, abierto sobre el jardín perfumado de magnolias, y se puso a rezar bajo la noche estrellada. El temblor remoto de los astros le enfriaba la carne. Afligíale, cada vez más negra, la zozobra de la muerte, incertidumbre y pavura de dormirse y no despertar: Dejó el rezo, para formularse el propósito de confesar inmediatamente sus pecados. Teresita Ozores salió al balcón con una revolera:

—¡Ridículo!

—¡Moscas!

—¡Vete a otra parte!

—¡Teresita, tócate las narices!

—Estás haciéndole un mal tercio a Jorge y Eulalia. Tienen que hablarse. Se han arreglado. Pepín, rico, toma aire.

Pepín, tras los estores, extendía el brazo hacia la damisela:

—¡Ahora llegan! ¡Un coche acaba de pararse! ¡Tan fuerte que parecía!

Teresita le tomó de la manga:

—¡No digas nada! ¡Vamos a verle!

—¡Es horrible tener que morirse de repente!

Atravesaron el gabinete, con fuga silenciosa, pisando de puntas. La Marquesa Carolina, oculto el rostro en los almohadones, sollozaba nerviosamente con los hombros, como las primeras damas de la Comedia Francesa.

IX

El Palacio de Torre-Mellada, silencioso, con luces mochuelas en salones y corredores, mudó en miedoso susurro la charla voluble de Teresita Ozores:

—¡Pobres padres!

Teresita tomó el brazo de Pepín. Lacayos soñolientos velaban en la antesala. Tapices y armaduras, una silla de manos decorando en el gran rellano de la escalera, un oso blanco cargado de paletós y chisteras. Teresita corrió al balaustre. Gonzalón subía de su pie, apoyado en el hombro de Don Segis. Detrás, acompañaban al desconsolado padre, Bradomín, Alcañices y Adolfito con uniforme de sombrero apuntado y capa blanca. Pepín corrió a dar sus brazos para sostener a Gonzalón:

—¡No ha sido nada!

Gonzalón le reparó los ojos:

—¡Te has anticipado a derramar una lágrima!

Ya hablaba con el fuelle apagado y cínico de los perdis que arrastran la tisis por garitos y billares con treinta y una. En lo alto de la escalera, doblada sobre el balaustre, le acogió Teresita:

—Monín, para que aprendas y no hagas calaveradas.

El Marqués de Torre-Mellada aprobó con un chifle patético:

—¡Ríñele, Teresita!

Toñete, muy compungido, levantaba el portier en el fondo de la antesala, Gonzalón le dio la mano:

—¡Toñete, sube a desnudarme!

—¡Hay que no tirar la salud! Si en la diversión falta el compás, son propios estos contratiempos, y sin más pensarlo…

Las últimas palabras del viejo servidor las apagó el portier. En tanto, el oso disecado se embozaba en la capa blanca de caballero maestrante, y el acongojado padre hallaba refugio en los brazos de Teresita. La damisela, vuelta a su ser casquivano, le daba de ojo al Pollo Real. Bradomín y Alcañices conversaban en voz baja:

—Seguiremos la discusión, Pepe. Usted no puede dudar…

—No dudo. Sé que usted reprueba esa intriga.

—Completamente.

—Pero usted la condena en silencio.

—No puedo hacer otra cosa…

—Seguiremos hablando.

Callaron discretos. Abríase una puerta. Del fondo rosa y malva del tocador salía la desconsolada madama, el pañolito en los ojos, el chal de cachemira por los hombros, los anillos sobre el brazo del Pollo Real. La Marquesa se dirigía a las habitaciones de su hijo. Toda la capilla de fieles amigos dábale asistencia y consuelo. La obertura de la gran escena apagaba las voces y las pisadas, mantenía atentos los ánimos. Y, sin embargo, fue un fracaso. Toñete guardaba la entrada de la alcoba, con un dedo sobre los labios, en consigna de Arcángel:

—¡Está en un mador!

Abrió la puerta sin ruido por deferencia a la Señora Marquesa. Una lamparilla de noche apenas alumbraba la alcoba. La Marquesa Carolina, con el pañolito ahoga los sollozos: Se desmayó en silencio, doblándose sobre las rodillas. El cortejo de buenos amigos, con sigilosa alarma se la llevó en volandas. Gonzalón, vuelto de cara a la pared, fingía dormir, sin tomarse la molestia de cerrar los ojos. No quería escenas.

X

El Doctor Seoane, avisado con urgencia, llegó tarde, malhumorado y soñoliento: Enterado del caso, opinó que no era oportuno turbar el reposo del enfermo, y se fue. Los fieles amigos iniciaron también el desfile. La Marquesa de Redín besuqueó a su cuñada:

—Carolina, procura descansar.

El apenado padre se apartó un momento, conversando con el Niño de Benamejí:

—Segismundo, le agradecería a usted que mañana se hallase presente durante la visita de nuestro Galeno. Si ve gravedad, es muy hombre para soltármelo de un escopetazo. Usted le interroga, se entera, y luego, con toda clase de precauciones, me dice usted lo que hay. Segismundo, nada de alarmas infundadas que puedan alterar los nervios de la Marquesa. ¡Desgraciadamente los padres entendemos a medias palabras!

La Marquesa de Redín se acercó a su hermano:

—¡Adiós, Jeromo! Probablemente no será nada lo de Gonzalón.

—¡Estoy alarmadísimo! ¿Y qué noticias de Fernando?

—Mañana llega.

—¿Deja al chico con su abuela?

—Por ahora. ¡Los hijos nos hacen viejos! Sólo vienen al mundo para darnos disgustos.

El Marqués se alarmó con repentinos gallos:

—Esto de Gonzalito, no hay derecho a suponer que puede tener consecuencias… ¡Creo yo!…

—¡Naturalmente!

La Marquesa de Redín, apoyada en el brazo de su hija, comenzó a bajar la escalera. El lacayo de antesala repartía paletós y sombreros. Bradomín y Alcañices, en un aparte, convenían en verse. El palaciego hacía cortesías, en lo alto de la escalera:

—¡Abrigarse! Segismundo, no olvide usted estar aquí mañana.

El Niño de Benamejí, terciada la capa, se volvió asintiendo y saludando con estilo torero. Al mismo tiempo resonaron pasos en el zaguán, y un clérigo acompañado por el sereno apareció en el primer peldaño. Saludó quitándose la teja:

—¿Llego a tiempo?

Los buenos amigos quedaron inmóviles a lo largo de la escalera, mirándose con un gesto de enigmática sorpresa. El clérigo comenzó a subir. Don Segis le detuvo:

—¿Adónde va usted, padre?

—Me han llamado para auxiliar a un moribundo. ¿No es aquí?

En lo alto sollozaba el palaciego:

—¡Qué gente oficiosa!

Murmuró don Segis:

—¡Y qué mal ángel!…

Todos entendían que el aviso al clérigo era obra de una cínica guasa. Supersticiosos y vejados, permanecían detenidos en la escalera. El clérigo se enjugaba la frente:

—He venido corriendo. ¿De quién se trata?

—¿Quién le llevó el aviso, padre?

—Alguien… No sé quién… Una persona de la familia…

—¡Un gracioso de mala pata! Aquí hay un enfermo, pero no tan apurado que precise confesión.

—En ese caso, me retiro.

Cacareó, desconsolado, el palaciego:

—¡No, padre! De ninguna manera…

Pepín Río-Hermoso recogió la zozobra de Torre-Mellada:

—¡Un sacerdote, en estos momentos, puede muy bien ser un enviado del Cielo!

—¡Naturalmente! ¿Quién nos dice que no le llevó aviso un ángel?

Interrumpió Adolfito:

—¿Le ha sentido usted el aliento, padre?

El clérigo inclinó la tonsura, y pegado al balaustre, subió la escalera, santiguándose, con rezo latino. Teresita Ozores se apoyó en el brazo de Jorge Ordax:

—¡Mal agüero!

—¡O una broma estúpida!

—¿Y qué? ¿Te has arreglado con Eulalia?

—Aún no lo sé.

—¡Tarambana!

XI

El Pollo Real y Don Segis salieron juntos. Era la noche clara y tibia, noche madrileña del mes de mayo. Adolfito, con la contera del bastón, despertó a un cochero de alquiler, dormido en el pescante:

—¿Segis, adónde vamos?

—Yo, al Casino. Estoy allí citado.

—Después de este funeral, parece que la vil materia pide unas cañas. Vámonos a casa de Garabato.

—Me es urgente hablar con Fernández Vallín.

—Le avisas. ¿Tienes algunas esperanzas de resolver pronto mi asunto?

—Adolfo, es negocio que no se resuelve en una mañana. En estos tiempos buscar dinero sin garantías y hallarlo en condiciones, es un problema… Tú no puedes dudar de mi interés en servirte y ando en ello.

—Si el préstamo no se resuelve pronto, mira tú de hacerme un adelanto, Segis.

—¡Oh! ¡Si yo tuviera parneses, no había caso! Pero estoy empapelado, y es una ladronera la justicia histórica en España.

—¡Segis, eres un farsante! Leo en tu corazón como en el mío. A otra cosa. ¿Vallín tiene dinero?

—Ya se me había ocurrido pulsar esa aldaba… Pero una obligación, con hombre tan significado en la intriga revolucionaria, podía comprometer tu puesto en Palacio.

—O asegurarlo.

—¡Si no haces escrúpulo!…

—¡Ninguno!

—Ya sabes que el cubano está muy metido en el jaleo de San Telmo.

—Faroles unionistas, que se apagan en las alturas con un guiño al Duque de la Torre.

—¡Es posible! Pero arriba no hacen el guiño.

—¡Lo harán!

—¡Me achanto!

—La Unión Liberal escala el poder al cerrarse las Cortes… Con ese aviso hago mi juego.

—¡Que no salte y venga la contraria!…

—Mañana conferencian con la Reina, Alcañices y Miraflores. La Señora ha decidido pedirles parecer, y su actitud no es un secreto. El cambio político está en puerta.

—¿Saldrá desterrada la monja?

—¡La quemaremos!

—¿Y es verdad lo de las camisas?

—¡Son secretos de alcoba, Segis!

El coche, trompicando, entró por la calle de la Gorguera. Luces tabernarias. Un terne se pisa la faja. Jaleo de cante y baile. Aromas sanluqueños. La Taurina de Garabato. Apeóse Adolfito, y desde el fondo del coche habló Don Segis:

—Yo llego hasta el Casino.

—¿Vuelves?

—Acaso.

—Bríndale mi alianza al cubano.

—¿Por qué no me acompañas?

—Me pide el cuerpo juerga.

—Debías cortarte la coleta y no lucirte por estos lugares del vicio. Vámonos al Casino. Te comunicaré un secreto para que toques jandoripen…

—¡Vamos allá!

—Da las señas.

El Pollo Real volvió a montar en el coche:

—¡Al Casino!

El Niño de Benamejí murmuró en voz baja:

—¿Tú valimiento llegaría hasta conseguir el indulto de los reos de Solana? Ese indulto puede ser dinero…

—El indulto lo trabaja Torre-Mellada.

—Al Marqués no le supone un cuarto. Cierto que tampoco hay esperanza de que lo consiga. Tú camela a la Soberana. Interesa su magnánimo corazón.

—¿Cuántas son las penas de muerte?

—¡Tres!

—¡El Gobierno quiere hacer un escarmiento! ¡Y después del fracaso de Torre-Mellada!…

—¡Lúcete con una buena faena, sálvame a esos ángeles del garrote, que las buenas acciones siempre hallan recompensa!

—Concreta, Segis.

—¡Cinco mil durandartes!

—¿Haces tuyo el compromiso?

—Con un documento como lo desees. Esa gente es muy agradecida, e indultada de la última pena, vuelve en un periquete a trabajar en el campo. El presidio para esos pollos tiene cien puertas.

—Tu proposición es irrisoria. Por tan poco dinero me parece indecoroso apelar a los magnánimos sentimientos de la Reina.

—¡Son unos pobretes!

—El Ministro de Gracia y Justicia dimitiría la Cartera… Una crisis… El resentimiento de González Bravo… Niño, no puedo tasarme tan barato. Cinco mil durandartes es una cantidad antipática. Los picos le dan gracia a las cantidades. Siete mil setecientos setenta y siete chulis. ¡Ése es un número simpático!

—Reconozco tus escrúpulos, y por eso no he querido hablarte antes de ahora… Esos compadres no son unos Osunas… Debes hacerte cargo… Tú dices, el oro y el moro supone en este caso mi influencia en la Cámara Regia. ¡Corriente! Dignamente no puedo dejarme sobornar por una suma tan exigua… ¡Lógica! ¡Pura lógica! Pero no es cuestión de soborno, ni mucho menos de pagar tu influencia. Tú te interesas por el indulto generosamente. Hombre moderno, te es odiosa la pena de muerte. Has recibido una solicitud de los reos. Desenvuelves tu actuación en una luz meridiana… Los reos, por mi mediación, te hacen un obsequio. Ése es mi punto de vista.

—¡Vaya un astrónomo!

Penetraron en el Casino. Humo de tabaco, salones a media luz. Tertulias de noctámbulos, algún bulto por los divanes. En la sala de billares, tras una zona de tinieblas, dos carambolistas con el reflejo verde de la mesa. Acudió un ujier:

—Don Benjamín dejó dicho que los señores tuvieran la bondad de esperarle. Está en Secretaría conferenciando.

XII

La Secretaría del Casino. Anaqueles y legajos, incómoda y aparatosa sillería de brocatel, gran mesa oficinesca provista de plumas, lacre, cuadradillos, raspadores, obleas, campanilla de plata. Cabildo de fortunones antillanos. Preside Don Antonio de Buen, Marqués de Buen: Hácenle rueda en torno Don José María Calvo, Don Evaristo Fernández de la Mortera, Don Lucas Lombillo, Don Jerónimo López Cué, Don Francisco Xavier de Miranda, Don Manuel García Pando, Don Francisco Ponce, Don Gil Alonso, Don José Zulueta, todos honorables plutócratas con ingenios de caña y vegas de tabaco, plantaciones de café y esclavos de color: Les daba su fortuna influencia en la Corte: Algunos tenían asiento en el Senado: Otros eran grandes cruces y títulos de Castilla. Don Antonio de Buen, Marqués de Buen, daba fiestas adonde acudía el mundo aristocrático, y era una gracia del mejor tono llevarse la plata del servicio, sin escamoteo, con bulla y descaro. El Marqués de Buen solía mirar estas elegantes expansiones con un guiño de gitano filósofo:

—¡La juventud bordea siempre el Código!

Fernández Vallín, apoyado en el respaldo de una silla, peroraba con fácil verba criolla:

—¡Señores, la revolución es un hecho! Reconocerlo no implica, ciertamente, declararse enemigo del Trono. ¿Pero, acaso, nuestros intereses pueden ser ajenos al cambio político que traería la abdicación, voluntaria o impuesta por las espadas? No faltan exaltados que aspiran a implantar la República: Otros, sin dejar de ser monárquicos, son incompatibles con la actual Dinastía: Muchos, los elementos de más solvencia, los que real y verdaderamente representan una garantía para el país, apoyan la candidatura del Duque de Montpensier. Ésta es la situación, y, previniendo los sucesos posibles, no creo que debamos permanecer sistemáticamente alejados de los hombres que, en un mañana muy próximo, escalarán el poder, y serán árbitros de los destinos de la Patria. Yo he meditado largamente sobre el peligro que un régimen liberal llevaría a nuestros intereses de la Isla. ¡La democracia española es antiesclavista, y una ley prohibiendo la trata nos arruinaría!

Murmullos de asentimiento, doctos cabeceos. El Marqués de Buen se sacaba los puños con mancuernas de brillantes:

—No vamos, sólo por el interés de nuestra hacienda, a conspirar contra el Trono de Doña Isabel. Somos caballeros, y debemos lealtad a esa Augusta Señora. Pero, como ha indicado nuestro amigo, sin lanzarnos a la revolución, debemos admitirla como un hecho fatal, temer sus consecuencias, y en lo posible adelantarnos a evitarlas. A ese fin nos hemos aquí reunido. Conozco la opinión de cada uno de ustedes y ustedes conocen la mía.

Nuevas y más solemnes aprobaciones. Fernández Vallín las dominaba verboso:

—Me he reservado comunicar a ustedes, hasta vernos aquí reunidos, ciertas insinuaciones que tuvo a bien hacerme Don Juan Prim. Repetir una por una sus palabras no me sería posible, ni ellas en sí tienen un gran valor desligadas de la ocasión, del tono, del gesto…

El Marqués de Buen mecía la cabeza:

—¡El retintín!

—¡Justamente! El General no es un demagogo, ni un aventurero, como afirman algunos elementos del moderantismo. No es, siquiera, un fanático del credo progresista, como Espartero.

Se infló Don Evaristo de la Mortera:

—Señores, ningún ambicioso puede ser sinceramente demócrata, y ante todo, es un gran ambicioso el Conde de Reus. Si escala el poder, le veremos más duro, más autoritario y menos liberal que Narváez. La situación antillana no le es desconocida. El General ha estudiado nuestros problemas, y sabe que el pleito esclavista no puede resolverse de un modo romántico, concediéndole la libertad a los morenos y prohibiendo la trata.

Solfearon distintas voces:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

—¡El romanticismo, para los poetas!

—¡Indudablemente!

—¡La política debe ser siempre realidades!

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

El Marqués de Buen apuntó su guiño de gitano filósofo:

—¡La prohibición de la trata significa la ruina moral y material de aquellas Islas!

En la pared abría los brazos la sombra cristobalona de Fernández Vallín:

—El General está capacitado del problema. Nosotros no podemos olvidar su actuación en Puerto Rico. ¡Recordemos, señores, el estado anárquico del país, los crímenes de los negros contra los patronos, el incendio de los ingenios, las acusaciones injustas de los periódicos, sus campañas combatiendo la trata! En estas críticas circunstancias pasa a ejercer el mando de la Pequeña Antilla Don Juan Prim. Recordáis todos cómo en poco tiempo cambió el panorama. A la incertidumbre de los negocios, a los motines de los esclavos, a los incendios y secuestros, sucedió un momento de prosperidad no igualado. ¿A qué causas fue debida esta mudanza? ¡A la energía y a las dotes de gobernante que en tal alto grado acompañan al Conde de Reus! Voy a permitirme leer el documento que en aquellas gravísimas circunstancias dictó el entonces Capitán General de Puerto Rico. Veréis, señores, cómo este notable documento confirma plenamente cuanto dejo expuesto.

Don Benjamín extrajo de su cartera un recorte de prensa, y acercándose a la mesa lo metió bajo la luz verde del quinqué. Leyó ceceante:

—Bando del Capitán General de Puerto Rico, Excelentísimo Señor Don Juan Prim y Prats, Conde de Reus y Vizconde del Bruch. —Artículo primero: Los delitos de cualquier especie que, desde la publicación de este bando, cometan los individuos de raza africana residentes en la isla, libres o en esclavitud, serán juzgados y penados militarmente por un Consejo de guerra, con absoluta inhibición de todo otro tribunal. —Artículo segundo: Todo individuo de raza africana, libre o esclavo, que hiciere armas contra los blancos, justificada que fuere su agresión, si es esclavo tendrá pena de la vida, y si libre, se le cortará la mano derecha por el verdugo, pero si resultase herida, será fusilado. —Artículo tercero: Si un individuo de raza africana, sea libre o esclavo, insultare de palabra, maltratare o amenazare con palo, piedra o en otra forma que muestre su ánimo deliberado de ofender a la gente blanca en su persona, será el agresor condenado a cinco años de presidio si fuera esclavo, y si libre, en la pena que a las circunstancias del hecho corresponda. —Artículo cuarto: Los dueños de esclavos quedan autorizados por este bando para corregir y castigar a éstos por las faltas leves que cometieren, sin que funcionario alguno, sea militar o civil, se entremeta a conocer del hecho, porque sólo a mi autoridad competirá, en caso necesario, juzgar la conducta de los señores respecto a sus esclavos. —Artículo quinto: Si, aunque no es de esperar, algún esclavo se sublevare contra su señor y dueño, queda éste facultado para darle muerte en el acto, a fin de evitar con este castigo justo e imponente que los demás sigan su ejemplo. —Artículo sexto: A los comandantes militares de los ocho departamentos de la isla corresponderá formar las primeras diligencias para averiguar los delitos que cometan los individuos de raza africana contra la seguridad pública o contra las personas y las cosas, procurando que el procedimiento sea tan sumario y breve que jamás exceda del improrrogable plazo de veinticuatro horas. Instruido el sumario, lo dirigirán a mi autoridad por el inmediato correo, a fin de dictar en su vista la sentencia que corresponda, al tenor de las penas establecidas en este bando. —Y para que llegue a noticia de todos los habitantes…

Laudosos murmullos. El cristobalón ceceaba:

—Señores, este documento pone de manifiesto que no es un demagogo el heroico General Prim. ¿Pero sabemos hasta dónde puede arrastrarle un pacto con los partidos avanzados? Y llego, señores, a puntualizar lo que he llamado insinuaciones del General Prim. Repetidas veces, refiriéndose a la revolución, me afirmó su deseo de que fuese exclusivamente militar, porque el pueblo la llevaría demasiado lejos. Se mostró pesaroso de verse obligado a conspirar unido a los republicanos, y llegó a significarme la responsabilidad que contraían los elementos de orden no colaborando en la revolución. Aludió directamente a la campaña antiesclavista de los demócratas, y al compromiso que podía significarle. Yo, señores, he creído entender que si en estos momentos iniciásemos una aproximación, nuestros intereses no sufrirían el menor vejamen por la futura política antillana del General Prim. La ayuda que se nos pide, no es necesario decir cuál puede ser, pero no olvidemos que el sacrificio de hoy es una letra con próximo vencimiento.

El Marqués de Buen mecía la cabeza con pausada suspicacia:

—No somos, los aquí presentes, los únicos interesados en mantener y consolidar las valoraciones del capital antillano. Hay otros que, igualmente, deben sacrificarse. Algunos, probablemente, lo rehusarían. Yo, por mi parte, creo prudente seguir el norte señalado por el amigo Vallín. Pero al contribuir con nuestro numerario pidamos garantías contra el utopismo de las democracias españolas. ¿El General Prim está dispuesto a darlas? En ese caso, nuestra colaboración entiendo que no debe serle negada.

Don José María Calvo, Don Jerónimo López Cué, Don Francisco Xavier de Miranda, Don Carlos Argüelles, Don Francisco Ponce, Don Gil Alonso y Don José Zulueta estuvieron de acuerdo, y el cristobalón obtuvo muchas felicitaciones por su negociación diplomática con el Conde de Reus. Convinieron en volver a reunirse para allegar fondos, y se despidieron.

XIII

Un ujier se acercó a Fernández Vallín:

—Don Segismundo Olmedilla espera al señor en el crimen.

Fernández Vallín, metiéndose por un corredor de luces afligidas, extrajo de la cartera algunos billetes, se los puso en el bolsillo del chaleco y contó el oro del portamonedas. Al final, una mampara: La empuja, y penetra en la atmósfera de la sala de juego. Luces y humo de tabaco, paños verdes y puntos de fraque. Angelito Sardoal, rubio, atildado, el veguero entre los dientes, tenía la banca del bacarrat. Apuntaban los de siempre: El Brigadier Valdemoro, Pepe Támara, Manolo Villegas, Manolo Ceballos, Don Pedro Tomé, Bernardino Frías, Pepe Arias, Adolfito Bonifaz y otros trasnochadores, pollos y camastrones del trueno dorado. El Marqués de Sardoal anunciaba las tres últimas tallas. El Barón de Bonifaz tenía delante piletas de oro, fichas y billetaje: Había empezado por un centén, y amenazaba saltar la banca: Casi era el único que jugaba en aquel momento. Apuntaba con fingida indiferencia, un poco pálido, frío y sonriente, gustando la fatua satisfacción de asombrar a los mirones, atraídos por la temeridad con que arriesgaba cuanto tenía delante. Cada pase suscitaba ardorosos murmullos. Don Segis, que seguía el juego, tocó en el hombro al Barón de Bonifaz:

—¡Retírate!

—En tres golpes me llevo la banca.

Don Segis se dobló más, hablándole a la oreja:

—Te expones a perderlo todo, sin desquite posible. ¿Qué tienes delante?

—¡Unas treinta mil pesetas!

—¡Vámonos!

—Necesito llevarme la banca.

—¡No seas insensato!

—¡Déjame!

El Niño de Benamejí, al incorporarse, vio enfrente, a espaldas del banquero, la gigantona figura de Fernández Vallín. Con una mirada se convinieron y aplazaron hablarse, intrigados, de momento, por los azares del naipe. Adolfito, con gesto de aburrida indolencia, empujaba sobre el paño fichas, billetes, carrerillos de oro:

—¡Juego!

Adolfito levantó sus cartas del tapete, se impuso, miró al banquero, y a una muda interrogación, plegó el naipe:

—¡Paso!

El banquero volvió sus cartas:

—¡Nueve!

—¡Cinco!

El Niño de Benamejí, otra vez se inclinaba sobre el hombro de Adolfito:

—¡Vámonos! ¡Sesenta mil pesetas te salvan!

—¡Toma tila, Segis!

El Niño de Benamejí se incorporó acogido de una admiración repentina por aquel perdulario:

—¡Qué corazonazo, compadre!

Adolfito, siempre con los mismos faroles de tedio, repitió la maniobra, de empujar con la raqueta cuanto tenía delante, indiferente, sin darse la molestia de contar la puesta. El Marqués de Sardoal, jugador de raza, le interrogó en el mismo tono de elegante frialdad:

—¿Cuánto llevas, Adolfo?

—¡Creo que unas sesenta mil!…

—No hay tanto en la banca.

Intervino Fernández Vallín:

—Si usted lo permite, va abonado el paño.

El Marqués de Sardoal volvió la cabeza:

—¡Querido Vallín, no se lo aconsejo!… ¡Bonifaz las acierta todas!

—¡Déjele usted que me gane!

Era Fernández Vallín extremado de cuerpo, lucida estampa, negras patillas, vitola antillana, amigo de juergas y toros, amparador de celestinas, docto en caballos, arriscado jugador, carambolista y tirador de armas muy diestro, liberal y valiente: Lográbanle tales prendas el oficioso rendimiento de limpiabotas y mozos de café, floristas y cocheros de punto, trápalas del sable y niñas del pecado. El cristobalón se acariciaba las patillas. Adolfito sonreía con el archigesto del tedio insoportable. Anunció el Marqués de Sardoal:

—¡Abonada la jugada!

El barón de Bonifaz recogió su naipe, lo miró un momento y pidió carta. El Niño de Benamejí se echó atrás espantado los ojos. Adolfito, sonriente, un poco pálido, con ligero temblor de la mano mostró su juego:

—¡Nueve!

El Niño de Benamejí levantaba los brazos y se volvía a todos los vientos:

—¡Pedir con cinco!

Carraspera doctoral a una punta de la mesa:

—¡Siempre!

El que sentenciaba tan rotundo era un viejo que había leído cuarenta años el libro de Vidan. Concluía Don Segis:

—¡Ya lo ve usted!

Corroboraba otro sabio del tapete verde:

—¡Con cinco no se pide jamás!

Un erudito inicia una disertación:

—¡En Monte Carlo, Señores!…

Un patriota:

—¡No estamos en Monte Carlo!

Un filósofo:

—¡Con cinco hubiera ganado!

El Barón de Bonifaz:

—¡Señores, he preferido perder con nueve!

Don Segis no bajaba los brazos del cielo:

—¡Si en la talla anterior habías ganado con cinco!… ¿Por qué no quedarte en el mismo punto?

El Barón de Bonifaz se vendió con una súbita mudanza de voz y de gesto:

—¡Por seguir la corazonada!

Se recobró incontinente, y por un rincón del bigotejo sacó ilesa la sonrisa de fatua indiferencia: Le brillaban algunas gotas de sudor en la frente, sentía y disimulaba la necesidad de moverse, de andar, de emborracharse. El Marqués de Sardoal había cedido su puesto a Fernández Vallín. Ceceles del cubano:

—Caballeros, si hay puntos haré banca. Bonifaz, le ofrezco a usted el desquite.

Adolfito esbozó una mueca fría y desvergonzada:

—¡Gracias! ¡He perdido el último chavo!…

El criollo insistió generoso y farruco:

—Eso no puede ser impedimento. La palabra de usted es el Banco de Londres.

Adolfito Bonifaz acentuaba su mueca cínica:

—¡El Banco de Londres, tronado!

—Repito que en cualquier momento me tiene usted pronto a darle el desquite. Segis, ¿quiere usted ayudarme a tallar?

—Benjamín, me parece que no hay partida, y usted y un servidor aún tenemos esta noche que tratar de la salvación de España.

Fernández Vallín batió las palmas:

—¡Casa! ¡Casa!

Ordenó a un criado que contase el dinero de la banca, y dejó la mesa. El Niño de Benamejí le llevó al fondo de la sala:

—¡Estoy en las parrillas de San Lorenzo! ¿Se decide al préstamo su señor padre político?

—He dejado la carta en el bolsillo del paletó. Usted la verá…

—¿Qué dice?

—El viejo, a la hipoteca, preferiría la compra de Los Carvajales… Le daré a usted la carta.

—¿Me será permitido mostrársela al Marqués de Torre-Mellada?

—Indudablemente.

Abandonaron la sala de juego con el grupo noctámbulo de los últimos puntos, y en tertulia bajaron la escalera, las luces del alba en la claraboya.

XIV

Una vez en la calle, en grupo caminaron por la acera. Los siguió un bulto avizorado, que se ocultaba por los quicios de las puertas. El Niño de Benamejí advirtió la maniobra, y se le fue encima, prevenido con la mano en la culata del revólver:

—¿Qué se ofrece?

—Un aviso para Don Benjamín.

—¿Faldas?

—Por faldas viene. Cosa política, Don Segis. En estos tiempos no hay otra comida. Usted de mí no se recuerda. Paquita la de los Bufos es cuñada mía. Propia cuñada, hermana de mi señora. ¡Destino de las criaturas! Mi señora, la puerca cenicienta. La Paquita, estrella coreográfica con un lujo que mete miedo: Abono a los toros, peinadora, cenas con toda la goma, una alcoba como la de una reina, cama dorada, armario-espejo… Don Benjamín le pondrá a usted más al corriente. Don Benjamín ha sido su protector, y siempre se ha portado muy decente. La Paquita se iba de cena con gente de tono, y me ha dado la llave de su cuarto para que se oculte Don Benjamín. Por una conversación habida en el escenario ha sacado que le tienen armada la ratonera para mandarle fuera de España.

—¡Venga la llave! ¿Cuáles son las señas?

—¡Don Benjamín no sabe otra cosa!

—Toma un duro.

—¡Salud y suerte, Don Segis!

El Niño emparejó con el cubano. Se retardaron por la acera. El criollo, con sornas de valentón, oía el recado de la suripanta, y se guardaba la llave:

—Es un arma defensiva.

—Benjamín, debe usted ponerse a recaudo.

—¡Ya veremos lo que se hace!

—¡El Gobierno le tiene a usted filado!

—No lo ignoro, Segis.

—Pues a jaranearse menos por Madrid. El consejo de esa niña me parece muy acertado y debe usted seguirlo.

A Fernández Vallín en los corros políticos se le tenía por uno de los más eficaces agentes de la tramoya revolucionaria, y aquellos días susurrábase que estaba incluido en unas secretas cuerdas de deportados, todavía no aprobadas del Consejo de Ministros. Se detuvo bajo un farol para encender el cigarro:

—Posiblemente es infundio de la Paquita.

—¡Quién sabe! Poco pierde usted con acudir a su reclamo.

—Sí, acudiré. ¡Segis, a mi cuñado, ni una palabra! De esas cosas la familia no debe enterarse.

Don Augusto Ulloa, Ministro de la Cartera de Ultramar con los Unionistas, calvo, rubio y ventrudo oboe galaico, era cuñado de Fernández Vallín. Hermanas las mujeres, hijas de un famoso liberal de los pagos cordobeses, rico en tierras de pan y olivar, rebaños y reses bravas. Llegaban lejanas voces y risas de la camarada. Había doblado la esquina, y, aprovechando la coyuntura, propuso el marchoso Don Segis:

—Benjamín, será oportuno bajarnos de esos ángeles. Vamos los dos a cenar y a discutir despacio lo más conveniente. ¿Hace la casa de Garabato?

—¡Es noche de borracheras!

—Nos alegraremos para no hacer mal papel.

Fernández Vallín se registró los bolsillos:

—Tenga usted la carta de mi suegro. Verá usted que el viejo está dispuesto a la compra de Los Carvajales.

—La compra, por la acumulación de intereses, vendría detrás de la hipoteca. Hoy es prematuro tratarla…

—Mi suegro desea conocer la producción del coto.

—Se le cumplirá el gusto. ¡Es la mejor finca de la casa!

Amanecía. Fernández Vallín detuvo un alquilón que pasaba:

—Segis, vámonos a tomar chocolate con buñuelos a la Pradera del Santo.

—¡Viva la Pepa!

XV

Humeaban las últimas candilejas por baratillos y tenderetes. Tocaba el acordeón un soldado manco. Acudían a verle mozas de la greña caída y clavel en el rodete, patriotas alumbrados, juerguistas insomnes. El soldado, con el gorro sobre la oreja y el canuto de la licencia al pecho, se fumaba un brigadier:

—¡Manco por la patria, señores! ¿Qué he sacado? Este cigarro puro, que me dio sobre el campo de batalla el heroico General Zabala.

Preguntó un chulo:

—¿Qué tiempo va de eso?

—El cincuenta y nueve. En la campal batalla que libraron nuestras tropas frente a los muros del Serrallo.

—¡Y aún tienes más de medio chicote!

—¡Pues ahí verá usted! Lo considero como una reliquia, y rara vez lo enciendo.

Una gitana se salió del corro, tocando con disimulo la manga de Don Segis:

—¡Niño, que tan extraviado andas!

Don Segis reconoció a la Carifancho:

—¿Has venido sola?

—¡Con mis pecados!

—¿Y el compadre?

—¡Allí lo tienes! Una llaga en la pierna que da compasión, y no junta dos chavos. Parece que por acá la gente es poco devota del Bendito San Roque.

Carifancho, tuno de los pagos cordobeses, al borde del camino, en la fila de lisiados, mostraba una pierna cancerosa, negra de moscas: Le malcubría la cuera una capa remendada, y se oprimía las sienes con un pañuelo de yerbas. Carifancho guiñó el ojo, y brindó su prosa al Niño:

—¡Noble caballero! ¡Un bien de caridad para este pobre trabajador del campo, que se sustentaba de un jornal! Agosto hace el año me pasó por encima la rueda de un carro, y quedé inválido para ganarme la vida. ¡Más me hubiera valido quedar allí muerto, con la cabeza tronzada!

El Niño, con disimulo, entregó un centén a la Carifancho:

—Vengo con un amigo.

—¡Lo he guipado! Don Benjamín, el habanero que casó en Puente Genil. ¡Ahora verá usted cómo se alegra de verme! Majuela Fonda, el cortijo del suegro, otros Carvajales. ¡Don Benjamín, barbillas de almirante, déjeme usted algo bueno!

Don Benjamín miró a la gitana, que repicaba las sonajas del pandero entre los vuelos de la falda:

—¿De dónde me conoces?

—¡Abre los ojos, bien plantado! ¿Ya no recuerdas quién te dijo la buena ventura a la verita del pozo, cuando ferias de Puente Genil? ¿De qué te conozco? ¡Pues no eres tú poco notorio en toda la Andalucía!

Vahos alcohólicos y humazos de aceite chafan las rosas del alba. Cansados tumultos difunden sus ecos noctámbulos por la Pradera. Teclea una polca el acordeón del soldado, y salen a bailarla, cogidos por los meñiques, una mozuela rasgada y un babión adormilado. En el camino, tambaleándose, el gallego de la cuba enrojece de avinada nostalgia:

—¡Viva Sarria!

XVI

El Niño y Don Benjamín entráronse en una barraca de lonas donde servían chocolate y café de recuelo. Detrás, sonajeando el pandero entre los volantes de la falda, jaleándose culebrosa, pisándoles la sombra, se metió la Carifancho. Y por delante de los tres, dos farolonas pintadas, mantón de talle y tacón alto. Se inflamaban los buñuelos en el sartenote de aceite. Tosía el perrillo de aguas que educó un presidiario en San Juan de los Reyes. Tosía la comadre fondona, que, en un tino, lavoteaba platos y jícaras. Al pie del anafre tosía el Tuerto de Valencia. Tosieron las dos farolonas y los usías y la Carifancho:

—¡Azú! ¡Para que se luzca un buen cantador!

El Niño y Don Benjamín celebraron la chuscada. El Tuerto, impasible al pie del anafre, volvió el ojo sobre los nuevos parroquianos. Se apartó del tino la fondona, aguda y cismática, los ojos encendidos del humo, y decidió sonarse, despreciando a toda la casta gitana. La Carifancho, ondulándose, se pegó a la mesa de los usías:

—¿A qué convidáis?

—A lo que gustes.

—¡Chocolate con buñuelos!

—¡El chocolate será ladrillo, y los buñuelos, argamasa!

—¡Os echáis encima una copa de rapañí, resalados!

Entró una pareja fatigada del baile:

—¡No se sigue compás!

—¡Bastante hace para una sola mano!

—¡Almas caritativas!

—¡La gran batalla campal!…

En un rincón, las dos farolonas cuchicheaban y reían, tapándose media cara. El Niño se ladeó el cordobés:

—¿Me autorizan ustedes para convidarlas?

Se descubrieron con ruidosa algazara. Fernández Vallín se puso en pie:

—¿No es una la Paquita?

Taconeó la prójima:

—¡Ven acá, ángel de Dios! Me has tenido toda la noche en la escalera sin poder entrar en mi casa, que es la tuya y la de ese otro caballero.

Saludó el Niño:

—¡Gracias, preciosidad!

El Tuerto les clavaba el ojo de juez. La coima, enjugándose las manos en el delantal, atisbaba la intriga. Se apartó la greña que le cubría la oreja, la Carifancho. Don Benjamín mostraba una llave de puerta, y la morena farolona la recibía bajo el chal con gachoneo de los ojos y saque de lengua. Para mover y prestigiar la gran escena del reconocimiento, habían salido de su rincón las dos palomas, y acudido a encontrarlas en los medios Don Benjamín y Don Segis. Toda la escena, revestida de ademanes y gestos, ya no pasó de un cuchicheo, sin valores dramáticos, apagada, muerta por la salmodia del no que en el camino enseña la pierna con el cáncer pintado:

—¡Más me hubiera valido quedar allí, la cabeza tronzada del tronco!… ¡Almas caritativas!

Finalizó el cuchicheo, sentándose damas y galanes ante un velador.

XVII

La Paquita, con bigotes de chocolate y dedos de aceite, explicoteaba:

—¡El planchazo ha sido bueno! Sin la Feli, que vive vecina, me estoy toda la noche de tiros largos, en la escalera, llamando a la puerta de mi casa. ¡Buen aprecio has hecho de la llave y del aviso que te mandé por mi cuñado! ¡Hay que ver! Llega una con el aquel… Llamo, vuelvo a llamar. ¡Ya se ve, no tenía llave! Dejo pasar un rato. ¡Ese palomo se ha dormido! Otro campanillazo, y a esperar en la puerta. ¡Para sueño ya se me hacía muy pesado! Más repique. ¡Nada! Con el coraje me pongo a tirar de la campanilla. ¡Un escandalazo! Sale ésta. ¡Menos mal! Le cuento el planchazo.

Interrumpe la Feli:

—¡Estaba hecha un basilisco! ¡Lo que pude reírme! La digo: Entra, hija, que para ti siempre hay una cama en mi casa. ¿No fue así?

Tornó a prender el hilo la Paquita:

—¡Gracias a ésta! Nos animamos las dos, me prestó un mantón y una falda, y nos vinimos a oírle una misa al Santo.

Sandungueó el Niño:

—¡Otros autores dicen que a correrla!

La Paca lamió el pocillo de chocolate, sabidilla y rasgada:

—¡Mi desprecio para los incrédulos! El Santo Bendito me ha devuelto la llave del cuarto, y si usted lo quiere más finústico, del abandonado hogar.

La Feli se lanzó, picoteando los enigmas del mundo como paloma sobre una espiga:

—Ésta lo dijo: ¡Vas a ver que no vuelvo sin mi llave! ¡Pues ella estaba tan ignorante como una servidora! Algo le anunciaría el corazón. Puede no ser milagro del Santo… No lo será, pero el anuncio ésta lo tuvo.

Se limpió los bigotes la Paca:

—¡Venía yo tan segura!

Batió las palmas. Llegóse el Tuerto:

—¿Qué se ofrece?

—Estos rumbosos que desean pagar. ¡Niños, caminando!

Tomó al cubano del brazo, y le sacó fuera de la barraca. Don Segis echaba un napoleón sobre la mesa. La Paquita, en la puerta, pellizcaba el brazo de Fernández Vallín:

—¡No es una broma! Te han puesto la fila, y vas a salir embarcado para una isla donde revientes. ¡Tómalo a chunga!

—¿Cómo lo sabes?

—¡Aquellos tíos estaban muy lejos de suponer que yo los escuchaba! Ceballos, como no se contiene, habla siempre muy alto. A ése era al que más se oía. Quieren que desaparezcas… ¡Ándate con cuidado!

—¿Qué oíste? ¡Concreta!

—Lo que te digo.

—¡Las palabras! ¡Procura recordar las palabras!

—Los otros hablaban bajo. A lo que entendí, ya tienes extendido el pasaporte para viajar por cuenta del Gobierno. El que más levantaba la voz era el loco de Ceballos: ¡Ajo! ¡Ese tal, hijo de tal!… ¿Cómo quieres que te lo repita?

—¡Voy a tener que sentarle la mano!

La Paca ladeaba la cabeza, descubriéndose la garganta:

—Mira la señal. ¡Por milagro lo cuento! Le empezó la manía por querer rendirme. A ti no te perdona el haberte llevado el pan de higos.

—Son los celos de un idiota.

La Paquita pellizcaba cruelmente el brazo del cubano:

—¡Tú andas metido en alguna muy gorda! Mira que para ti soy toda corazón, y no te digo una cosa por otra. De mi casa dispones a tu gusto.

—¡Eres un ángel!

—¡Tómalo a guasa!

Don Segis se acercó trayendo del brazo a la Feli:

—Entrego a ustedes a esta joven. Benjamín, se me hace tarde. ¡Ya debía estar en el Palacio de Torre-Mellada!

Sonrió el cubano:

—¡La Paquita lo pinta muy negro!

Recomendó el Niño:

—Debe usted ocultarse.

—Te aconseja bien.

Don Benjamín se metió en una calesa con las dos farolonas. La Paquita, terciado el mantón, dio las señas de su casa. Fernández Vallín se acariciaba las patillas:

—Adiós, Segis. Esta noche tomo el tren.

La Paquita, con un remolino de risas, echaba la cabeza sobre el hombro del criollo:

—¡Te vas y me dejas y decías que mamabas!

—¡Gorberé!

—¿Cuándo?

—¡Para la vendimia!

—¡No seas trueno!

El Niño de Benamejí tendió la vista y llamó a un calesero que, al pie del pescante, inflaba la cara alumbrando una tagarnina:

—¡Costanilla de San Martín! Un caserón con rejas.

XVIII

El Marqués de Torre-Mellada —batín y pantuflas— acogió con severos chifles la presencia de Don Segis. La cara llena de jabón y una toalla a guisa de babero, se arrancó a las manos del ayuda de cámara.

—¡Imperdonable, Segismundo! ¡Imperdonable! ¡No me explique usted nada!… ¡Imperdonable! ¡Confiaba que usted se hallaría presente!… ¡Era natural que confiase! ¡Cómo suponer que fuese un mito la adhesión de usted a esta casa! ¡Segismundo, a su falta de puntualidad debo el rato más amargo de mi vida! ¡El Doctor acaba de irse lanzándome la flecha del parto!

El Niño de Benamejí se santiguó aparatoso:

—¡Pero ese hombre madruga más que un trapero!

—¡No me atrevía a preguntarle! ¡Esperaba que apareciese usted de un momento a otro! ¡Pero a usted se le habían pegado las sábanas! ¡Imperdonable, Segismundo! ¡Imperdonable!

—¿Pero qué opina el Doctor?

—¡Puede usted figurárselo! Segismundo, la ciencia, como la política, no tiene entrañas. Yo, naturalmente, temía el dictamen facultativo, y por eso el ruego que formulé anoche. ¡Imperdonable, Segismundo! ¡Imperdonable!

—¿Caso perdido?

—¡Ya está usted lanzando el absurdo! ¡Caso perdido!… ¡Eso sería el colmo! Segismundo, soy hombre entero; sin embargo, no hubiera podido sobrellevar ese golpe. ¡El caso es para preocuparse! ¡Eso sí!… ¡Para no descuidarlo, Segismundo! ¡Para no descuidarlo! Nos iremos a Los Carvajales… ¡Un destierro para el pobre chico!… Yo iré y vendré. ¡Van a celebrarse las bodas de Su Alteza!… ¡Imposible desatender mi servicio de Palacio!… Iré y vendré. Se dará alguna fiesta. Invitaremos a los amigos. El herradero puede organizarse con algún aparato. ¡Buscarle distracciones al chico!… ¡Hacerle amable el destierro, Segismundo! ¡Hacérselo amable! ¡Comprenda usted adónde voy! ¡La necesidad de fondos, Segismundo! ¡La necesidad de fondos!… ¡Un deber sagrado!

Enlabió Don Segis:

—Señor Marqués, mi deseo, aunque aparezca lo contrario, es complacerle a usted en todo y por todo. Los fondos vendrán… Precisamente, he hablado del caso con el yerno de Gálvez.

—¿El yerno de Gálvez? ¿Ulloa?

—El cubano.

—¡Un hombre muy peligroso, Segismundo! De los más comprometidos en la intriga de la abdicación. Trate usted directamente con el suegro, el yerno es una bala perdida.

—¡Que irá muy lejos, Señor Marqués!

—Trabajos en el vacío, Segismundo. La abdicación, si la hubiese, que no hay caso, sería en la rama sálica. ¡Una rectificación histórica! Una abjuración de todos los errores progresistas… Una afirmación de los derechos monárquicos… Solamente así, y en último extremo, abdicaría la Señora… Ésa es mi opinión… Pero no llegará el caso… Los tratos, con el suegro, Segismundo. ¡El suegro! ¡El suegro!

—Indudablemente, Señor Marqués.

—Hace usted un viaje a Puente Genil.

—Ese asunto queda arreglado en dos semanas.

—Sin dormirse, Segismundo. Sin dormirse. ¡Es un deber hacerle amable el destierro a ese hijo de mi alma! Extienda usted hoy mismo las invitaciones para asistir al herradero.

—¿Nos atenemos a la lista del último año, Señor Marqués?

—Habrá que añadir algún nombre.

Intervino Toñete:

—Un servidor tiene compromiso con dos respetables sujetos. ¡Me lo han derrogado tanto, que no he podido denegarme! Otro a quien también debe tenerse presente, es al peluquero del Señorito. El último año pasó por olvido, pero este año ya no cuela.

Se avinagró el Marqués:

—No me traigas historias de escaleras abajo. ¡Llévate a quien quieras!

Toñete, dando los últimos perfiles a la restauración de su amo, se volvió a Don Segis:

—¡Señor mío, para este cura, tres!

Y levantaba tres dedos en el aire. Don Segis le miró con guasa reservona:

—¡Si recibo esas instrucciones!…

El Señor Marqués hizo un gesto afirmativo, y se arrancó a los cuidados del ayuda de cámara, para mirarse al espejo:

—¡Una fiesta brillante!… Esa criatura necesita distracción…

El Herradero de Los Carvajales gozó de mucho renombre en los amenes isabelinos, y todas las primaveras, finando mayo, era allí una juerga castiza, donde alternaban chulos de la garrocha y elegantes del gran mundo, estrellas del cante jondo y tenores de la ópera italiana, ganadores de pro y jaques chalanes.

XIX

El Marqués recogió el pliego que un lacayo le presentaba en bandeja, y rasgó los lacres. Dejó colgar los quevedos:

—No puedo eximirme de asistir a la Sesión de Cortes. En la orden del día figura la declaración oficial referente a la boda de la Infanta. Segis, almorzará usted conmigo en el Casino. Seguiremos hablando… Esta noche toma usted el tren para Córdoba. ¡Con el yerno, nada! ¡Ese pollo acabará mal! Tengo mis noticias de que no se tardará en ponerlo a la sombra… ¡No acaba bien ese pollo!

El Marqués de Torre-Mellada se abrochó la levita, recogió el bastón y los guantes, se puso cucamente la chistera, sacó con estudio por el bolsillo del pecho una punta del perfumado pañuelo, tanteó si llevaba petaca y cartera:

—¡Vamos!

XX

En el coche le acordó de súbito el duelo que tenía en la casa con el hijo enfermo, y una asustada congoja le tomó los ánimos:

—¡Segis, qué exigencias tan crueles tiene el mundo! Ya me ve usted, agobiado bajo el peso de la desgracia y sin poder excusarme de asistir a la Sesión de Cortes… Sería comentadísimo y muy mal visto en las alturas.

Diputado con carácter palatino, muy apegado al protocolo, y muy petulante, llenaba de sentido trascendental su asistencia a la Cámara. Apuntábanle bajo el bisoñé brotes de espartanas sentencias, frases todavía en nebulosa que esperaba redondear y lucir en ocasión oportuna. —El hijo moribundo, el concepto del honor, las obligaciones de su linaje, la devoción por la Real Familia.—Mirándose en el espejo de su heroica conducta, recogido en el fondo del carruaje, se enternecía. Saludaba, santiguándose, las portaladas de iglesias y conventos. El lujoso atalaje despertaba los ecos verduleros del antiguo Madrid. Desembocó por la esquina de Medinaceli. El Casino tenía su sede en el Palacio del Marqués de Santiago —Carrera de San Jerónimo y Angosta de Peligros.—La bandera Nacional ondeaba en el Templo de las Leyes. Los contrapuestos leones de la escalinata esperezaban un regaño simétrico.

XXI

—¡Al alimón! ¡Al alimón!

¡Que se ha roto la fuente!

Rueda de niñas. Jardinillo municipal. Plazuela del Congreso. El Manco divino que cobra perenne alcabala del ruedo manchego, hace un punto de baile en calzas prietas ante el Palacio de las Leyes.

—¡Al alimón! ¡Al alimón!

¡Con cáscaras de huevo!