I
El Yerno de Gálvez, como repetía malignamente el santurrón palaciego, reapareció en los círculos andaluces, sin disfraz, conspirando con jaque petulancia: Al Gobierno llegaban tardas y confusas noticias del travieso criollo: —Su paso por alguna ciudad sobornando guarniciones con dineros del Duque de Montpensier: Las entrevistas con Barca y con Caballero de Rodas: Los conciliábulos con las Juntas Revolucionarias.—En Córdoba fue descubierto por la Policía, y se corrieron órdenes para prenderle, pero le llegó a tiempo el soplo y pudo ocultarse. Por la ciudad divulgóse un sacrílego susurro. Se santiguaban las beatas.
II
El Gobernador Civil de Córdoba, Señor Méndez de San Julián, había puesto una ronda de vigilantes esbirros sobre el convento de las Madres Trinitarias. Secretas confidencias le aseguraban que en aquella clausura estaba oculto el agente orleanista. De este sacrilegio, aparece culpada una señora de piso, unida por lazos de parentesco con los Gálvez de Puente Genil: Doña Juana Albuerne, que por sus luces y limosnas gozaba de mucho valimiento con la Madre Priora. El Gobernador, sin resolverse a la campanada del registro policiaco, conferenciaba con el Diocesano. Su Ilustrísima, reiteradamente, habíale significado que la masonería era la inventora de aquellos rumores urdidos para descrédito de las Benditas Madres. En la duda, esbirros de gorra y bastón paseaban día y noche las aceras del convento.
III
Cuando a las monjitas llegó aquel mundano runrún de que un fracmasón se escondía por debajo de sus camas, novicias y profesas acudieron a levantar las colchas, a mirar con hipo asustado bajo los catres: Las más púdicas, recordaban haberse puesto en la meorica con poco recato, sin apagar la luz. Cuchicheaban con melindre a cuenta de aquel escrúpulo. Una monja arrugada y sin dientes, golpeaba con la escoba los pies del catre.
—¡Sal para fuera! ¿Etíope del Infierno, qué has podido ver? ¡Soy una esposa del Señor! ¡Mírame como mirarías a tu madre! ¡Sal, negro excomulgado!
La Madre Priora, entre monjas alumbrantes, saludaba con aspergios de agua bendita el umbral de las celdas. Después de estas ceremonias resplandeció la pureza de la clausura y todo se tuvo por obra del Maligno. Volvió al torno la tornera, las novicias a su bordado, a su calceta las viejas, a los almíbares y reposterías, Sor Milagro, Sor Juana Inés, Sor Manuela.
IV
El Yerno de Gálvez aburríase lindamente en el desván de las Madres Trinitarias: Encendía un cigarro en otro, leía folletines y cifraba cartas que un monago zanquilón llevaba secretamente al sotanillo donde conspiraba la Junta Revolucionaria: Alguna diversión tuvo con el susto de las monjas y los apremios del sota-sacristán:
—Mi Señora Doña Juana vive alarmadísima. ¡Son de órdago sus responsabilidades! ¡Hay que considerarlo! De fuera ha venido el soplo, y no se podrá mantener el secreto con la Comunidad. ¡Es mucha la malicia de las mujeres! Se murmura por toda la vecindad, y no es para menos con el escándalo de guindas. ¡Hay que considerarlo, y sus amigos, que no le facilitan la evasión, no lo consideran! Salvo Don Segis, ninguno da la cara. Ésa es la verí. Doña Juanita, repito que está volada y espera que los compinches de usted pongan mayor diligencia… Su señora tía, sin saberlo, ha incurrido en pecado mortal. ¡Profanación y sacrilegio! Nada menos viene a ser la presencia de usted en esta santa clausura. ¡Su Ilustrísima está que bota! Si usted no fuese un erudito tan a la moderna y menda un sujeto tan paupérrimo, me permitiría aconsejarle. ¿Adónde va usted, miembro de una familia cristiana, con rentas más que suficientes para darse la gran vida, con salud, con buena presencia, con relaciones para hacer carrera en el mundo? ¿No considera usted que sus prendas y su educación están reñidas con la bullanga de los que no tienen nada?
Fernández Vallín se divertía con la cultiparla cañí del sota-sacristán. Por la bufarda del desvanillo, cortando la perspectiva de terrados y chimeneas, paseaba un gato. Fernández Vallín, llevado de inconsciente sugerencia, canturreó los primeros compases de una seguidilla antigua:
—¡Quién fuera gato!
¡Quién fuera gato!
Con este soniquete, devanaba el aventurado propósito de fugarse por los terrados. Reiteró el sota-sacristán:
—¡Que sus amigos no se duerman!
—Esta noche me disfrazo y hago la del humo.
—Tampoco se trata de lanzarse, sin medir las consecuencias. Póngase de acuerdo con sus amigos… Ellos pueden hacerle muy bien la capa. Don Segis alguna cosa planea…
—¡Lo dicho! Esta noche me salgo de meditación por las azoteas. ¿Ve usted la bufarda? ¿Ve usted el gato? ¿Ve usted el guardillote de enfrente? ¡Allí ceno yo esta noche!
—¡No pierde usted el buen humor!
—¡Sin choteo!
—Ahí enfrente viven siete niñas huérfanas de militar, con una mamá castrense de coraceros. ¡Dios me perdone este hablar profano! Ahí viven unas desgraciadas que se pasan el día de ventaneo… Para mayor escándalo tienen un lorito que sólo canta procacidades. ¡No quiero condenarme pensando mal! Acaso solamente son criaturas ligeras de cascos, sin mayor malicia… Pero están en la pendiente y dan un malísimo ejemplo a las jóvenes honestas del barrio.
—La mamá de esos pimpollos, si es militara de ley, a poco que vea guita, se pronuncia contra el Gobierno.
—¡No sería extraño, al descoco de esa señora! ¡Hace bajar los ojos con su remangue!… Y bien pudiera no pasar de la apariencia y en todo lo demás observar buena conducta. Don Segis estudiaba alguna diablura por ese lado.
En la perspectiva de terrados y chimeneas rompió a cantar el lorito:
—¡Dame rapé! ¡Dame rapé!
V
Presidía el Comité Democrático de Córdoba Don Epifanio de Castro Belona, personaje provinciano, jefe político de varias provincias durante el bienio, buen señor, con un enfisema doctoral y sabihondo que llenaba su conversación de pausas: Como era abogado con muy buenos pleitos, los envidiosos le habían sacado el alias de Don Juris: También tenía admiradores, y la clientela de burgueses se fanatizaba contemplándole revestido de toga, muceta y birrete, colgado de un clavo entre dos estanterías con tejuelos de lujosas pastas, sobre el barómetro del regalo: Se apoyaba en una columna y tenía bajo el brazo los textos del Derecho. Don Segis tomó asiento y encendió un cigarrillo, seguro de que iba a verle multiplicado en la puerta, con gorro de terciopelo, manguitos verdes, zapatillas bordadas. Y así sucedió, porque sin duda estaba escrito en las estrellas. Don Juris tomó asiento tras la mesa cargada de legajos, y se dispuso a escuchar rascándose la nuez con la plegadera: Se hacía cargo con profundas cabezadas:
—¡Conozco a Gálvez!… No me confía sus asuntos… Eso no obsta… Del yerno tengo los mejores antecedentes. Usted cuenta conmigo. Estamos todos en el deber de ayudarnos.
Apuntó el Niño:
—¡Hoy por ti, mañana por mí!
—El do ut des del romano, querido Olmedilla. ¿No es eso lo que usted quiere significar?
—Probablemente, Don Epifanio.
—Fernández Vallín no es, precisamente, un correligionario. El caso se ha discutido en el seno del Comité. Fernández Vallín trabaja por la candidatura del Duque de Montpensier para Rey de España. En Córdoba, esa candidatura no cae simpática entre los elementos populares, con los cuales, desgraciadamente, necesitamos contar. Yo, personalmente, estoy en todo a la disposición de ustedes. Si se me pide consejo, hasta donde alcancen mis luces, pronto estoy a cumplir ese deber. Sin alguna ayuda de fondos, se hará lo que se pueda. Se dispone en absoluto de mí, amigo Olmedilla. ¿Usted habrá pensado en alguna travesura para que vuele el pájaro? ¿Qué se le ha ocurrido a usted?
—Cegar a los guindas y sacarlo disfrazado por la casa contigua.
—¿La casa contigua no estará desalquilada? Y no estándolo, se nos ofrece esa cuestión previa. ¿Qué datos tiene usted referentes a los inquilinos de esa casa?
—Una tarasca de tropa, con siete pimpollos.
—¿Mujer mundana?
—Probablemente con algún trapicheo.
—¿Usted la conoce?
—De florearla al paso.
—No es grande el conocimiento para abordarla… Había que indagar si alguno de nuestros amigos…
—¡Se ha indagado! El Gran Pompeyo le hace cocos, y no parece que llore desengaños.
—Ese rey de bastos nos está resultando un tenorio. ¿Quiere usted que yo le capte?
—Usted es el llamado.
Este Gran Pompeyo era hermano mellizo y todo en el aire de aquel rotundo hablador, que tanto vociferaba, por las tertulias republicanas de los cafeses madrileños: El Gran Virgilio. La semejanza de los dos hermanos dio pábulo al cuento de que enamoraban a las mismas mujeres sin que lo advirtiesen ellas: Se vestían iguales y jugaban el bastón, un nudoso garrote, con el mismo estilo de gigantes. Eran sobrinos de Don Epifanio Castro Belona por la rama materna. Don Epifanio prometía:
—Ahora salimos juntos a la captura de ese perdis, y al paso le echamos un vistazo a la susodicha casa. Quiero cerciorarme. La San Juana tiempo atrás me ha venido con proposiciones encubiertas. Socaliñas de esas mujeres. La despedí, porque me pareció que era lío caro y de compromiso. Gente de clase… El esposo sin mandar una mota, destinado en el Archipiélago.
Le dio vaya Don Segis:
—¡Siempre la Virgen se aparece a los pastores!
VI
Recayeron por la Peña de la Perla: Tomaba allí café con copa y ejercía de hierofante el Gran Pompeyo. Don Juris se le puso al costado:
—¡Mozo, camomila!
Sumió la voz en profundos bajos el Gran Pompeyo:
—¿Está usted enfermo?
—¡El café envenena!
—¿Y llama usted café al brebaje que nos suministra Demetrio?
—¡Procura hablar bajo!
—¿Hay algo?
—¡Vallín!
—¡Que tiene a todas las monjas embarazadas!
—¡Hombre, no digas atrocidades!
—¡Me ha defraudado!
—¡Hablemos seriamente! Vallín no puede permanecer en su escondite, y se ofrece un medio para sacarlo por los tejados.
Explicó afónico Don Segis:
—Me ha mandado un croquis. Luego lo estudiaremos. Siempre hay mirones. ¡Prudencia! ¡Prudencia! Estamos en la obligación de ayudar al amigo y correligionario.
—¡Jamás correligionario de menda! Ese niño es de los de Antón Perulero.
—Hoy todos trabajamos por lo mismo. ¡Cúmplase la voluntad nacional! Hasta los republicanos convienen en hacer la revolución con ese lema.
—¡Pero no en que la hagan exclusivamente los espadones, sin contar con el pueblo!
—¡Al pueblo, todos los hombres de gobierno le temen!
—Pues yo me declaro enemigo de la revolución de fajines sin masas. ¡Eso nunca será una revolución, será una cuartelada! ¿Espera usted algo de Prim? ¡Otro Narváez!
—¡Pero sin monjas ni frailes!
—¡Con negreros y bolsistas! Aquí hace falta una revolución proletaria que fusile a cuantos llevan fajines y bandas. ¡Y el resto, a la guillotina!
—¡Dirás al garrote!
—¡A la guillotina!
—¡No la tenemos en España!
—¡Se establece!
—¡De acuerdo! Una pregunta, y excusa la franqueza: ¿Tú andas mal de conquibus?
—¡Mal es poco!
—¿No podrás convidar a siete niñas y una mamá?
—¡Ni a mondadientes!
—¿Pero a tener medios?…
—¡A tener medios, convido yo a siete niñas y a siete docenas!
—¡Corriente! Pues tendrás medios.
—¡Orégano sea! Vamos a ver: ¿Esas niñas son de la alta, de la baja o de la intermedia?
—¡Militares pensionistas!
—¿Ultramarinas?
—¡Tienen un loro!
—¡Ganado de buena lidia! ¿Y ha dicho usted que son siete? ¿El autor de sus días un héroe de Joló? ¿La mamá, una jamona muy terne, que aún toma varas? ¡Las conozco! Nada de pensionistas. El autor de sus días es un coronel con mando en el Archipiélago. La familia se divierte con su cuenta y razón. Achuchones, sobeo, de ahí no se pasaba… Ahora no sé…
Intervino Don Segis:
—Supongamos que nada ha cambiado. ¿Tiene usted inconveniente en ponerse al habla con esas tarascas para sacar a Vallín? Mi situación usted la conoce. No puedo dar la cara. Estoy empapelado. Se me infama, suponiéndome encubridor de secuestros, se me embarga, se me procesa. Tengo amigos en la situación, acudo a ellos, y mis cuatro terrones, embargados. ¡Esto anda mal! En Andalucía las guarniciones están ganadas por el Duque. Vamos al caso. A Vallín le urge aburrir el nido. Yo he pensado transbordar al cautivo del coro al caño.
—¿Quiere usted explicarme por derecho?
—Pasar a Vallín por el tejado del convento a la querencia de Doña Leopoldina.
—¡Y poner pasquines!
—Le disfrazaríamos y le sacaríamos por la puerta sin dejar a perro ni a gato salir de la casa. Se interesa su influencia con la Coronela.
—La mejor influencia es una untada de parneses.
—Se trabaja con fondos.
—¡Ole!
Salieron juntos.
VII
El Gran Pompeyo, manejando su basto con estilo de tambor mayor, metióse por el zaguanillo de la casa contigua al enrejado paredón de las Trinitarias. Se arañó el bolsillo y puso dos pesetas en la mano pringosa de la Señá Dionisia:
—¿Cómo andamos?
—¡Aperrea! ¿Y este aguinaldo?
—Para gárgaras.
—Usted dirá. Y como no sea sobre el vedado de los inquilinos, ya puede usted contar con una servidora. Estos días se desocupa un piso con muy buenas vistas. Algo deteriorado de papeles. Aún no se han ido los inquilinos, pero no les importará que usted lo vea.
El Gran Pompeyo sintióse penetrado de una corazonada:
—¿Se muda la Coronela?
—¡Ya podía! Ésa se contenta con juntar recibos y colgar la ropa de las camas en los balcones, faltando a las Ordenanzas. Ya le han caído tres multazos, pero aluego salen por ahí la madre y las hijas moviendo el bulle bulle, y no hay cara para denegarse. ¡Pues que no ha pagado ninguna multa Doña Leopoldina! Y no es mala mujer. ¡Cuando ella tiene a nadie le falta! ¡Buen corazón y amiga de hacer un favor lo es! ¡De las primeras!… Las hijas, hay de todo… Ya no salen tan a la madre.
—¿Reciben visitas?
—No falta algún pelma que por las tardes mande por pasteles y amontillado. La mayor toma lecciones de guitarra. ¡Es la más punto de todas ellas!
—¿No hay de noche gatos por la escalera?
—Yo, después que pongo el fecho a la puerta, me tiendo a dormir, rendida del trajín diario.
—¿Y el sereno no tiene con usted confidencias?
—El sereno pudiese suceder que se hallase más enterado que una servidora. La pregunta de usted, caballero, toca al privado de la honra. En una casa de siete mujeres, con la madre ocho, no pida usted que todas sean santas. Alguna descarriará más que la otra. ¿Adónde irá usted que no se vean esos ejemplos? Novios por las aceras, eso nunca falta… ¡Que alguno suba de ocultis, tampoco sería chasco!
La portera, flaca, dentona, los ojos descoloridos, el pañuelo en la punta del moño, la raya del pelo con calvas, se apartó con bufido de gata resfriada:
—¡En la acera de enfrente se nos ha puesto un guinda! Pues aún no he sacado la caldereta.
VIII
¡Dame rapé! ¡Dame rapé!
Y así todo el día, el escándalo de la cotorra, frente al guinda de centinela en el esquinazo. La mamá y las niñas tan pronto asomaban como se metían dentro: Eran cubanas: La mamá, hija de un Segundo Cabo. Don Leopoldo y Doña Manuela, aquel entonces gobernadores de la ínsula, la tuvieron en la pila: Fue bautizo de mucho lucimiento, con baile y guateque en Capitanía: Doña Manuela y Don Leopoldo extremaron tanto el agasajo, que la ahijada recordó siempre el baile de su bautizo en los salones de Capitanía. —¡Un sarao digno del Conde de Montecristo!— Las niñas mayores parecía que igualmente hubieran asistido al bautizo de su mamá, tan caídas estaban en aquel cuentito de las Mil y Una Noches. Cuando Hermelinda, la mayor, enseñaba a las visitas el álbum de retratos, ya se sabía cómo acababa:
—¡Los Duques de Tetuán, padrinos de mamá! El bautizo de mamá fue sonado en toda la Isla. Hubo unos helados muy ricos de piña y Jerez. ¡Con el calor de aquel clima, deliciosos! Mamá no lloró más que cuando le pusieron la sal.
Doña Leopoldina —Coronela Fajarnés— se sujetaba los peinecillos, se miraba de refilón toda ella, paraba el rabillo del ojo sobre el descote:
—Los helados no eran de piña. Eran de mango y mamey. ¡Segis, le digo a usted que deliciosos!
—¡Así ha salido usted tan frígida!
—¡No sea usted tunante! El repostero iba a poner champaña en el sorbete, pero mi papá le mandó poner Jerez. Papá era muy patriota y quiso que en el bautizo de su hija todas las bebidas fuesen de España.
Jaleó el Gran Pompeyo:
—¡Un rasgo!
—¡Papá era así!
Confirmó Don Segis:
—¡Un buen catador!
—¡Otro tío guasa! Segis, usted que ha conocido a papá…
—Por el retrato.
—¡Ay, qué tío mala sombra! ¡Papá era ciego por su patria!
—¡Lo mejor del planeta, Europa! ¡Lo mejor de Europa, España! ¡Lo mejor de España, la Almunia!
—¡Ve usted cómo le ha conocido!
Solfeó el Gran Pompeyo:
—No saque usted historias que nos hacen viejos, Leopoldina. ¡Este amigo desea tratar con usted un negocio más serio que casar a las niñas!
—¡No es usted nadie!
—Afine usted la pestaña, Leopoldina… Poca exposición y algunos cuartos es el negocio del amigo. Haga usted salir a los pimpollos.
—¡Niñas, ya estáis remontando el vuelo! Y cuidado con ponerse a escuchar detrás de las puertas. Si viene algún pelmazo, le recibís vosotras en el comedor. ¡Formalidad!
Hermelinda, Manola, Lulú, Leopoldita, Pilín, Silvana y Totó se fueron con el álbum de retratos. Repicaba por el achorizado pasillo el campanillote de la puerta. Tras los visillos del balcón era la jaula de la cotorrita policroma:
—¡Dame rapé! ¡Dame rapé!
IX
La Coronela ofrecióse con alma y vida, apenas malició que podían, por aquella gotera, lloverle unos cuartos, pero cuidó de advertir que lo hacía llevada solamente de su entusiasmo por la causa liberal: Sin embargo, a última hora, si querían hacerle alguna fineza no la rehusaría: Con aquel familión veíase muy atropellada: Fajarnés apenas si se acordaba de mandar dinero. ¡Con el sueldo que tenía y las buenas ocasiones para ponerse las botas! Pero nunca había mirado por el porvenir de su familia:
—¿Usted, Segis, conoce a Fajarnés?
—Leopoldina, dejemos los recuerdos para más tarde. Ahora, a lo que importa. ¿Quiere usted enseñarnos la ventana que cae al tejado de las Trinitarias?
—Es el cuarto de la sirvienta.
El Gran Pompeyo soterró la voz:
—Conviene alejar a la maritornes.
—¡Se la aleja!
—Leopoldina, ¿quiere usted aceptar mi modesta invitación y mandarla por pasteles y Tío Pepe?
El Gran Pompeyo, sonando la plata, puso tres duros sobre el velador. Tapete de malla, caracoles y nácares marinos, una licorera de tómbola. La Coronela, con guiño y sandunga, recogióse la falda. Corretona, soltando un chapín, salió al pasillo dando voces:
—¡Crisanta! ¡Crisanta!
—¡Va!
Crisanta acudió limpiándose las manos al delantal de los friegues.
—¡Mujer, no salgas así!
—¡Fuera bueno que enseñase algo!
—Toma ese dinero y baja por pasteles y montilla. Antes arregla tu cuarto, no me lo encuentre hecho una leonera.
—Con no asomar por allí.
—Esa cuenta no es tuya.
Crisanta era moza serrana, rubiales y pecosa, la boca encendida, los ojos aguas verdes: Con las manos bajo el delantal, entró a tomar el dinero que estaba sobre el velador y se escurrió, gazapera. Murmuró Don Segis:
—Leopoldina, que tome boleta la maritornes y que deje el arreglo de su gabinete.
—A gusto de ustedes.
La Coronela se levantó. El Gran Pompeyo y Don Segis quedaron solos:
—¡Buena hembra! ¡Y toma varas!
—¡Pues a ello, Pompeyo!
—¡Me gustan más tiernas! ¡Las niñas dan el opio!
Venía por el pasillo el taconeo de la Coronela. Entró, perfumada y frufrante, un clavel en el escote, recogidas las mangas del peinador, frotándose las manos con una esencia, las muñecas con pulseras.
X
El cuarto de la sirvienta tenía un ventano azul sobre el tejado de las monjas. Pompeyo sacó el cuerpo, estudiando el paso:
—¡No estaría de más advertir al recluso!
La Coronela, que también quiso curiosear, abría los brazos en balancín sobre un banquillo tembleque:
—¡Sosténgame usted, Segis!
El Gran Pompeyo salió al terrado, y al socaire del ventanillo se quitó botas, chaqueta y calzones:
—Me falta la espuerta para ser el perfecto albañil.
—¡A ver si se rompe usted el alma!
—¡Es usted encantadora!
Quebrando tejas y abriendo goteras pasó al tejado de las monjas y cantando, para advertir al cautivo, se acercó a la bufarda:
—¡Levántate, carcunda,
que las cuatro son,
y viene Espartero
con su división!
El gato, que dormía puesta la tripa al sol, saltó dentro. Vallín levantó la cabeza. Saludó el Gran Pompeyo:
—¡No está usted mal instalado!
Vallín le reconoció sin sorpresa:
—¿En qué piensan los amigos?
—De cabeza nos trae usted. Para esta noche tenemos dispuesto el cambio de nido… Luego se verá cómo sacarle a usted de Córdoba. ¡Está la situación muy negra!
—¡Ya lo sé!
—¡Todos andamos un poco a salto de mata!
Fernández Vallín metía el ojo sobre la vitola de Pompeyo.
—¿Se levanta usted de la siesta?
—¡Más quinqué, compadre! Con esta pinta soy el obrero albañil que le repara las goteras a la Comunidad.
—¿Habló con usted el Niño de Benamejí?
—Traigo su representación.
—¿Se puede ganar a la familia militara?
—Se puede conseguir hasta su complicidad, pero no guardarán el secreto. ¡Es una familia a la polca! Segis velará sobre ella hasta que usted se halle seguro. Usted no hace parada: Meterse por la ventana y salir pitando por la puerta de la calle, dándole el cambiazo a los guardias.
—¿Con qué disfraz?
—El disfraz tiene que ser de acuerdo con el pasaporte que podamos agenciar. De Padre Cura no le veo a usted… De arriero, tampoco. No estaría usted mal de contrabandista. El Niño, que es un águila, nos sacará de dudas. Y hasta más ver, que aún tenemos que buscarle a usted el nuevo nido.
—¡Agencien ustedes que pueda salir de Córdoba!
El Gran Pompeyo le alargó la mano por la bufarda, donde había vuelto a tumbarse el gato:
—¡Se harán los posibles y los imposibles!
Descendió por el tejado de las monjas y se metió por el azul ventanillo donde revoloteaban los rizos de la Coronela Fajarnés:
—¡Es cosa de novela! ¡Será preciso que las niñas no se enteren! Yo he leído algo parecido en alguna parte.
Apuntó el Niño de Benamejí:
—En un folletín.
—¡Yo heroína de novela! Solamente falta que alguno de ustedes se chale y me rapte contra mi voluntad.
XI
Don Epifanio Castro Belona sacaba el gorro por la ventana de su despacho, mirando a la calle: Le apuraba el escrúpulo de comprometerse y la zozobra de los tratos con la tarascona militara. ¿Quién sabe si el tapadillo que le prometía la San Juana? Despidió al escribiente, viendo entrar al sobrino con Don Segis. El sobrino jugaba el nudoso basto con dos dedos. Retumbaron los toneles de su vozarrón:
—¡Tío, bátame usted palmas! He visto al recluso, y esto le dirá a usted mi completa victoria con la hermosa Coronela. ¡Todo arreglado para esta noche!
Apremió Don Juris:
—¿Qué dice el cautivo?
—En el preguntar es usted más conciso que un héroe de Esparta. ¡Aún estoy esperando sus parabienes!
—¡Y te los doy!
—El pájaro pía por aburrir el nido.
—¡La ilusión de todo encarcelado! El hombre, como las aves, ama innatamente la libertad. Es el sentimiento de que se nutre la dignidad humana. ¿Y adónde le llevamos esta noche con alguna seguridad?
Terció Don Segis con un quiebro prudente:
—Ese negocio hay que meditarlo. La calle está muy guardada.
El Señor Castro Belona se abstrajo, maduraba un plan bajo el gorro de terciopelo:
—Preparemos un golpe hábil. Sacar disfrazado al Señor Fernández Vallín. ¿Qué dice usted, amigo Olmedilla?
—Que estamos de acuerdo.
—¿Y de qué le disfrazamos?
Terció el Gran Pompeyo:
—De contrabandista.
Se arrugó, displicente, Don Epifanio:
—¡Música de zarzuela, sobrino! ¡Música de zarzuela! La realidad es muy otra. Un disfraz que no diga nada, que pase en todas partes inadvertido. Unas alpargatas y una chamarreta de proletario. Ésa es mi opinión. ¿Qué dice el amigo Olmedilla?
—A mí se me ocurre que lo más disimulado sería sacarle con una sera de carbón, bien tiznada la jeta.
—Viene usted a confirmar mi aserto en cuanto a disfrazarle de proletario.
—Justamente.
Saludó quitándose el gorro el Señor Castre Belona.
—Me congratula la coincidencia de opinión. El atavío de proletario, completo, sin que falte un detalle, tengo el mayor gusto en ponerlo desde ahora al servicio del Señor Fernández Vallín. ¡Veo la sorpresa pintada en los rostros! ¡Caballeros, nada tiene de extraño!… Yo tampoco me juzgo seguro y todos los días recibo anónimos con amenazas. El Gobernador me tiene entre ojos: Le inquieta nuestra propaganda. Como Presidente del Comité, yo recojo todas las responsabilidades, y no hace muchos días se pensó en detenerme, y fue consultado el Gobierno. Nicolás María paró el golpe. Una noche, sin embargo, estuve dispuesto a fugarme. Anselmita, como es la suma prudencia, no quiso darme la llave del armario donde tenía el disfraz. Se alegrará de verlo fuera de casa. El busilis está en sacar el pájaro del convento.
Maduró el Niño:
—Y proporcionarle papeles.
Don Epifanio se rascó la nuez con el cuchillo de marfil:
—No faltarán papeles. La faena de compromiso es sacarle del convento, con el golpe de policía que allí ha puesto el Gobernador.
—No crea usted… También están muy guardadas las salidas de Córdoba.
—¡Ya lo sé! Tengo mi policía y estoy en antecedentes… Sin embargo, entiendo que no debe permanecer en la capital. Aquí sería mayor el riesgo para todos. Los deberes cívicos no están reñidos con la prudencia. Y para nosotros mismos es conveniente alejarle. ¿Cómo? ¡He ahí el problema!
XII
Tras larga polémica, llegóse a un medio acuerdo. El Niño de Benamejí, para cumplimentarlo, buscó a un mayoral contrabandista, terne de la tralla, que le estaba muy obligado.—El Zurdo Montoya, gallo del cañé en el Corral de la Pulgona.— Allí le avistó, y con una seña le sacó del corro de jugadores, en la sombra de un carromato. Salió el tuno ajustándose la faja:
—¿Qué manda su merced?
—¿Puedo contar contigo?
Entonó el crudo una seguidilla cañí:
—Pregunte su merced si el mozo rubio puede en dejar de salir por las mañanas para arreglar los cuadrantes de los Reinos. ¿Qué otra cosa viene a ser la gachapla del padrino? ¡Con este ruin a toda hora se cuenta!
—Te necesito para trasponer a un amigo y dejarle salvo en el Peñón. ¿Te comprometes?
—Por mi parte se hará lo que se pueda. ¿El padrino trae maquinada alguna industria?
—¡Tú sabes cómo eso se hace!…
—Cómo eso se hace lo sabemos todos los nacidos… No es mucha ciencia. Pero estoy sin ganado, esperando a comprar en la feria de Solana. Tengo el carro sin mulas, que es un tener pan y no tener dientes. En esta semana compro tiro. Vendí en la cuadra para ir a la feria con jandoripen, sin supedito… Con el sonacai pronto el que tiene pestaña guipa las ocasiones y se saca otro provecho. La persona se halla a todo pronta. Eso dicho se está. El padrino me manda.
El Niño de Benamejí puso una mano en el hombro del terne:
—Te paso la escusa y hasta las ferias de Solana… Si para entonces no he salido del compromiso, te buscaré. ¡A ver si también tú me resultas rana!
—Padrino, no merezco esa mala razón.
—El tiempo lo dirá. Yo me voy esta noche a Los Carvajales.
—¿Cuándo es el herradero?
—Mañana.
—¿Será de lucimiento?
—Como todos los años.
—No ha mucho he pasado por aquella parte, y vaya unas pinturas. ¡Ni en Jerez he visto potros más bien sacados!
—Asómate por ahí, que puede haber changa.
—¡A qué otra está un pobrete, padrino!
—Déjate ver. Si antes no se puede trasponer el contrabando, contigo cuento.
—¡Hasta el finibus!
—¡Búscame en Los Carvajales!
—¡Mediante Dios!
—No faltes.
—No faltaré.
—Estás convidado.
Don Segis le dio la mano y se fue jaquetón con el cigarro atravesado en la boca y el sombrero aburrido sobre una ceja. Se cruzó con un galán verdino, y se saludaron:
—¡Con Dios, Don Segis!
—Con Dios, Linarejo.
Y el galán verdino fue a sentarse con el Zurdo Montoya. Tramitaban engaños para la venta de un caballo loco.
XIII
El Palacio de Torre-Mellada en Córdoba era un caserón destartalado: —Atrio de limoneros, cales rosadas, iris de un surtidor, arábigos arrayanes, doble arquería del orden toscano.—La Sala del Archivo, rejas y puerta de complicados entalles, estrellada de clavos enormes, caía a la verde penumbra del patio. En la tórrida galbana adormilábase la canturía de unos albañiles, que andaban a gatas por el tejado reparando goteras. En la Sala del Archivo acogió el marchoso administrador al inflado Señor Gálvez.—Don Pedro Gálvez, de Puente Genil, empaque de mayor contribuyente, personaje de pueblo, juez de paz unas veces, otras alcalde, cacique con votos y olivas:
—Estoy muy disgustado con Benjamín. Augusto me escribe en el mismo sentido. Benjamín debió haberse quedado en Madrid. Le hubieran detenido, pero sólo algunas horas. Augusto hubiera parado el golpe. ¿Qué podía sucederle? ¿Que lo metiesen en un barco y lo plantasen en Canarias? Pues todos nos alegraríamos de tenerle allí sujeto.
—Le arde la sangre revolucionaria, Señor Don Pedro. Y siendo así, ¿qué prudencia va usted a pedirle?
—¡Me tiene muy disgustado! ¡Sabe usted cómo están aquellas mujeres! ¡Rosarios y novenas! ¡Luces encendidas por toda la casa! ¡Lo menos que se lo figuran es en capilla! ¡Me tienen loco!
Le abrió los brazos Don Segis:
—Véngase usted a Los Carvajales. Asiste usted al herradero y se distrae y se saca usted unos días de quebraderos. Al Señor Marqués le colmaba usted el gusto. ¡Anímese, Don Pedro!
Bajo el espectáculo de la consternación familiar arqueaba las cejas el hacendado de Puente Genil:
—¡Me tienen loco aquellas mujeres!
—Véngase usted a Los Carvajales.
—¡Me retiene ese mala cabeza!
—Don Pedro, cachaza. El Gobernador no tiene rejo para meter un registro en el convento, y si tenemos esperas, ocasión vendrá de hacer las cosas en debida forma. Ya estudiaremos alguna travesura para trasponer el contrabando. Un tunante que me debe no estar en presidio se me ha rajado, y las razones que me opuso aún no sé si son verdades. El tiempo para ponerlo en claro no será muy largo.
Don Pedro Gálvez se mesaba el perillote de la luchana:
—¡El Zurdo Montoya me ha dado igual desengaño!
Saltó el marchoso Don Segis:
—Nos hemos ido sobre la misma querencia. Ese tunante se calló como un muerto que usted le hubiese buscado. ¿Cómo se disculpó con usted?
—No creo que fuese disculpa: Me aseguró que no tenía ganado.
—A mí, lo propio.
—Siempre lo hallé dispuesto y no creo que ahora…
—La gente se vuelve ingrata.
—Del Zurdo Montoya no lo creo.
—Pronto saldremos de dudas. Yo, como usted, siempre le he tenido en el mejor concepto, y aún no se lo pierdo. Le libré de una condena.
—Ya lo sé.
—Tiene la sangre muy acalorada, pero yo también la tengo, y la causa puede resucitarse. Me conoce y sabe hasta dónde llego…
—No habrá caso.
—En esa idea estoy, y espero a la feria. Decídase usted a ver nuestras fiestas, que este año van a ser de lucimiento. ¿Nos vamos a Los Carvajales?
—No desecho completamente el ofrecimiento.
—Si usted se decide, expídame un telegrama para salir a la estación de Pedrones. Y vaya usted dispuesto a firmar la escritura en Solana. Hay que proteger a ese notario, que es un padre de familia.
XIV
El Gran Pompeyo esperaba noticias en el comedor de la Coronela: Y en medio de la sosada del juego de prendas, cuando el pañolito iba de mano en mano con fláccido vuelo, he ahí que se abre de capa y hace la jarra:
—Niñas, un servidor convida. ¿Dónde les hace a ustedes pasar la velada?
Clamó el coro femenino palmoteando:
—¡Mamá!
—¡Mamá!
—¡Mamá!
Entró por una puerta la mamá, sujetándose los peines:
—¿Estáis locas, niñas?
—¡Éste, que convida!
La Coronela Fajarnés gachoneó los ojos:
—¡Usted siempre tan galante! No puedo consentir que por estas chicuelas se sacrifique usted…
Leopoldina jugaba la comedia, pues era acuerdo anterior alejar a las niñas para meter en casa al fugitivo. Pompeyo, con un ademán, abarcó el ramillete de las niñas coronelas:
—¡Eso y mucho más se merecen estas caras de ángel!
—¡No me las levante usted de cascos, que van a creérselo!
Revolotearon por el pasillo tacones y faldas, vocingles y chuchurrines.
—¡Las tenacillas!
—¡Soy la mayor!
—¿Acabarás con el peine?
—¿Dónde están los polvos?
—¿Mamá, tú vas a rizarte?
—¡Todo el día estoy con jaqueca! Pompeyo, no me hable usted de ver la calle.
Totó, la más pequeña, llevó la noticia a las mayores:
—Mamá sale ahora con que tiene jaqueca.
—¡Pues saldremos sin mamá!
—¡Qué socorrida es la jaqueca!
—¡Ya la convencerá Pompeyo!
—¡Le da rabia que nos divirtamos!
Las niñas coronelas, sentadas por los baúles y en las camas, se estiraban las medias, dejaban caer los galorchos, gritaban por el calzador:
—¡Espérate!
—¡Pues date prisa!
Hermelinda encaróse con Totó:
—Pregunta a Pompeyo que adónde nos lleva.
Volvió Totó batiendo palmas.
—¡Al Circo! ¡Al Circo! ¡Al Circo!
Las niñas, que se peleaban ante el espejo por la brocha de polvos, quedaron deslumbradas.—¡Aquella misma tarde, desde sus balcones, habían visto el desfile de monos, titiriteros, dromedarios y jaulas de fieras, bellos acróbatas, alegres payasos!—Quedó vacía la caja de polvos.
—¡Pilín! ¡Silvana! ¡Tiradme del corsé!
XV
Aún alborotaban las niñas por la escalera cuando ya estaba sobre el ventanillo de la maritornes la luz de una contraseña. Eran en el guardillote el solemne Don Epifanio y Don Segis. Con las cabezas tocaban el cañizo de la techumbre. Por el ventanillo, abierto, entraba un gran silencio de terrados y chimeneas, recogido en el cielo de estrellas. El farol, retirado del alféizar, alumbraba puesto sobre el baulete de la moza. La Crisanta había recibido el aguinaldo de una columnaria para convidar al novio, un quinto de su pueblo. En el fondo de la casa cantaba playeras la Coronela. Don Segis ponía toda su atención en mirar por el ventano: Don Juris, acurrucado a los pies del catre, se alarmaba solemnemente, la atención zozobrante entre el ay de la espera y el boga, boga, marinero:
—¡Mujer de gancho!
—Pues no pierda usted el tiempo.
—¡Muy peligrosa!
—¡Cuestión de trasteo!
—Crea usted que siento haber conocido a esta mujer. Estamos en sus manos expuestos a caer en una ratonera. ¡No lo hemos pensado! ¡Puede entregarnos inermes a la policía! Real y verdaderamente, si no lo hace es una heroína y tiene derecho a un altar en nuestro corazón. ¿Pero cree usted que sea otra Mariana Pineda? Puede costarnos muy caro este servicio a la causa revolucionaria. ¡Con ello y con que luego lo olviden nuestros prohombres!
El Señor Castro Belona amuebló la sombra con los roncones de su enfisema. En aquel momento el fugitivo pasaba la zanca por el ventanuco:
—¡Viva la libertad!
Descubriendo la pinta de la luna saltó dentro. Don Epifanio se sorprendió de que toda la atención se le fuese al canto de la Coronela:
—Deja el remo,
batelera,
que me altera
tu manera
de remar…
Como Ulises, Don Epifanio se tapó las orejas:
—¡No perdamos momento! Urge salir de aquí.
Don Segis se recostó sobre la pared, con la lumbre del cigarro en la boca:
—¡Ya discutiremos eso!…
Don Epifanio había extendido sobre el catre las prendas para disfrazar al prófugo, y se las ofreció con gesto solemne:
—¡Aun a riesgo de comprometer la preciada libertad, le dejaremos a usted fuera de puertas! En Villar Grande un compañero de mi profesión está en antecedentes. Bastará con que usted se presente y le diga: ¡Naranjas!
—¿Villar Grande, cuánto dista?
Bromeó Don Segis:
—Pasa de una legua y no llega a veinte.
Se pavoneó Vallín:
—¡Tendré un buen caballo!
Don Epifanio bajó la voz con afectado sigilo:
—¡Vamos a disfrazarle de humilde proletario! Un servidor se ha puesto alguna vez esas ropas… No aduzco el hecho para dignificarlas, sino como un antecedente…
—¿Pero he de andar a pie ese camino?
La ingratitud del criollo picó a Don Juris: Despegándose de la pared dio con la cabeza en el techo. Retumbó el golpe:
—¡A pie o a gatas!
—¡Me han jorobado!
Fernández Vallín, desabrido y con mal gesto, comenzó a vestirse las burdas prendas, extendidas sobre el catre de la maritornes. El Niño puso el candil en un clavo y tomó asiento sobre el baulete:
—Querido Benjamín, con que usted se pruebe el vestuario nada se pierde. Que pueda concertarse la fuga para esta noche no lo juzgo tan mollar como el amigo Don Epifanio. Villar Grande está lejos y esas carreteras muy vigiladas.
Cortó rotundo el cubano:
—Segis, como quiera que sea, no vuelvo a entumecerme en el desván de las Madres. El compromiso de mi tía es muy grande.
Asentían los hipos asmáticos del Señor Castro Belona:
—¡Mi consejo es alejarse! ¡Alejarse! ¡Volar lejos de Córdoba!… Mi proyecto está cuidadosamente estudiado. En Casariche…
Don Segis sacó lumbre del veguero:
—¡Me lavo las manos!
XVI
La Coronela vino a pulsar en la puerta y tuvo un alboroto de risas entrando:
—¡Ay, qué gracia! ¡Ni su mamá la reconoce!…
Se amoscó, disimulando con bromas, el criollo:
—¿No le parezco a usted bien, paisana?
—¡Me ha dado usted flechazo!
El Niño y Don Epifanio, arrimados a la pared para dejar lugar, disentían en voz baja:
—¡No engaña al más topo con esa pinta!
—¡Porque está usted en el secreto!
La Coronela Fajarnés se volvió:
—¡Era de menos anchuras el difunto!
Confirmó, burlándose, Don Segis:
—Menos anchuras y menos guinda.
La Coronela tomó el farol y pasó la luz sobre la figura del disfrazado, desde la frente a los pies:
—¡Todo flamante!
Fernández Vallín, corrido y contrariado, mirábase los calzones, que apenas le rozaban los tobillos, y las mangas del camisote, sobre las sangrías.—El apresto y los dobleces de aquellas prendas estaban diciendo a voces su estreno.—Lo ridículo de su traza le infundió, con un resentimiento vanidoso y agudo, el absurdo deseo de cubrirse con una careta: Esta sensación de que con la careta se sustraería a las miradas era como el revenir de una credulidad perdida en remotos avatares: Nacido en un ingenio de azúcar, canciones de negras esclavas habíanle adormecido en la cuna: Músicas y bailes cimarrones habían ilustrado su infancia, en las luces del trópico, frente a la fábula del manigual poblado de serpientes. ¡Acaso llevaba en la sangre un escondido efluvio de canela el travieso revolucionario! La Coronela volvió a pasarle la luz por el perfil de la figura. Vallín abría los brazos, náufrago, indiferente, en una suprema entrega al ridículo de su disfraz. La Coronela, sentada en el suelo, con la luz a un lado, reía enseñando la garganta. El prófugo, herido de aquella risa, le dio un puntapié a la luz. Saltó en pie la Coronela:
—¡Una gracia!
Vallín, prevaliéndose de la oscuridad, la aprisionó por el talle. Ella rió disimulando, y con un mismo impulso, en silencio, se besaron. La Coronela Fajarnés apretaba los labios fríos sobre el disfrazado criollo hasta hacerle daño. El Gran Virgilio rozaba un fósforo. La Coronela Fajarnés renovó su risa en la oscuridad y, orientada por el ventanillo, abrió la puerta:
—Vamos a mi gabinete.
XVII
Un quinqué de porcelana alumbraba sobre el velador con tapete de ganchillo. La Coronela, luego de pasar la punta del peinador por el espejo de la cómoda, llamó a Vallín:
—¡Contémplese usted!
—¡Qué aire absurdo! ¡Parezco un náufrago!
Leopoldina y Don Segis, con burlas a dúo, celebraban la facha del criollo. El Niño acabó poniéndose serio:
—Benjamín, insisto en que lo más prudente sería que usted se volviera al desván de las monjas. Ya le sacaremos a usted en condiciones. Espere usted mi vuelta de Los Carvajales.
—¡Imposible, Segis!
El Señor Castro Belona habló con docta madurez:
—Yo observo, y digo resumiendo mis observaciones: ¿Qué falta y qué sobra en el disfraz de nuestro amigo?
Retoñó el enojo de Vallín:
—¡Parezco un náufrago!
—¡Muy bien! Pues vamos en lo posible a darle un carácter al disfraz: Se le hace algún desgarrón, se le mancha, no se le dejan dos botones parejos. Amigo Vallín, de obrero sin trabajo le haremos a usted mendigo. ¡Pero hay que sentirse un poco actor!
Vallín se quitó la chamarreta y, con algunos tirones, desgarró las mangas y el cuello, después la arrugó como una rodilla, pisoteándola. Propuso Don Segis:
—Muy conveniente trasquilarse la patilla, lo que llamamos los clásicos afeitadura de tijera. ¿Leopoldina encantadora, quiere usted suministrarnos ceniza del fogón y hollín de la chimenea?
—¡Ahora mismo!
Con intriga corretona fugóse la tarasca, y puestos los ojos en la puerta apagó discretamente la voz el Señor Castro Belona:
—Mentira parece que esa mujer pueda ser la mamá de una prole tan numerosa. ¡Representa más joven que sus niñas!
Apuntó Don Segis, con jonjaneo:
—¡Y lo es! Simboliza la eterna juventud. Don Epifanio, vamos a conquistarla entre los dos… Para usted solo esa mujer me parece demasiado.
Repulgóse, con aire muy digno, Don Epifanio:
—Me apena profundamente oírle a usted ese lenguaje. Esta señora, por el servicio que nos presta y por ella misma, merece mis más respetuosos homenajes, téngalo usted entendido. ¡El honor de las mujeres para mí siempre ha sido sagrado!
El Señor Castro Belona hablaba con atildada emoción, ingenuo y pedante. Se acercaba por el corredor el taconeo de la Coronela. Frufrante, arremangándose los brazos, entró portando un lebrillo: Calóse los lentes Don Epifanio:
—¡Ya trae usted hecha la mixtura! ¡Es usted una mujer admirable!
La Coronela le puso en las manos el lebrillo con una mirada de lanzadera, sin excusarle ni mohín ni sonrisa. El Señor Castro Belona, ante aquellas muestras, lejos de animarse, cayó en un abatimiento de enamorado sin esperanza. Fernández Vallín, puesto ante el espejo, metía las manos en el lebrillo y se refregaba la cara: Quedó con tanto tizne, que parecía un náufrago escapado por una chimenea. Leopoldina, volándose al recuerdo de un novelón con estampas, le sacó el parecido:
—¡El vagabundo de Clermont-Ferrand! ¡Pero exacto!
Gachoneaba los ojos sobre el criollo, y con celoso pique miró su reloj Don Epifanio:
—Toca a su término la función del Circo. Pronto esta amable señora tendrá el gozo de volver a verse con sus niñas. ¡Urge el tiempo! Amigo Vallín, no se olvide usted de las instrucciones. Nosotros, sus amigos, le deseamos la mejor suerte. ¡Comprendo que el hombre para quien todo son triunfos en el mundo, que obtiene el homenaje de las mujeres, quiera vivir! ¡Cómo le envidio la juventud!
Don Segis alternó un guiño entre la Coronela y Vallín.
—¡Filosofa usted, Don Epi!
—¡Filosofía de sepulturero!
Le puso una vara la Coronela:
—¡Usted, Don Epi, es un hombre en lo mejor de la edad!
Suspiró discreto, el Señor Castro Belona:
—¡Sí, soy viejo; pero ello no impide, señora, que me lleve de usted un imborrable recuerdo! Me ha parecido usted esta inolvidable noche una segunda Mariana Pineda.
Don Epifanio tenía en la voz los trémolos mortecinos de un candil romántico. Estudiado de palabra y sin perder la ingenuidad del sentimiento, se decoraba el buen señor con la pedantería literaria de los conspicuos liberales cuando entonaban en los teatros La Pitita el General Riego.
XVIII
Moviéndose en la punta de los pies, con celo folletinesco, tropezándose las manos, pusieron los últimos retoques en el disfraz del criollo la Coronela y Don Epifanio. Don Segis, plantado enfrente, insistía desaprobando la fuga, y enumeraba los riesgos con doctrina de veterano caído en aquellos lances. La Coronela se lanzó fuera del gabinete, arrastrando a Don Epifanio:
—Nosotros nos entendemos.
Corrieron a la cocina, y por el pasillo, ayudándose, tropezándose, trajeron a rastras la sera del carbón que completase el carácter del fugitivo, según el meditado plan del Señor Castro Belona. El Niño se barrenó la frente con un dedo:
—¡Tenemos a Don Epi chalado!… Y usted, Benjamín, perdóneme que le aconseje…
Fernández Vallín le clavó las pupilas, resaltadas de blanco en el tizne de la cara, pupilas de carbonero:
—A usted, Segismundo, ¿le parece una temeridad?
—¡Una locura!
—¡A mí, lo mismo!
—¿Pues entonces?
—¡Precisamente por eso!
—¡No lo entiendo!
—La fortuna es de los audaces.
—Benjamín, los valientes y el buen vino…
—Cuentos de comadres.
—No digo nada y vamos andando. Encantadora Leopoldina, volveremos a vernos.
Cortó con emocionados hipos el Señor Castro Belona:
—¡No pretenderá usted que salgamos en grupo, Segismundo! Entiendo que debemos darnos un abrazo fraternal y salir escalonados: Vallín, delante, rompiendo marcha, entregado a su destino. Usted, Segismundo, algunos pasos distanciado. En cuanto a mí, juzgo un deber no abandonar a esta angelical señora. Y si me autoriza, quedaré acompañándola hasta la vuelta de sus niñas.
La Coronela le tendió la mano:
—Es usted más galante que los pollos del día. ¡Así me gustan a mí los hombres!
Gachoneaba los ojos, avivándose el carmín de los labios con la punta de la lengua: Corrió al balcón y, lanzada a las resoluciones heroicas, atóse una liga, encandilando al policía apostado en la acera. Con breve intervalo, asomaron en la calle Vallín y Don Segis: Distanciados, sin contratiempo, esforzándose por retener el paso, doblaron la esquina. Resonaban las voces de una tasca: La luz de la puerta cortaba la calle.
XIX
Fernández Vallín, asegurado en que nadie le seguía, mirando atrás, apresuró el paso.—Callejuelas mal alumbradas, faroles trasnochados, palmas que requieren al sereno.—Salió a la ronda, y en la orilla del río tiró la sera de carbón para ir más libre. Sobre el puente brillaba la lumbre de un cigarro. Majuelos con algo de olivar ceñían la polvorienta carretera. Alto cielo, verdes luceros, nocharniego concierto de grillos y sapos, una hoguera sobre un collado, espejos del río, juncales, médanos de luna, en los olivares la castañuela de los mochuelos. Sobre el puente, remota, una sombra levanta los brazos: Brilla la lumbre del veguero. Vallín recordó los presagios del Niño. Se santiguó:
—¡Dios sobre todo!
En los primeros pasos alentóse con gallarda resolución, un impulso romántico prestigiaba su aventura revolucionaria: Lentamente sobrevínole una angustiada mudanza del ánimo, ante la recta sin término de la carretera. Con la fatiga del camino se juntaba el bordoneo del caviloso pensar, inscrito en los círculos de una torva incertidumbre, apretado en ellos, temoso, monótono, sin poder salir fuera de aquel pleroma. La clara noche, los verdes luceros, el silencio del campo, la indiferencia taciturna de todas las cosas, quitaban sentido a los afanes del mundo, los diluían en la angustia de un fin último. Recordó los años juveniles, los estudios, las devociones en el colegio de jesuitas, los propósitos que entonces tuvo de profesar en la regla de Loyola. Se apagaban las estrellas. Ante los ojos del fugitivo aparecía la visión de un pueblo de adobes, con gruñidos y cacareos. Bordeaba la carretera la erosión barcina de un cerrillo.—Grises de olivar; la medalla de la luna en el cielo, sobre las rosas del alba; el artilugio de una noria seca.—Estaba franca la puerta del ventorrillo, y la dueña, refajo, chanclas, pañuelo pingón por los hombros, barría la entrada. Vallín se detuvo irresoluto. Sobre una cerca le ladraba un perro. La mujer del ventorrillo, recogida al umbral, le observaba suspicaz:
—¿Qué se ofrece? ¡No estoy sola en casa!… ¡A ver si tomamos soleta! ¡Aquí no se mantienen holgazanes!
Vallín, llevándose de su natural altanero, puso en entredicho el disfraz:
—Yo pago mi gasto. Sáqueme usted una copa y un rosco y vea usted, tía maulona, si la moneda es de recibo.
Con insensato resentimiento ponía un duro en mano de la mujeruca, que se agachó para sonarlo.
—Suelta otro, majito, que éste tiene hoja.
Vallín iba a dárselo, pero repentinamente sospechó la retorcida intención de la ventorrillera, caído en cuenta de lo que requería el disfraz.
—¿No le parece a usted de ley?
—¿Qué deseaba usted?
—Ya lo he dicho. Una copa y un rosco para andar camino.
—¿Va usted muy lejos?
—Voy adonde encuentre trabajo.
—¿Y no tiene usted otra moneda?
—No la tengo.
La ventera se entró al ventorrillo, y a poco salieron, con garrotes, un mozo y un viejo. Preguntaron a una:
—¿Qué se ofrece?
—¡Reparar las fuerzas!
Intimó el viejo con ceñuda amenaza:
—¡Ya estás tocando marcha! Aquí no tenemos cambio para la moneda que has dado a la parienta.
—¡Pues a volvérmela!
—Eso es muy justo, majito.
Asomó la mujeruca, que tiró en medio de la carretera un duro taladrado. Vallín se inclinó para recogerlo, y al descubrir la engañifa perdió toda continencia:
—¡Ningún hijo de zorra me roba a mí impunemente!
Sacó, arrebatado, un revólver, y alborotóse el grupo ventorrillero, que se metió a los adentros batiendo de golpe la puerta y poniendo las trancas. Comenzó un rifirrafe de insultos y amenazas por las dos partes:
—¡Miserables!
—¡Cabra! ¿De qué presidio escapas?
—¡Bandidos!
—¡Sinvergüenzas!
—¡Ladrones!
Fernández Vallín reprimió los impulsos de su sangre criolla, que le pedía a voces descargar los siete tiros de revólver sobre la puerta del ventorrillo.—A lo lejos brillaba la chapa del peón caminero, recomendándole prudencia.—Siguió adelante, recaído en la zozobra de cavilaciones y presentimientos, contrariado de su conducta en la pasada gresca, prometiéndose no volver a salirse de lo que pedía su disfraz: Caminaba con hambre. Por un cerro amarillo trepaba el cabrero de un rebaño. Eran las lejanías, por aquella parte, como límites de un lago rosa y celeste: Con el sol encendíase el verde de los majuelos en resaltados cuarteles. A una y otra orilla de la carretera, dilatados campos de mieses, apasionadas olivas color de polvo, navas y vargas, toros y jarales.
XX
Entre olivas, a la vera del camino, acampaba un familión de gitanos. Las mujeres se peinaban las greñas. Críos desnudos, perros rabones, amatados jamelgos, asnos meditabundos, metían en ruedo de polvo el carricoche pintado de azul, con toldete de remiendos. Pasaba Vallín de largo y le dio voces una gitana, que levantaba al corito churumbel azotándole la nalga:
—¿Llevas un mixto?
—No llevo nada.
—¡Cachéate bien, rubio serafín!… ¡Me ha escarriado el apaño este venido de las negras calderas!
Tornó a zurrar la nalga del travieso, y le dejó revolcándose en una hoya, llorando a moco y baba. Vallín simuló registrarse.
—Lo dicho. No tengo.
—No hay más que rascarse y esperar que pase algún santo con ese avío. ¿Tú qué norte haces?
—Busco trabajo.
—¿Trabajo buscas, y no encuentras? ¿Quieres tú más trabajo que correr el mundo para no sacar ni un pedazo de pan negro? El que nace sin estrella, con sólo la carga de su suerte, tiene trabajo superado… ¿Y tú de dónde eres? Tú no eres lo que aparentas.
Vallín disimuló:
—Ahí atrás me han tomado por el Saca-Mantecas.
—Ni eres saca-untos ni saca-bolsas.
—Pues seré lo que tú quieras.
Vallín se inquietaba mirando a la ceceosa, suspenso, como en aliento de serpiente. Era flaca, culebrina, morena, con un ojo velido: Se volvió a un vejete que miraba desde un carricoche:
—Estamos sin avío para hacer lumbre, tío Ronquete.
—Ráscate el jopo.
El tío Ronquete echó el busto fuera: Le cubrían el pecho sartas de rosarios, cruces y cadenetes: Mordía alambrillo con un diligente alicate. El vejete aceituno, con el pectoral de brillos devotos, emocionó a Vallín: Le trajo el deseo piadoso de ponerse un rosario al cuello: Pensaba estar más defendido. Se le apareció el abandono de su casa, las velas encendidas a los santos, las novenas familiares, la alta noche y el llanto que la olorosa cabellera reprime en la almohada:
—¿Quiere usted venderme un rosario?
—Si usted paga lo justo…
—¿No estarán benditos?
—¡Benditos por el propio Padre Santo! Y toda la fabricación que sale de mis manos, al igual. El comercio recibe bendito el género, y si las cuentas y el engarce están santiguados, no mete duda que lo estará el rosarete. A ver si nos ajustamos. ¿Cuál te hace el ojo?
Vallín, disimulándose con el habla popular, eligió un rosario: Se arañaba el bolsillo y regateaba el precio con la experiencia de la pasada trifulca.
—¡Catorce cuartos es demasiado! ¡Real y medio!
El tío Ronquete le alargó el rosario:
—¡Pierdo contigo dos cuartos, majito!
Fernández Vallín se lo puso al cuello.
—¡Con otro los ganarás!
—Es la ley del mundo, majito. Te llevas un rosarete de gusto. Mira el engarce.
Dos mozuelas se atusaban la greña, alternando un cacho de espejillo, el peine sin púas y el pringue de la alcuza para matarse las liendres. Saltó, avispada, una de aquellas endrinas:
—¡Dátil fino! ¡Déjate conmigo alguna cosa!
De un escriño sacaba collares en sarta, cadenillas con cruces y patenas, luces y cabrilleos de latón y cristales. Vallín contaba los cobres de la vuelta.
—¡Este rosario me representa una semana de hambre!
—¡Tito arremonjado, mira esta gargantilla! ¿No tienes tú una chavi para quien me la mercar?
Advirtió el viejo:
—¡Ostelinda, deja el rebridaque!
Otro tizne venía cantando por la carretera, y un asnete trotaba delante, con la feria de calderos y peroles:
¡Entre sol e sombra
asoma la aurora
e tocan tambora
en Sebastopol!
XXI
El compadre de las calderas se contraseñó con la culebrosa del ojo velido, y bajo unas olivas se juntaron a tratar en secreto. Ostelinda echaba sus sartas en el escriño:
—¡Poca sal tienes, morcilla ajumada!
Vallín se puso al camino con renovado ánimo. El rosario que llevaba al cuello le servía de escudo. Una voz secreta le había impulsado a comprarlo. Se apartó cediendo camino al otro tizne que venía detrás apurando el asnete cargado de peroles. Se detuvo el compadre:
—¡Buena ha sido la zaragata del ventorrillo!
Acautelóse Vallín:
—¡Cosa de nada!
El compadre aguijó al borriquillo y, viéndole correr delantero, emparejó con el mohíno criollo:
—¡Esa familia es de lo peor que se ha visto!
Vallín se detuvo con aire bravucón:
—¡A mí no me va nada!
El de los calderos se puso a cantar, aguijando con la punta del verduguillo los cuadriles del asno:
—¡Viva Garibaldi,
nostro Capitán!
Se levantaba el sol alargando la línea uniforme de la carretera, entre los campos de mieses, por engañosas lontananzas de marinos horizontes. A la entrada de un lugarón, el pastor comunal sonaba el cuerno, y por todas las callejuelas acudían piños virriatos de ovejas y cabras. Madrugaba el lugarón envuelto en olores de establo y jarilla quemada. Caserío corcovado y tapiales con chumbos se apretaban a la sombra de un tejadillo campanero, bajo el gallo de la veleta, que recortaba con tinta china su vuelo, inmovilizado en la rosa del alba. Sobre el arco de un puente desfila en un caballejo el pardillo de manta y catite, la negra rueda del sombrerote sobre la oreja. Yuntas de ganado muleño labraban una heredad partida por un camino carretero:
—¡Buen día de calores se presenta!
Trotaba el asno con su música de peroles y calderetes, aguijado por el verduguillo del compadre. El encubierto criollo se desazonaba viéndole a su lado. El de los cobres le brindó con la petaca:
—No lo gasto.
—Nuevo eres en andar caminos. Para disimular las cuestas se ha inventado el tabaco. Pregunta a una tropa en marcha si prefieren pan o tabaco. Hubieras tú militado como este ciudadano. ¿Sabes tú quién es Garibaldi?
Murmuró Vallín, divertido a su pesar:
—¿Garibaldi has dicho?
—¡Garibaldi! El moderno Napoleón. Yo he servido en sus filas. Sépase que este ciudadano es un revolucionario enemigo personal del Papa. Con este ciudadano puede usted franquearse. Usted no es lo que aparenta, usted se ha disfrazado para escapar de alguna gorda. Las manos de usted no son las del hombre trabajador. Y si son, enseñe usted los callos.
Amontonó el ceño el criollo:
—He sido escribiente.
—¿Y cómo tanto ha bajado?
—¡Las enfermedades!
Le miró el tuno de los calderos:
—No valen disimulos con esta calandria. Usted escapa del Gobierno. Y como es usted el niño de la bola, se ha encontrado con el ciudadano Martínez de Casariche. En Casariche pregunta usted, y allí le informan hasta los perros de quién es Martínez el Garibaldino. Me conocen con ese nombre por haber servido en las filas del Gran Patriota. El Prim de la Italia, que le pone las perras a cuarto al Padre Santo. ¡Caballero, puede usted confiarse!
—A ti te ha contado un cuento la tuerta del rancho.
Vallín, si con las palabras aún persistía en disimularse, en lo recóndito del ánimo ya se inclinaba sobre el propósito de confiarse y tratar con el tunante. Por los remotos confines de un altillo asomaban dos siluetas con luces de charoles:
—¡La Pareja! Apartémonos del camino, que no es conveniente el encuentro.
Fernández Vallín permaneció irresoluto sobre la carretera, sorprendido de la prisa con que el tuno metía el asnete por una senda traviesa. Comprendía que seguirle era confesarse, y aseguró jactancioso:
—¡Se me da un pitoche a mí de los tricornios!
Le encaró de lejos el compadre:
—¡Ojo! ¡Esa gente no se apea de pedir los papeles!
Fernández Vallín, desabrido, se salió de la carretera, y murmuró el tunante:
—¡Se guipa alguna cosa!
XXII
Por sendas de jaras y retamares entraron a Monte Lebrija. El calderero, vaqueano de aquellos parajes, guiaba hacia Torre Lucera. Vallín, rendido de hambre y de sed, quemados los ojos del polvo, del sol, del sueño, sentía mayor desmayo al ver el mocho almenaje, siempre en lejanía, destacado sobre el horizonte, en una nava de tierras paniegas: Caminaba irritado, pisando la sombra del asnete, que tanto se detenía oliendo las jaras como arrancaba trotero, con música de peroles y calderas. Un enjambre de moscas volaba sobre los ensangrentados cuadriles del bertoldo. El Garibaldino no dejaba la sonsaca:
—Aparentando carecer de posibles saca usted un chulí en el ventorrillo del Maluenda. ¡Para que afile la pestaña el más primavera! Caballero, no lo tome usía a molestia, pero usía es un personaje de muchas campanillas. Sujeto que para escapar de la Justicia se viste de paria, o es un personaje, o un desgraciado de muy poca pupila para guipar lo que sucede en la feria del mundo.
Por las jaras, en aquel pronto, salieron voces, perros y escopetas.
—¡Alto y pecho en tierra!
Vallín, con arrebatada lucidez, reconoció en los asaltantes al mozo y al viejo del ventorrillo: Hizo un disparo y vio volar el sombrero del mozalbete. El padre y el hijo se aplastaron en las jaras. Espantóse el asnete, arrastrando en soga peroles y calderos. Vallín, entre el desgarre de ladridos, esperó el estruendo de las ocultas escopetas. El Garibaldino levantaba los brazos y se ponía por delante.
—¡Amigos, no son maneras! Me interpongo para bien de todos. Vosotros bajáis las carabinas. ¿Es que vamos, por menos de nada, a tener aquí un zafarrancho? ¡Que se os quite de la cabeza! ¡La muerte de un hombre no se esconde así como quiera! Eso se queda para casos más extremos, y no está medio bien buscarse ahora un finibusterre.
El viejo salióse al camino, con el cañón de la escopeta vuelto a tierra:
—¡No me asusta el presidio!
Le siguió el mozalbete, que se había distanciado a la busca del sombrero:
—¡Si a rozarme llega, me le como las entrañas!
El tuno de los calderos fue por el borriquillo, y teniéndole del ronzal inició el parlamento:
—¡Adónde vais vosotros con tantos humazos! El que más y el que menos tiene su contrabando y no está sin la ojeriza de la Pareja. Hay mucha vigilancia estos tiempos.
—¡Repito que no me asusta el grillete, y este muchacho es mi sangre!
El tuno de los calderos se puso a picar un cigarro:
—¡Sois unos ángeles!
Comenzaron los parlamentos y socaliñas. Fernández Vallín, receloso, con el revólver montado, atendía a la conchaba para aliviarle de dineros. Al cabo de cuentas, los tres tunos convenían en ayudarle.
—¡Entendidos!… ¡Y el sonacai por delante!
XXIII
Fernández Vallín, que atendía con un fulgor de cólera, repentinamente se desató en verboso torbellino de temerarias jactancias: Empuñaba el revólver. Tenía el arrebato lúcido, la fría y apasionada tensión de los jugadores en el tapete verde, y a sabiendas arriesgaba la vida en aquel albur de bravatas:
—¡Esto se resuelve a tiros! ¡La vida para mí no es nada! ¡Al primero que haga un gesto le dejo frío! ¡Canallas! ¡Ladrones! ¡Miserables!
Como el viejo y el mozo levantaban las escopetas, tornó a mediar el otro tunante:
—Ahora le ha llegado a este caballero la vez de cantar su valentía. ¡Calma y buen tiempo! Este caballero tiene la mosca en la oreja porque de antes le habéis escamoteado un chulí con muy mala gracia: Caballero, usted no se acalore. El paso en que usted se ve no es nuevo. Usted, como cualquier nacido, tiene sus cuentas con la Justicia y excusa verle la cara. Pues vamos con estos pollos a estudiar cómo usía sale adelante. ¿Es otra cosa la que tenemos hablado? Apéese usía de la sulforosa, que de este mal paso le saca a usía el ciudadano Martínez de Casariche. ¿Tiene usía cincuenta onzas?
—¿Es la tarifa?
Fernández Vallín sostenía la mirada de reto: Metíanse por la jara el padre y el hijo, apartándose cada cual a tomar posición en opuesto flanco, con tácita conchaba. El tuno de los calderos rasgaba con una risa de soflama su boca negra:
—¡Quietos vosotros! ¡Y usía no se vaya del seguro, que aquí está para servirle el ciudadano Martínez de Casariche! Afloje usía la mosca, que conviene tener seguros a estos ángeles. Sepa usía que esa gente puede darle muy buena ayuda.
Repuso el criollo, despectivo:
—¡Cincuenta onzas! ¿A cambio de qué?
—¡A cambio de poner a usía en Gibraltar! ¿Hace?
—¿Y quién me asegura de que no voy a ser traicionado por esos bergantes?
—¡La mosca!
—¡No la tengo!
El compadre se recostó sobre el asnete:
—¡Pues usted verá lo que hace!
Fernández Vallín sentía el aplacamiento de su cólera con un frío desdén por las dos escopetas que, distanciadas y encañonándole, salían por la jara. Se resolvió a parlamentar:
—Ese dinero puedo entregarlo en Gibraltar.
—Vea usía de contentar ahora a esos gachos.
Volvió a sulfurarse la sangre criolla:
—¡Con una bala!
—¡Ya estamos en ello; pero por mi mediación se priva usía de ese gusto! ¡Tíreles usía cincuenta durandartes, y no se hable más!
—¡No los tengo!
—¡Pues usía verá lo que hace!
Fernández Vallín, con dual inquietud, consideraba el peligro de soliviantar la codicia de aquellos tunos con la dádiva, y las consecuencias de la negativa frente a las dos escopetas que le encañonaban. Simuló transigir:
—Tengo fondos en un Banco de Gibraltar. No cincuenta onzas, cien entregaría yo al que me pusiese libre en aquella plaza.
—Conviene antes algún resplandor.
—Pues vais a seguir ciegos. Si uno de vosotros quiere exponerse llevando una carta a Córdoba…
—¿En Córdoba tiene usted fondos?
—Indudablemente.
—Pues escribirá usted esa carta y menda la llevará a su destino. Guárdese usía el revólver, que el trato es trato, y no tenga usía recelo de ninguna cosa.
—¡Ya lo sé! No está vuestro negocio en quitarme ahora la vida, sino en robarme.
—¿Escribirá usted esa carta?
—¡No te repuches tú de ir con ella!
El compadre llamó a los ocultos en la jara:
—¡Allegaos acá vosotros y no hagáis más papeles!
Alobados y por distintos lugares, volvieron al camino los ternes del ventorro. Bramó el mocete:
—¡Ya aburre tanto hablar!
Vallín le despreció con una mirada y acudió el viejo, cambiando su guiño con el ciudadano Martínez:
—¡A ti te toca callar en donde esté tu padre!
Luego, el ciudadano propuso los términos de la componenda, y para discutirla se salieron fuera del camino, a un raso quemado en la jara. El viejo ventorrillero solapaba su dura expresión en un gesto malvado:
—¡Caballero, verá usted cómo se le sirve honradamente!
Brutalizó la voz del mocete:
—¡Que haya luz!
Y entonó con fervor demagógico el ciudadano de Casariche:
—¡En el mundo todos estamos para ayudarnos!
A lo primero se inclinaban por ocultar al fugitivo en el ventorro hasta tener resolución de la carta: Luego apuntó el vejete sus dudas, recapacitando el compromiso que aquello le suponía si llegaba a olérselo la Pareja. Vallín, entonces, insinuó que le llevasen a Córdoba: Aseguróse el viejo:
—¿Podrá usted recoger fondos?
—Indudablemente.
—Pues esta noche a Córdoba. ¡Y ojo!
Fernández Vallín, mirándose en manos de aquellos tunantes, comenzaba a discernir, como lo más seguro, volverse a la bufarda de la Madres Trinitarias. En Córdoba sería lo más cuerdo aflojarse la mosca y cada uno por su lado.
XXIV
Escondiéndose salieron al camino de ruedas que va por Cabrillas y Villar Grande a Nuño Domingo. Transitaba, entre nubes de polvo, el rezago de una feria.—Piños de ovejas y cabras, tropas de mulos y caballos, yeguas de vientre, recuas arrieras, carricoches de lisiados, galerones de titirimundis.— Quedándose a la sombra de unas encinas, volvieron a disputar sobre lo más conveniente. Revolvióse Vallín contra el acuerdo de los tunantes:
—¡El hijo de mi madre no se agazapa aquí sin comer!
El ciudadano de Casariche se golpeó el pecho:
—¡Cada cosa con su compás, caballero! Las ferias de primavera llevan mucha concurrencia por los caminos, y todo hay que mirarlo.
—Yo necesito un pedazo de pan que me sostenga. No faltará cerca algún ventorro.
—No faltan… Pero usted tiene el genio muy súbito, y donde que se vea entre concurrencia nos mueve usted el gran escalzaperros.
—Y me denuncio.
—O le hacen a usted la capa. Esta gente se precia mucho de dar amparo a los delincuentes, y para darle a usted amparo ya estamos nosotros.
Murmuró el viejo:
—Para darle amparo, para cubrirlo con nuestro cuerpo y para servirlo en cuanto se ofrezca.
—Está bien. Pero yo he resuelto hacer mi voluntad.
Terció el ciudadano de Casariche:
—No se quedará usted sin acallar la gazuza. ¡Esto hay!
De un zurrón sacó recado de aceite, sal y vinagre. Santiguóse el viejo:
—¡Alabada sea la gracia de Dios!
Vallín dudaba si tomarlo a broma:
—No es un banquete.
—Haremos gazpacho. El chaval, que no es manco, garbeará algunos frutos por esas huertas.
Fernández Vallín, sin atender aquellas discretas razones, se dirigió al camino, y los ventorrilleros le apuntaron los retacos con alteradas voces:
—¡Que te pongo una bala!
—¡Quieto!
—¡Tente!
—¡Falsario!
—¡Te juegas la vida!
—¡Alto!
—¡Quieto!
—¡Traidor sin palabra!
El ciudadano de Casariche, en el entretanto, corría a tenerle: Fernández Vallín le dobló de una bofetada, y sin volver la cabeza siguió adelante. Los otros dos seguían encañonándole, poseídos de colérico asombro ante aquel desprecio de no volver la cara, nunca visto rentoy al rentoy de sus retacos: Bramó el chaval:
—¿Me lo tumbo, padre?
—Está el camino muy transitado.
—¡Que se nos vuela!
—¡Déjalo que se vaya de naja!
—¡Lástima no meterle una onza de plomo!
—¡Y no sacar cosa si no es el compromiso de la trena!
—¡Nos la ha diñado!
Fernández Vallín, apresurando el paso, se juntaba a una cuerda de trajinantes. Las ferias de Sevilla —no es cosa nueva—, con tanta gente forastera como allí acude, agonizan en luminosas boqueadas por las villas y caminos del Betis. Toda aquella tierra de moros romanizados celebra con festejos de pólvora y campanas los verdes de abril y mayo.
XXV
Fernández Vallín, metido en la cuerda de trajinantes, aun cuando asegurado de momento, se sobresaltaba, presintiendo la delación de los tunos a quienes dejaba burlados: Fortaleciéndose de fe religiosa, besó el rosario que llevaba al cuello, y en aquel amparo descansó la zozobra de sus pensamientos, pero a lampadas fulminábale el recuerdo de los pícaros con sus acechos y malas artes. Andando camino, le distrajo la plática de un mozo que cargaba en espuerta pintada imaginería de barros: —Toros, piqueros, santos de cerquillo, serafines en punto de baile, parejas de vito y fandango.—El mozo, con verba flamenca, ponderaba el rejo de una hembra de entraña que se había fugado de la trena enfriando al carcelero, después de haberle encendido las pájaras. Pidió esclarecimiento la picada de viruelas que acompañaba a un tío vendemantas:
—¿Dónde ha sido ese caso?
—En Solana ha sido.
Desdeñó el de las mantas, azotando al mulo con la vara:
—¡Gachó con tus novedades! Eso todo anda puesto en coplas. La Tuerta del Molino se llama esa mujer, y es una criminal de las más notables, en vía de hacerse notoria por medio mundo.
Fernández Vallín, oscuramente, recordó a la faraona del gitano aduar, las soflamas que había tenido para su disfraz de tizne y guiñapo.—Aquella tunante era también velida de un ojo.—Pasaban por la Venta de Calamucos y, arriscado, metióse adentro para reponer fuerzas. Sonaban ante el portón las amurriadas campanillas de un coche de diligencias con tiro mirando hacia Córdoba: Refrescaban el mayoral y los pasajeros. Fernández Vallín comió, bebió, pagó el gasto y se proveyó de tabaco: Salió a la puerta. El mayoral requería la tralla, subido al pescante, montaban los viajeros, sacudía el tiro las colleras con aprontado son de campanillas. Fernández Vallín observaba a los viajeros.—Una vieja enferma de los ojos con una joven. Dos señorones de pueblo. Un asistente de Infantería con maletines y sombrereras.—Decidióse y, pordioseando, preguntó al mayoral el cuánto de llevarlo hasta Córdoba:
—¡Cinco patacones!
—¿Nada menos?
—Te pongo mitad del pasaje.
Se dolió Vallín:
—¡Mucho para un pobre!
—¡Dobla la costilla a trabajar!
—Estoy enfermo.
Intervino con ceceo campechano uno de los señorones:
—¡Chacota, dale billete a ese barbián!
—Ya lo oyes. Agradéceselo a Don Pedro Antonio.
—¡Gracias, caballero!
El Teniente veterano, con el recorte de un callo en la bota, gorro de cuartel, tapabocas y ronquera, montó el último. Encendieron cigarros los viajeros. Rodó la diligencia. La vieja de los ojos vendados solicitó de la joven que abriese la ventanilla, y sacó la cabeza.
XXVI
Don Pedro Antonio y el otro señorón anudaron la hebra:
—¡No pasamos el verano sin jarana!
Don Pedro Antonio miró de reojo al veterano de la ronquera y el ojo de gallo:
—¿Qué opina usted, mi Teniente?
—Un militar no debe tener opinión política.
—Será usted el primero.
Intervino el otro señorón:
—¿Qué vientos corren por los cuarteles?
—Lo que ustedes digan.
Le ofreció lumbre Don Pedro Antonio:
—No se reserve usted de opinar, mi Teniente. ¡Está usted entre caballeros! La revolución ninguno de nosotros la desea. Es la demagogia, y a ninguno que tenga cuatro terrones le conviene. Todo hay que mirarlo. ¿Pero deja usted suelto al pueblo soberano para que haga mangas y capirotes si rueda lo existente? ¿Adónde iríamos entonces? Hay que mirarlo todo. La revolución, si llega, deben hacerla los elementos de orden. En las manos del pueblo soberano iríamos al caos.
Sacó la voz el clerigote que bostezaba sobre La Esperanza:
—Cerradas las Cortes, algunos espadones van a viajar por cuenta del Gobierno.
—¿Cuándo es la clausura?
—El diario es del martes… Pues esta misma tarde. La cuenta es clara.