I
¡Al alimón! ¡Al alimón!
Claras luces madrileñas.—Salón del Prado.—Niñas y ruedas de la tarde, coloquio de nodrizas y roses marciales. Calesines y simones bajan, en puja, a la Estación del Mediodía. Arrastra el viento las silbatadas de la locomotora por las frondas del paseo. El cesante reumático profetiza en un banco:
—¡Agua tenemos!
II
En los amenes isabelinos ocurrieron notorios milagros, pero ninguno tan sobresaliente como la puntual llegada del tren andaluz, aquella clara tarde madrileña, cándida tarde de milagro, perfumada de lilas y canciones de Primavera. Al trote de los maravillados jamelgos retornaban simones y calesines cargados de viajeros, zancas abiertas, sobre el equipaje de valijas y sombrereras. El Marqués de Torre-Mellada, extremoso de mieles y obsequios, conducía en su carruaje al encapotado General Córdova. Brujuleaba por ganarle el aire:
—Te dejo en tu casa, y esperas hasta que conferencie con la Señora. Nada de hacerle el juego a Serrano. Si lo meditas, comprenderás que es un descabello esa cacareada manifestación de fajines. ¿Fernandito, qué le dejáis a las cigarreras? Figúrate que el exprés hubiera traído el retraso de costumbre… Por un momento hazte esa cuenta. No hubieras estado a tiempo oportuno. ¡Es indudable!
En el Salón del Prado la nodriza y el sorche, alternativamente, empujan la rueda del barquillero. Marte enciende una tagarnina de a cuarto. Convida Ceres Pasiega. La tagarnina arde. ¡Hora plena de milagros!
III
El General Fernández de Córdova, sin tomarse descanso, metiendo prisa al asistente, revistióse los arreos militares y engomadas las guías del bigote, ilustrado el pecho con todo el cuelgue de medallas, cruces y veneras, echóse a la calle: Muy farolón, puesto en medio de sus ayudantes, bajó al Prado. Entre los Generales de la conjura mediaba el acuerdo de acudir en cotarro marcial a tomar el sol en aquellas frondas. Como era tarde de milagros, no faltó ninguno de los juramentados Martes.—Vistosas luces de plumeros y bandas engalanaron el barcino arenal, entre las fuentes de Cibeles y Neptuno. En un banco, tibio de sol, el terceto de cesantes, emulándose, canta los nombres:
—¡El Duque de la Torre!
—¡Don Domingo Dulce!
—¿Ha visto usted? No oculta la cara el General Serrano.
—Pierrat, Contreras, Caballero de Rodas, Nouvilas, Echagüe.
—Esto es la caída del Gobierno.
—Buceta, Izquierdo, Sánchez Bregua. Juntos hemos sido escribientes en Oficinas Militares. ¡Suerte de gallego!
—Suerte de gallego, y la buena letra.
—¡Eso sí! Un pendolista de primera. Siendo sargento, puso en un librillo de fumar el Reglamento de Carabineros.
—¡Ya es mérito!
—¡También le ha valido el ascenso a oficial!
—¡Pues es un caso de justicia raro en España!
—Brigadier Letona, Zabala, Messina, Ustáriz, Baldrich, Alaminos, Miláns, Serrano Bedoya.
—¿Los ha contado usted?
—¡Dieciocho!
—¡Si esto no es la revolución, puede ser la mecha! ¡Son muchos charrascos!
—Consecuencia lógica de los nombramientos para las dos vacantes de Capitanes Generales. Crisis de Ultratumba provocada por los Duques de Tetuán y de Valencia.
—¡Tómelo usted a chacota!
—Ahora llega Córdova. Si no he contado mal, son diecinueve.
Ante las luces de charrascos y pompones, un súbito desbarate de las ruedas infantiles prolongaba la arenosa avenida en el rosa y malva del crepúsculo. El cisma de toses y bandas, fajines y ojos de gallo, subió por la esquina de Villa Hermosa. Pregones y tonadillas reverdecieron bajo las arboledas. La pasiega y el sorche tornaron a cambiar promesas, empujando la ruleta pitagórica del barquillero.
IV
El Palacio de Oriente se hizo todo cruces al soplo de que habían salido a pintarla con terno de gala, salivillas y toses, diecinueve jaques del Generalato. Entre apuros y sustos fueron alumbradas todas las santas imágenes de las Cámaras Reales. El Marqués de Torre-Mellada coincidió al pie de la gran escalera con el Marqués de Alcañicea:
—¿Pepe, tú reprobarás la conducta de los Generales Unionistas? Los Grandes no podemos aplaudir esos aires matones. Yo confío que todo pasará como una nube de verano.
Adolfito Bonifaz se les juntó:
—Vengo de tu casa, Pepe. La Señora me ordenó que te buscase.
—Ya ves que me adelanto a los deseos de la Señora.
—Afrontando una silba he dado orden al cochero de meterse por el Prado. Quería cerciorarme por mis ojos para enterar a la Señora… Yo conté hasta catorce espadones.
El Marqués de Alcañices dejóse caer con pausa y reserva:
—Yo he contado diecinueve.
Se apuró a subir la escalera el Marqués de Torre-Mellada:
—El Gobierno, si dispone de la guarnición, debe prenderlos. En el caso contrario, dimitir y dejar libre la elección de la Corona.
Bajaban la Duquesa de Santa Fe de Tierra Firme y la Condesa de Olite, presidenta y secretaria de las Señoras Josefinas. Llegaban resplandecientes, con las regias promesas de un donativo para la tómbola de los parvulines bautizados en Cochinchina: Se detuvieron, coquetas y pedigüeñas. Sonaban las cornetas de San Gil. En el zaguán formaba la guardia de alabarderos: Las madamas se miraron:
—¿Hay revuelta?
Esclareció el Barón de Bonifaz:
—Son precauciones.
La Condesa de Olite se hacía toda misterio:
—Debe haber algo. El Confesor y la Santa han subido por la escalera secreta.
Se asombró la de Santa Fe:
—¿Cómo lo has guipado?
—Pestaña que una tiene.
Insistió la de Santa Fe:
—¿Pero hay pronunciamiento?
Cacareó un tramo de escalera arriba el Marqués de Torre-Mellada:
—¡Una pantomima! ¡Nada! Pepe le ha puesto un nombre muy propio. La Parranda de Marte. Hay que divulgarlo, cubrirlos de ridículo, disolver la manifestación con las mangas de riego.
Le engatusó la de Olite:
—¡Propónselo a González Bravo!
V
El Conde de Cheste, Comandante General de Alabarderos, capa blanca, sombrero con plumas, haciendo piernas barateras, acudió a recibir órdenes de la Augusta Señora. Su Majestad, con magnánima entereza, refrenó los hipos y apuntó donaires:
—Si esos murguistas pretenden llegar hasta mí, quiero que sean inmediatamente arrestados y puestos a pelar patatas. Todos me deben cuanto son. Sin mí, el que más, sería hoy teniente del resguardo. No tuerzas la cara, que tus méritos y los de otros no los olvido en ningún momento. ¿Qué pretende esa Parranda de Marte? ¡Imponerse al Trono! ¿Es así como pretenden esos díscolos llegar a la Regia Cámara?
Aseguró el Conde de Cheste:
—La fórmula estará, sin duda, llena de respeto. Solicitarán presentar un memorial de agravios a Vuestra Majestad. Si Vuestra Majestad no se digna recibirlos, se limitarán a dejarlo para el Despacho en Secretaría.
—¿Y quieres decirme qué boca de ángel te puso tan al corriente?
—Señora, son conjeturas que cualquiera puede hacerse.
—¿Sólo conjeturas?
—¡Absolutamente!
—¿Y si te equivocases?
—Lamentaría que llegase ese caso…
—Vas a darme un consejo de amigo, que pospone la opinión política a los intereses del Trono: ¿Qué hago yo con el supuesto papelito? ¿Qué respuesta le doy? ¿Lo dejo sin respuesta?
—Vuestra Majestad habrá cumplido con someterlo a la iniciativa del Gobierno.
—¿Que resuelva el Gobierno? Tienes razón. Es lo constitucional, y esos templados no tendrían derecho a reprocharme nada… ¡Con todo, una dedalita de miel para amansarlos! ¿Tú, cómo lo ves? El paso de hoy marca un cambio de frente en los Espadones Unionistas: Si pactan con los del progreso, hay que desbaratarles el pacto… La revolución, si estallase, sería para algo más que para un cambio de Gobierno. ¡No me hago ilusiones! Sería para imponerme la abdicación y arrancarme de las sienes la Corona.
Tomó tablas con la mano en el pecho el Conde de Cheste:
—¡Eso querría ser! Dios hará que no se cumpla ese fementido deseo.
Desentonó la Señora:
—Dios y un poco de prudencia en sus criaturas.
VI
Se movió discretamente una cortina, y salió muy entonado el Rey Consorte: —Cabeza de peluquero, levitín de fuelles, bombachos color canela, botitas de rusell con tacón alto.—Pisándole la sombra, salió, desfigurada en beata de merinillo, la Monja de Jesús:
—¡Ave María!
La Augusta Señora abrazó con lagotero compunge a la Seráfica Iluminada:
—¡Patrocinio, interpón tu valimiento con el Altísimo! La cuadrilla de matachines se ha echado al ruedo, y, probablemente, intentará llegar hasta mi presencia.
—Vuestra Majestad cuenta con leales defensores y una heroica espada.
La monja derivaba un significativo golpe de ojos sobre el Conde de Cheste. El General se arrodilló esperando la gracia de besar el cabillo de correa que, por el borde del manto, le coleaba a la Seráfica Madre:
—¡Qué tiempos de prueba, Señor Conde!
El Señor Conde se tocó la espada con garbo de comediante:
—Si los conjurados llegasen en su desmán a pretender hollar la Regia Cámara…
Se apenó la Augusta Señora:
—No extremes las cosas. Si la Guardia hubiese de hacer fuego sobre esos locos, que sea después de agotadas todas las razones. ¡Esa promesa la exijo de ti! Con ella me dejas menos preocupada… Si se ponen pelmas y lo echan por la tremenda, no estará mal un escabeche con todos ellos. ¡Pero había de ser con todos!
Inflóse, fantasmón, el Señor Conde de Cheste:
—Haremos una nueva representación de la Campana de Huesca.
El Rey Don Francisco, que se sonaba en el fondo de un balcón, vino a los medios, doblando con primor el pañuelo, el pasitrote currutaco:
—¿No estará ganada la Guarnición?
Se engalló el Capitán General:
—La Guarnición permanecerá fiel a la Reina.
Apuntó la Señora:
—¿No te cegará la confianza?
—Respondo con mi cabeza.
—¡Dime antes qué hago yo con tu cabeza! ¿Tienes seguridad en todos los Jefes de Cuerpo?
—¡Absoluta!
—¡Como ha visto una tantas ingratitudes!
El Rey Consorte acompañaba con su chirimía:
—¡Tantas! ¡Tantas!… Yo creo que debían ponerse baterías en los ángulos de Palacio. Isabelita, en puridad está indefenso Palacio. Las Guardias, aun cuando hayan sido redobladas, son cuatro gatos… Sin duda harían una brillante defensa, basta para infundirles heroísmo el ilustre soldado que los manda. Pero mi duda está en que puedan los conjurados sacar tropas de los cuarteles y sitiarnos por hambre.
Se quitaba y se ponía los anillos la Reina Nuestra Señora:
—¡Cuando niña, me vi en ese trance!
Refrendó la monja:
—Aquel ayuno os libró de la regencia jacobina y os reintegró a los brazos de Vuestra Augusta Madre.
—¡Así fue! Dos días a galletas y chocolate…
Confirmó el Rey:
—¡En aquellos aciagos días las logias masónicas tuvieron secuestrada a la Corona!
Le salió el pavo a la Reina:
—¡Ese recuerdo me impedirá siempre ceder ante las imposiciones y las intrigas de los interesados en perturbar con otra regencia la paz de España! Ante todo, la tranquilidad de mi conciencia.
El Rey Don Francisco apuntó un discreto comentario:
—Estoy de acuerdo, y, precisamente, ante el alarde de esos díscolos, lógicamente temo que hayan trabajado los cuarteles. Sin duda, no intentarán tomar la escalera y repetir la locura que una vez ha dado tan funestos resultados. ¡Evidentemente! ¿Pero puede asegurarse que, si cuentan con las tropas, no intentarán poner cerco a Palacio? Recogerán las lecciones de la Historia. El asalto a la escalera ha sido un lamentable fracaso; pero, poco después, aquellos mismos hombres alcanzaron el logro de sus ideales poniendo cerco a Palacio. Isabelita ha recordado muy oportunamente la gazuza de aquellos tres días a régimen de galletas y chocolate.
Sacó la Reina el cabillo de sus recuerdos infantiles:
—Al General Prim, desde los balcones, le veíamos caracolear en torno a Palacio… La cara verde de bilis, lleno de salpicaduras de lodo el pantalón colorado. La de Mina le llamaba el Caballo de Espadas. ¡Qué vueltas da el mundo!
Concluyó apenujado el Rey Consorte:
—¡Dios sobre todo!
Con sonrisa de pastaflora, solicitaba el asentimiento de la Madre Patrocinio. La Seráfica aprobó, musical y balsámica:
—¡Procuremos desagraviar con nuestras acciones al Santísimo!
La música afligida de aquella exhortación insinuaba una queja secreta recibida en celestiales confidencias. La Reina Nuestra Señora, puesta en sobresalto, traspasada de recelos, temerosa de verse sometida a un sacrificio insuperable, intentó disimular con chungada borbónica las zozobras de su Real Ánimo:
—La primera falta de esos parrandistas es que se hacen esperar demasiado. Pezuela, confío que tu espada leal sabrá defenderme.
Gatusona y mandona, le despidió dándole a besar su Real Mano.
VII
La Antecámara tenía un aire de velorio; los palaciegos, apagando las voces, se reunían por los rincones, con alcahuetes soplillos. El Marqués de Redín, en servicio de Gentilhombre, recibía las timoratas confidencias de su cuñado Torre-Mellada:
—El Gobierno está reunido, y supongo que de ahí salga la crisis, para dar paso a una situación unionista bajo la presidencia del General Serrano.
El Marqués de Redín, se incrustaba el monóculo, con engalle de británica elegancia:
—Eso sería lo más cuerdo. Hay batallas que no deben darse. Sin embargo, sospecho que la prudencia no sea el numen que en estas circunstancias inspire al Gobierno.
—¡Sobre el Gobierno está la confianza de la Corona!
—El Conde Girgenti, Príncipe de la Casa Real de Nápoles, llega esta noche a Madrid… ¿Crees que puede darle la bienvenida el partido que tiene en su historia el reconocimiento del Reino de Italia? La Familia Napolitana lo tomaría como un agravio, y no olvides que cuenta con el apoyo del Vaticano. Como ves, empieza a dar sus frutos la absurda política de casar a la Infanta con Girgenti.
Torre-Mellada se compungía con asustados pianillos:
—¡Ese absurdo permite al carlismo una actuación contraria a las doctrinas de la Santa Sede! ¡El caos! ¡El caos! ¡Bueno está el partido de las sacrosantas tradiciones! ¡El caos! ¡El caos!
Tenía la voz una celeridad confitada. El Marqués de Redín, con el reflejo del monóculo, temblante en el arco de la ceja, adoptaba un docto y almidonado empaque académico:
—¡Explícate, querido!
—Confirmado, plenamente confirmado la inteligencia del carlismo con los radicales. Mediador, un tal Cascajares. En Suiza está, y celebra conferencias diarias con el Niño Terso. La noticia viene por nuestra Embajada de París. ¡Qué apostasía, Fernandito! ¡Qué apostasía por ambas partes! ¡Qué ausencia de ideales!… La Señora, no sé qué resolución adoptará.
Insinuó con embozada zumba el diplomático:
—La Señora debe escribírselo al Papa.
—¡Todos somos del mismo parecer, en la intimidad de la Señora! El carlismo, hay que reconocerlo, nunca se hubiese lanzado a pactar con las demagogias sin la mediación de la diplomacia pontificia para la boda de Girgenti.
Sentenció Redín con sorna petulante:
—El Vaticano cambiará de política, aun cuando sólo sea al piadoso intento de contener en el camino de perdición al Duque de Madrid. No vaya a tomar ese joven el mal rumbo del autor de sus días, y a parodiar la frase de su abuelo: Madrid bien vale una Constitución.
—¡Sería el colmo!
—¡Os dejaba pintados!
—¿A quiénes?
—A los camarilleros que trabajáis la abdicación en la rama legitimista.
—¡Qué absurdo! ¡Nosotros colaborando con Prim! ¡Un enviado de Palacio, Cascajares!
Sonaba con hoja de moneda fullera el remilgado cacareo del palatino. Redín le miraba incrédulo, con remotos dejos de lástima:
—El carlismo, en esta ocasión actúa con una audacia maquiavélica, que no está en sus tradiciones. Simultáneamente parlamenta con los revolucionarios y con los círculos de Palacio.
Chifló con ladina quejumbre el palaciego:
—¡Fernandito, a mí no me compliques!… ¡Yo soy leal al Gobierno! La Señora no ha pensado en abdicar, y sin ese requisito no hay coyuntura para conversaciones con el Pretendiente.
—¡Sin duda! Pero en el vago supuesto de la abdicación, los camarilleros volvéis los ojos a Don Carlos.
—¡Antes que otra Regencia Progresista!… La abdicación impuesta por los revolucionarios no puede admitirse. ¡El Príncipe, cautivo de las logias! ¿Tú entregarías la educación de un hijo a los redactores de La Nueva Iberia?
El diplomático, burlón y risueño, se ajustaba el monóculo:
—¡Es un grave caso de conciencia!
—¡Me alegro que lo veas así! La Señora no abdicará; pero si abdicase, es indudable que lo haría renunciando a sus derechos y los de sus hijos en la rama desterrada. Otra Regencia Progresista, con allanamiento de conventos y expulsión de monjas y frailes, renovaría la guerra civil en España.
—La Reina es madre, y querrá legar el Trono al Príncipe.
—Es madre; pero también es muy buena cristiana, y se da cuenta de los males que acarrearía una Regencia. La Señora pone sobre sus sentimientos maternales la salvación de las conciencias españolas en el Seno de la Iglesia.
Admiróse Redín con irónica sorna:
—Tú escuchas entre cortinas los sermonetes del Padre Claret.
Adoptaba un aire de fatua suficiencia el Marqués de Torre-Mellada:
—Eres corrosivo. En modo alguno me obceco, y tal como ruedan las bolas, creo que debiera parlamentarse con Serrano. La Señora me parece que está en ello. No lo divulgues. He recibido indicaciones para la busca y captura de cierto mensajero. No puedo decirte más.
Redín le clavó los ojos con aguda malicia:
—Jorge Ordax ha sido llamado a la Cámara de la Reina.
—¡Pues ya lo sabes todo!
—¡Aberrante!
VIII
El duque de Ordax, casaca y llave de gentilhombre, espadín y media de seda, estaba de servicio en la Cámara del Príncipe Alfonso. Con un susurro, le saca por la galería el Marqués de Torre-Mellada. Le introduce en la Cámara Real. Jorge Ordax, ante una benévola indicación, besa la achorizada mano de Su Majestad Católica:
—Mira, vas a quitarte esas preseas para cumplimentar una misión de suma importancia… ¡Muy discretamente! Necesito en estos momentos que me sirvas con la lealtad que es proverbial en vuestra casa. Vamos a cuentas. ¿Sigues entendiéndote con la sirena ultramarina? Antonia todo lo puede con su marido, es la que más intriga para que se pronuncie contra el Gobierno. Tú la ves, y, plenamente autorizado, le aseguras mi propósito de entregar el poder al Duque de la Torre. ¡Un compás de espera! ¡No me mires atónito! Estoy disgustada por haber cedido a la presión del Gobierno. ¡Verás la jarana que arman los dichosos nombramientos de Capitanes Generales! Avístate con esa belleza y no le ocultes que vas de mi parte. Ella que brujulee para apaciguar la bilis de los descontentos. Lúcete, que te reservo una embajada.
El Duquesito de Ordax escuchaba con acentuada ceremonia de palaciego:
—¡La Señora me honra en extremo! Mi deber, como militar, es la obediencia… Pero la diplomacia nunca ha sido mi fuerte… Vuestra Majestad ha sido mal informada y me supone un predicamento, de que no disfruto, con la Duquesa de la Torre.
Empavesó el busto la Católica Majestad:
—Pues eran otras mis noticias.
—Repito que está mal informada la Señora. Media el honor de una dama, y como caballero, estoy en el deber de disipar las suspicacias de Vuestra Majestad.
Se acachazó con un mohín zalamero la Augusta Persona:
—Deja la caballerosidad a un lado y sirve lealmente a tu Reina.
—No es otro mi deseo.
—¡Pues no lo parece!
—¡Al rey, la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios!
—¡No me vengas con coplas progresistas!
—Don Pedro Calderón no creo que tuviese noticias de Don Baldomero Espartero.
—¡Muy antiguo haces tú ese texto! ¡Parece de Gil! ¡Y es el caso que me suena! ¿De dónde me suena? ¡Del teatro! ¡Justo! ¡La comedia que representan en la Cruz Julián y Valero! Ya recuerdo, es un cantable de Valero. Los monterillas en el teatro hablan siempre para la cazuela. ¡Está bien! ¡Un Grande de España que rehúsa servirme y aduce coplas de un rustico que tuvo la vara de alcalde en Zalamea! ¡Está bien! ¡Un Grande que se zafa del real servicio con un cantable de teatro! ¡Un Grande que toma ejemplo de un monterilla rural, posponiendo las obligaciones de su sangre y el primordial deber de su clase, que es el Servicio de las Reales Personas! ¡Lo tendré presente!
La nieta de cien reyes, empopada y augusta, señalaba la puerta.
Jorge Ordax se retiró con el despecho abierto a la perspectiva de sublevarse y obtener un grado de la Revolución: Recapacitaba bajando la gran escalera:
—El duque de Montpensier tiene algo de Rey de Oros… Prefiero al Príncipe… ¿Pero quién regenta? ¡No hay más que aguantarse con lo que tenemos!… La República acabará haciéndose fatal en España… El Príncipe es un candil sin aceite…
IX
—¡Los Generales de la Unión, en la calle! ¡Muy grave! ¡Muy grave!
—El Gobierno ha provocado el conflicto con los ascensos de Concha y Novaliches.
—¡González Bravo es un impulsivo, y le creo capaz de liarse la manta a la cabeza!
—¿Qué puede hacer? ¿Meter en prisiones a todos los Generales? Sería de hecho la revolución, y nosotros, en todo caso, habríamos de regocijarnos.
La Tertulia Progresista sacaba sus oradores por el fondo verde de los Billares:
—¡Soplan aires de fronda! ¡Anuncios de auroras! ¡El fantasma de la tiranía!…
Un cesante con cara de resucitado:
—¡Veo en el poder a la Unión!
Un camelista:
—¡El seis doble!
Un escarmentado:
—La Isabelona hará el paripé. ¡Se pinta para ello!
—¡Cesante de Pósitos, me repondrían!
—Esta baza la ganan los Príncipes de la Milicia.
—La Tiara tiene puesto el veto al morrión del progreso. España continúa siendo un feudo de Roma. Acuérdese usted de O’Donnell. Yo le he visto solicitar de rodillas con una vela verde la bendición de la Monja Milagrera.
—A estas horas ya se ha ido por los calzones Paquita.
—¡Qué peste!
—El Padre Claret tendrá que menearse, sahumando con la chufleta.
—Pediría para Ultramar.
—¡También anda mal aquello!
—Al Páter, cuarenta palos en las plantas de los pies, por primera providencia. A la Monja, cambiarla de celda y ponerla el catre en casa de la Malagueña.
—¡Viva España con honra!
—¡Y sin Marfori!
—¡Fuera Marfori!
—Y el Pollo Real.
—¡Somos frígilis! El Pollo que se quede para remedio casero.
—El pueblo, el honrado pueblo, no ha escatimado la expresión de su entusiasmo al paso invicto de los héroes más destacados de nuestras modernas epopeyas. ¡El Prado de San Fermín aún resuena con los vítores y aplausos! Oficiales Generales de todas las armas, de todos los partidos, de todas las procedencias, se dirigen en este momento a la Cámara Regia. Allí, como los ricoshombres de otro tiempo, harán resonar la voz de la lealtad castellana. Les oiréis decir: «¡Una España con honra queremos!»
El amargado camelista interrumpe, sardónico:
—¡Eso, con música!
Otras voces:
—¡Música! ¡Música!
El camelista sin tabaco:
—¡Eso se canta!
Compases del Himno de Riego. Trémolos de un hortera romántico, víctima de las injusticias sociales:
—¡Por sus prendas al hombre estimamos,
no tan sólo por conde o marqués!
La bulla deriva en ramplón entusiasmo:
—¡Otro Tamberlick!
El fácil poeta de las gacetillas brinda una letra. Improvisados coros la dan al viento:
—¡Una España con honra queremos,
y que invictos decoren su sien
los laureles de Otumba y Pavía,
de Sagunto y Numancia también!
La música sale por los balcones y recorre las aceras, saltando sobre los mecheros del gas que alumbraban de repente.
X
La Parranda de Marte, esparciendo una brisa alcanforada —preservativo de la polilla en los uniformes—, recorrió algunas calles con escolta de babiones y acabó la bélica jornada encendiendo los vegueros en el rimbombante despacho de Don Augusto Ulloa: —Portieres de brocatel con blasones de linaje: Cerdos de Andrade: Dos gallos picando en un salero: Una constelación de sabrosas truchas del Ulloa: El pomposo farolón, con sorna de tresillistas que tiene una puesta en el plato, ofrendaba odres de optimismo al rejalgar con que venía la Parranda de Marte:
—Creo, señores, que aún no es ocasión de liarse la manta a la cabeza… Confío que esta aldabada produzca saludables efectos en Palacio. ¡Calma! ¡Calma! ¡Calma!
Estalló el General Nouvilas:
—¡Esa Señora es imposible! ¡Se está buscando una patada en el tafanario!
Terció con su clásico navajeo el Señor Duque de la Torre:
—Cambia en una loseta y malogra sus más loables cualidades.
El General Sánchez Bregua destacó su minúscula prosopopeya de cabo con buena letra:
—¡De acuerdo!
Se mantuvo un momento con el pulgar y el índice en rosquilla, pronto a volcarse en elocuentes considerandos. Don Augusto Ulloa, ganándole la vez, dilataba sus fuelles de buey galaico.
—La Reina se hallaba muy bien dispuesta para llamar al Marqués de Miraflores: El Marqués de Miraflores, ilustre prócer —ilustre por su sangre y por su elevado espíritu de cultura—, propugna una loable política de conciliación, y a ese fin hallábase en inteligencia con la Unión Liberal. El Señor Duque de la Torre, el egregio soldado aquí presente, pronto a sacrificarse por los altos intereses nacionales, no le rehusaba el apoyo de su espada. ¿Qué clandestina influencia pudo mudar el ánimo de la Corona? ¡Ah! ¿Qué pensar? La Corona sigue un camino equivocado, un camino que conduce fatalmente al destierro: Pavorosa tormenta cierra la noche de la Historia. ¿Cuál es nuestro deber? Sin duda en el corazón de todos palpita la misma respuesta: Sostener el Trono. Ganar las últimas trincheras del carlismo en la Cámara Regia. ¿Qué veis en lontananza? ¿Vosotros, ilustres tantas veces en los campos de batalla, no descubrís ahora las líneas del enemigo? ¿Sobre qué terreno acampa? ¡Ah! ¡Os es desconocido, ilustres veteranos! ¡No es el terreno donde habéis cosechado tantos laureles! Esa vasta lontananza, poblada de sombras, es el campo de las Camarillas Ultramontanas. La Guerra Civil que habéis ganado con tanto denuedo renace en la Regia Cámara. ¿Ilustres Generales, puede consentirlo vuestro deber de españoles e hijos de Marte? Un hombre civil cree que no. Perdonad mi franqueza, ya que la franqueza es una de vuestras virtudes. Un hombre civil cree llegada la hora de las resoluciones heroicas. El Ejército, en una lucha sangrienta, se ha ceñido los laureles de la victoria, que son de un liberalismo templado. El Ejército no es, no puede ser, una demagogia contagiada de las utopías modernas. El Ejército es la encarnación del Orden. Elementos de los partidos populares conspiran contra la forma monárquica, y otros partidos, más afines con nuestros ideales, conspiran contra la Reina. ¡En nuestro seno combaten opuestas tendencias! ¡Ah! Señores, cualquiera decisión en estos momentos me parece temeraria. ¡Ah! Yo os diría, recordando al llorado Duque de Tetuán: Consultad con la almohada.
Sobrevino un tumulto de voces:
—¡Basta de tolerar sofiones!
—¡Mesalina en el Trono de San Fernando!
—¡Antes que los avances ultramontanos, la República!
—El Ejército no puede ponerse el gorro frigio. El Ejército es el Orden. Retirado en Logroño, el glorioso anciano, invicto adalid de los principios constitucionales, ha consagrado una frase que es todo un programa: Cúmplase la voluntad nacional.
El General Nouvilas interrumpe:
—¿Y si la voluntad nacional fuese la República?
Responde del otro cabo el Marqués de Mendigorría:
—No sería la voluntad nacional, sería la locura nacional, y a los orates se les pone camisa de fuerza.
—¿El General Fernández de Córdova no rehusaría el cargo de loquero?
—El General Fernández de Córdova, en el cumplimiento de su deber, no rehusaría fusilar al más querido de sus hermanos de armas.
—El General Ramón Nouvilas haría lo mismo.
Terció con humor el Duque de la Torre:
—¡Caballeros, que aquí todos somos unas malvas!
Don Augusto Ulloa cubría todas las voces con su orneo de buey galaico:
—Orden y Progreso, encuadrados en un liberalismo templado, es el programa que nos legó el glorioso cuanto prudente Caudillo de África. La Unión Liberal no puede lanzarse a una política de aventuras. ¿Y qué es una política de aventuras? ¿Qué significa? Una política de aventuras es lo contrario de nuestros ideales, lo contrario de nuestra historia, la negación de nuestros compromisos con el País. ¡Desgraciadamente, hay quien tremola esa bandera, quien alienta implacables agravios contra la Corona! ¡No desconocéis las tentativas revolucionarias de un ilustre soldado que vive en la emigración!
El Señor Duque de la Torre inició un aplauso. Con gentil compás de pies, salió a los medios y abrazó al pomposo Don Augusto:
—Esta misma noche debe usted presentarle nuestro ultimátum al Señor González Bravo. El Gobierno sabe dónde estamos… Conviene por ahora no ir más lejos y esperar las decisiones de la Corona.
Con unánime aliento se aliviaron aquellos pechos marciales. Don Augusto Ulloa reiteró el brindis de puros habaneros a los héroes de la conjura, y, alardoso en el obsequio, se los prendía por fajines y bandas. Su voz de labriego en el atrio, pujando la yunta, dominaba todas las voces. La vena gacetillera ha dejado en la métrica de ocho versos la moraleja de Don Augusto Ulloa:
Sin más letras que el Catón,
este gallego Lucense
pasa por otro Brocense
en el seno de la Unión.
Con pieles en el gabán,
mucha voz y mucha panza,
en la Villa y Corte alcanza
fama cualquier charlatán.
XI
Don Juan Prim, con el ros ladeado, desde un marco de oralina, preside la Redacción de Gil Blas. Allí Enrique Selgas, Luis Rivera, Roberto Roberts se reparten café y dan coba al mozo que pide la mosca. El Coronel Lagunero entra de golpe, vestido de paisano, garrote y zamarra:
—¡Qué vergüenza! ¡No hay ideales! La manifestación de espadas se ha quedado en manifestación de vainas. Se les arrugó la bragueta antes de ir a Palacio. Conviene recordarles que en caso análogo ha estado hecho un bravo el General Salazar.
Manolo Palacio recordó campanudo aquel soneto atribuido a Villergas:
—¡Pueblo imbécil, no culpes a Espartero,
Que no pudo hacer más por agradarte!
¡Culpa fue tuya! ¡Culpa de pararte
y no andar el camino todo entero!
¿No has visto en Zaragoza, al marrullero,
Siete días mortales esperarte?
¿Y luego no le vistes enviarte
Al loco Salazar, por mensajero?
¿No entró éste en palacio dando voces?
¡Llamó a Paco cabrón! ¡A Isabel, zorra!
¡A poco más el trono viene abajo!
¿Y aún la intención del Duque no conoces?
¡Si es esto no entender, vete a la porra!
¡Si es esto no querer, vete al carajo!
—¡Bravo! ¡Bravo!
Ante la batiente mampara de gutapercha se aflojaba el tapabocas un hombre pequeño, aceituno, con los bolsillos llenos de papeles, la mirada en constante acto de furibundo revuelo: Era Federico Balart, poeta disimulado y cojo de bastón: Sacó tabaco y se puso a liar un cigarro, con ahínco de moro que pleitea:
—Si la generalada de esta tarde origina la crisis, tendremos Gobierno Serrano-Miraflores.
Bullanga de voces:
—¡Y el suicidio de Montpensier!
—¡Nos queda Don Juan!
—¡El Duque de la Torre tiene compromisos muy serios con el Conde de Reus!
Balart tiraba la bufanda, encendidos los ojos africanos:
—Compromisos que olvidaría de muy buena gana, con tal de poder anularle. Palacio es quien mueve los hilos de este complot, y eso explica que se haya eludido la visita a la Regia Cámara. Barrunto una maniobra para desbaratar los avances revolucionarios de las Juntas Populares. ¡Ha visto uno tanto! No me sorprendería que en la sombra se ocultase una intriga de la Unión Liberal. Se repite siempre la Historia de España.
Paseábase haciendo piernas el Coronel Lagunero:
—Yo hubiera ido directamente a las alturas. ¡Era lo derecho!… Con cuatro tacos, imponerse a la tertulia de monjas y frailes.
Fulminó Balart:
—¡Las espadas se vuelven cachicuernas!
Apuntó Luis Rivera:
—Ahí tienes motivo para unas coplas.
El Coronel se estiraba los bigotes:
—Novaliches es un héroe de rigodón, y el otro, de habanera. ¡Dos trotacámaras! Han sido pospuestos gloriosos veteranos con superiores méritos de años y de campañas. ¡Yo sé cómo respiran algunos, y esperaba que intentasen algo más!
Sobrevino otra bullanga de voces tarambanas:
—¿Una procesión de cofradía te parece poco, Milciades?
—¡Y con la bendición del Padre Claret!
—¡Con indulgencias del Papa!
—¡El recuelo del café se os ha subido a la gavia!
El General Prim, con el ros ladeado, más chulo que un ocho, sofrena su corcel de baraja. Cogotes rapados y brazos con alfanjes espatarran su rabiosa impotencia de perros infieles, bajo el potro de naipe, que otras veces montaba el Patrón Mata-Moros.
XII
El Palacio de Oriente era todo cruces y luces mochuelas, todo un aspaviento, ante las benditas imágenes alumbradas por alcobas, camaranchos y retretes: Se alivió de penas con las noticias del conciliábulo reunido en el rimbombante despacho de Don Augusto Ulloa. Nunca se supo por dónde llegó el soplo a las Camarillas de Palacio: Duendes, sin duda, anduvieron a la escucha tras los portieres: —Entre los gallos, los cerdos y las truchas de la armería galaica, duerme el secreto.—En las palaciegas antecámaras fue de mucho consuelo saber que desistía de presentarse sonando espuelas la temerosa Parranda de Marte:
—¡El Gobierno nos ha tenido indefensos!
—El Gobierno ha dado una muestra de sensatez no concediéndole importancia a la comparsa de espatadanzarys.
—¡Nos hemos evitado una página de sangre!
—¡Sangre de españoles!
—La Guardia tenía orden de hacer fuego.
—¿Qué es el liberalismo? La masonería. ¿Y qué es la masonería? ¡Un pacto con Satanás!
—¿Pero qué pretenden esos jaques? ¿Que abdique la Señora y que sea al gusto de las logias? ¿Prim Regente del Reino? La abdicación puede ocurrir para aunar a todos los que profesan los sanos principios de Nuestra Santa Madre la Iglesia.
—No pueden olvidarse los derechos del Príncipe.
—¡Flor de un día!
—El Conde de Girgenti es un joven de excelente natural, y en ningún caso haría mal papel como Rey Consorte.
—Te recomiendo los Ecos de Asmodeo. ¡Interesantísimos, con la lista de los regalos que ha recibido la Infanta! ¡Te divertirás! Una reseña del trousseau, con todos los modistos equivocados.
—¿De veras? ¡Lo que voy a pudrirle la sangre a ese trasto!
—¡Te las traes con Asmodeo!
—No me las traigo; pero es un estómago desagradecido. Se atraca de pastas finas como de alubias, y no se entera que son de Lhardy. Te gastas los ochavos por divertir a cuatro monos, das fiestas, y apenas si lo señala con alguna cursilería. Intolerable la ligereza de ese bohemio. Nos ha sucedido con el baile de trajes que hemos dado en casa estos carnavales. Uno de mis chicos quería mandarle los padrinos.
—La gente joven es muy acalorada.
—Yo he visto los regalos. ¡Son magníficos!
—Todo se queda en los regalos.
—¿No te convence el Conde de Girgenti?
—Esta batalla la ganó Roma.
—Desengáñate, Fernandito, pudo ocurrir una hecatombe.
—No emplees el griego a tontas y a locas.
—¡No sabía que fuese griego!
—Hecatombe es matanza de cien bueyes.
—Pues no me retracto. Supóntelos con más arranque y que hubieran pretendido hollar la Cámara Regia. ¡Una página de sangre!
El Marqués de Redín bajó el tono:
—La señora, de pechos en el balcón, les daría la bienvenida. Era lo procedente. La Cuerda de Generales, adivinándole el pensamiento, se adelantaba a recibir sus Reales Órdenes.
—¿Y el Gobierno?
—¡Dimitiría!
—¿Tú lo juzgas un cadáver galvanizado?
—La crisis es fatal.
Se espabiló, batiendo un zancajo, la Duquesa de Fitero, Dama de la Reina.
—¡No recuerdo más pulgas en Palacio!
La Leonera, rejas sobre la galería, era como el tinelo de la Alta Servidumbre. El susurro de murmuraciones, trisagios y vaticinios no había cesado en toda la tarde. Sobre una consola con perifollos monjiles, mataba moros, entre cirillos verdes, el Patrón de España.
XIII
En la Cámara del Rey acogíase la intriga apostólica, años atrás fracasada en San Carlos de la Rápita. El Padre Claret entró orquestando con crasas vocales payesas el frailuno latinajo:
—¡Saluten pluriman!
Hábitos rojos, gran solideo, la jeta embridada de la oreja al mentón por el chirlo que le había pintado un moreno de Tierra Caliente. El Rey Don Francisco, dando ejemplo, puso las dos rodillas en tierra para besarle la pastoral amatista. Solfeó con evangélica simplicidad la frailuna Eminencia:
—La Real Majestad, elevando su alma, no considera en mi persona al humilde sacerdote, hijo de padres obreros, sin otro bien que su honradez y su acrisolada fe religiosa.
Cobraba una expresión santurrona la jeta ilustrada con el chirlo de los mártires. El Rey se incorporó, apoyándose en un barbilindo de la llave dorada, muy mimado del Augusto Consorte. La Seráfica Madre saca por entre el misterio de sus velos un papel plegado y sellado con obleas:
—Es un borrador… Otro igual tiene la Señora. Yo confío obtener el real autógrafo.
Maduró la frailuna Eminencia:
—El escrúpulo está muy justificado. ¡Es madre!
Suspiró musical la velada:
—Comprendo la lucha de conciencia que agita en estos momentos el corazón de la Reina.
El Padre Claret abrió el tonel de su prosodia payesa:
—La Barca de San Pedro no puede naufragar; pero esta seguridad no excluye las persecuciones y la posibilidad de una era con nuevos y gloriosos mártires de la fe. Su Santidad, me consta, observa con ánimo acongojado los avances del liberalismo y el auge de las malas ideas en los cenáculos políticos de Europa. Muy especialmente, mira por esta heroica Nación.
Interrumpió con un majestuoso quiquiriquí el Rey Consorte:
—¡La hija predilecta del papado!… Desde los tiempos de mi ilustre abuelo el Rey Recaredo. ¡Ahí es nada! Una tradición que data de los tiempos más remotos, cuando regía la Sede Hispaliense la Lumbrera Isidoriana.
La Seráfica tornaba el misterio de sus velos hacia el Conde Blanc.
—¡Es uno de los monarcas más ilustrados de Europa!
El Rey, con pulida monada, devolvió la palabra al Reverendo. El Padre Claret alzóse el rojo solideo:
—La Santa Sede anhela en todo momento el triunfo de aquellas instituciones que mejor combaten los errores modernos contrarios a las Sagradas Enseñanzas de la Iglesia. En España desea fervientemente cuanto pueda contribuir a una más estrecha alianza de todos los católicos con el Trono. La Diplomacia y las alianzas de familia no pueden ser obstáculo para la realización de tan altos fines.
Se dolió con celestiales músicas la Madre Patrocinio:
—Esa alianza, desgraciadamente, está rota, y corre por medio el río de sangre de nuestras discordias civiles.
Inflóse con fatuos pianillos la Real Persona:
—Yo estoy dispuesto a salvar mi conciencia… Si la sublevación de fajines trae la revolución, todo antes que pactar con las logias. Frente a la insubordinación, los juicios sumarísimos, y resistir hasta el último baluarte.
Asornó el Mitrado de Trajanópolis:
—Como quiera que la demagogia revolucionaria trae en mientes una regencia con el Augusto Niño. ¡Carpetazo! ¡Una y no más! ¡Ni Prim, ni Espartero! ¡Carpetazo!
Su Majestad le señaló asiento a su real diestra. Susurró de secreto:
—¿Isabelita se resuelve?
—¡Es madre!
Sulfurados tiples:
—¡Y Reina! ¡Primero, Reina!
—Ahí está el camino de la amargura. Y Reina, que tiene un plazo muy perentorio para comparecer con gravísimas responsabilidades ante el Justo Juez.
—¿Y se obstina?
—¡Es madre!
—No lo comprendo. Por muy grande que sea la ceguera por su hijo, la salvación del alma es lo primero.
—¡Ciertamente! Y ésas son las lágrimas de Su Majestad.
—Yo salvaré mi conciencia, sea cual sea la decisión de Isabelita. ¡Es el caso de los Reyes Católicos y la Beltraneja!… ¡Un heredero que, a bien decir, no es de tálamo! ¡Pues es el mismo caso!
Aplacó el Confesor de la Reina:
—Vuestras Majestades procederán en todo de acuerdo, dando ejemplo de la mejor avenencia, como debe ser entre esposos que tanto se quieren.
—Padre, es mi mayor deseo. ¡Si en todas las ocasiones he dado pruebas de ser un espíritu conciliador y tolerante!
—¡Muy loable! ¡Muy loable!
Sobre el hombro del valido lucían las reales tumbagas. Con arrumacos de bailarín, bombón y pulido, se puso en pie el Augusto Consorte. Mueve sus velos la beata por el fondo de un espejo. Ha vuelto a sacar el doblado pliego, y lo pone en las reales manos. El Augusto Consorte, en el fondo del espejo, se ha parado a leerlo. A escondidas, volviendo la cara, sorbe un polvo de rapé la Reverencia de Fray Fulgencio. El Rey se desvanecía por el fondo del espejo, con el papel en la mano. El Conde Blanc, famoso en las ruletas cosmopolitas, se inclinó ante los velos de la Seráfica.
—¡Qué rectitud de conciencia la del Tío Paco!
XIV
La Reina Nuestra Señora, aquejada de parecidos escrúpulos, se mira los dedos, manchados de tinta, y se rasca con el cabo de la pluma bajo una coca del peinado. Cuando escribe, amontona las uñas como los niños que andan en palotes. ¡Un borrón! Acude a la lengua, y lo enjuga según lo practicaba el Dómine Candela. Requiere la arenilla, vierte el tintero, se mira las manos, con dediles de luto:
—¡Buena la hice!
Considera con gran sobresalto la tinta en el pliego, en las manos, en el regazo. Hace sonar la campanilla. Acude, rompiendo cortinas, la rancia azafata.
—Limpia esa tinta. Tú, que todo lo sabes, sácame de dudas. ¿Qué significación tiene volcar el tintero?
—¡Eso son brujerías!
—Aun cuando lo sean.
—Lo que supone el vulgar es que la tinta vertida trae tormenta de celos.
—Pues no vas descaminada. Mira la hora, y sin aparecer todavía el palomo.
—Le habrán retenido otras obligaciones.
—¡La obligación primera es conmigo, no tiene otra!… ¿Qué va a ser esto?
La azafata enjuga la tinta empapando su pañolito, con pulcritud de momia repispoleta:
—¡Todo se ha puesto perdido!
La Católica Majestad, arqueando el rubio ceño, paraba los ojos sobre las manchas del regazo. Repentina le acudió la visión del anterior despropósito: Un concierto desconcertado: El papel con deltas de tinta, los dedos negros, la tinta en el regazo. La Reina se acercó al bufete:
—¡Ha sido una inundación!
—¡Si casi parece que cuanto más se limpia más crece!
—¡Ay, Pepita, no sé qué me da! La Madre Patrocinio me había entregado este papel para que lo copiase de mi mano. ¡Mírale! ¡Salvó sin una mancha!
—¡Viniendo de quien viene, casi parece natural ese milagro!
Meditó un momento la Católica Majestad:
—Probablemente, estarás equivocada, y la mancha de tinta significa otra cosa muy diferente de lo que has dicho. Patillas, toda la noche ha estado dándome al codo para que no pudiese escribir. Viendo que nada lograba, a lo último me hizo el cubileteo de la salvadera.
—¡Esas mañas son mucho del tiñoso!
—¡Y ni una salpicadura en el escrito de Patrocinio!
—¡La Madre Patrocinio pone espanto al Infierno! Y bien sabe tirarle de las orejas a Patillas.
—¡Patrocinio tiene luces sobrenaturales!
—¡Para eso es santa!
—¡Ella sin duda sabe lo que debo hacer!
—¡Si ella no lo sabe, no lo sabe nadie!
—Anda, a ver si ha venido el palomo. ¡Qué aberración! Patrocinio rezando por mí, y yo pecando como una mujer liviana.
—¡Las recompensas de amor, en la fuerza de la sangre están dispensadas!
—¡No lo están, Pepita!… ¡Pero somos frígilis!… Anda y entérate, que estoy inquieta.
XV
La rancia azafata no introdujo aquella noche el pecado en la Cámara de la Reina: La Seráfica Madre Patrocinio, usando de poderes sobrenaturales, había tomado su lugar. Allí, en la puerta, se levantó los velos: Resplandeció traslúcido de blancura el bulto de la cara. Su Majestad Católica la llamó con blando bucheo:
—¡Patrocinio, qué vía crucis es el gobierno de los españoles!
La Seráfica sacó el papel, sentándose en el sofá a par de la Señora:
—¡La Reina Católica tiene una deuda pendiente!
Doña Isabel levantaba como reliquias las manos de la Seráfica Madre:
—¡Se me pide algo que destroza mi corazón! ¡No puedo resolverme al despojo de un hijo adorado!
—¡Un hijo que representa la profanación de un Sacramento!
—¡Sí, ya lo sé!… ¡Las cosas son así!… ¡Me casaron una niña, sin experiencia, y así salió ello! Yo, en todo caso, soy la menos culpable de mis faltas. Patrocinio, eso tú bien lo sabes, porque nunca ha tenido secretos para su monjita la Reina de España.
Suavemente retiró la monja las manos y tomó la cruz de su rosario:
—¡La monjita, sin duda, es una ingrata que no sabe corresponder con las regias deferencias!
—¡Nunca he respirado por ahí! ¡Eso me lo cuelgas tú ahora!
—¡Líbreme el Señor! Es un reproche para mí, que no sé recordarme de tantos favores como recibo de la Señora.
—Eres muy lista, Patrocinio. Sueltas una de las tuyas y ya tienes pensado cómo arreglarla.
—¡Una intrigante muy peligrosa! ¿No dicen eso los enemigos de la Iglesia?
—¡No me aumentes la jaqueca! ¡Vamos a ver! ¿Has pensado en lo que se pretende de mí? El Príncipe ha nacido con derechos que yo no puedo quitarle… Paco se mueve por la mala voluntad que siempre le tuvo.
—El Rey ha consultado el caso de conciencia con eclesiásticos muy doctos. Su Majestad Don Francisco no se sale fuera del consejo que aquéllos le han dado tras de maduras reflexiones, como cumple a personas prudentísimas… En mi ignorancia, juzgo muy recto y muy cristiano el escrúpulo de vuestro Augusto Esposo.
—¡Patrocinio, cómo os engaña! ¡Si todo le sale por una friolera!
—¡La justicia no es siempre la virtud de los Reyes!
—Patrocinio, no te rehusó mi firma, pero déjame que lo piense. La comparsa de fajines no es tanto como la pintan. En los primeros momentos, cuando se dijo que venían a decirme cuatro frescas y provocar la crisis ministerial, me reí. ¡Ya ves si los conozco! ¡Cuatro frescas! Es lo más probable que las hubieran oído con las orejas gachas. ¡Me lo deben todo! ¿Qué hubieran sido sin mí? Soldados oscuros. ¡Ya sabía yo que no osarían llegar a su Reina!
La Señora se encendía con despechado desgaire y buches de paloma real. Clavaba su alfiler la monja con musicales mieles:
—¡Faltó otro General Salazar!
Repuso aprontada la Reina:
—¡Aquél era un loco, y éstos son muy cuerdos! ¡No tuviera yo otro toro en la plaza! Patrocinio, eres muy lista, lo penetras todo, tienes luces celestiales, pero no eres madre. ¡La Virgen María se hará cargo que si obro ciega es por amor al fruto de mis entrañas! ¡Patrocinio, no te enojes, pero es una lástima que no hayas parido! ¡Ya veríamos lo que tú eras puesta en mi caso!
Besó la Seráfica la cruz de su camándula:
—¡Jamás he quebrantado mis votos! ¡Jamás he abjurado de mis promesas! Casada en el mundo, hubiera implorado la divina ayuda para guardarle fidelidad al tálamo. ¡Esposo mío celestial, tú sabes cómo tu sierva te ama!… ¡Sin duda, puede mucho el Maligno! ¡Pueden mucho sus tentaciones! ¡Las concupiscencias y los malos ejemplos pueden mucho! ¿Pero qué estado se ve libre de asechanzas y ocasiones de pecar? ¡El ser monja profesa no excusa las tentaciones, y el más santo, más tentado! ¡El Redentor del mundo soportó el pérfido aliento encima del monte! ¡El Ángel Lucifer, siempre humillado, llevó su intento de seducción hasta el Rey de Cielos y Tierra!
—¡Patrocinio, toda tú resplandeces cuando hablas con ese fuego! ¡Tu escrito se ha salvado milagrosamente del diluvio de tinta!
—La Divina Voluntad ha querido reservarlo para que lo copie Vuestra Majestad.
—Patillas no ha dejado gota en el tintero. Tendrá que ser mañana.
La Seráfica tomó entre sus guantes negros las rollizas manos reales, y puso en ellas el papel, oprimiéndolas con fuerte nervio, extraño de blancura el rostro, musical y apasionada:
—¡Rehusaría Isabel ayudar con los mayores sacrificios al reinado del Espíritu Santo!
—¡Si no ha de llegar el caso!
—¡Reconozco esa respuesta! Son las dilaciones que pone a toda obra buena el Ángel Luzbel. ¡Camina a nuestro lado, nunca nos deja, va con nosotros hasta la muerte!
—¡No me asustes! ¡La muerte repentina y en pecado mortal es la cosa que más temo!
La Seráfica puso la cruz sobre la boca de la Reina:
—¡Juremos, juntas, servir los altos designios de Nuestra Santa Madre la Iglesia! En asunto tan grave, todo el escrito debe ser autógrafo de la regia mano. El Sumo Pontífice desea ardientemente la reconciliación de todos los católicos españoles.
—¡Naturalmente! ¡Qué más quisiéramos todos!
Sor Patrocinio se acercó al bufete:
—Escriba Vuestra Majestad. Yo haré el dictado.
—¡No queda gota en el tintero, Patrocinio!
—¡Véalo Vuestra Majestad, rebosante!
—¿Pepita, tú lo has llenado?
—¡Ave María!
Atónita ante el prodigio, cayó de rodillas Nuestra Augusta Señora. Sor Patrocinio extasiaba los ojos con musicales quejas, rendida a los dones del Espíritu Santo. La envolvía el aliento de aquellos celestes mensajes. Exudaba una suave fragancia de rosas y nardos, un divino bálsamo, que hacía traslucido el rostro de la Seráfica.
XVI
Firma la Reina entre lágrimas. Sor Patrocinio retira el papel: En silencio le hace cuatro dobleces y se lo guarda en el pecho, bajo los siete puñales de un corazón de plata. Se aleja entre los sollozos de la Señora. Por el postigo del Moro voló, alechuzada, a meterse en un coche con tiro de mulas que tenía apagados los faroles. Rodó el coche: Una mano presurosa, saliendo entre lutos, bajó las cortinillas. La Seráfica Madre, al trote de las mulas bernardas, huía por las callejuelas del viejo Madrid. Penetró el coche en un zaguán palaceño, y detrás, con lento sigilo, fueron entornadas las hojas del portón. La Seráfica, sin ruido, toda velada, desaparece por una galería con los cuadros del Vía Crucis. De trecho en trecho, un brasero de cobre. El fámulo de sotanilla y vericu corre el sahumerio, inflados los carrillos sobre la chufleta. Al final de la galería, los espejos de un estrado multiplican las luces. La Seráfica iba por el fondo con levitación de marioneta. El vejete, pulcro, mesocrático, manguitos verdes, que escribe puesto el tintero de asta en una mesilla de naipes, se alela con profunda reverencia, los anteojos en la frente, la pluma de ave sobre la oreja. Una mampara de velludo, guarnecida con galones de oro, apaga la polémica de voces eclesiásticas: Se abre de pronto, con apasionante impulso. El Señor Patriarca de las Indias, revestido de sotana morada, apretado en un cortejo de miriñaques y manteos, uniformes militares y laicos levitones, se inclina ante la Seráfica:
—¡Mucha falta nos estaban haciendo las luces y los consejos de la Reverenda Madre!
—¿Ha venido Su Majestad el Rey?
—Le esperamos todavía, Reverenda Madre.
Sale por una punta del portier el fámulo de la chufleta, y lo mantiene en alto. El Rey Don Francisco entra acompañado del Conde Blanc: —Se disimulan con capas andaluzas y sombreros gachos.—Sor Patrocinio saca el pliego que guarda en el pecho y lo aprieta sobre el corazón de plata:
—La Reina, en este autógrafo, somete el caso de conciencia a las decisiones del Santo Padre.
Susurró el Conde Blanc:
—Tío Paco, esta batalla hay que ganarla en Roma.
—Tú serás el portador de nuestras cartas al Santo Padre. Tomas el primer tren para Francia.
XVII
El Consejo de Ministros, con la mosca en la oreja, deliberaba reunido en la antigua Casa de Correos. Era empeñado el debate, disconformes los pareceres.—Las Madres de los Tres Clavitos, aquella noche, estuvieron en los ápices de ocasionar una crisis política y mudar de raíz el Gobierno de España.— De menos cuidado fue para la vida ministerial el Barato de Martes.—La Reina mostrábase muy sentida con el escándalo de chuscadas, a cuenta de aquellas monjitas, y no había recatado un pique de enojo contra el Gobierno. El Consejo se prolongaba y no se ponían de acuerdo los Consejeros. Al Señor Coronado, Ministro de Gracia y Justicia, se le saltaba la dentadura. El Señor Catalina, Ministro de Fomento, era un coco arrugando la jeta. El Señor Roncali, Ministro de Estado, se santiguaba. Se pulía las uñas sobre el marroquín de su cartera el Señor González Bravo. Tragaban alternativamente saliva los otros Consejeros. El Presidente agitó la campanilla, entregó al ujier algunos telegramas para la cifra y tomó un sorbo de agua:
—¡Si a esas benditas se les descubre el contrabando, para qué más! La situación, en términos precisos, viene a ser ésta: No autorizar en ningún caso el registro de la clausura. He dado órdenes terminantes para retirar las rondas de policías, pero a estas horas siguen los corrillos y el escándalo y la chufla de los hijos y nietos de Abderramán. Tengo aquí un recorte de El Baluarte.
—No puede hacerse caso de los diarios liberales.
—Vamos con todo el pecho. La Reina desea que se suspendan las órdenes libradas para prender al cuñado de Ulloa. Que se le permita lucirse en la Corte. Sin duda es el modo de acallar maledicencias. El Baluarte será multado con cuatrocientos reales.
Este acto de saludable energía obtuvo la unánime aprobación del Consejo. El Presidente miró la hora y convidó a chocolate con buñuelos: El vaso de agua con boladillo, remedio de biliosos, produjo la ejemplar avenencia que siempre debe reinar entre los Conductores de Pueblos.—En un salón vecino esperaba Don Augusto Ulloa.—El Presidente del Congreso, con expresiones de amistad, sigilosamente, habíale prometido el salvoconducto para Fernández Vallín.—Dos auditores de la Rota acompañaban al pomposo camastrón galaico. Sobre la mesa de su despacho, bajo los iris de un enorme ojo de cristal, quedaba puesto a dormir el recado de los Espadones Unionistas.
XVIII
—¡La Nueva Iberia!
—¡El de la suerte!
El Señor Presidente del Consejo se retira con amargos de bilis. Noche de Madrid. Clara arquitectura de estrellas. El Circo del Príncipe Alfonso apaga sus luces y asaltan la acera todos los árboles de Recoletos. El tumulto de pregones, esparcido en rebatiña, rueda por la Plaza de Cibeles. El Carro de la Diosa, retenido en su cláusula de cristal, galopa sobre el cielo invertido de la noche.
—¡El de la suerte!
—¡La Nueva Iberia!