I

Plazuela del Congreso. Jardinillo municipal. El Manco Divino que cobra perenne alcabala del ruedo manchego hace un punto de baile en calzas prietas ante el Templo de las Leyes. Rinconete y Cortadillo, al pie del pedestal, juegan a la uña alfileres y formulas:

—Te pago cinco.

—Me pagas siete.

—Ésa no te la paso.

—¡Por la leche que me han dado!

—Vamos a ventilarlo.

—¡Me caso en Cristina!

—¡No vale rachar la ropa ni mentar la madre!…

II

Ondea el Pabellón Nacional. Clausura de Cortes. Simones y carruajes oficiales: —Galones, escarapelas, aguardentosas bufandas, viseras aburridas.—Esbirros de capa y garrote toman el sol por las esquinas, sostienen los faroles:

—¡Claveles! ¡Claveles!

La florista engatusa con labia pindonga y decora la solapa de los diputados que acuden al Oficio de Difuntos:

—¡Claveles! ¡Claveles!

Corre la salerosa a la portezuela de un charolado landó: Tronco de yeguas inglesas, cochero y lacayo británicos.

—¡Claveles! ¡Claveles!

III

El Embajador de Su Graciosa Majestad, seguido de dos Secretarios, cruza la acera: Flemático, hace la jarra, y en la palma de la morena deja una blanca con tan puritano escrúpulo que los dedos del guante no afrontan el roce más leve. Luciendo los bajos, la florista se apaña la faltriquera, y al requiebro de un chusco responde rasgada:

—¡Si se ve algo, llévalo a los Mostenses!

—¡Está penado expender carne sin patente!

—¡Ya quisieras regalarte con una de mis tajadas!

La voz de un auriga ministerial se mete por medio:

—¡A la Vicenta, si gusta de tomar algo…!

Con inocentona malicia ríen, sin entender palabra, los dos Secretarios de la Embajada Inglesa:

—Tengan ustedes, místeres, un ramo. Se lo regala la Vicenta. ¿No chamullan ninguna cosa? Tenga cada uno su ramo. No es nada, gusto en regalárselo de la Vicenta.

El chusco del tapabocas, que abre las portezuelas, guiña el ojo:

—¡Ya te sacaste la lotería!

La Vicenta jalea el talle y recorre la acera con la banasta en alto.

—¡Claveles! ¡Claveles!… ¡Son roñas estos místeres! El Duque de Fernán-Núñez, por un clavel, le ha dado veinte durandartes a la Trini…

Un simón filosófico:

—No sería por el clavel.

—¡Por el clavel! Luego si ella ha querido corresponder de alguna manera… También pudo guardarse el parné y me alegro verte güeno.

En la escalinata, un ciego romancista recuenta los pliegos del Horroroso Crimen de Solana. Los leones, duales y contrarios, esperezan un regaño simétrico.

—¡La más culpada de todos,

una mujer ha salido!

Oprobio del bello sexo,

por sus perversos instintos,

a las inocentes víctimas

sacaba los higadillos…

IV

Los ujieres saludaban. El Embajador de Su Graciosa Majestad, en medio de los dos acólitos, ocupa la tribuna diplomática. Diputados en los rojos escaños: En el banco azul, el retablo ministerial. Uniformes y cruces, levitas y calvas. El Conde de San Luis dormita en la Presidencia: Velan a los costados anacrónicos bigardones con porras de plata y dalmáticas de teatro. Está en el uso de la palabra el Jefe del Gobierno. Muy entonado, sacándose los puños, anuncia la concesión de honores y haberes de Infante a Su Alteza Real el Serenísimo Señor Conde de Girgenti. Una voz en la tribuna de la Prensa:

—¡Indigenti!

Risas. Protestas. El banco azul se conmueve con gestos y ademanes de reto. El Presidente de la Cámara rompe una campanilla, y aquietando el jollín, vuelve a dormitar solemnemente. Un Secretario lee, y nadie se entera. Los señores diputados desvalijan sus pupitres de plumas, de papel y de obleas. En el aburrimiento de la tribuna pública, el ujier conversa con el cesante que pretende ser repuesto:

—¿Ha visto usted, Señor Cárdenas? Ya tenemos aquí a los loros ingleses.

—Son así. La Diplomacia Británica, a donde va, se entera de los problemas.

—Pues no crea usted que saquen mucha sustancia. Chanelan poca cosa de cristiano. Pero ahí están. No vendrá nadie del Cuerpo Diplomático… ¡Ellos perennes!

—¡Un gran pueblo!

—No soy quien para discutírselo a usted, Señor Cárdenas. Pero un servidor no los traga. Gente que no va a misa ni confiesa, para el gato.

—¡Hombre, así en absoluto!

—Usted los defiende, y luego de sustentar esas ideas se extraña usted todavía de que lo haya dimitido el Gobierno.

—El partido moderado, al que pertenezco desde hace muchos años, no es un partido oscurantista, y el favorable concepto que me merece el pueblo inglés no lo creo, en modo alguno, relacionado con mi cesantía. ¡Otro gallo nos cantara con estadistas a la inglesa! ¿Le parece a usted de buen gobierno que por cochinos seis meses no me jubile yo con los cuatro quintos?

Se distrajo el ujier:

—¡Aplauden!

—¡Insensatos!

—Ya podían haber dado el cerrojazo un mes antes. El Sábado de Gloria que hubiera sido, y me habría colocado de acomodador en el Circo del Príncipe.

—¡No se gobierna el mundo a nuestro deseo!

—¡Ya lo estamos tocando!

—¡Insensatos, aplauden sus exequias!

Terminaba la sesión: Parabienes en el redondel y siseos en la tribuna de la Prensa. El Conde de San Luis se ha puesto el sombrero ante el pomposo retrato de Nuestra Católica Majestad. La Soberana de Dos Mundos, corona y cetro, manto de armiño, vuelos de miriñaque, guipures y céfiros, luce sus opulentas mantecas en una roja sinfonía de sombras, bajo el doselete de la Presidencia: Empopada de joyas y bandas, asoma el pulido chapín por la rueda del miriñaque, entre los cabezudos leones del Trono.

V

El Pasillo Circular. Coros vaticinantes. Sesudas calvas, panzas doctrinales, sabihondas levitas, brillos de espadines y bordados.—Diserta el Señor Presidente del Consejo en la rueda de ilustres compadres:

—¡Ya lo sé, caballeros! Bravo Murillo y San Luis intentaron, sin conseguirlo, sobreponerse al elemento militar. ¡Caballeros, a la tercera va la vencida, y espero demostrar que puede un hombre civil ejercer la dictadura en España!

El Señor Coronado salvó su opinión con pedagógico susurro:

—El milite glorioso tiene siempre más propicia el aura popular.

Confirmó epigramático el Señor Catalina:

—¡Hable el ramo doméstico de niñeras y amas de leche!

Don Severo Catalina, Ministro de Fomento, nunca dejaba de lucir las sales de su ingenio. Feo y cascarrabias, era berrendo en colorado, como pintan a Judas. Tomaba muy a pecho que sus conmilitones no le celebrasen las jocosidades, y ellos, corazones blandos, le colmaban el gusto, salvo Don Carlos Marfori. El Pollo de Loja, con los pulgares en las sisas del chaleco, abravucaba la fachenda:

—¡Mano dura! No es otro el secreto.

Aprobó con unánime arrullo el coro ministerial. El Señor Coronado exhaló su soplo pedagógico:

—¡Dura lex! ¡Dura lex!

—¡Y navajeo! ¡Y navajeo!

El Presidente del Consejo, formulada la honda sentencia, se destacó, requerido por el saludo de un engallado vejete.

—¡Señor Presidente!

—¡Ilustre amigo!

Don Manuel de la Concha, Marqués del Duero y Teniente General de los Ejércitos, vestido de paisano —levita ajustada, chistera, botines blancos—, acogió con brusca intimación al Presidente del Consejo:

—Vengo de casa de Pepe. Esos nombramientos, no discuto méritos, son altamente inoportunos. Como se lo digo a usted, se lo he dicho a Pepe. En las circunstancias actuales crear descontentos en el generalato es tanto como no amar a la Reina. Mi hermano está en el deber de no admitir el tercer entorchado y dar con ello una prueba de deferencia a los ilustres compañeros, que, con razón o sin ella, alegan mayores servicios.

Gitaneó el Presidente del Consejo:

—¿Estima usted que reúne alguien mayores méritos que su ilustre hermano el Marqués de la Habana?

El General se atufó:

—Sé lo mucho que vale mi hermano, pero ello no excluye mi censura respecto a la oportunidad de agraciarle con el tercer entorchado. En el escalafón ocupan lugar preferente los que han mandado Cuerpo de Ejército en África. Sobre los vínculos de la sangre coloco los dictados de mi conciencia, y abogo por el más alto interés de la Reina. Esas mercedes sólo servirán para agriar el resentimiento de muchos leales servidores del Trono.

Acogióse a una terne soflama el Señor González Bravo:

—¡Déjelos usted que rabien!

—No estoy de acuerdo. Pepe debe oponerse, y lo mismo el Marqués de Novaliches.

—Verá usted cómo no lo hacen.

—¡Pepe lo hará!

—El Gobierno mantendrá el nombramiento.

—¡Cosechará usted tempestades!

—Procuraré capearlas.

Bruscos y desabridos, sin darse la mano, se despidieron con las chisteras. El Señor Presidente del Consejo, vuelto a la rueda ministerial, brindó la petaca:

—Este patriota no sufre en paciencia que su hermano se adorne con el tercer entorchado. Ya veremos si un hombre civil puede ponerle el cascabel a los Invictos Generales.

El Señor Ministro de la Guerra, mirándose los galones de la bocamanga, volvió por el fuero de Marte:

—¡El Ejército es la salvaguardia de las Instituciones!

—Justamente, y por eso debiera permanecer apartado de las luchas políticas. No me ha sorprendido la actitud del Marqués del Duero: No me sorprenderá tampoco la de otros espadones, que de antiguo los conozco y todos tienen escrito en sus gloriosos aceros el viva mi dueño de las cachicuernas. El Gobierno puede dimitir, pero en ningún caso someterse al dictado de una conjura militar. Eso es lo que nunca puede hacer el Gobierno. El Gobierno responderá llevando los decretos a La Gaceta. ¡Hasta Palacio han llegado las bravatas de algunos díscolos! ¡Es intolerable! Daremos la batalla a esos gallos, y hasta diré que me alegra tener una ocasión para poder humillarles la cresta. La lucha pequeña y de encrucijada me aburre. Venga algo gordo que haga latir las bilis, con tal que no venga por provocación o negligencia de mi parte. Entonces tiraremos resueltamente de navaja y nos agarraremos de cerca y a muerte. Entonces respiraré ancho, no que ahora todo se vuelven intrigas de comadres.

Tras estas castizas máximas, ejemplario de la política española, tiró el chicote en medio del corro el Presidente del Real Consejo.

VI

Los Señores Ministros, fieles al protocolo, se trasladaron a la Cámara Regia. Nuestra Augusta Señora, aquella tarde, se cansó de la mano, firmando gracias y mercedes: Mirándose los dedos llenos de tinta, beata y maliciosa, engordaba el labio borbónico:

—¡Me apena saber que habrá algunos despechados! Mi corazón quisiera complacerlos a todos, pero no puede ser… ¡Y ésta no me la perdonan los desairados!… Veremos por qué registro salen los espadones cuando vean La Gaceta.

La Católica Majestad, siempre magnánima, correspondía al ingrato desamor de su pueblo, aumentándole de real orden el número de los Héroes Nacionales.—¡Y los españoles sin darse cuenta del ánimo generoso con que los gobernaba su Reina!—Graciosamente, sin recargo en los tributos, les otorgaba dos flamantes Capitanes Generales: Ceñidos de laureles, calvos y asmáticos, se los brindaba sin limitaciones, indistintamente para decorar en las cajas de cerillas y hacer pronunciamientos.—El Señor González Bravo espolvoreaba de arenilla los regios autógrafos:

—Esta noche irán a La Gaceta.

Rememoró la Reina Nuestra Señora:

—¡Pepe Concha y Manolo Novaliches son dos servidores leales y del más ortodoxo credo moderado, enemigos de las novedades que la demagogia nos quiere traer de extranjis! ¡Yo creo que al concederles el tercer entorchado he obedecido a una voz de lo Alto!

Había firmado aquellas gracias con un suspiro de consuelo, feliz de guiarse por las luces de la Seráfica Patrocinio. El Presidente del Consejo, por su parte, había buscado congraciarse el favor de las Camarillas Reales. Las conjuras palaciegas de monjas y frailes, damas cotorronas y apostólicos carcamales, promovían un céfiro santurrón, más traicionero que el aire del Guadarrama. El Presidente del Real Consejo, sabio de ciencia antigua, recordaba que muchas vidas ministeriales, cuando más lozaneaban, habían merado al soplo de los flatos camarilleros. Asistía al Consejo el Rey Don Francisco, y con gesto alambicado se inclinó para deslizar algunas palabras en la oreja de la Reina: La Augusta Señora, volviéndose al coro ministerial, dio a sus mantecas un empaque altanero y una azul frialdad al celaje de los ojos:

—Me olvidaba deciros… La Real Familia ha tomado el acuerdo de reconocer como a uno de sus miembros al Príncipe Luis María César de Borbón. Al realizarlo, cumplimos deberes de conciencia, porque se trata de un nieto del Rey Fernando VII.

Los Señores Ministros se miraban de reojo y con cautela gitana esperaban que acudiese al envite el Señor Presidente del Consejo. La Reina Nuestra Señora enjugábase los dedos manchados de tinta en una salvilla de plata. Con resuello aplopético tomó la palabra Don Luis González Bravo:

—Señora, supongo fruto de maduras reflexiones la decisión que ahora tenéis la bondad de comunicarnos, pero no juzgo ocioso recordaros que a ella era opuesto el Duque de Valencia.

La Católica Majestad tenía una dura resolución en las pupilas de turquesa:

—Es asunto de conciencia que sólo incumbe a la Real Familia. Narváez, autorizado por mí, pudo permitirse un consejo… ¡Más, no!

Chifló el Rey Consorte:

—Su Santidad acaba de agraciar a nuestro sobrino con el título de Príncipe de Borbón. Eso significa el reconocimiento de su jerarquía como vástago del inolvidable Rey Fernando: Desde ese momento es indudable la obligación moral que pesa sobre la rama española. El Gobierno no puede poner en entredicho los actos del Santo Padre.

Inflaba la pechuga la Reina Nuestra Señora:

—De eso no se habla más… Es asunto privativo de mi conciencia. Su Santidad, al agraciarle, me ha mostrado el recto sendero. Reanudemos el despacho.

El Señor Presidente puso a discusión el cisma de las Madres Trinitarias de Córdoba.—¡Aquellas pánfilas, que habían quebrantado la clausura, dando escondite al pollo habanero, notorio revolucionario, y como tal incluido en el listín de las deportaciones que tenía a madurar el Gobierno de Su Majestad Católica!—El Señor Coronado, Ministro de Gracia y Justicia, apostilló el caso con profunda doctrina civil y canónica, manifestándose contrario al registro policiaco de la clausura, como pretendía el obcecado Gobernador de Córdoba.—El Señor Belda, Ministro de Marina, se aprontó a la defensa del Señor Méndez de San Julián:

—¡El Gobernador Civil de Córdoba no ha hecho más que cumplir con su deber! Pero eso a quien cumple decirlo es a nuestro querido Presidente.

Se sacudió el Señor González Bravo:

—¡No me ha dejado usted ni respiro para abrir la boca, compañero!

—Querido Presidente, mis excusas por la viveza con que me he lanzado a intervenir… Francamente, me ha dolido la injusticia de los cargos que se hacen a esa Autoridad… Francamente, se trata de mi cuñado.

El Señor Ministro de Gracia y Justicia entornaba los párpados con escrúpulo timorato:

—Las rondas de polizontes vigilando el convento son escándalo y motivo de murmuraciones que afectan a la conducta de unas Vírgenes del Señor. Yo creo que todo ese aparato ha debido excusarse… Tal es mi opinión humildísima, y al exponerla, en modo alguno he querido causar molestia a mi compañero Don Martín Belda.

La Católica Majestad, con arrebato de sangre en las mejillas, pomposa y mandona, se quitaba y ponía los anillos reales:

—Estoy perfectamente enterada. Mi deseo es evitar maledicencias, pero en ningún caso encenderlas con golpes de policías. Eso me tiene muy disgustada con el Poncio de Córdoba.

En torno al gran velador del despacho adormecían la pestaña los siete pardillos del Consejo Real. El Presidente, con sube y baja del entrecejo, elocuente aparato de la frente calva, puso a tono el asma y el ceceo:

—El Gobierno comparte plenamente los laudables sentimientos de Su Majestad.

—Me das una satisfacción muy grande. Esas pobrecitas monjas son víctimas de alguna maquinación tramada en las logias.

—El Gobierno tiene confidencias que le aseguran de lo contrario.

El Presidente del Consejo arrugaba el calvo frontal con arrugas hondas, cargadas de perplejidades. Se picó la Reina:

—¡Me resisto a creerlo! En los conventos hoy se me quiere, y se trata, según me han enterado, de un intrigante enemigo del Trono.

La Católica Majestad no dejaba el mete y saca de los reales anillos, mirándose las manos de herpéticas mantecas, tan bastas y grandotas que podían manejar como un abanico el pesado cetro de Dos Mundos.

VII

Pepe Concha y Manolo Novaliches son tan leales y bravos militares como buenos cristianos.

La Señora, decorando con el tercer entorchado a los piadosos espadones del moderantismo, había satisfecho su real antojo, pero al firmar aquellas mercedes no era ajena al propósito de aplacar con guiños gatusones el resquemor de los Generales Unionistas. En reserva, con fe borbónica, maduraba cargar la culpa sobre los Consejeros de la Corona. Espadín y calcetas, por entre cortinas, acudió al regio llamado el Marqués de Torre-Mellada:

—Voy a darte una comisión que exige mucho tacto. Mis queridísimos hermanos vendrán a la boda, y me ha llegado el tole-tole de que algunos espadones descontentos proyectan hacerles una manifestación de simpatía. ¿Tú qué has oído?

El Marqués de Torre-Mellada elevó los ojos a las desnudas mitologías del techo. Suspiró santurrón:

—¡No puede creerse!

—¿Pero corren esas voces?

—¡Flatus vocis, Señora!… Una pitada a la cual no creo que se arrojen los Generales Unionistas.

—¡Cría cuervos!

—¡Yo me hago cruces!

—Serrano se ha comprometido a no hallarse ese día en Madrid. Por ese lado estoy segura… Con el pretexto de no asistir al ceremonial palatino de la boda, se irá de cacería a sus posesiones. ¡Con esa excusa los deja pintados a la pared, y el que venga atrás que arree! Yo tengo que agradecérselo. El muy tuno dice que lo hace por serme grato, que no ha dejado de quererme… ¡A otro perro con ese hueso! Adolfo dice que se ha puesto hasta romántico… ¡Me ha hecho gracia!

—¡El Duque de la Torre no puede olvidar los favores que ha recibido de Vuestra Majestad!

Se achuscó la Señora:

—¡Y qué favores, Jeromo! ¡La flor y la nata!…

Encendióse el santurrón, con apurado cacareo…

—El Duque de la Torre, ausentándose en estas circunstancias, rinde un verdadero servicio a su Reina. La conjura queda sin cabeza, y no creo que prospere el acuerdo… ¿Vuestra Majestad, sin duda, lo conoce?

—Acudir a la estación con sus ayudantes, de gran uniforme y espetera… ¿No es eso?

—Angelito Sardoal lo ha vociferado por todas partes.

—Y hace pocas noches ha puesto el paño del púlpito, en esta casa, tu primo Fernando Córdova.

—¡Y todos se lo hemos vituperado!

—Tu mujer la primera. Estoy enterada; y me ha parecido muy discreta su actitud cortándole los vuelos a Metralla.

Se asombró el palaciego con pueril regocijo:

—¡Vuestra Majestad se halla perfectamente enterada!

—Pues así, de todo cuanto ocurre por vuestras casas. Baja a contármelo un pajarito del Cielo.

—¡No lo dudo!

—Vamos a cuentas. ¿Qué pretenden esos Martes? ¿Por dónde respira tu primo Metralla? ¿Pretenden esos insensatos poner veto a mis decisiones? ¡Pues se equivocan! Los decretos que tanto les alteran saldrán mañana en La Gaceta. ¡Hasta ahí podían llegar las bromas! ¡Están dementes! Cuanto son, a mí me lo deben. Con todos he sido demasiado generosa. Algunos me han servido lealmente, y su alejamiento lo creo circunstancial; y si hoy los llamase, no dudo que estarían a mi lado… Por eso, estimo que debe ponerse una salivilla de miel en las escoceduras. Me han defendido con sus espadones, y olvidándolo pecaría de ingrata. El Gobierno, puedes asegurarlo donde convenga, está dispuesto a tener mano dura, y no deben echar por la calle de en medio. ¿Tú te has penetrado de mis sentimientos? Es conveniente que veas a tu primo Fernando Córdova: Le desarmas con buenas palabras; no te quedes corto; mucha mano izquierda; le dejas entrever el bajalato de algún Archipiélago. Me lo ablandas y procuras traérmelo secretamente, para que conferencie conmigo… Ese trueno anticuado es el que más ruido mete… Aduce como mejor derecho que tuvo el mando de la Expedición a Italia. ¡Como si aquel simulacro hubiese sido una guerra extranjera! ¡Más razón tienen Ros y Zabala, que mandaron Cuerpo de Ejército en África! Razón no la tiene ninguno, porque todos los nombramientos son de Gracia Real.

La Católica Majestad se abanicó la pechuga con pava magnificencia. Promovió un susurro beato el Marqués de Torre-Mellada:

—En la medida de mis cortas luces, procuraré satisfacer los deseos de Vuestra Majestad. El General Córdova espero que no desoirá las obligaciones de su sangre.

—¡No me cuentes quién es Metralla! Tú le buscas.

—Precisamente ayer hemos convenido salir esta madrugada para Los Carvajales. Es cosa sabida que no falta ningún año al Herradero.

—Pues arréglale por allá otra montería, retenlo una temporada. Y a propósito de Los Carvajales… Quiero que invites a mi sobrino de la mano izquierda…

—Me cabe la satisfacción de haberme adelantado a los deseos de mi Reina. El Conde Blanc ha recibido una invitación particularísima.

—¡Tú siempre adivinándome los pensamientos!

La Reina Nuestra Señora, empechada y matrona, le despidió con un caramelo, y envidiaron el goloso presente Mayordomos de Semana, Gentiles-Hombres de Casa y Boca, Damas de la Banda y Grandes del Reino, con Ejército y Servidumbre en las Reales Antecámaras.

VIII

Las Augustas Personas, entre golpes de alabarda, con palatina ceremonia, se trasladaron a las habitaciones particulares del Serenísimo Infante Don Sebastián de Braganza: Esta Alteza Serenísima agasajaba con un concierto sacroprofano al nuevo Nuncio de Su Santidad.—Doña Cristina y Don Sebastián, en amante pareja adulona, salieron, con el mundillo de sus familiares, al encuentro de la Corte.—Los Reyes, repartiendo sonrisas y obligando genuflexiones, hicieron su entrada en la saleta de damascos lioneses: Mirando a una plataforma con atriles y solfas, ocuparon en el estrado dos sillones parejos. Promovía un casquivano susurro el séquito de plumas y lentejuelas, entorchados y bandas.—Un solista, acompañado de violas y piano, Analizó el primer tiempo cantando el Stabat Mater, de Rossini. Sus Majestades, con bondad de protocolo, a dúo, le celebraron la voz y el buen estilo de capilla: Le despidieron dándole a besar la mano, y con amable indiferencia, siempre duales, fieles al mismo ritual, le olvidaron completamente, dejándole en una orfandad de levitín y rodilleras. Con transición de teatro, emulándose en las mieles, pasaron a conversar con el Enviado del Santo Padre.—Aquel Monseñor Franchi, Arzobispo de Tesalónica, que tanto había mediado en los arreglos matrimoniales del Conde de Girgenti. Se dobló con aparatosa ceremonia el Legado del Papa. Correspondieron en el mismo aire las Augustas Personas: Gatuseó la Reina:

—¡No ha cantado mal el pobrecito!

—Una voz maravillosa, cuyo descubrimiento se debe, según creo, al Serenísimo Señor Infante.

Chifló el Rey:

—Mi cuñado es el único para descubrir estos genios que se ocultan como modestas violetas.

Se abanicó la Reina:

—Será preciso pensionarle.

El melenudo de levitín y rodilleras pasaba a cosechar los plácemes de la Señora Infanta Doña Isabel Francisca. Su Alteza le dio a besar la mano con brusquedad ramplona, que recordaba el estilo del Padre Claret. La Serenísima Infanta, contrariamente a su costumbre, mostrábase lacónica y reservada, sin que la buena música la hiciese cabecear un sueño pasajero. La Alta Servidumbre rumoreaba que tales vinagres los promovía el acuerdo de matrimoniarla con el Conde de Cirgenti. El Conde Indigenti, de unas aviesas aleluyas que circulaban manuscritas por desvanes y antecámaras de Palacio.

IX

¡El prometido no es una ganga!

Unánimes, las cornejas palatinas repicaban con este rezo la castañeta de pico. El Infante Don Sebastián, por sacar de penurias al pariente napolitano, había sido el primer sugeridor de la boda, piadoso metimiento que le atrajo la repulsa materna. Desde Trieste, con chapurreo portugués, le descomulgaba de hijo la Señora Princesa de Beira: En un pliego, bajo cuatro obleas, por la posta certificada, habíale remitido su maldición con muchos borrones y el sello de sus armas. Al Serenísimo Infante le lloró todo un día el ojo tuerto. La Corte Carcunda de Trieste, santurrona y cismática, no encubría su desacuerdo con la diplomacia vaticanista, y había llevado una conjura de gran estilo para estorbar la boda que convertía en posible Rey Consorte al Conde de Girgenti. La Princesa de Beira acogía con apasionada credulidad todos los rumores referentes a la mala salud del Príncipe de Asturias. Fanática y mandona, recriminaba con atribulado sobresalto la conducta de la Corte Pontificia:

—¡Dios está de nuestra parte! No puede ser de otra manera. Iré a Roma, y veré en audiencia al Santo Padre. Le demostraré cómo se halla obcecado en los asuntos de España. Nuestra Causa es la Causa de Dios.

En el Palacio de Oriente, la Camarilla Apostólica del Rey Don Francisco se arrugaba con el mismo melindre, garabatera de cruces:

—¡Dios ilumine al Santo Padre!

En la Servidumbre de la Reina había dos bandos: El apostólico, de trashumancia carcunda, y el contaminado por las ideas del siglo, que era favorable a la abdicación en el Príncipe. El Príncipe también tenía de su parte al gran tono, los abonados de la ópera italiana, los elegantes que se vestían en Londres.—Asomaba entre cortinas la vieja tramoya, con el reconocimiento de los derechos que representaba la rama de Don Carlos María Isidro. Era la Causa de Dios, y no podía faltarle en la tierra el dulce influjo de la Seráfica Madre Patrocinio:

—¡Amor con amor se paga!

El Padre Claret también acogía con crasas vocales payesas la inteligencia con la rama sálica:

—¡El Vaticano volverá de su acuerdo! ¡Dios es muy grande!

Cautamente, en voz baja, sin salir de la sombra, la diplomacia vaticana acogía la posible regencia mancomunada de los Condes de Girgenti. El rojo solideo se inclinó con aparatosa cortesía.

—Jamás olvidaré tan grata fiesta, que me ofrece el honor de saludar a Sus Majestades.

X

El Rey Don Francisco volvía con deleite los ojos al sobrino de la mano izquierda, recién aparecido a pretender en la Corte.—El Conde Blanc, famoso en las ruletas internacionales, últimamente enrolado en los zuavos pontificios, como Príncipe Luis María César de Borbón.—Los Duques de Parma, Su Alteza Serenísima la Archiduquesa Beatriz de Este, los Condes de Bari y los de Siracusa, la Gran Duquesa de Toscana, le reconocían como bastardo de la sangre fernandina, brote lozano de Su Majestad Católica. La Familia Real de España, indecisa algún tiempo, le abría amorosa los brazos en aquel histórico entreacto, aconsejaba, según se propaló en hablillas de antecámara, por la Seráfica Madre Patrocinio. El Augusto Monarca le habló con merengue, sacando la cadera:

—Pronto recibirás un testimonio de nuestro aprecio. Isabelita quiere darte la gran cruz de Carlos III.

Se dobló solapado el Príncipe Pontificio:

—Es una distinción muy señalada, que estimo profundamente; y, sin embargo, yo… El Rey Carlos III, en algunos sitios, despierta un doloroso recuerdo… El Vaticano en todo evento dirá la última palabra. Para mí sería altamente honroso recibir tan señalada gracia.

Extremó los tiples de marioneta el Rey Don Francisco:

—Me agrada mucho descubrir tus dotes diplomáticas. No se me había pasado por el pensamiento el inconveniente que alegas, y mucho menos a Isabelita. Pero no vas descaminado. No será de Carlos III. Será de Isabel la Católica.

Enternecióse bizarramente el Príncipe Luis María César:

—Gustoso desnudaría mi espada y daría mi sangre por Vuestras Majestades.

El Rey don Francisco, a su modo, arrogantizó la figura, sacando un cuarto de anqueta:

—¡Qué fuego tienes! ¡En todito descubres la sangre que circula por tus venas! Los Borbones todos son valientes.

El Conde Blanc, famoso en las ruletas cosmopolitas, se inclinó con pomposa suficiencia.

—No lo desmentimos, Señor.

Su Majestad Don Francisco le susurró en voz baja:

—En la intimidad, puedes llamarme Tío Paco.

La inolvidable fiesta, donde leves instantes habían sido las horas, terminó con un honesto fandango, que bailaron la Primosora y Malas Cachas.—Estrellas del tablado flamenco, que sabían conducirse en los salones sin alzar un demasiado la pierna.—La Reina Nuestra Señora aplaudió, con los ojos húmedos de emocionado rocío:

—¡Mi adorada España!

Después del concierto, el sobrino de la mano izquierda fue invitado al rosario de familia en la Cámara de la Reina.

XI

Balcón miradero al Manzanares, azules lontananzas con árboles.—La Señora abre la pompa de su regazo entre un rojo solideo y los velos de una tapada. La Reina Nuestra Señora, esperando la hora del rosario, celebra secreta merendona de compota y chocolate con el Padre Confesor y la Madre de las Llagas. El soconusco, en la espiritual compañía de aquellas santificadas personas, era un regalo del Cielo:

—¡Dios sobre todo! Ya están firmados los dichosos nombramientos, y mañana saldrán en La Gaceta. Miraflores me ha puesto esta mañana el alma en un puño con la conjura de los Generales Unionistas. Me ha hecho indicaciones muy claras para que les contente con el Poder.

El Confesor sacó la tabaquera:

—Ese cándido no comprende que está siendo instrumento ciego de las logias carbonarias.

—¡Sabré resistirme! Mi madre tampoco deja de mandarme emisarios, aconsejándome que abdique. Me he contenido para no contestarle que jamás entregaré la tierna flor de un hijo a los cuidados de otro jacobino como Espartero. ¿Y por qué la abdicación? ¿Acaso han triunfado los revolucionarios? ¿Que hay conspiraciones? Las hubo siempre. ¿Que esta vez prometen ir más lejos? Ya se verá. Y en todo caso no ha de faltarme la celestial ayuda y el amor de los españoles.

La monja y el fraile juntaban sus voces, celebrando tan saludables propósitos. Dulzona, extasiaba los ojos Sor Patrocinio:

—La Reina de España es un dulce muy regalado para los festines de Lucifer. Las Legiones Infernales no descansan para poder ofrecérselo.

Sorbió un polvo teológico el Confesor de la Reina:

—¡Naturalmente! Patillas apetece siempre el piperete preferido del Rey de Reyes. La Reina de España, ante todo, debe mostrarse madre cristiana y resguardar de la pestilencia la flor tiernísima del Augusto Niño.

La Católica Majestad remansaba el timorato pensamiento en las memorias de su infancia, bajo las censuras de la Santa Sede:

—¡Abdicar, jamás! ¡Mi hijo educado por la demagogia, jamás! ¡Una abdicación impuesta, jamás!

Remachó el Padre Claret:

—¡Una abdicación impuesta por la ola revolucionaria!

Y entonó la monja, con dolorida expresión:

—Dios se vale de tantos temores y sobresaltos para probar la entereza de su amada hija frente a los enemigos de la Iglesia.

La Reina se arrebolaba de fervores:

—¡Salvaré mi alma!

—¡Digna nieta del Tercer Fernando! Si Vuestra Majestad un día, fatigada del peso de la Corona… El caso no es probable, y sólo en hipótesis coloco a la perspectiva de otro Yuste. Si Yuste abre sus puertas y saluda con sus órganos a la Reina Católica… Santo y bueno. ¡La abdicación! ¿Pero en qué rama? ¡Y cuántas veces no hemos considerado el caso en el Santo Tribunal! La Reverenda Madre tampoco es ajena a estos propósitos. Y referente al supuesto de que la conjura masónica se desbaratase con la abdicación, tampoco conviene cerrar completamente los ojos. La Italia nos habla con sus ejemplos.

Doña Isabel se abanicaba con reservona suspicacia de alcaldesa:

—¡Me creo completamente segura! ¡Para aguar la fiesta de la revolución me bastaría con llamar a Serrano!

El Reverendo se frotaba las palmas, con sorna y rejalgares:

—Tiene muchos bemoles ese liberalismo templado.

Suspiró la Seráfica:

—¡Yo creo muy adicto al Señor González!

Dilataron sus odres las anchas vocales catalanas del Padre Claret:

—¡Muy adicto! ¡En estas alarmas, la mejor garantía del Altar y del Trono! ¡Insustituible para mis luces!

Suaves pianos de la monja:

—El Señor González, hasta el presente, ha dado muestras de una energía muy saludable.

Se apuró la Reina:

—¡Si no he pensado un momento en retirarle los poderes! Nombré a Serrano para indicar que la tormentona revolucionaria se disipa con un abanicazo de esta Santa Bárbara.

El Padre Claret glosó, recogiendo el ruedo del manteo:

—El Arcángel San Miguel tiene un espadón de fuego para defender a la Reina Católica. El Señor Duque de la Torre puede quedarse por allá, muchos años, sacándole filo al suyo.

Sor Patrocinio besaba la cruz de su rosario:

—¡Divino Señor, a todos los momentos abrimos las heridas de tu Santo Costado!

La Reina de España tenía el pañolito sobre los ojos:

—En el Cielo deben estar enojados conmigo, y lo comprendo. ¡Es natural! Los Reyes vivimos en un círculo de tentación. Nuestros alcázares no pueden ser Tebaidas.

Solfeaba el fraile dando lustre a la tabaquera:

—El más arduo problema que se nos ofrece en este valle de lágrimas es el de nuestra salvación. Vuestra Majestad no puede perder su alma, si se mantiene en la gobernación de su pueblo como firme columna de la Iglesia.

Ilustró la monja con melosa intriga:

—¡La Reina Gobernadora ha cometido el mayor de sus yerros aviniéndose a gobernar con jacobinos! ¡Y se ganó las censuras de la Santa Sede!

El Confesor, recordándose del púlpito, abría los brazos:

—¡Que España no vuelva a caer en los errores del liberalismo es la obligación primera de Su Majestad Católica! Dios Nuestro Señor, en sus altos designios, dispuso que en una guerra sangrienta fuese vencida la rama sálica y que las sienes de la augusta huérfana recibieran la corona de San Fernando. ¡Ahí es nada! Dios Nuestro Señor ha coronado vuestras sienes para su servicio en la tierra, no para el fin execrable de entregar al influjo de las logias el Gobierno de la Católica España.

—¡Naturalmente! Para tomar una resolución he de oír a todos los que me aconsejan y rezan por mí.

Sonaban cornetas crepusculares con el relevo de guardias. Remotas, en la orilla del río —azules y moradas de trastarde—, riñen de lengua dos lavanderas, y cada cual se azota la nalga con una mueca para los balcones reales.

XII

Fray Antonio María Claret, Arzobispo de Trajanópolis y Confesor de Nuestra Augusta Señora, guió el rosario en la penumbra de la Regia Cámara. El Conde Blanc, famoso en las ruletas internacionales, fue motivo de edificación para el concurso, rezando en armonioso latín romano, como era de protocolo en el rosario del Santo Padre.—Asistían, con sus ayas y tenientas, las Serenísimas Infantas Doña Paz y Doña Eulalia. Con áulicos y mentores, el Príncipe de Asturias. La Serenísima Infanta Isabel Francisca, con una dama de honor. Con el Pollo Meneses, Gentilhombre de su Cámara, la atiplada Majestad del Rey Consorte.—El Conde Blanc, después del rosario, presentó sus homenajes al Príncipe Alfonso. El Augusto Niño le acogió con vivaz simpatía:

—Me alegro que seas zuavo del Santo Padre. La primera obligación de todo caballero cristiano. En España no tenemos ningún cuerpo de zuavos, y es un uniforme muy bonito. El de los mamelucos ya no me gusta tanto. Cuando yo sea rey, de lo primero que firme será la creación de un cuerpo de zuavos. Es un uniforme precioso, y a ti te va muy bien. ¿Mamá, por qué no creas un cuerpo de zuavos?

Sonrió, picada, la Católica Majestad:

—Te dejo a ti esa gloria, para cuando gobiernes.

El Príncipe se refugió en los brazos de Nuestra Augusta Señora:

—¡No te enfades, mamá!

—¡Pobre tontín, si piensas hacer la felicidad de los españoles con la creación de un cuerpo de zuavos!

El príncipe, sorbiendo una lágrima, se llenó de suficiencia:

—Ya sé que eso no sería bastante. Pero siempre era algo, mamá. Ten seguro que todos los niños de mi edad se alegrarían extraordinariamente.

—¡No lo dudo!

—¡Pues ya era algo! ¿O es que los niños no son nadie?

La señora le miró conmovida, cargados los ojos de dudas y tristezas:

—En estos tiempos los niños son más que los grandes. Despídete, que es hora de que te recojas y duermas; ya te llegará el tiempo de que te quite el sueño el peso de la Corona.

El Príncipe se inclinaba sobre el hombro maternal:

—¿Luis habrá visto muchas veces al Santo Padre?

Bombeó el labio con grata sonrisa la Augusta Señora:

—Puedes preguntárselo.

—Ardo en deseos de que me digas cómo es el Santo Padre. ¿Cojea un poco, verdad? ¿Tú le habrás visto muchas veces? Yo tengo un retrato dedicado. Te lo enseñaré para que me digas si está parecido. ¿Tú le has visto de cerca?

—Muchas veces le he dado escolta, y muchas le he montado la guardia.

—¡Qué suerte!

Se abanicó la Reina:

—Cuéntanos algún particular del Santo Padre. Te oiremos con sumo gusto.

El Conde Blanc era meloso, insinuante, saturado de efluvios eróticos. Estaba muy al tanto de los cotilleos y murmuraciones de las Cortes Extranjeras. Sobre estas gracias mostraba la más acendrada fe religiosa, y era un piadoso regalo espiritual oírle referir la vida penitente del Santo Padre: —Ayunos, cilicios, azotes, dormir sobre una tarima.—Las Católicas Majestades se edificaban, suspensas del relato. La Señora, particularmente conmovida, se despechugó, con uno de sus generosos prontos reales:

—¡Como yo estuviese a su lado, ya te digo que esos disparates no se los consentía! Los Santos son como los niños, y arruinan su salud si se les deja salir con todo adelante.

Chifló el Rey Consorte:

—¡Muy extraño que no sean más conocidos los milagros del Sumo Pontífice! ¡Y con la vida de maceraciones que tú explicas, no está sin el don de milagros!

Decretó categórica la Reina Nuestra Señora:

—¡Apuradamente! ¡Cómo iba a negárselo el Espíritu Santo!

El sobrino de la mano izquierda bajó la voz:

—El Santo Padre no está sin ese don precioso. Pero es tanta la humildad de aquel corazón, que con lágrimas en los ojos ha suplicado el mayor silencio a cuantos nos hallamos en el secreto.

—¡Qué ejemplo!

El Barón de Bonifaz arrobó los ojos:

—¡La Santidad que le arrastra!

El Príncipe Alfonso, al despedirse, antojó ver desnuda la hoja del sable que lucía el Conde Blanc: Un corvo y dorado sable turco que había pertenecido al Gran Duque de Berg.

XIII

Nuestra Augusta Señora se retiró a sus habitaciones privadas, con barruntos de neuralgia. Cerraba un ojo. Olvidados los regios disimulos, llenaba el aire de suspiros y el pañolete de lágrimas. Dócil a las recetas de su camarista, se puso parches de sebo en las sienes y alternó pajarete con bizcochos, para sobrellevar el peso de la Corona. Impensadamente, le sobrevino un cambio de humor, y desechó la preocupada aflicción, con sandunga populachera:

—¡Fuera penas! Pepita, sírveme otro culito de antiespasmódico.

La quintañona, cumplimentado el servicio, sacó un gesto de rancia pudibunda:

—Si Vuestra Majestad me concediese su real licencia, ya le haría entrega de una esquelita.

—Venga.

La Doña Pepita corrió a ponerla en una bandeja, registrándose la faltriquera. Halduda y pilonga, se confitaba con almíbar beato:

—¡Es muy saladísimo!

Su Majestad rasgó el sobre:

—¡Y un corazón de niño! Con haber sido tan trueno, conserva vivo el tesoro de la Fe.

—Permanecer incorrupto en la relajación, presupone un milagro.

—¿Creerás que en ningún momento olvida santiguarse? ¡Aun al pecar! ¡Si te digo que me da a mí ejemplo!

—¡Casi no es para creído!

La Católica Majestad, conmovida por aquellos recuerdos, empañaba de lágrimas la tinta del billete.

—Pepita, voy a tener que acuñar moneda falsa.

—¡Qué gracia bendita!

—Revisas mi joyero, y eliges un lote, para llevarlo al Monte.

—Tendrá que ser un lote de alhajas discretas, que no vayan contando su procedencia.

—No me aumentes la jaqueca. Tú sabes muy bien cómo eso se hace.

—¡Que se vea en tales apuros la Reina de España!

—Un Rey de España ha empeñado su gabán para cenar, y su nieta aún no ha llegado a tanto.

—¡Jesús mil veces!

—¡Hasta hay una función de teatro con ese argumento!

—Como que es un ejemplo muy para considerado.

Reía la Señora, enjugándose los ojos:

—¡Pepita, no hagas dengues! Es preciso que reúnas un buen puñado de dinero… Me ha referido sus apuros… Es tan caballero que tuve que ponerme seria para hacérselos confesar. ¡Ha sido una mala cabeza, pero qué corazón tan noble! Estoy en la obligación de redimirle… Me parece que es una buena acción: Así mi extravío obtendrá más fácilmente gracia a los ojos del Altísimo.

—Vuestra Majestad no ha de salvarse como mujer, sino como Reina de España.

—¡Eso es verdad! Yo seré juzgada por los méritos que contraiga en el gobierno de la Nación Española. Como Reina Católica, recibiré mi premio o mi castigo, pues no me parece natural que se me juzgue por fragilidades que son propias de la naturaleza humana.

—¡Claramente!

—En ese respecto me hallo perfectamente tranquila. Mis flaquezas de mujer son independientes de mis actos como Reina: Teólogos muy doctos me han dado las mayores seguridades sobre este particular. Como Reina Católica he de ser juzgada, y por eso quiero seguir escrupulosamente los consejos de la Santa Sede. Patillas habrá de chincharse, si tengo por abogado en la Corte Celestial a Su Santidad Pío IX.

La Doña Pepita se arrugaba lagartona:

—¡Vuestra Majestad no iba a repartirse con un pie en los profundos y otro en la Gloria de Dios!

—¡Eres muy talentuda! No podría, por mucho que me abriese de piernas.

La Reina sacaba con sandunga el morrete: Envuelta en un peinador de lazos, con desgonce de caderas y celosos arreboles, pasó a su alcoba. Olvidado y caído sobre la alfombra, quedaba el billete, un pliego con escritura cruzada y cifra heráldica. La Doña Pepita, con pulcro cuidado, se lo puso bajo el corpiño, sujeto por un alfiler.

XIV

El Barón de Bonifaz pasó entre cortinas, asido al guiño refitolero de la Doña Pepita. Su Majestad le acogió espantadiza, descubriendo las aprensiones de su real ánimo:

—El Presidente del Consejo me ha puesto los nombramientos a la firma, y no juzgué político excusarme… La coacción ejercida por algunos descontentos me obligaba. Ya verán ahora esos intrigantes que soy la Reina de España. ¡Los más obligados a la obediencia se conjuran y pretenden imponer su veto a la Regia Prerrogativa! Que tengan paciencia. Ya les llegará su vez. Pues ahí los tienes, amenazándome como barateros. ¡Aconséjame!

Adolfito Bonifaz extasiaba los ojos en la manera de Sor Patrocinio:

—La Reina de España ha pecado de complaciente al no diferir la firma. El Gobierno va demasiado lejos, provocando un conflicto que puede costarle la dimisión.

—Eso no es posible.

—¡Tal puede venir la amenaza!

—El Gobierno tiene elementos para resistir.

—¿Y no sería más cuerdo excusar la batalla? Hablo con el pensamiento en la conveniencia de no restar defensores al Trono. La Reina, por esos nombramientos, deja obligados a los espadones del moderantismo, y con una crisis oportuna, desagravia al otro cotarro, entregándole el disfrute del Poder al Duque de la Torre.

—Lo había pensado, pero en los actuales momentos no puede hacerse eso… Compromisos de conciencia me impiden realizar un cambio político, que disgustaría a la Santa Sede. Aconséjame otra cosa. Deseo oírte. Tú no me engañas, y te abro mi corazón. ¡Ay nene, temo el fregado que pueden mover esos revoltosos! Te diré: Tampoco estoy de acuerdo con liarse la manta, como quiere González Bravo. He pensado dejar en suspenso la publicación de los decretos, y esperar… No me parece mucha exigencia… Esperar a que se les aplaque la sulfurosa a los Martes Unionistas. Te aseguro que sería mi mayor satisfacción poder hacerles una jugarreta. Se lo merecen por intrigantes. Les enviaré con promesas a Pepe Alcañices. Me lo traes. Quiero saber por dónde respira. Es posible que, como tú, salga con el registro de dar el Poder a Serrano.

El Pollo Real, a estilo de tablas, metió una rodilla en tierra, pegándose al regazo de la Reina.

—Mi Graciosa Señora, me ha pedido un consejo y se lo he dado lealmente.

Suspiró la Graciosa Señora, tirándole de las orejas:

—¿Quieres que me atraiga las censuras de Roma? Yo he de salvarme por mis actos como Soberana Católica. Y vamos a cuentas. Un pajarito me trajo el mensaje de que mi niño desea juerguearse en el Herradero de Los Carvajales.

Adolfito besuqueó la augusta mano:

—Yo nunca disfruto de mayor juerga que cuando me empleo en el servicio de mi Reina.

La Señora amontonaba con sandunga el labio borbónico, recogiendo el venusto sentido de aquella lagotada:

—Una semana vas a dejar de ocuparte en mi real servicio… Ya ves, no quiero quitarte el gusto de que vayas a Los Carvajales. Lo he pensado… Aprovecho la ausencia para hacer limpia de cuerpo y de alma la Semana de la Purísima.

Adolfito, suspirando entre veras y burlas, requirió las manos de la Señora:

—¿Hoy comienza la privación?

—Sí, porque están sonando las doce… Ya es mañana.

Adolfito apagóse con lacerado lamento:

—Esta noche van adelantados todos los relojes de Madrid.

—Camelista. En Los Carvajales tendrás de compañero a mi sobrino de la mano izquierda. Una pregunta. ¿Qué golpe te ha dado?

—¡Le he visto tan poco!

—¡Es muy apuesto!

—Sin duda.

La Católica Majestad apreció en conocedora:

—Quizá demasiadas redondeces… Pues yo me sé, y tú también, dónde ha dado flechazo… ¡Que existan esos vicios por el mundo! No tengo derecho para ser severa con los pecados del prójimo, sin embargo, se hace de mucha necesidad otra lluvia de fuego… Anda, bésame la puntita del dedo meñique. ¡Sin morderlo!

—¿Así?

—Así hasta que podamos estar como teja con teja.

XV

En el Casino, jugando al monte, esperaban la hora del tren andaluz algunos pollos del gran mundo invitados al Herradero de Los Carvajales. Armando jaleo tiraron los últimos albures, pidieron coches. El Conde Blanc y Adolfito, cambiando cortesías, se metieron en el mismo fiacre, como decía entonces el buen tono:

—¡Clamor del Pueblo!

—¡La Nueva Iberia!

—¡El de la suerte! ¿A quién se lo doy? ¡Mañana sale! ¡El de la suerte!

El Conde Blanc, en el fondo del coche, murmuró escéptico:

—Me han dicho que es caso muy raro la falsificación de billetes… La emisión fraudulenta de series dobles…

El Barón de Bonifaz sacó un suspiro de chunga:

—¡Somos un pueblo sin imaginación!

Desembocó el coche en las arboledas del Prado. Un sonámbulo de quepis y pincho apagaba los faroles:

—¡Clamor!

—¡Iberia!

—¡Café caliente!

Sacó la cabeza el Conde Blanc:

—¡Bella arquitectura la del Museo! ¿Tampoco por ahí se ha intentado un golpe?

Adolfito se tiró de los puños con cínica petulancia:

—¡Todos los buenos negocios están inéditos!

El Conde Blanc, famoso en las ruletas cosmopolitas, le miró con suspicaz extrañeza:

—Carísimo, esos milagros los hace la educación religiosa del pueblo. La España es todavía un ejemplo para el mundo.

En la Estación, bajo la marquesina de cristales rotos, agrupábase una hueste de criados con maletines, líos de mantas, perros de caza y escopetas en funda. La locomotora maniobraba en agujas. De pronto un bulto —paletó, bastón, chistera— salta a la vía, y haciendo la rana, se aplasta en los rieles. Grito del andén. La locomotora negra, sudosa, abierta la válvula del vapor, le pasa por encima lanzando silbatadas. Corren los mozos de tren. Se apea el maquinista, agarrándose la cabeza. Saliendo por fuera de la vía, un brazo trunco agarrotaba un papel entre los dedos. Muchas voces reclaman saber lo que escribió el suicida. Se apodera del papel el viajante de géneros catalanes. Un mozo del andén levanta su linterna:

—Soy una víctima del despótico Gobierno de Isabel. Pascual de Cárdenas.

Murmura el Jefe de Estación:

—¡Un loco!

El Cabo de Polizontes se apodera del escrito y ordena al grupo de curiosos que se disuelva. Deja dos números de vigilancia, se asegura el papel en la correa del cinto y aprieta el paso para poner el hecho en el superior conocimiento de sus Jefes.

XVI

Recibió el parte un chupatintas, y lo pasó a otro tal, que escribía en una mesa cargada de legajos. Este ruin, con el papel del suicida en la mano y la pluma en la oreja, lo elevó a conocimiento del oficial, que dormitaba en una leonera apestosa de tabaco, atufarada del quinqué a media mecha. El papelito del suicida, corriendo rigurosamente todos los grados del escalafón policial, ascendió al Gabinete Negro: Estuvo allí perdido en el acelero de timbres y mamparas, hasta que el secretario lo pasó con la firma al despacho de Su Excelencia. Carlitos Mori se detuvo en la puerta, pidiendo excusas: Pulida petulancia. El Presidente conferenciaba con Don Cándido Nocedal: Eran cuñados: Don Cándido Nocedal, ya por entonces se había puesto boina de carcunda. El secretario hizo ademán de retirarse: Le interrogó el Presidente:

—¿Qué noticias tenemos?

—¡Ya respiramos, Don Luis! El General Córdova ha tomado el tren para Los Carvajales.

—Lo esperaba.

—Por cierto que ha ocurrido un lamentable accidente. Se arrojó a la vía un pobre guillado. ¿Recuerda usted aquel infeliz que redactaba memoriales en verso?…

Le cayó un nublo sobre la cara al Presidente:

—Todavía esta tarde me atracó en el Congreso… Y creo que me ha dado una carta. No la he leído. Aquí la tengo.

Carlitos Mori la tomó, arqueando las cejas sobre aquella coincidencia de mal agüero; y poniéndose bajo la gran araña, rasgó el sobre. Buscó la firma:

—Pascual de Cárdenas. El suicida de la Estación.

—¿Qué escribe?

El secretario leyó con desentono:

—«Ingrato amigo de la Joven España: Si esta carta, como tantas otras, quedase sin respuesta; si el recuerdo de una tierna amistad…»

Cortó desabrido el Presidente:

—¡Nada! ¿Que me anuncia su muerte?…

Carlitos Mori adelantaba los ojos por el pliego:

—¡Así es!

Don Cándido Nocedal se petrificaba en una mueca de bilis y lástimas.

—¡Un botarate de palabra!

—¡Qué remordimiento, Cándido!

—¡Manda que le digan misas por el alma!

—¡No haber leído la carta!

—¡Reperoles! No la has leído, y nada le debes.

—El disgusto que tengo… ¡Y había una vacante!

—Que no hubieras cubierto con ese orate.

Don Cándido Nocedal era un feo cuarentón de mucha planta, ojinegro, cetrino, patillas de jaque, carátula de cartón mal humorada.

XVII

El Señor Presidente comenzó la firma. Quedó con la pluma en el aire:

—Torre-Mellada me ha pedido cuatro tricornios para decoro de una procesión, no sé si de Solana: Se los ha ganado: Le mandaremos seis. Queda a tu cargo que se curse la orden; mañana seguiremos la firma. Te dejaré en tu casa, Cándido. Sólo me faltaba, para quitarme el sueño, la fantasma del pobre Cardenillo. ¡Hasta este momento no había caído en quién era!…