GUILLERMO Y EL CERDO PREMIADO

Guillermo se daba perfecta cuenta, cuando su padre prometió llevarle al teatro para ver la función que se presentaba para Navidad, que tendría que andar con pies de plomo entre el día de la promesa y el de su cumplimiento, si quería que la promesa llegara a realizarse. También se daba cuenta de que aquella promesa había sido hecha impulsivamente y que a su padre le gustaría más ir a jugar al golf que llevarle a él a la función, siempre que tuviera un día de asueto, y que, por lo tanto, era muy capaz de agarrarse a cualquier pretexto para abandonar el proyecto.

Los otros Proscritos tenían casi tantas ganas como el mismo Guillermo de ir al teatro. Porque no era solo el teatro, sino que después de la función, el padre de Guillermo se llevaría a su hijo a tomar el té en casa de una anciana tía que vivía en Londres. Era la tía en cuestión una vieja dama que ni quería a los muchachos ni los comprendía, pero era una persona muy correcta que, desde su remota juventud se había preciado en hacer siempre lo debido cualquiera que fuese la ocasión que se presentase. Y lo debido, en el caso de presentarse el muchacho en su casa, era darle una propina. Jamás envió regalo alguno a Guillermo, pero siempre que el padre de Guillermo le llevaba a su hijo de visita, lo cual, incidentalmente, no ocurría muy a menudo, la anciana señora le daba a Guillermo cinco chelines.

De tiempo inmemorial había sido costumbre de los Proscritos poner en un fondo común el dinero recibido por cada uno de ellos. De ahí el ansioso interés con que los Proscritos esperaban el próximo y precario obsequio que Guillermo debía recibir. Necesitaban imperiosamente los cinco chelines para comprarse un tobogán.

—Yo de ti —dijo Douglas vivamente—, no haría absolutamente nada desde ahora hasta que llegue el momento. Nada más que comer a las horas de la comida e irme a acostar cuando me lo mandaran. Entonces tu padre no podrá tener ninguna excusa para no llevarte a Londres.

—Y además tendrías que lavarte y peinarte a menudo —añadió Pelirrojo.

Guillermo contempló la perspectiva de semejante existencia sin ningún entusiasmo.

—No puede ser —protestó—. No puede ser quedarme sin hacer nada más que esto. El día tiene veinticuatro horas. Uno no puede estar lavándose y peinándose veinticuatro horas seguidas. El que lo hiciera, seguro que cogía una enfermedad.

—Pero puedes quedarte sentado, quieto, leyendo un libro —dijo Pelirrojo.

Guillermo le lanzó una mirada henchida de negras sospechas, pero el semblante de Pelirrojo era de clara inocencia, sin el menor indicio ni asomo de burla.

—Ya he leído todos los libros que me interesan —dijo Guillermo, sin ambages—. No. Lo que haré será irme a pasear entre el momento de lavarme la cara y el de peinarme. Me iré a pasear tranquilamente con vosotros. Eso no podrá importarle a mi padre, ¿verdad?

Los Proscritos estuvieron de acuerdo con él y se sintieron muy satisfechos con la decisión de Guillermo, porque la idea de ir a pasear sin Guillermo era realmente deprimente y hasta llegaban a preferir una expedición dentro de los límites de la legalidad, en compañía de Guillermo, a una expedición ilegal y desaforada, sin él. Además, la idea de un Guillermo metido voluntariamente dentro de los cauces de la legalidad, de un Guillermo que fuese con ellos a pasearse sosegadamente entre el momento de lavarse la cara y el de peinarse, tenía para todos ellos el irresistible atractivo de la novedad.

—Sí. Eso será lo mejor —dijo Guillermo, animándose—. Haré eso mismo. Iré a pasearme tranquilamente mientras me aseo. Sí. Será mejor que lo haga así y de este modo podré disfrutar del aire fresco, porque dicen que la gente que no tiene aire fresco, se muere, y a mí no me gustaría morirme antes de haber ido a la pantomima. Además, no estaría bien que le estropeara la fiesta a mi padre —añadió, virtuosamente—, ahora que ya ha comprado los billetes para el teatro.

Así pues, los Proscritos volvieron a encontrarse en la esquina de la calle donde solían, al día siguiente por la mañana, y emprendieron el paseo tranquilo y sosegado, cuyo objeto consistía en proporcionar a Guillermo el aire fresco y el ejercicio necesario a su existencia hasta el sábado en que se habría de cumplir lo prometido.

Fue, naturalmente, Guillermo quien tuvo la idea de entrar en el jardín del señor Ballater, por la parte de atrás, con el fin de ir a ver el cerdo, porque el señor Ballater tenía un cerdo de proporciones gigantescas, que había sido premiado en todos los concursos de ganadería que se habían celebrado en muchos kilómetros a la redonda. El señor Ballater se sentía desmesuradamente orgulloso de su cerdo. Lo alimentaba y lo cuidaba con sus propias manos. No creía posible que su cerdo tuviera ningún rival de categoría. Corría el rumor de que el señor Ballater había fotografiado subrepticiamente todos los cerdos del lugar y de las cercanías que pudieran rivalizar, tal vez, con el suyo, y que guardaba las fotografías de estos cerdos en un álbum, junto con la fotografía del suyo, al que había puesto por nombre «Escaramujo». El señor Ballater idolatraba a su «Escaramujo» del mismo modo que un salvaje podía idolatrar al tótem de su tribu. «Escaramujo», por otra parte, poseía también una gran fascinación para los Proscritos, quienes disfrutaban contemplando la enorme masa porcina, con sus diminutos ojuelos, hundidos en la pulpa carnosa de sus mofletes monumentales, especialmente cuando dicha masa porcina se ponía pesadamente en movimiento para ir de la yacija al abrevadero o del abrevadero a la yacija.

Así pues, los Proscritos entraron en el jardín del señor Ballater por la puerta trasera, tomando grandes precauciones. No eran personas gratas ni se deseaba en particular su presencia frente a la sagrada mansión de «Escaramujo». Hacía unos meses que una de sus diversiones favoritas había sido la de llevar substancias muy curiosas y, aparentemente no comestibles, para que las comiera «Escaramujo», y contemplar con alborozo cómo el cerdo las devoraba. El señor Ballater había quedado perplejo y apenado al constatar la pérdida gradual de apetito que aquejaba a su cerdo. Cuando le llevaba las substancias nutritivas que él le preparaba con sus propias manos, el cerdo se limitaba a volver desdeñosamente la cara hacia otra parte. Fue únicamente gracias a haberse ocultado durante varias horas en la copa de un árbol cercano y en una posición sumamente incómoda, que el señor Ballater pudo coger a los Proscritos con las manos en la masa, en el mismo acto de dar de comer al cerdo grandes cantidades de ceniza y serrín, para lo que «Escaramujo» había adquirido un gusto tan afanoso como depravado. El señor Ballater había arremetido contra los Proscritos con tal furia y con tan terribles amenazas (porque «Escaramujo» había estado perdiendo casi medio kilo diario durante aquellas últimas semanas) que el tiro le había salido por la culata, al investir a su jardín con aquel atractivo del peligro que los Proscritos encontraban irresistible.

—Vamos a ver qué tal se encuentra —propuso Guillermo—. Pero no le daremos cenizas ni serrín para que coma, ni haremos nada por el estilo, y no creo que tenga nada malo eso de ir simplemente a verlo.

Los Proscritos, que se habían aburrido bastante con aquello del paseíto tranquilo y sosegado, no necesitaban a nadie que les animase para poner en práctica la idea de Guillermo.

Así, pues, de común acuerdo entraron, tomando todas las precauciones, en el jardín trasero del señor Ballater, y se quedaron plantados ante la pocilga, contemplando con admiración a «Escaramujo», el cual volvió en su dirección un ojuelo casi oculto por la montaña de carne que le rodeaba.

—Está más gordo que nunca —dijo Pelirrojo, asombrado y respetuoso ante el fenomenal tamaño de la bestia—. Apuesto a que si lo pinchas estalla como un globo.

—Estoy seguro de que lo que le dan para comer ahora no le gusta ni la mitad de lo que le dábamos nosotros —dijo Douglas.

—Era muy divertido ver cómo masticaba las cenizas y las demás cosas raras —dijo Enrique, con nostalgia.

—A mí me parece —dijo Pelirrojo—, que se está transformando en un elefante. Apuesto a que cualquiera de nosotros podría montar en él, como si fuera un elefante.

—¡A que tú no podrías! —dijo Guillermo belicosamente.

La virtuosa vida de calma y sosiego que había estado llevando Guillermo durante casi un día entero, ya empezaba a ponerle nervioso.

—A que tú sí —le dijo Pelirrojo.

Nadie supo nunca quién fue el que descorrió el cerrojo, pero lo cierto es que los cuatro Proscritos se encontraron, de pronto, dentro de la pocilga.

—Anda, prueba —le incitó Pelirrojo.

Sin hacérselo repetir, Guillermo montó de un salto en la enorme grupa. «Escaramujo» le echó una mirada fatua, pero permaneció inmóvil.

—Ya ves como sí —dijo Pelirrojo triunfalmente.

—Eso no es montar —protestó Guillermo—. Esto es estar sentado.

—Pues a eso yo llamo montar —dijo Pelirrojo con firmeza.

—No puedes llamar montar a eso, mientras no se mueve —dijo Guillermo, indignado.

Los demás Proscritos defendieron la opinión de Guillermo. Montar, para ellos, significaba movimiento.

—Perfectamente —dijo Pelirrojo, aceptando deportivamente la opinión de la mayoría—. Entonces, que uno de vosotros le enseñe un puñado de serrín y si el cerdo se levanta y se va hacia el serrín con Guillermo a cuestas, eso será montar en el cerdo, como si fuera un elefante.

Los otros tres estuvieron de acuerdo con la prueba y, en consecuencia, Enrique se fue a la carpintería del pueblo, para pedir un poco de serrín. Afortunadamente, el carpintero, a diferencia del resto de la población adulta del lugar, era amigo de los Proscritos y les permitía que se quedaran contemplándole cómo trabajaba y que luego se llevaran el serrín para hacer con él lo que mejor se les antojara. (Guillermo había realizado recientemente unos interesantísimos experimentos con el objeto de fabricar madera, a partir de serrín y cola como materias primas).

Enrique volvió con una buena cantidad de serrín, abrió la puerta de la pocilga y se lo ofreció tentadoramente al cerdo. Los Proscritos, en aquel momento, ya se habían olvidado de todo, menos de la cuestión candente, o sea si se podía montar en «Escaramujo» o no.

—Vamos, vamos, ven —decía Enrique—. ¡Pst! ¡Pst! ¡Pst! ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!

«Escaramujo» miró para arriba. Vio serrín. Olió serrín. Sus ojuelos lanzaron un destello de satisfacción. Con penosa dificultad, se enderezó, se incorporó y, sin hacer el menor caso de Guillermo ni de su peso (probablemente porque ni siquiera lo notó, ya que el peso de Guillermo era como el de una pluma, comparado con el suyo), salió a paso de andadura por la puerta, donde estaba Enrique con su puñado de serrín y, sin hacerse rogar, se comió glotonamente el delicioso y exquisito manjar. Pelirrojo dio un grito de triunfo.

—¡Bravo! ¡Esto sí que es montar en un cerdo! —exclamó—. Ahora no podrás decir que esto no es montar, ¿eh?

—Apuesto a que no podrás hacer que corra —dijo Guillermo, sin darse del todo por vencido—. A ver si puedes hacerlo correr.

—A que sí puedo —dijeron simultáneamente Pelirrojo y Enrique.

Enrique, ofreciéndole otro puñado de serrín inició la retirada ante la enorme masa de «Escaramujo», que avanzaba lentamente. Pero el apetito de «Escaramujo» se había aguzado, después de comer aquel delicadísimo puñado de serrín. Porque «Escaramujo» adoraba el serrín. Nada había en el mundo que le gustase tanto. Vio ante él otro puñado del mismo exquisito manjar y se apresuró a alcanzarlo antes de que pudiera desaparecer. Primeramente siguió a paso de andadura, pero pronto el paso se resolvió en trotecillo. El cerdo tenía una vaga sensación del peso de Guillermo, que llevaba encima. Era un peso al que no estaba acostumbrado, pero «Escaramujo» era un cerdo de ideas fijas, y la idea fija que entonces le dominaba era la del serrín. Además, aquella novísima sensación de libertad lo estimulaba. De pronto, había descubierto el uso de las patas. Sabía trotar, cosa inaudita aún. El descubrimiento fue excitante. Y «Escaramujo» echó a correr. Primero echó a trotar y luego a correr. Y ante él, y siempre alejándose había aquel delicado puñado de serrín. Enrique, completamente abstraído por la emoción de hacer correr a «Escaramujo», fue retirándose precipitadamente, dando la vuelta a la casa, pasando al jardín delantero, y cruzándolo hasta desaparecer por entre los arbustos. «Escaramujo», viendo desaparecer ante sus propios ojos aquel festín de ambrosía, se olvidó de sus años de indolencia y salió disparado a través del portillo, con la máxima rapidez a que daban alcance sus patas y con Guillermo montado triunfalmente en su lomo. Fue en aquel momento cuando el señor Ballater, por casualidad, se asomó a la ventana del comedor. Se quedó blanco como el papel, con los ojos y la boca abiertos en sus dimensiones máximas. Ahí iba «Escaramujo», su idolatrado «Escaramujo», que jamás se movía de su inconmovible posición de reposo, a no ser para andar de vez en cuando los pocos palmos que había de la yacija al abrevadero y viceversa, y su idolatrado «Escaramujo» iba galopando, ¡galopando, por el jardín con un muchacho de lo más ordinario montado en su sagrado lomo! ¡«Escaramujo», que tenía que presentarse a un concurso la semana próxima, perdiendo kilos de su preciosa grasa en aquella indecorosa zapateta! Fuera de sí, el señor Ballater salió de su casa con incontenible furia, y agarró a «Escaramujo» por su insuficiente rabo, a consecuencia de lo cual, «Escaramujo», Guillermo y el señor Ballater rodaron en un montón por la hierba. Enrique, Pelirrojo y Douglas, sabiendo que la discreción era la mejor parte del valor, echaron a correr. El señor Ballater, todavía fuera de sí, y reventando de furia concentrada, cogió a Guillermo por las orejas, sacudiéndole con gran violencia hasta que «Escaramujo», excitado con aquella conmoción inusitada, le embistió, dándole de lleno en el estómago, y, en consecuencia, rodaron otra vez los tres por el suelo. El señor Ballater fue el primero en incorporarse; se sentó sobre la hierba, se quitó de la boca una de las patas traseras de «Escaramujo», donde había ido a alojarse en el calor de la refriega, y mirando a Guillermo con mirada feroz, dijo:

—Te conozco, bribón. Y sé dónde vives. Esta misma tarde iré a ver a tu padre.

A continuación se levantó, con gran dignidad, y bien que mal condujo a «Escaramujo», a pesar de su resistencia, de nuevo a su pocilga. Considerando su falta de ejercicio, «Escaramujo» ofrecía una resistencia increíble. Su primera experiencia con la libertad se le había subido a la cabeza y su fracaso al no poder alcanzar el segundo puñado de serrín le había amargado el corazón. Embistió contra su dueño en todas direcciones y cuando, por fin, el señor Ballater pudo sujetarlo y meterlo en la pocilga, «Escaramujo» se echó al suelo con una expresión tal de malhumor en su cara que resultaba casi humana. Su dueño, apoyado en la cancela, se quedó contemplándolo con mirada trágica.

—¡Cuántos kilos debe haber perdido hoy! —exclamó, desconsolado—. ¡Cuántos kilos!

Mientras tanto, Guillermo, muy maltrecho y apabullado por «Escaramujo» y su dueño, se reunía con los demás Proscritos en la calle donde todos habían ido a refugiarse. El significado de lo ocurrido y de su presente situación frente a los acontecimientos recientes, solo empezaba a alborear en sus conciencias.

—Se lo dirá a tu padre y no podrás ir a la función —dijo Douglas con aire dolorido.

—¡Y teníamos que comprar un tobogán con el dinero! —exclamó Enrique.

—Sí —dijo Guillermo lúgubremente—, y casi me arrancó las orejas de cuajo, y el cerdo me dio de patadas, de modo que estoy lleno de cardenales.

—Quizás se olvide de contárselo a tu padre —dijo Enrique, sin muchas esperanzas de que su hipótesis demostrase ser cierta.

—¡Quiá! ¡Qué va a olvidarse! —dijo Guillermo—. Estoy seguro de que no, solo por la manera que tuvo de tirarme de las orejas. A mí me parece extraordinario lo fuertemente sujetas que tengo las orejas a la cabeza. De haber sido las orejas de otro, seguro que las habría arrancado al primer tirón. Y entonces lo habrían metido en la cárcel.

Aquella idea pareció que le producía una especie de siniestro placer.

—Lo habrían metido en la cárcel —añadió—, y allí dentro no habría podido criar cerdos ni tirarle a nadie de las orejas.

—Sí, pero resulta que no está en la cárcel —dijo Pelirrojo— e irá a contárselo todo a tu padre esta misma noche.

—Tal vez si le explicas a tu padre lo de las orejas, te dejará ir a la pantomima, en compensación —dijo Enrique con una vaga esperanza de consuelo.

—No. No me dejará ir —dijo Guillermo—. Vosotros no conocéis a mi padre. No le gustan nada las pantomimas.

—¿Qué vamos a hacer, pues? —dijo Enrique.

—Tenemos que evitar que vaya a ver a mi padre —dijo Guillermo.

—¿Y cómo? —quiso saber Enrique.

—Vamos a discurrir cómo —dijo Guillermo, irritado—. Vosotros siempre esperáis que se me ocurra una idea en el momento que propongo algo, como si fuera un mago. Pues no soy ningún mago. Soy una persona humana como cualquier otra persona que no sea un mago. He propuesto que discurramos la manera de evitar que el señor Ballater vaya a ver a mi padre. Debe de haber muchas maneras de evitarlo. A ver a quién de vosotros se le ocurre una.

Con todo esto ya habían llegado al viejo cobertizo y se sentaron en el suelo en reflexiva concentración.

—Envenenémosle —sugirió Douglas finalmente, mientras se le iluminaba el rostro de contento por la brillantez de la idea.

Sin embargo, la idea, aunque atractiva, fue considerada poco práctica.

—Encerrémosle en su casa hasta que Guillermo haya ido a la función y le hayan dado los cinco chelines —sugirió Enrique.

—Rompería el cristal de una ventana y saltaría fuera —dijo Guillermo—, y luego sería aún peor para todos nosotros que el no poder ir a la pantomima. No. Tenemos que pensar en algo más sutil.

—Muy bien —dijo Enrique, ofendido—. Si puedes discurrir una treta más sutil que la de encerrarlo en su propia casa, allá tú.

—Pues allá yo —dijo Guillermo—. Estoy seguro de encontrarla, con tal que tenga tiempo suficiente para pensar y meditarla bien. En los libros siempre se ve que hay gente que encuentra la manera de evitar que los otros hagan aquello que ellos no quieren que hagan, y apuesto a que yo soy tan bueno como cualquiera de estas personas que salen en los libros.

—¿Y cómo se las arreglan para evitar que otras personas no hagan lo que ellos no quieren que hagan? —preguntó Douglas.

—A veces… —empezó a decir Guillermo.

Se interrumpió, y su rostro se iluminó de pronto.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Así es como lo haremos!

—Descubriremos alguna trastada u otra cosa mal hecha que él haya hecho en otro tiempo, y le daremos a entender que si va y le cuenta a mi padre o a otra persona lo del cerdo, pondremos a la policía sobre su pista.

Los rostros de los Proscritos brillaron de entusiasmo ante esta nueva idea, pero en seguida volvieron a nublarse, como si hubieran percibido un punto negro en sus posibilidades de realización.

—¿Y si no ha hecho ningún mal en su vida? —planteó Douglas.

—No tiene el aspecto de haber hecho algo malo —dijo Enrique tristemente—. Tiene cara de buena persona.

—Sí —replicó Guillermo vivamente—, pero precisamente por eso no ha sido descubierto. Como que tiene cara de buena persona la gente se cree que nunca ha hecho daño a nadie. Lo dan por supuesto. Si tuviera cara de mala persona ya supondrían que lo es, y que lo ha hecho.

—¿Que ha hecho qué? —preguntó Enrique, que quería poner siempre los puntos sobre las íes.

—Lo que sea —dijo Guillermo.

—¿Pero qué es ello?

—Esto es precisamente lo que tenemos que descubrir nosotros —dijo Guillermo—. Apuesto a que asesinó a alguien tirándole de las orejas.

—Pero no tenemos ninguna prueba de que haya hecho ningún daño —insistió Enrique.

—Si no ha hecho nada malo —argumentó Guillermo—, decidme: ¿Por qué vive en el campo y se dedica a la cría del cerdo?

La cuestión pareció incontestable a todos. Sin embargo, Enrique se aventuró a decir tímidamente:

—Acaso le guste vivir en el campo y dedicarse a la cría del cerdo.

—Pues no —dijo Guillermo—. Puede que le guste vivir en el campo, pero no la cría del cerdo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque a nadie le interesan los cerdos —dijo Guillermo firmemente—. No tienen nada de particular los cerdos. Quiero decir que si se dedicara a la cría de las fieras, o de las serpientes, o de las mariposas, o hasta de los pájaros, algo, en fin, que fuera interesante de veras, podría pensarse que se cuidaba de esos animales porque le gustaban. ¡Pero, cerdos…! Tiene que cuidarse de los cerdos forzosamente para que la gente no crea que es un criminal. Apuesto que es tan criminal como el hombre ese que vive en Beechcroft. Probablemente también lleva peluca, como aquel que se llama Bert. Estoy seguro de que su pelo verdadero es negro.

Tanto era el magnetismo que irradiaba la personalidad de Guillermo, que la pandilla quedó completamente convencida de que el señor Ballater era un gran criminal incógnito.

—¿Y cómo vamos a descubrirlo? —preguntó Pelirrojo, vivamente.

—Pues observándolo y escuchando lo que dice —dijo Guillermo—. Probablemente tiene una banda que viene a verle de vez en cuando. Generalmente así es. Y si vamos a apurarlo, estoy seguro que no ha parado de cometer crímenes. Nunca se paran. No saben pararse. Quiero decir que una vez han robado algo por primera vez, ya están metidos en la senda del crimen y no pueden parar de robar durante toda su vida. Apuesto a que lo que hizo fue robar. ¿De dónde habría sacado el dinero que tiene si no fuese un ladrón? Nunca va a Londres a la oficina, como hacen nuestros padres. No gana dinero. Por lo tanto, tiene que haberlo robado. Estoy seguro que ahora mismo debe estar robando dinero a todos los del pueblo. Apuesto a que este cerdo lo tiene solo para despistar.

—Pero… pero no tenemos mucho tiempo para descubrir que es un ladrón, y decirle que lo sabemos todo, antes de que tu padre esté de regreso en casa esta noche —dijo Pelirrojo.

Dio la casualidad, sin embargo, de que el padre de Guillermo no iba a regresar a su casa por la noche, sino que se quedaría en Londres, en casa de unos amigos, y no volvería hasta el día siguiente. Aquello dio un día más de respiro a los Proscritos.

—Tendríamos que poder arreglarlo todo en este tiempo —dijo Guillermo con su inveterado optimismo—. Y para ello, tenemos que poner manos a la obra inmediatamente. Volvamos otra vez a su casa para observarle y escuchar todo lo que dice. Tendremos que vigilar mucho, de modo que en el momento en que nos vea, podamos echar a correr. Y os aconsejo a todos que si os cogiera, procurad que no os coja por las orejas —terminó diciendo con profunda convicción.

—¡Oh! ¡Cállate ya con tus orejas! —exclamó Pelirrojo, cansado—. Estamos arriesgando nuestras vidas para que puedas ir a la función y tú dale que dale con tus dichosas orejas.

—Tú también seguirías dale que dale con tus orejas si te las hubiera agarrado, en lugar de agarrar las mías —dijo Guillermo briosamente.

—Pero a estas horas ya me habría callado —aseguró Pelirrojo, y añadió apresuradamente, antes de que Guillermo pudiera contradecirle—. Bueno, sea como sea, lo que hay que hacer ahora es volver a vigilar su casa para ver si descubrimos alguna prueba de su mala vida pasada.

Así pues, todos volvieron a la casa del señor Ballater, y Guillermo los situó de centinela en distintos lugares. Pelirrojo tenía que vigilar la puerta principal, Enrique la puerta trasera, Douglas tenía que ir a esconderse entre los arbustos del jardín desde donde se dominaba la puerta de la cocina. Guillermo, como jefe que era de la banda, se reservó la parte más emocionante: Iba a esconderse debajo de la ventana del salón para escuchar cualquier conversación que tuviera lugar en el interior.

Aquel día, el señor Ballater tenía a comer una tía y una prima suyas. La tía se había retirado después de la comida para descabezar una siestecita y la prima hablaba en aquellos momentos con el señor Ballater. Era una prima muy simpática, el tipo de prima que suele inspirar confianza y que invita a las confidencias, de modo que el señor Ballater la hacía depositario de sus confidencias. Y le estaba hablando de «Escaramujo». Ya le había explicado que un grandísimo sinvergüenza le había abierto la puerta de la pocilga y había montado, ¡montado!, en él, paseándose por el césped, con toda la cara dura.

—Debe haber perdido kilos —se lamentaba el señor Ballater—. ¡Kilos debe haber perdido! Y está tan trastornado el animal que no ha querido probar ni un bocado de la comida… ¡Y el concurso es la semana próxima!

La simpática prima disimuló con la mano un principio de bostezo y emitió un murmullo de pésame. Con ello, el señor Ballater se sintió animado a profundizar en sus confidencias.

—Naturalmente —dijo—, hay mucha envidia por aquí. Ya sabes lo mezquina que es la gente cuando de cerdos se trata. En otro tiempo cultivé calabazas y me ocurrió lo mismo. Y con los pepinos fue igual. Hay algo en los cerdos, las calabazas y los pepinos que parece estimular lo que hay de peor en cada persona; parece paralizar en la gente el sentido de la verdad y de la justicia. Quedarías sorprendida si te citara las personas que me han dicho que «Escaramujo» no es nada comparado con los cerdos que ellos han tenido en otras ocasiones. Lo mismo que hicieron con mis calabazas. Afortunadamente me he dedicado a comprobarlo yo mismo, porque he sacado fotografías de la mayoría de los cerdos del distrito y cuando empiezan a hablarme de ello yo les enseño la fotografía de su cerdo, al lado de la del mío, tomadas ambas a la misma distancia. Hasta el pastor protestante, el cual, incidentalmente, hace ya un par de años que no se dedica a la cría del cerdo, hasta el pastor protestante, digo, se puso a decirme el otro día que el cerdo que a él le premiaron en un concurso era tan gordo como mi «Escaramujo». Entonces le enseñé las fotografías, y se quedó de piedra. No le gustó nada que se lo demostrara tan a las claras. Es una persona muy sincera y dice siempre la verdad en todo, como es natural. A mí me parece casi increíble…

Se levantó, y dirigiéndose a un secreter tomó un álbum de fotografías y señalando la primera página, dijo:

—Este es el del pastor. La tomé hace dos años.

Guillermo acababa de colocarse en su lugar, debajo mismo de la ventana del salón y escuchaba lo que se decía en el interior, agazapado entre los arbustos. Aquellas dos frases fueron las primeras y las últimas que oyó. Tan pronto las hubo oído, el señor Ballater, accidentalmente, derribó una mesilla auxiliar y el ruido que hizo alarmó a Guillermo, el cual huyó. Pero no lamentó haber tenido que huir. Había oído lo bastante para salir de dudas. Al llegar a la carretera emitió el claro y grave silbido con el que llamaba a los de su pandilla. Los otros tres comparecieron en seguida, con la emoción y el interés pintados en el rostro.

—Lo es —dijo Guillermo triunfalmente—. Cuando llegué allí oí que estaba hablando con otra persona y le enseñaba las cosas que había robado. Le enseñaba una cosa que había robado al pastor. Oí que decía: «Esta es del pastor. La tomé hace dos años». Lo decía así, claramente, como si nada.

—¿Y qué le enseñaba? —preguntó Pelirrojo, muy excitado.

—No pude verlo —dijo Guillermo—, pero vi que había mucha plata en la habitación. Supongo que le enseñaría la plata robada. Pero oí que se movía y se acercaba a la ventana y yo me marché de allí porque supongo que será completamente despiadado si se enterara de que alguien ha descubierto el secreto de su vida criminal. Lo sé por mis propias orejas.

—¿Y cómo vamos a informarle de que lo sabemos todo? —preguntó Enrique—. Quiero decir que lo sabemos todo sobre el secreto de su vida criminal.

—Propongo que se lo escribamos —dijo Douglas, a quien nunca le gustaba correr riesgos innecesarios—. Me parece que sería demasiado peligroso írselo a decir personalmente. A lo mejor se lo tomaba mal y nos la cargábamos con todo el equipo.

Los demás estuvieron de acuerdo con esa solución y redactaron una carta. Después la echaron en el buzón de su casa. La carta en cuestión era, en realidad, una nota breve y tersa, escrita según las mejores tradiciones del melodrama. Decía, sencillamente:

«Todo se a descubiertouye».

Estaba hermosamente escrita, con la mejor caligrafía de Guillermo, pero no tuvo mucho efecto, porque cayó al suelo y fue a ocultarse debajo de la esterilla de la puerta, de donde no fue hallada hasta una semana más tarde.

—Pero no me será de utilidad que huya —dijo Guillermo—, si resulta que primero escribe a mi padre.

—Ya te diré lo que pienso —le dijo Pelirrojo en una ráfaga de inspiración—. Primero vamos a descubrir qué fue lo que le robó al pastor y una vez lo sepamos, se lo robaremos a él y lo devolveremos a su legítimo dueño. Entonces, aunque él le escriba a tu padre lo del cerdo, si resulta que ya le hemos devuelto al pastor lo que él antes le robó, una cosa valdrá por la otra, ¿no? A nadie le importará lo del cerdo si se ha recobrado lo que había sido robado.

Los otros vieron en seguida la lógica del razonamiento, pero creían que el plan poseía serios inconvenientes.

—¿Cómo vamos a descubrir qué es lo que robó? —preguntó Enrique.

—Podemos ir a la casa parroquial y ver qué falta —dijo Guillermo vagamente.

Y, dicho esto, los cuatro Proscritos se encaminaron hacia la casa parroquial, silbando alegremente. Aquello se estaba transformando en una aventura de las buenas.

Al llegar a la casa parroquial se pararon y se quedaron mirando a Guillermo. Los Proscritos no eran personas gratas en la casa parroquial. Había muchas cuentas por saldar, amén de otras muchas ya saldadas, entre ellos y la esposa del pastor. Al llegar a la verja del jardín, la esposa del pastor salía de la casa, vestida con su traje de los domingos, y evidentemente, de muy buen humor.

Iba a dar una conferencia a la «Sociedad de Madres» y no había nada en el mundo que a la esposa del pastor le gustara tanto como dar conferencias en la «Sociedad de Madres», o en cualquier otra parte. De tan buen temple se hallaba que, al ver a los Proscritos les sonrió amablemente, sin acordarse ya de que hacía pocas semanas que le habían echado a perder la carretilla de la parroquia y de que, por culpa de ellos, las columnas de la iglesia habían tenido que ser adornadas con ramas de laurel, en vez de acebo.


—Bien, chicos, ¿qué vais a hacer en este hermoso día? Espero que no lo desaprovecharéis inútilmente.


—Perdone —dijo Guillermo con gran seriedad.

—Hola, queridos niños —dijo la buena señora, alegre y contenta como unas pascuas— ¿qué os proponéis hacer hoy que hace tan buen día? Supongo que no vais a pasarlo en el ocio y la vagancia. Hay que procurar ser de utilidad al prójimo y darle el mismo placer que queréis tener para vosotros mismos.

—Perdone —le dijo Guillermo—, ¿podría usted decirme si le robaron algún objeto hace cosa de dos años?

—Ahora que me haces pensar en ello, sí. Hace dos años que me robaron la tetera. Y era una hermosa tetera de plata, por cierto. Me dieron un gran disgusto. Es lo único que nos han robado.

—¿Hace dos años de esto? —preguntó Guillermo.

—Sí, querido niño; ¿por qué?

—Ya me lo parecía —dijo Guillermo enigmáticamente.

—Ah, pues no debiera parecértelo, así porque sí —dijo la esposa del pastor en tono de reproche—. Esto es curiosidad. Curiosidad pura y simple. La curiosidad es hija de la ociosidad. Os acordáis de lo que dijo el pastor sobre la curiosidad y la ociosidad en su último sermón, ¿verdad?

Pelirrojo emitió un sonido inarticulado, que podía haber significado que sí, y la buena señora siguió adelante su camino, sonriendo levemente y moviendo los labios, como si estuviera repasando de memoria la conferencia.

—Una tetera —dijo Guillermo en un tono de voz decidido, dispuesto a todo—. Esto es lo que debe de haber enseñado a su confederación. Vamos. Volvámonos a su casa y a ver si cogemos la tetera. Y aunque ya haya escrito lo del cerdo, si le cogemos la tetera estaremos en paz. El que roba a un ladrón ha cien años de perdón.

—Pero puede ser bastante difícil —dijo Douglas dudando—, sobre todo si es uno de esos criminales desesperados que salen en los libros. Preferiría perder los cinco chelines a que me amordazaran y me dejaran que me pudriera en un sótano, tal como ocurre con esas personas que salen en los libros.

—Apuesto a que ya no está en su casa —dijo Guillermo—. Apuesto a que ha leído la nota que le hemos dejado en el buzón y se habrá escapado al extranjero.

—Llevándose la tetera —dijo Douglas lúgubremente—, y después de haber escrito a tu padre.

Los cuatro Proscritos abrieron la verja del jardín del señor Ballater y miraron a su alrededor, cautelosamente. La tía y la prima se habían vuelto a su casa, y el señor Ballater, apoyado en la cancela de la pocilga contemplaba tristemente a su adorado «Escaramujo». Kilos tenía que haber perdido aquel día, trotando por el jardín de aquel modo indecoroso y sin haber comido nada. Pero por lo visto, el cerdo ya se había olvidado del serrín y estaba comiendo su bazofia con todas las apariencias de gustarle mucho. Pero así y todo, ¡cuántos kilos habría perdido! Y el concurso era para la semana próxima…

Los Proscritos fueron deslizándose silenciosamente por el jardín, protegidos por la sombra de los arbustos, hasta llegar junto a la ventana del salón. Con grandes precauciones se atrevieron a mirar al interior. Y lo primero que vieron fue una vitrina llena de objetos de plata, y entre ellos, una tetera.

—¡Ahí está! —susurraron los cuatro Proscritos.

Casi antes de haber pronunciado estas palabras, Guillermo ya había saltado por la ventana y estaba en el otro extremo del salón.

—¡Cuidado! —le susurró Douglas—. ¡Puede venir de un momento a otro con sus mordazas y sus instrumentos de tortura!

Pero resultó que la vitrina estaba abierta, y a los pocos segundos, Guillermo había vuelto a reunirse con los Proscritos, llevando como trofeo, la tetera.

—Daos prisa —dijo en un susurro melodramático, mientras ocultaba la tetera debajo de la chaqueta—. Daos prisa antes de que vuelva.

Los cuatro huyeron a todo correr hacia la verja, salieron a la calle y siguieron corriendo sin detenerse para tomar aliento hasta encontrarse en las proximidades de la casa parroquial. Entonces Guillermo se sacó la tetera de debajo la chaqueta para examinarla.

—Tiene que ser por fuerza la del pastor —dijo Guillermo, como si intentara despejar algún resto de duda que pudiera quedarle—. Le robaron una tetera hace dos años y yo oí decirle al otro que era del pastor y que la había tomado hacía dos años, de modo que forzosamente tiene que ser la suya.

Se acercaron a la puerta trasera de la casa parroquial. La esposa del pastor, que tenía un gran respeto por la puerta principal, había acostumbrado a la población juvenil del pueblo a llamar a la puerta trasera.

Con la tetera bien sujeta debajo de la chaqueta y con los demás Proscritos detrás de él en fila india, Guillermo llamó con cierta aprensión a la puerta trasera de la casa parroquial. Una criada despeinada y mugrienta le abrió la puerta y miró a los Proscritos como si no los viera. Porque en realidad no los veía. Solo veía al lechero. La víspera, ella y el lechero se habían jurado amor eterno, y desde entonces, la criada, igual que hacen todas las muchachas que se han jurado amor eterno con el novio, solo veía la imagen del novio hacia dondequiera que mirase. Incluso dedicó una sonrisa beatífica a Guillermo. Este, que no estaba acostumbrado a sonrisas, ni beatíficas ni de otro tipo, por parte de las criadas, quedó tan sorprendido que durante un par de minutos se quedó sin acordarse de a qué había ido allí ni de lo que tenía que decir. De pronto, la criada se dio cuenta de la presencia de los cuatro Proscritos y adoptó inmediatamente la tremebunda expresión torva de costumbre, con lo que Guillermo se sintió más tranquilizado.

—Queremos hablar con el pastor —dijo Guillermo.

—Imposible —dijo la criada de mal talante—. Está ocupado.

—Es un asunto muy importante —insistió Guillermo.

—Me importa un pito lo que sea —dijo, inconmovible, la criada—. Tengo orden de no estorbarle mientras no se trate de un caso de súbita enfermedad o de muerte. ¿Tenéis acaso una enfermedad súbita o estáis muertos?

Guillermo tuvo que admitir, muy a su pesar, que ni lo uno ni lo otro.

—Muy bien. Entonces no puedo molestarle por vosotros —siguió diciendo la criada con impertinencia—. Está escribiendo su sermón, de modo que ya podéis marcharos y hasta la vista.

—¿Y ella? —preguntó Guillermo—. ¿Cuándo estará de vuelta ella?

La criada no tuvo necesidad de preguntar quién era «ella».

—Ella no volverá hasta mañana —dijo, y añadió en seguida—: Gracias a Dios.

—Bueno —dijo Guillermo, sacándose la tetera de debajo de la chaqueta con gesto dramático—. Le devolvemos esto. Se lo robaron hace dos años.

La criada dirigió a la tetera una sonrisa. Para ella no era una tetera; era el lechero. Guillermo quedó muy decepcionado al ver el caso que hacía la otra de lo que él decía.

—Usted haga el té en esta tetera a la hora del té —continuó diciendo Guillermo—. Y no le diga nada a él. Pero fíjese en lo que dice cuando la vea. Tendrá una agradable sorpresa.

La criada salió parcialmente de su ensueño, y se quedó mirando a Guillermo con la antipatía que sentía por todas las caras que no fuesen la del lechero.

—¿Qué dices? —le preguntó.

—Digo que haga el té en esta tetera y se lo dé con ella.

La criada había vuelto a sumirse en sus ensueños. Recibió la orden con la misma resignación automática que si se la hubiera dado la propia esposa del pastor.

—Muy bien —dijo, como en sueños, tomando la tetera y contemplándola, sin verla, con su beatífica sonrisa—. Muy bien.

Guillermo y su pandilla se marcharon apresuradamente.

—Es lela —dijo Pelirrojo.

—Volvamos a la casa del señor Ballater a ver si le descubrimos haciendo otra cosa —dijo Guillermo.

Al volver a la casa del señor Ballater, vieron que este salía, con sombrero y abrigo.

—Huye —exclamó Pelirrojo a media voz—. Ha encontrado la carta y huye.

—Mientras no haya escrito primero a mi padre… —dijo Guillermo.

Y los cuatro Proscritos se fueron a sus respectivos hogares a merendar.

* * *

El señor Ballater había ido a tomar el té con el pastor. El señor Ballater generalmente iba a tomar el té con el pastor cuando la esposa de este último estaba ausente. Entonces se ponían a hablar de cerdos, de pepinos y de calabazas. La esposa del pastor no permitía que su marido invitase a tomar el té al señor Ballater, mientras ella estuviera en casa, porque decía que el señor Ballater era una persona muy poco espiritual y argumentaba esta afirmación diciendo que una persona que se preocupaba tanto por el tamaño de los cerdos, de los pepinos y de las calabazas, no podía ser espiritual en modo alguno. Pero cuando la esposa del pastor estaba ausente, el pastor y el señor Ballater se aprovechaban de la ocasión para hablar y discutir de todo eso. El pastor acababa de dar las últimas plumadas de su sermón cuando le anunciaron la presencia del señor Ballater y, por consiguiente, pudo prestar la máxima atención a las proporciones de «Escaramujo». Porque el señor Ballater no perdió ni un segundo en expansionarse líricamente sobre las proporciones de su querido cerdo. Se sentía mucho más confiado y tranquilo porque «Escaramujo» había descabezado un sueñecito después de comer y el señor Ballater tenía la impresión de que con buena bazofia y buen descanso pronto recuperaría el cerdo el medio kilo (que, a fin de cuentas, no sería más de medio kilo a lo sumo, lo que había perdido con la jugarreta de aquel día). De modo que le explicó al pastor toda la historia.

—Afortunadamente —terminó diciendo—, conozco al muchacho, de modo que iré a quejarme de su conducta a su padre, y espero que él tomará medidas severas para que el hecho no se repita. ¡Un animal de tanto valor como ese! ¡Kilos debe de haber perdido!

—Ahora usted me hace recordar —dijo el pastor— de aquel cerdo que tuve hace un par de años… Era un animal realmente gigantesco…


De repente, los ojos del señor Ballater se posaron sobre la tetera. ¡Su tetera!

Y en estas, trajeron el té. La criada estaba todavía embobada con su melifluo ensueño del que lo único claramente definido era la cara del lechero. En la cocina había aparecido, como por ensalmo, una tetera rara, y ella tenía una muy vaga idea de haber recibido instrucciones de alguien para que hiciera el té con ella. Por consiguiente, hizo el té en ella. Puso la tetera en la bandeja y llevó el servicio a la mesa. El pastor sirvió el té y el señor Ballater se aprovechó de la ocasión para arremeter de nuevo con su «Escaramujo», y todo fue transcurriendo con la mayor felicidad hasta que la mirada del señor Ballater se posó por casualidad en la tetera. Se quedó petrificado. Parecía como si los ojos quisieran salírsele de las órbitas. En medio de la descripción que hacía del menú semanal de «Escaramujo» se puso a tartamudear, y perdió el uso de la palabra. Su tetera. Su preciosa tetera del siglo XVIII… Podría haber jurado que aquella era su tetera del siglo XVIII, la misma que su madrina le había regalado el año pasado. El pastor la manejaba sin darle importancia. El pastor era un distraído que no se fijaba en los detalles de nada. Si le hubieran pedido que describiera la forma y características de la tetera con la que tomaba el té todos los días, a buen seguro que no habría sabido qué responder. Era incapaz de haberla reconocido en medio de una docena de teteras extrañas. Para el pastor una tetera no era nada más que una tetera, es decir, una cosa que contenía té y que se hallaba provista de asa y pico. No veía nada más en una tetera. Por lo tanto, vertió el té de la tetera del siglo XVIII, propiedad del señor Ballater ante los ojos atónitos de dicho señor, sin otra idea en su mente más que la determinación de convencer al señor Ballater de que su cerda, «Judith», había sido tan gorda como el «Escaramujo» de su invitado y de que la fotografía que el señor Ballater había tomado de ella estaba desenfocada y le daba la apariencia de tener la mitad de su verdadero tamaño. Con cierta sorpresa vio que le resultaba relativamente fácil restañar el chorro de rapsodias porcinas del señor Ballater. De pronto, el señor Ballater pareció incapaz de hacer otra cosa más que mirar fijamente la tetera. El pastor empezó a encontrarlo algo aburrido. No había ninguna satisfacción en poder decirle que «Judith» era tan gorda como «Escaramujo», si el dueño de «Escaramujo» no le contradecía. La velada carecía de interés, hasta tal punto, que el pastor no lo sintió lo más mínimo cuando el señor Ballater, mirando aún la tetera como si fuese un espectro, se levantó para despedirse una hora más temprano de lo que solía hacerlo. El señor Ballater se alejó de la casa como un sonámbulo. El pastor se quedó contemplándole desde la ventana. De pronto, se le ocurrió la explicación de aquella extraña conducta.

—Por fin se ha dado cuenta —dijo, sonriendo—, de que «Judith» era tan grande como su cerdo. Ni un centímetro menos.

El señor Ballater entró en su jardín corriendo, abrió de golpe la puerta y se lanzó dentro del salón. Y allí se confirmaron sus peores temores. Su colección de objetos de plata era incompleta. El mejor joyel de su corona de coleccionista había desaparecido. La tetera no estaba. Su tetera del siglo XVIII. ¡Y mañana venía a tomar el té con él su madrina! Tenía que actuar sin perder ni un minuto. Tal vez el pastor tenía una personalidad doble, algo así como la del doctor Jekyll y el señor Hyde; una parte de su personalidad era la del pastor, la otra de un vulgar ladrón. Tenía que recuperar la tetera a toda costa. Pálido de horror volvió hacia la casa parroquial. Por la carretera se encontró con cuatro muchachos. Uno de ellos era aquel que aquella mañana había tratado tan injuriosamente a «Escaramujo». Recordó que había decidido ir a ver a su padre al día siguiente. Los Proscritos se quedaron plantados, contemplando su figura, hasta que se perdió de vista. Entonces Guillermo dijo con firmeza:

—Pues veo que tarda mucho tiempo en marcharse. La última vez que le vi creí que estaba huyendo.

—Es que ahora va a recoger todo su botín —dijo Enrique.

—¡Lástima que no le hubiéramos quitado más de esas cosas de plata que tenía en la vitrina! Así hubiéramos evitado que se marchara al extranjero con ellas. La vitrina estaba atiborrada.

—Vamos a quitárselas ahora —dijo Guillermo—. Si devolvemos a sus dueños las cosas de plata robadas ya será una compensación por si alguien le habla a mi padre de lo del cerdo. Recuerdo ahora que al lado de la tetera había un jarro y un azucarero también de plata. Apuesto a que también son del pastor. Probablemente lo robó todo al mismo tiempo. Apuesto a que me estará muy agradecido si se lo devuelvo. Probablemente estará tan agradecido que le dirá a mi padre que me lleve a la pantomima aunque alguien le vaya con el cuento del cerdo.

A los Proscritos aquella hipótesis les pareció dudosa.

—Yo de ti no lo haría —le dijo Douglas—. A lo mejor vuelve desesperado al ver que ha sido descubierto.

—Bueno. Voy a probarlo —dijo Guillermo—. Vosotros os quedáis ahí vigilando la carretera y si le veis venir dais el silbido de peligro.

Los Proscritos tenían un elaborado código de silbidos, que practicaban regularmente, pero muchos de estos silbidos no habían sido utilizados en la práctica y probablemente no lo serían nunca. Entre estos silbidos había uno que significaba «socorro, que me ataca un león», otro «que vienen los pieles rojas», y otro, para cuando estuvieran bañándose en la playa, significaba «ojo, que vienen los tiburones».

Los demás Proscritos se quedaron en una esquina, y Guillermo penetró de nuevo en casa del señor Ballater, con toda cautela, por la ventana del salón. De allí se dirigió a la vitrina y, con enorme sorpresa, la encontró vacía. Se quedó escuchando. Se oían unos extraños ruidos en el piso de arriba. Los ruidos venían del dormitorio. Guillermo entreabrió la puerta y miró. Un sujeto de mala catadura estaba junto al tocador, abriendo cajones. En el suelo había un saco medio lleno. A Guillermo no le cupo la menor duda sobre la identidad del sujeto de mala catadura. Era el cómplice del señor Ballater que estaba recogiendo el botín para llevárselo en su huida de la Justicia. Guillermo se sintió justamente indignado ante aquello y se dispuso a estropearles la jugada a los dos. Se le ocurrió un plan muy atrevido. De puntillas entró en el dormitorio, cerró la puerta con llave y se metió la llave en el bolsillo. Fue obra de un segundo, pero en aquel segundo el sujeto de mala catadura había dado media vuelta y revelado una cara tan repulsiva como todo el resto de su persona. El hombre dio un puñetazo a Guillermo, pero Guillermo se escurrió ágilmente y evitó el golpe, de un salto se subió al alféizar de la ventana y se dejó caer al jardín, deslizándose por una cañería. El sujeto de mala catadura era demasiado corpulento para poder deslizarse por la cañería, de modo que tuvo que contentarse con aporrear la puerta mientras lanzaba terribles juramentos y amenazas.

* * *

El pastor y el señor Ballater venían juntos por la carretera. Entrambos llevaban la tetera, con gran delicadeza. Todavía estaban discutiendo el misterio de su desaparición de la vitrina del señor Ballater y su aún más curiosa reaparición en casa del pastor.

—Por lo que ha dicho su criada —decía el señor Ballater—, parece tratarse del mismo muchacho. Quiero decir el muchacho que esta mañana hizo correr a «Escaramujo»… ¡Lo hizo correr! —añadió, temblándole la voz todavía—. He llamado a su padre y me han dicho que está fuera y no estará de regreso hasta mañana por la noche. Mañana iré a verle.

El pastor y el señor Ballater entraron en el jardín de este último y lo atravesaron, dirigiéndose a la casa. Había un muchacho sentado en medio de los rosales, debajo de la ventana del dormitorio.

—Ese es el muchacho —dijo el señor Ballater, muy excitado.

El muchacho en cuestión se dirigió al pastor, con toda calma, diciéndole:

—¡Muy bien! Veo que ya lo ha cogido. Ya suponía que alguien lo cogería antes de que tuviera tiempo de huir. Yo, por mi parte, he cogido al que vino a recoger las cosas. Lo tengo encerrado ahí arriba. Tiene todas las cosas metidas en un saco. Lo oirá como grita si escucha.

* * *

El padre de Guillermo había llegado a su casa.

—Supongo, querida —dijo a la madre de Guillermo—, que mientras yo he estado ausente no ha ocurrido nada que impida que mañana me lleve a Guillermo a ver la pantomima, ¿verdad? Quiero decir que no ha habido quejas de los vecinos, ni nada por el estilo, ¿no es cierto?

—Oh, no, querido —dijo la señora Brown—. Al contrario. El señor Ballater me ha dicho que Guillermo cogió a un ladrón que había entrado a robar en su casa, y le está agradecidísimo. También me explicó algo de un cerdo y una tetera, pero era una historia tan complicada que no llegué a enterarme de qué se trataba. De todos modos, lo que sí es cierto es que cogió a un ladrón en casa del señor Ballater y el señor Ballater le está tan agradecido que me ha dicho que la semana próxima lo llevará a Londres, al Parque Zoológico.

—¡Que Dios le asista! —dijo el padre de Guillermo, dando un suspiro.

F I N