LA DOBLE VIDA DE GUILLERMO
Ocurrió, pues, que, por extraño que parezca, un buen día Guillermo se quedó solo con sus propios recursos. Era en época de vacaciones y los demás Proscritos estaban fuera. Douglas se había ido a pasar el verano en la playa, a casa de una tía. Aquel viaje y aquella visita a la tía ya le habían parecido aburridísimos de buen principio, y la realidad había confirmado sus temores. Su único consuelo consistía en pensar que su tía, después de la llegada del sobrino, encontraba las vacaciones todavía más insoportables. Pelirrojo se había ido con su familia a una pensión veraniega. El residente más antiguo de dicha pensión había tomado tal antipatía a la interpretación por parte de Pelirrojo de la canción «Vamos a casa de Alicia», que había enviado un ultimátum a la patrona, comunicándole que, o Pelirrojo o él, tenían que irse de la pensión inmediata y definitivamente. Había dejado que la patrona escogiese entre ambos, y la patrona había escogido, inclinándose en favor del antiguo residente. Los padres de Pelirrojo estaban haciendo otra vez las maletas…
Enrique había acudido a un campamento juvenil con unos primos de edad y disposiciones semejantes a las suyas. El joven maestro que había organizado la expedición, lo había hecho con el propósito de acampar en el mismo sitio una quincena, pero, vista la forma en que se desarrollaron los acontecimientos, tuvieron que cambiar de campamento cada noche. Pero no habían cambiado por propia voluntad. Habían dejado una retahíla de granjeros enfurecidos a su paso por Inglaterra. El joven maestro había regresado a su casa con un fuerte ataque de nervios y ya había tenido dos sucesores.
Y así, Guillermo se había quedado solo con sus propios recursos.
Aunque estuvo muy satisfecho de que su familia no se fuera de vacaciones (ya que a Guillermo le disgustaba que le sacaran de su ambiente familiar, de los campos y desmontes de su pueblo natal), sin embargo, durante los dos primeros días de quedarse solo, quedó desconcertado, sin saber qué hacer, falto de la compañía de los demás Proscritos. Y, de pronto, tuvo una inspiración. Un acuario. Haría un acuario. Había hecho ya en otras ocasiones, un parque zoológico y un circo, había organizado una carrera de galgos (todo ello sin gran éxito, hay que confesarlo), pero nunca hasta entonces se le había ocurrido fabricar un acuario. Pues bien: ahora haría un acuario con doscientos habitantes dentro de un gran balde. (La mente de Guillermo, como la de los grandes organizadores, lo preveía todo, hasta el detalle más mínimo). Empezaría inmediatamente…
Lo primero que había que hacer, naturalmente, era encontrar el balde. Estaba dispuesto a recurrir a todos los extremos para dar con uno, y hasta había concebido el audacísimo proyecto de quitar el balde de la cocina bajo la mirada vigilante y hostil de la propia cocinera, cuando, con una estupefacción rayana en lo increíble, vio cómo la mismísima cocinera se lo ofrecía.
—Este balde está estropeado y empieza a rezumar —dijo con indiferencia—, de modo que si lo quieres para jugar, Guillermo, ahí lo tienes.
Guillermo lo aceptó fríamente. Era desmoralizante aquello de haber estado haciendo acopio de valor para dar un golpe bien sonado y luego encontrarse con que el golpe no era necesario. Además, Guillermo prefería a la cocinera como enemigo que como aliada. La vida no tenía ningún encanto para Guillermo cuando él y la cocinera se hallaban en buenas relaciones. Sin embargo, encontró algún alivio a dicha embarazosa situación, al hacer, en plena luz del día, una incursión en el cuezo de un albañil, mientras el cuezo estaba en funciones, para apropiarse de un poco de argamasa para reparar la rendija del balde. El albañil, casi tan encantado como el mismo Guillermo por la distracción que el incidente le ofrecía, tiró el cuezo al suelo y echó a correr inútilmente en persecución de Guillermo, hasta el extremo de la calle, lanzando amenazas e insultos con grandísima profusión, para regresar, alegre y fortalecido de cuerpo y de espíritu, a su tarea habitual.
El balde quedó reparado y lleno de agua. Guillermo lo dejó en el cobertizo en espera de sus doscientos habitantes.
Y aquí empezaron los apuros de Guillermo. Porque los peces que vivían en el río del lugar eran más bien tímidos y esquivos, y se negaban a dejarse prender en la red que Guillermo mantenía en el agua con gran paciencia, dándole astutas sacudidas, de vez en cuando, para ver qué pasaba. Los peces no hicieron el menor caso de la presencia de las lombrices que Guillermo había conseguido con gran trabajo y a expensas de las mejores plantas del jardín. Los peces se burlaron de sus alfileres doblados en forma de anzuelo. En el transcurso de dos días de duro trabajo solo consiguió pescar en su red una lata enmohecida, un gancho de cortina y una botella; y en su anzuelo, un cordón de zapato, y los restos de una pringosa camisa procedente, con toda seguridad, de algún vagabundo. Pero Guillermo no era un muchacho como para abandonar una idea, una vez dispuesto a llevarla hasta sus últimas consecuencias en la práctica; sin embargo, cuando las primeras sombras de la desesperación empezaban a adueñarse de su espíritu, recordó la existencia de un pequeño estanque en el jardín de «Los Laburnos». «Los Laburnos» era el nombre de una gran casa que había en el otro extremo del pueblo; en el jardín, más allá del huerto, había un estanque… Un estanque lleno de potenciales habitantes para su acuario. Guillermo y los otros Proscritos lo habían descubierto hacía cosa de un año, pero se habían encontrado con que el propietario de dicha mansión era un coronel iracundo, quien al haber cogido a los Proscritos pescando en su estanque y robándole las hortalizas, les había infligido un castigo tan severo y merecido que, incluso unos espíritus audaces y aventureros como eran los Proscritos, no habían vuelto a intentar la repetición de aventura semejante. Pero en aquel momento recordó Guillermo haber visto un rótulo que decía «Por alquilar», en la verja de «Los Laburnos», e inflamado con la nueva idea, se puso en marcha inmediatamente a explorar las nuevas posibilidades, llevando en la mano la red, el pote de cristal con asa de cordel, los gusanos, el alfiler doblado, la caña y todo lo demás. Su impresión quedó plenamente confirmada. Había un rótulo que decía «Por alquilar», en la verja de «Los Laburnos». No se atrevió a entrar por la puerta principal porque, según la experiencia que tenía de las casas deshabitadas (y aquella era muy grande), siempre había alguien de guardián en ellas, y los guardianes aunque en general se pasaban la vida dormitando cómodamente en la cocina, no obstante, demostraban ser de un temperamento salvaje si se les despertaba e, igual que los búfalos africanos, embestían a primera vista.
Así, pues, fue andando calle abajo, hasta que llegó a cierto lugar donde desde hacía más de un año, debido al paso frecuente a través de dicho seto de los sólidos cuerpos de los Proscritos, se había abierto un boquete en el seto. El tiempo había reducido la brecha hasta cierto punto, pero quedaba todavía espacio para admitir el paso de Guillermo y sus trastos. Habiendo logrado traspasar el seto con pocas pérdidas (el último gusano que le quedaba, un agujero en la red y una gran profusión de arañazos en las manos), Guillermo, tomando grandes precauciones, se encaminó al huerto. Tardó más tiempo del estrictamente necesario en atravesar el huerto. La cantidad de manzanas que Guillermo era capaz de consumir durante la travesía de un huerto de proporciones discretas habría dejado estupefacta a cualquier persona con una capacidad digestiva normal. Finalmente, no obstante, ahíto y feliz, se dirigió al estanque. Y el estanque superó en magnificencia sus más desorbitadas esperanzas. Hervía de animales, y de unos animales del carácter más amistoso y confiado que imaginarse pudiera. Se empujaban unos a otros para entrar en su red y los que luego salían por el agujero, hacían todos los esfuerzos imaginables para entrar de nuevo en ella. Se dejaban pescar entusiásticamente en su alfiler doblado en forma de anzuelo. Incluso se ponían a coletear, llenos de confianza, en la palma de la mano. Guillermo se quedó allí pescando durante más de una hora. Finalmente, llevando cuidadosamente su pote de cristal cogido por el asa de cordel y radiante con la satisfacción y el orgullo propios del pescador que ha hecho buena pesca, volvió a atravesar alegremente el huerto por donde había venido. Las manzanas lo entretuvieron otra vez durante algún tiempo, y cuando, por muy Guillermo que fuese, hubo llegado al límite (un límite que consistía en una alarmante cortedad del aliento), todavía se llenó los bolsillos de manzanas y se dirigió a su casa, componiendo mentalmente un relato ligeramente exagerado del acontecimiento, para contárselo luego a los Proscritos, cuando estuvieran de regreso.
Entonces siguió una semana totalmente feliz para Guillermo. Todas las mañanas iba a «Los Laburnos», con su pote de cristal. Al principio se pasaba una hora o poco más, en el huerto, después de lo cual se dirigía, dando traspiés, al estanque, en un estado repleto y dichoso, llenaba el pote de animalitos acuáticos y luego, con nuevo apetito, volvía al huerto.
Le parecía que aquello era demasiado bueno para que durase mucho. Y así fue. A fines de semana, un día que se dirigía, como de costumbre, a «Los Laburnos», vio un gran carro de mudanzas que entraba por la verja del jardín. Aquel día se aprovechó de lo lindo. Comió tantas manzanas que regresó a su casa en un estado próximo a la intoxicación.
Al día siguiente, más por la fuerza de la costumbre que por otra cosa, volvió a «Los Laburnos», con su pote, su caña de pescar y lo que una semana de uso constante había dejado de su red. Fue allí sin tener un propósito claro de lo que pensaba hacer. El edificio había dejado de ser una emocionante «casa deshabitada», para convertirse en una casa corriente, habitada, con propietario y probablemente bien guardada. De entonces en adelante él, Guillermo, se hallaría sujeto a las embestidas de un inquilino feroz. Guillermo se quedó observando la casa, frente a la puerta principal, durante un buen rato. Las criadas estaban limpiando los cristales de las ventanas, sacudiendo alfombras, colocando cortinas. Una señora anciana, con lentes y con un peinado muy elaborado tenía todo el aspecto de ser la dueña de la casa. Aquello agradó a Guillermo, quien encontraba que las mujeres eran, por regla general, más fáciles de trato que los hombres. El bullicio y trajín que se observaba en el interior de la casa, le tranquilizó. Mientras estuvieran limpiando cristales, sacudiendo alfombras y colocando cortinas, no era fácil que irrumpieran en el estanque ni en el huerto. Podría pasar tranquilamente su último día en el paraíso.
Lo encontró más delicioso que los días anteriores. Había decidido que aquel sería su último día pero, no obstante, al día siguiente emprendió el camino hacia el mismo lugar de costumbre, con su tarro, su caña y su red. Lo hizo en parte porque el riesgo que ahora acompañaba a la maniobra la ensalzaba a sus ojos, y en parte porque solo contaba con cien de los doscientos peces de que tenía que constar su acuario. Tenía el convencimiento de que un centenar de peces de los que todavía quedaban en el estanque le pertenecían y al ir a buscarlos se limitaba a reivindicar sus indiscutibles derechos de propiedad.
Hacía un día espléndido. El sol brillaba, magnífico, sobre el estanque y sobre el huerto. Las manzanas parecían más maduras y más apetecibles que nunca; los animalitos del estanque, más inocentes y confiados que nunca. Después de su fructuoso paso por el huerto, Guillermo fue a sentarse, contento y feliz, o la orilla del estanque y se dispuso o pescar.
Entonces…, entonces ocurrió la catástrofe. Y la catástrofe sobrevino sin aviso previo del peligro. Guillermo no oyó cómo se le acercaba. De pronto sintió que una mano se le posaba en el hombro, y cuando, con un tremendo sobresalto miró hacia arriba sus ojos se encontraron con los de la anciana señora de los lentes y el peinado elaborado. A su alrededor había abundantes signos de su delito. El tarro que contenía la pesca correspondiente a aquella mañana estaba junto a él, en compañía de un montón de manzanas que Guillermo había recogido, para refrigerarse en los intervalos de la pesca. Al otro lado de Guillermo había un montoncito de pepitas de manzana, en representación del refrigerio que ya se había tomado. Los bolsillos de Guillermo estaban a punto de reventar con las manzanas en ellos embutidas. La boca de Guillermo estaba llena de pulpa de manzana. Guillermo tenía en la mano una manzana a medio comer y en la otra la caña de pescar.
—¡Grandísimo sinvergüenza! —exclamó su apresadora—. ¿Cómo te atreves a meterte en mi casa y robar mis frutas?
Guillermo tragó media manzana sin masticar, y por medio de un ligero retorcimiento de su cuerpo puso a prueba la reciedumbre del agarrón en el hombro. Guillermo era un experto en agarrones. Con el más leve retorcimiento del cuerpo podía saber si un agarrón era de los que podía escapar o no. Este era de los que no. Era, según concedió generosamente Guillermo en su fuero interno, un agarrón excelente para proceder de una mujer. En consecuencia, se abandonó a su destino y se contentó con mirar fijamente a su apresadora, con mirada feroz y sin pestañear. El aspecto que presentaba Guillermo no era, ciertamente, atractivo. Tenía la cara sucia de lodo. El cuello de la camisa, mojado y pringoso, estaba torcido y arrugado. Había utilizado su corbata para reparar la caña de pescar. Tenía las piernas cubiertas de barro hasta las rodillas. Su traje estaba tan lleno de barro que apenas se podía distinguir su color y textura La rigurosa inspección a que le sometió la anciana señora, no resultó, evidentemente, en ninguna modificación de la desfavorable opinión que de él había formado de buen principio.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó la señora, secamente.
—Guillermo Brown —dijo Guillermo.
Sabía por experiencia que la gente, tarde o temprano, siempre terminaba por descubrir su verdadero nombre, y que si se negaba a darlo, a fin de cuentas, los resultados finales eran todavía más desagradables.
—Perfectamente —dijo la anciana señora, con intencionada inflexión de la voz—. Iré a ver a tu padre y le hablaré de esto. Y ahora márchate inmediatamente de mi jardín.
Con gran dignidad, Guillermo recogió el tarro de los peces y la red, se metió el montón de manzanas en los bolsillos (los bolsillos de Guillermo podían contener un gran número de manzanas, ya que Guillermo había practicado un agujero en ellos, de modo que las manzanas pudieran pasar por el forro), de un puntapié echó al estanque el montoncillo de pepitas y restos de manzana comida, se puso la ajada gorra, se la quitó de nuevo para saludar tan cortésmente como pudo, habida cuenta de sus innumerables agobios, se inclinó al suelo para recoger un pez que, con los esfuerzos hechos para colocarse la gorra, se había salido del tarro, y con un cortés «Buenos días» se fue lentamente, con unos andares que querían ser majestuosos y que en realidad serían difíciles de describir, atravesó el huerto hasta el gazón, atravesó el gazón hasta la verja de entrada y al llegar allí, se volvió se quitó de nuevo la gorra en otro cortés saludo, se le cayó la red y otro pez, se inclinó a recogerlos sin precipitaciones y con la mayor frescura del mundo siguió lentamente por el camino que conducía a su casa.
Mientras tanto no dejaba de pensar que había hecho frente a la difícil situación con gran prestancia. Pero aquella sensación de complacencia fue de breve duración. La anciana señora había dicho que se lo contaría todo al padre de Guillermo, y se podía tener por seguro que una mujer que sabía agarrar de aquel modo, haría honor a su palabra. Lo cual significaba, aparte de otras contrariedades incidentales, que tendría que poner fin a sus actividades piscatorias y que había grandes probabilidades de que su acuario fuese arrojado al cubo de la basura. Todavía recordaba amargamente la destrucción total de una colección de insectos, laboriosamente adquirida y que él había guardado secretamente en el armario del desván.
Con cierto vago deseo de propiciarse la autoridad familiar, procuró asearse cuidadosamente antes de comparecer a la mesa; se cambió de calcetines y de zapatos, se quitó de las rodillas varias capas de barro, se cepilló el traje, se lavó cara y manos e intentó peinarse. Su madre saludó su aparición en el comedor con un grito de horror:
—¡Guillermo! ¡Pero, Guillermo! ¡Qué facha tienes! ¿Qué has estado haciendo?
—Pescando —murmuró Guillermo, con aire distante, mientras se sentaba dispuesto a comerse la sopa.
—Pero ¿por qué no te lavaste y te peinaste antes de venir a sentarte a la mesa? —continuó severamente su madre.
—Ya lo hice —dijo simplemente Guillermo, y no solamente recibió con aparente indiferencia la risa burlona de su hermano mayor, sino que hizo como si no se diera cuenta de su insistencia irónica al hacer el gesto imitando a un gato que se lavara la cara con la pata.
No era aquel el momento de tomar represalias. Roberto podía esperar. En cualquier momento podía hacer su aparición la anciana señora de los lentes y del peinado complicado para informar de sus actividades mañaneras, y mientras tanto, cuanto menos se liara en discusiones con la Autoridad, tanto mejor.
—No te habrás olvidado de dónde vas a tomar el té esta tarde, Guillermo, ¿verdad? —le dijo su madre.
—No —dijo Guillermo, cayendo en la más negra melancolía.
Porque aquella tarde tenía que ir a tomar el té con el pastor protestante. Ocasionalmente, el pastor, a quien los niños no le eran muy simpáticos, pero que padecía de activísimos escrúpulos de conciencia, invitaba a tomar el té con él a sus feligreses más jóvenes. El pastor era un hombre muy limpio y escrupuloso en todas sus cosas, le gustaba la paz y la quietud, y la noche anterior al día en que tenían que tener lugar semejantes acontecimientos, apenas podía dormir, pero creía que aquello formaba parte de sus deberes parroquiales y lo soportaba con espíritu cristiano. A sus jóvenes invitados les gustaba mucho, por regla general, acudir a sus invitaciones, en parte porque la esposa del pastor tenía la especialidad de fabricar para la ocasión un pastel de melaza realmente delicioso, y en parte porque el pastor no sabía cómo manejar a los más jóvenes de los invitados, y dada una mezcla apropiada en las edades y temperamentos de los invitados, se podía confiar en que la reunión terminaría en un escándalo monumental. El único contratiempo que la ocasión presentaba a los ojos de Guillermo era el largo y penoso proceso de lavaje y aseo a que se le sometía antes de que se le considerara digno de presentarse en la casa parroquial. En la presente ocasión, a pesar de los heroicos esfuerzos que Guillermo había hecho antes de presentarse a comer, la operación duró una hora y ya habían dado las tres cuando, limpio y reluciente, metido en su mejor traje, con el cuello almidonado y la corbata anudada a la perfección, los calcetines bien tirantes, y las botas brillantes, con los tiradores metidos hacia dentro, se le permitió salir en dirección a la casa del pastor. Guillermo se encaminó allí con paso lento. Como que los demás Proscritos estaban pasando el verano fuera del pueblo, la fiesta no resultaría muy interesante, pero, de todos modos, no faltaría el pastel de melazas…, ni el pastor.
Se sintió vagamente consciente de la presencia de una figura que se le acercaba en dirección opuesta, pero notando casi subconscientemente que era una persona adulta y del sexo femenino, no le prestó mayor interés. Se quedó sorprendido al ver que aquella persona se paraba frente a él. Levantó la mirada, con un sobresalto. Sí. Era la mujer de los lentes y el peinado difícil.
—Bien, bien —dijo ella con aire siniestro—. Ahora mismo voy a ver a tu padre.
Pero se interrumpió, como dudando de lo que veía y tartamudeó:
—Tú… tú eres Guillermo Brown, ¿no es verdad?
Guillermo se dio cuenta inmediatamente de lo que había ocurrido. Iba tan limpio y aseado que resultaba irreconocible casi, y era difícil identificarlo con el héroe de aquella escapada matutina. Mientras ella escrutaba sus facciones de cerca, Guillermo percibió que la incertidumbre de la anciana señora volvía a cambiarse en certidumbre casi absoluta. Y es que las facciones de Guillermo eran realmente inconfundibles.
—Eres Guillermo Brown, ¿no es verdad? —repitió la anciana señora.
Y entonces Guillermo tuvo una inspiración, o mejor dicho, una «inspiración», o aún mejor una «inspiración», la clase de «inspiración» que a la mayoría de los mortales les sobreviene una única vez en la vida, pero que a Guillermo le sobrevenía con mucha frecuencia.
Mirando pues Guillermo a la señora, con mirada virtuosa y triste, dijo:
—No. No soy Guillermo Brown. Soy su hermano gemelo.
La severidad de la anciana señora se desvaneció.
—Ya comprendo —dijo—. Tenéis un gran parecido, pero, de todos modos, ya me he percatado de que había alguna diferencia entre los dos, aunque no acierto a ver en qué consiste esta diferencia. Naturalmente Guillermo iba muy sucio y despeinado.
—Sí —dijo Guillermo con el mismo tono de tristeza—. Como de costumbre.
—Pero sois muy parecidos de cara, ¿verdad? —continuó la señora con interés—. Será difícil para mucha gente distinguiros.
—Sí —dijo Guillermo, entusiasmándose con su tema—. Hay muchas personas que no nos saben distinguir. Pero la nariz de mi hermano es un poquitín más larga que la mía. Esta es una manera de poder distinguirnos.
—Sí —dijo la anciana señora con el mismo interés—. Me parece que ya lo he notado, ahora que me lo dices. Y sus orejas son más salientes.
—¿Ah, sí? —dijo Guillermo con cierta frialdad.
—Ahora voy a visitar a tus padres para quejarme de tu hermano —prosiguió diciendo la anciana señora, mientras todo su anterior interés parecía ir trocándose en severidad—. Me lo encontré esta mañana que se había introducido en mi jardín, y me estaba robando las manzanas y pescando los peces de mi estanque. ¿Lo sabías?
Guillermo se quedó pensando un momento lo que mejor le convenía: si saberlo o no saberlo, y por último resolvió que sería más eficaz saberlo. Su expresión triste y virtuosa se hizo más patente.
—Sí —dijo—. Él mismo me lo ha dicho. Precisamente ahora iba a visitarla a usted para hablar de eso.
—¿Por qué? —preguntó la señora.
—Iba a pedirle que, por esta vez, dejase esta cuestión a un lado y no se preocupase más de ello —dijo Guillermo más tristemente y más virtuosamente que nunca—. Iba a pedirle que no se molestase en ir a hablar a mi padre y a mi madre sobre lo que él le ha hecho, por esta vez.
Era evidente que la anciana señora se sintió conmovida por aquella súplica.
—Supongo que será porque no querrás que tus padres tengan un disgusto, ¿no es así? —dijo ella ya muy cambiada.
—Sí —dijo Guillermo—. Eso mismo. No quiero que mis padres tengan un disgusto.
La anciana señora se quedó reflexionando profundamente unos instantes.
—Comprendo —dijo—. Bueno; la consideración que muestras hacia tus padres te honra mucho… ¿Cómo te llamas?
—Algernon —dijo Guillermo sin vacilar ni un segundo.
El nombre le había salido casi espontáneamente, sin pensarlo. Durante su última fiesta doméstica, el pastor había intentado instalar un poco de orden en la reunión, que iba degenerando rápidamente en un verdadero pandemónium, por medio de la lectura de un cuento moral, del que, cuando él era un muchacho, había derivado mucho provecho y satisfacción. Aunque el cuento no fue recibido con el estado de espíritu que él hubiese deseado, sin embargo el pastor había logrado atraer la atención de sus desmandados invitados. El héroe, que era un niño adornado con todas las prendas, se llamaba Algernon. Durante muchas semanas después, el nombre de Algernon había constituido el insulto favorito que se lanzaban unos a otros los muchachos del pueblo.
—Algernon —repitió la señora—. ¡Qué nombre tan bonito!
Estaba, evidentemente, dispuesta a ser amable con Algernon.
—Es un nombre mucho más bonito que Guillermo, ¿no te parece? —continuó diciendo la dama.
—Sí —dijo Guillermo con la expresión de inocencia de un cordero.
Entonces la mirada de ella descendió hasta fijarse en un bulto que se notaba en el bolsillo de Guillermo.
Era una manzana, la última que le quedaba de la cosecha de aquella mañana. Guillermo se la había metido en el bolsillo, como refrigerio durante su camino hacia la casa parroquial. Una expresión de suspicacia substituyó la de amabilidad en el semblante de la anciana señora.
—¿Qué es eso? —preguntó vivamente, señalando el bulto.
Guillermo no perdió la serenidad ni un segundo. Sacó la manzana del bolsillo y se la enseñó a la anciana señora.
—Iba a devolvérsela a usted —le dijo—. He logrado que mi hermano me la diese para que se la devolviera. Era la única que le quedaba cuando me lo contó todo y entonces le «ruegué»…
—¿Qué?
—Que le «ruegué» —dijo Guillermo con cierta impaciencia—. ¿No sabe lo que es «ruegas»? Pues pedirle algo a una persona. «Ruegarle». Bueno, como digo, le «ruegué» para que me la diera para que se la devolviera a usted y le dijera que él sentía mucho lo que había hecho y le pidiera a usted que no…, que no…, que no viniera a disgustar a mis queridos padres con el cuento.
No hay palabras que puedan describir la vivacidad y ahínco de la retórica de Guillermo, ni la inocencia casi imbécil de su mirada. Las sospechas de la anciana señora se desvanecieron por completo. Se sintió más intensamente conmovida que nunca.
—Pues te regalo esta manzana, Algernon. Solo para ti —dijo generosamente la dama—, pero tienes que prometerme que no se la darás a tu hermano. ¿Me lo prometes?
Guillermo volvió a meterse la manzana en el bolsillo y prometió lo pedido. Y lo prometió con la conciencia muy limpia. No tenía la menor intención de dar la manzana a Roberto. La señora seguía observándole con gran amabilidad.
—Mucho me temo que Guillermo sea un hermano muy molesto para ti, niño, ¿no es cierto? —dijo ella.
—Sí; lo es —dijo Guillermo en tono melancólico.
—Y estoy segura de que tú haces todo lo posible para que se mejore.
—Sí —dijo Guillermo—. Siempre estoy metido en ello.
—Pues no desesperes, guapo —dijo ella—. Espero que tu buen ejemplo, al final, dará sus frutos. Tú le habrás hecho ver lo mal que se ha portado esta mañana, ¿eh?
—¡Oh, sí! —exclamó Guillermo precipitadamente—. Se lo dije y le «ruegué».
—Pues tienes que volver a decírselo. Tienes que darle a comprender lo malo que es eso de meterse en la casa ajena. Dile que las personas que no saben distinguir entre «tuyo» y «mío», siempre acaban mal. Y las manzanas y los peces son míos. He pagado por ellos. Por muy travieso que sea, tu hermano sabrá seguramente que robar es pecado.
—Siempre se lo digo —dijo Guillermo dando un suspiro—, «ruegándole» y demás.
—¿Y no puedes convencerle de que sea limpio y aseado, tal como eres tú? —insistió la señora—. Porque esta mañana estaba hecho un asco. Jamás he visto un niño tan sucio y desaseado.
—Siempre le estoy «ruegando» con eso también —dijo Guillermo con viveza—. Siempre le digo que a ver por qué no puede ser limpio y aseado como yo.
—¡Qué niño tan simpático! —exclamó la anciana señora, acariciándole la cabeza—. Estoy segura de que tú y yo vamos a ser grandes amigos. Yo me llamo Murgatroyd. Soy la señorita Murgatroyd. Entre tú y yo hemos de hacer todo lo posible para mejorar al pobre Guillermo.
—Sí, y… y… y usted… ¿no irá a decirles nada a mis padres? —preguntó Guillermo ansiosamente.
—No, querido Algernon; puedes estar tranquilo. Espero que sabrán apreciar el valiente protector que tienen en ti.
Guillermo, sin saber qué hacer, se aclaró la garganta e hizo girar los ojos. Y entonces, la anciana señora dijo, con gran sensación de alivio, por parte de Guillermo:
—Bueno, me voy, porque tengo que hacer otras visitas. Adiós, Algernon.
—Adiós —dijo Guillermo.
La entrevista con la anciana señora había sido agradable, pero difícil, principalmente porque para Guillermo había constituido un esfuerzo sobrehumano el de mantenerse con su expresión melancólica y virtuosa durante toda la conversación. En realidad, su cara le dolía, con tanta expresión melancólica y virtuosa.
La visita a la casa del pastor fue bastante aburrida, exceptuando un momento en que el pastor reprendió a uno de los invitados que había soltado un «¡rediez!», diciéndole: «No emplees nunca esta expresión tan vulgar y ordinaria, hijo mío. Si quieres expresar sorpresa, di, simplemente: “¡Cómo me sorprendes!”, o bien, si quieres emplear una expresión más fuerte: “¡Caramba, caramba!”». También el final de la reunión tuvo su miga cuando un sosegado juego de palabras cruzadas, organizado por el pastor, se convirtió rápidamente en un juego de indios pieles-rojas, organizado por Guillermo, juego que finalmente degeneró de tal modo que el pastor, desesperado, se retiró a su despacho para calmarse leyendo «The Church Times», el periódico parroquial, y su esposa solo consiguió restablecer el orden por medio de una distribución generosísima de pastel de melazas, y enviando a continuación a cada invitado a su casa. Los invitados, efectivamente, se fueron riendo a mandíbula batiente y diciéndose a intervalos los unos a los otros: «¡Cómo me sorprendes!» y «¡Caramba, caramba!», mientras el pastor iba diciendo a su esposa: «Realmente son muy pesados esos chicos, pero estoy seguro de que ganan algo en refinamiento y cultura con esas visitas que me hacen».
Guillermo, al llegar a su casa, se dirigió directamente al cobertizo donde guardaba su acuario e hizo un recuento de sus habitantes. No había más que ciento veinte. Necesitaba ochenta más. Era indispensable que efectuara otra visita al estanque de la señorita Murgatroyd. Y, en todo caso, sería una especie de fracaso dejar la situación tal como estaba.
Al día siguiente por la mañana se encaminó, como de costumbre, a «Los Laburnos», llevando todo su equipo de pesca. Pasó la mañana con toda felicidad en el huerto y en la orilla del estanque. Anduvo con más precauciones que antes, volviéndose a menudo, para cerciorarse de que el enemigo no venía a coparle por la espalda. Tan precavido estaba que advirtió al enemigo tan pronto como este puso pie en el huerto; entonces recogió apresuradamente todos sus trastos y echó a correr sin perder tiempo con superfluas cortesías. La anciana no se lanzó en su persecución, pero sus palabras llegaron claramente a sus oídos, mientras él atravesaba el huerto como alma que lleva el diablo.
—Esta vez sí que se lo voy a contar a tus padres, Guillermo. Ayer dejé de hacerlo gracias a la intervención de tu hermano. Pero esta vez no te perdono.
Guillermo echó a correr por la carretera, sin dignarse contestar, y fue a parar en línea recta al cobertizo donde tenía su acuario, para depositar en él la pesca del día y hacer un nuevo recuento del total. No había cogido tantos peces como al principio había creído. Solo veinte. Seguramente le habrían caído algunos durante su precipitada carrera. Le faltaban todavía sesenta. Tendría que ir a por ellos a la mañana siguiente. Guillermo tenía unos arranques de determinación como para dejar tamañitos a los arranques de determinación de cualquier otra persona. Había decidido tener doscientos peces en su acuario, y se necesitaba algo más que una anciana señora con lentes y abundante cabellera para hacerle desistir de su propósito. Se sentía completamente seguro del éxito. Todavía quedaba Algernon. Los recursos de Algernon no estarían agotados en tan poco tiempo…
Después de la comida, durante la cual se condujo con una ejemplaridad que suscitó las más profundas aprensiones en su madre, Guillermo fue a arreglarse y a asearse de una manera drástica, pero en secreto. Cuando volvió a bajar a la planta baja, su madre dormía la siesta. Guillermo se presentó en un estado de radiante limpieza y de aseo increíble, que le servía de disfraz. Su madre jamás hubiera podido creer que Guillermo, solo y sin ayuda de nadie, fuese capaz de obrar en su persona semejante transformación. Hasta llevaba limpias las orejas. Se había puesto su mejor traje. Las tirillas de sus botas estaban dobladas hacia dentro. Tenía las rodillas rosadas, de tanto frotárselas.
Salió de su casa sin ser visto por nadie, se encaminó con paso sosegado a la puerta principal de «Los Laburnos» y apretó el botón del timbre. Miró fija y desafiadoramente a la criada que salió a abrirle la puerta.
—¿Podría hablar con la señorita Murgatroyd? —preguntó.
La criada, que era nueva en el pueblo, le trató con mayor cortesía que la con que le trataban las otras criadas, de tal modo que se limitó a preguntarle:
—¿Cómo te llamas?
—Gui… Algernon Brown —dijo Guillermo.
—Guialgernon, dices? —preguntó, sorprendida, la criada.
—No —dijo Guillermo, irritado—. Algernon.
La muchacha lo introdujo en el salón, donde la señorita Murgatroyd lo recibió afablemente.
—Eres Algernon, ¿no es verdad? —le preguntó.
—Sí —dijo Guillermo, y añadió con una ansiedad muy convincente—: Esta mañana no vino, ¿eh?
La señorita Murgatroyd dio un suspiro.
—Pues sí, Algernon; sí que vino —dijo.
—Yo le «ruegué» que no viniera —dijo Guillermo en un tono de gran tristeza—; pero no pude quedarme con él a vigilarlo para que no viniera, porque… porque mi tío me llevó a Londres. Pero antes de irme le «ruegué» a Guillermo que no viniera. Le dije todo lo que me había dicho usted sobre aquello de entrar en su casa y… y…
—¿Aquello de lo mío y lo tuyo? —le insinuó la señorita Murgatroyd.
—Sí —dijo Guillermo con cierta vaguedad—. Y le pregunté además si le gustaría que la gente entrase en su jardín y le robasen las manzanas y los peces. Si él tuviera un jardín, claro está.
—¿Y qué te dijo?
—Dijo —repuso Guillermo sin pestañear—, que a él no le importaría nada. Dijo que hasta le gustaría que la gente se aprovechase de sus manzanas y de sus peces, si los tuviera.
Y es que Guillermo no pudo resistir la imperiosa tentación de soltarlo.
—Pero eso está muy mal, Algernon —dijo la señorita Murgatroyd vivamente.
Guillermo elevó la mirada al cielo.
—Sí. Ya se lo dije —afirmó.
—¿Te dijo que yo iría a contárselo a tus padres?
Guillermo se aclaró la garganta y haciendo un esfuerzo sobrehumano, intensificó su expresión virtuosa hasta bordear la de imbecilidad.
—Sí —dijo—. Por eso vine. Vine para pedir a usted que, por esta vez no vaya usted a contárselo y ya me encargo yo de hacer todo lo que pueda para que no vuelva a su jardín mañana. Mi… madre tiene jaqueca y he creído que seguramente se trastornaría demasiado si se enterase de que Guillermo le había cogido sus manzanas y sus peces, pero si usted no va a contárselo a mis padres yo… yo haré todo lo posible para que mañana no vuelva a su jardín. Se lo «ruegaré».
—¿Pero no crees —preguntó vivamente la señorita Murgatroyd— que sería para su bien, a fin de cuentas, si le castigasen?
—¡No! —exclamó Guillermo, con gran énfasis—. No lo creo. No lo creo en absoluto. Creo que lo mejor, para su bien, es que le rueguen.
—¿No crees que sería para su bien que le castigasen?
—¡NO! —exclamó Guillermo con gran énfasis.
—Bueno, pues, ¿sabes lo que te digo? —dijo la señorita Murgatroyd con gran severidad—. Que si ahora él se encontrara aquí le daría un par de azotes para que se acordara toda su vida. ¿Quieres un poco de pastel, Algernon?
Guillermo indicó con signos que sí; y la señorita Murgatroyd abrió una alacena rinconera, sacó de ella un sabroso pastel de pasas y le cortó una generosa rebanada. Guillermo se la comió, haciendo violentos esfuerzos para comportarse con la reserva y delicadeza que él mismo comprendía que serían las características del nefasto Algernon. Ella contempló, amistosa y sonriente, como Guillermo se engullía el pastel.
—Te pareces mucho, pero mucho a tu hermano gemelo —dijo por fin la señorita Murgatroyd, pero sin traza de suspicacia en su voz—. ¿Quién de los dos dices que tiene la nariz más larga?
Guillermo se había olvidado de este detalle, pero sin pensarlo dos veces, dijo:
—Yo.
Lo dijo con tal aire de convicción, que la señorita Murgatroyd le creyó, y dijo:
—Sí. Ya me doy cuenta ahora.
—Así, pues… como digo… ¿no les dirá usted nada de Guillermo? —preguntó, cuando hubo terminado con el pastel.
La señorita Murgatroyd reflexionó unos momentos.
—Bueno —dijo por fin—. Por esta vez no lo haré, porque la consideración y afecto que demuestras tener hacia tus padres me han conmovido de veras, Algernon. Pero harás bien en decirle a Guillermo, que la próxima vez que me lo encuentre en mi jardín robándome lo que es mío iré inmediatamente a contárselo a su padre. ¿Se lo dirás de mi parte?
—Sí —dijo Guillermo ansiosamente—. Se lo diré de su parte.
A continuación se levantó para despedirse. Tenía la impresión de que en aquella clase de entrevistas había un cierto peligro y que lo mejor era terminarlas.
—¿Y a qué parte de Londres te llevó tu tío, Algernon? —preguntó la señorita Murgatroyd.
—A la Torre —dijo Guillermo, por decir algo.
—¿Y te gustaron los beefeaters[1]?
—He dicho que fui a la Torre de Londres —dijo Guillermo—, y no al Parque Zoológico.
Y dicho esto, se fue a su casa. Su madre le recibió con agradable sorpresa.
—Vaya. Veo que ya te has arreglado para acompañarme a la reunión —le dijo—. Muy bien, Guillermo, muy bien.
Guillermo se había olvidado de que tenía que acompañarla a una reunión, pero inmediatamente asumió su expresión virtuosa (porque ya se estaba aficionando a asumir expresiones virtuosas) y viendo que no había manera de escapar, se dispuso a salir otra vez.
La reunión resultó tan aburrida como suelen ser las reuniones de personas mayores. Sin embargo, la anfitriona tenía un hijo de la misma edad que Guillermo, el cual tomó a este por su cuenta y le acompañó a ver el plantío de árboles que había en la finca. Guillermo inventó allí varios juegos, todos ellos muy interesantes, y realmente pasó allí un buen rato. Los dos salieron del plantío al recibir sendos mensajes imperativos de sus respectivas madres, instándoles a que salieran de allí. Guillermo fue a reunirse con su madre, pero antes de que esta pudiera manifestar enérgicamente su desaprobación por el estado sucio y despeinado de su hijo, su expresión severa se transformó en una sonrisa de bienvenida social, pues la dueña de la casa se acercaba acompañada de otra señora, recién llegada al lugar, para presentársela. La recién llegada era la señorita Murgatroyd, la cual saludó a la señora Brown y se quedó mirando, con expresión incierta, a Guillermo. Este no iba lo bastante sucio para ser el verdadero Guillermo. Pero, por otra parte, no iba lo bastante limpio para ser el verdadero Algernon.
—Ese niño es… —empezó a decir la señorita Murgatroyd.
—Guillermo —dijo la señora Brown.
Guillermo aguantó la mirada de la señorita Murgatroyd con un aire totalmente inexpresivo.
—Entonces, ¿el otro niño de usted no está aquí? —siguió diciendo la señorita Murgatroyd.
—No —dijo la señora Brown, algo sorprendida al oír calificar de niño a su hijo Roberto, de diecisiete años, pero creyendo que el calificativo pretendía ser jocoso.
—Él y yo somos muy amigos —prosiguió diciendo la señorita Murgatroyd—; dele usted muchos besos de mi parte.
Y mirando muy seria a Guillermo, añadió:
—Estoy segura de que usted desearía que este niño que tiene aquí imitara al otro en su comportamiento y aseo.
—Sí —dijo la señora Brown con un suspiro—. ¡Ojalá que fuera así!
Luego, con una severa y significativa mirada final a Guillermo, quien se la devolvió con otra de la más inexpresiva indiferencia, la señorita Murgatroyd se fue en pos de la dueña de la casa para que le presentaran a otras personas.
La señora Brown se quedó mirándola, estupefacta.
—¡Qué raro! —exclamó—. Roberto no me ha dicho nunca que la conociera. Se lo preguntaré al volver a casa.
Guillermo dio un profundo suspiro de alivio. Le parecía increíble que aquel encuentro con la señorita Murgatroyd, en presencia de su madre, hubiera podido pasar sin que traicionara el secreto de su doble personalidad; pero lo cierto es que así había sido. Sabía, sin embargo, que el engaño no podría prolongarse por mucho tiempo. Era inevitable que, tarde o temprano, la señorita Murgatroyd se enterase de la inexistencia de Algernon. El tiempo corría en contra suya. Mañana mismo tenía que dar por completo su acuario y dejar entonces que los acontecimientos tomaran su curso normal. Solo le quedaban sesenta peces para pescar.
Al día siguiente intentó esquivar al enemigo llegando al estanque a una hora más temprana que de costumbre, y creyó haberse salido con la suya hasta el momento en que se dispuso a regresar a su casa. Entonces vio al enemigo que le estaba observando desde una de las ventanas del piso superior y comprendió que todo había terminado. Algernon ya no le serviría de nada. Y, de todos modos, ya empezaba a estar un poco mosca con Algernon. Le pareció preferible que los acontecimientos tomaran su curso normal a tener que someterse de nuevo a las torturadoras y degradantes maniobras de lavarse y asearse que el carácter de Algernon requería. Y además, ya tenía sus peces. Se sintió radiante de triunfo y legítimo orgullo. Ya tenía doscientos peces. Ya no le interesaba volver al estanque para nada. Y también estaba harto de manzanas. No eran ni la mitad tan sabrosas como le habían parecido al principio. Tanto le daba no volver a ver en su vida las manzanas de la señorita Murgatroyd. Además, Pelirrojo estaría de regreso aquel mismo día, y ya estaba ansioso por poderle enseñar su acuario.
—¿Qué piensas hacer esta tarde? —le preguntó su madre, a la hora de comer.
—Iré a tomar el té en casa de Pelirrojo —dijo Guillermo.
—Pues no te vayas hasta que te hayas lavado, peinado y cepillado —dijo la señora Brown—. Ahora estás espantoso de ver. ¿Qué demonios has estado haciendo esta mañana?
Transcurrió algún tiempo antes de que la señora Brown considerase que el aspecto de Guillermo era adecuado para poder presentarse en casa de su amigo. Aunque la madre de Pelirrojo ya estaba acostumbrada a ver diariamente a Guillermo en su estado normal, sin embargo, la señora Brown abrigaba la patética confianza de que si ella lo enviaba limpio y aseado en sus visitas formales, la madre de Pelirrojo llegaría a creer que Guillermo era realmente así. Guillermo, pues, salió alegremente de su casa, limpio y aseado, pero al doblar la esquina dio de manos a boca con la señorita Murgatroyd. Guillermo miró a su alrededor buscando por dónde podría escapar, pero no halló escapatoria alguna; por consiguiente, adoptó una expresión mixta de virtud y desafío y se quedó esperando el desarrollo ulterior de los acontecimientos.
—Guillermo vino otra vez esta mañana, Algernon —dijo la señorita Murgatroyd—, y ahora voy a decírselo a tus padres. Nada de lo que me digas me impedirá que vaya y se lo cuente. Estoy absolutamente decidida. Tienes que venir conmigo, Algernon, y yo les explicaré todo lo que tú has hecho para evitarles ese disgusto.
Como que, al parecer, no había otra cosa que hacer, Guillermo la siguió a su casa.
La señora Brown estaba en el salón. Recibió la vuelta de Guillermo tan poco tiempo después de haber salido, con gran estupefacción, y la visita de su extraña vecina con una sorpresa no menor.
—He venido —dijo la señorita Murgatroyd, sin perder tiempo en salutaciones preliminares—, para quejarme de su hijo Guillermo.
Guillermo adoptó su expresión más estúpida y evitó la mirada de su madre.
—Este querido niño —dijo la señorita Murgatroyd— ha hecho todo lo
posible para ahorrarle a usted el disgusto.
El nerviosismo de la señora Brown se iba convirtiendo en
aprensión.
—Guillermo —prosiguió diciendo la señorita Murgatroyd, mientras posaba su mano afectuosamente sobre la cabeza del propio Guillermo—, ha entrado sin permiso, de un modo persistente y deliberado, en mi huerto, me ha robado las manzanas y ha pescado tranquilamente en mi estanque. Y este hijo tan simpático que tiene usted —añadió, indicando a Guillermo—, ha hecho todo lo posible por protegerle y ahorrarle a usted el disgusto.
Guillermo, con la misma expresión de estupidez, siguió evitando la azorada mirada de su madre.
—Me pidió —prosiguió diciendo, imperturbable, la señorita Murgatroyd— que no me quejase de Guillermo a usted. Ha hecho, como he dicho, todo lo posible para evitar que Guillermo volviera a penetrar en mi casa. Se lo ha rogado…, rogado y no «ruegado», Algernon. Tiene usted mucha suerte, en verdad, de tener a un hijo tan simpático y educado como el bueno de Algernon.
El azoramiento de la señora Brown se iba convirtiendo en aprensión.
—Oiga… un momento —dijo la señora Brown, casi sin voz.
Entonces, con gran alivio, vio la figura de su marido que pasaba ante la ventana.
—Veo que viene mi marido… Permítame un momento —dijo, y salió del salón para ir a advertir a su marido que en casa tenían a una mujer que padecía alucinaciones y había que tratarla con mucho cuidado, dándole la razón en todo.
Guillermo quedó solo con la señorita Murgatroyd y miró desesperadamente a su alrededor. La ventana era la única vía de escape.
—Me… me parece que veo a Guillermo en el jardín —dijo con voz ronca—. Voy a…
Y saltando por la ventana, desapareció.
Su primer pensamiento fue llevar el acuario con sus doscientos habitantes, fuera del alcance de la venganza paterna. Precisamente Pelirrojo había venido a verle y le estaba esperando junto a la puerta del jardín, de modo que entre los dos pudieron acarrear el balde hasta su fortaleza, el viejo cobertizo. El entusiasmo y admiración de Pelirrojo no tenía límites.
—Es lo mejor que he visto —dijo, y añadió con cierto asomo de tristeza—: Supongo que te divertirías de un modo bárbaro para montarlo.
—Oh, sí —dijo Guillermo con toda la intención—. Me divertí bastante. Y tú, ¿cómo has pasado las vacaciones?
—Pésimamente —dijo Pelirrojo, melancólico—. Todo el mundo aburridísimo y pesado. Todo el mundo. No me encontré con una sola persona que no fuera aburridísima y pesada.
En aquel momento Douglas se reunió con ellos. También Douglas acababa de llegar de sus vacaciones.
Su entusiasmo por el acuario de Guillermo fue tan ardiente y sincero como el de Pelirrojo. Pero, al cabo de unos diez minutos se acordó de algo súbitamente, y dijo a Guillermo:
—Cuando he pasado frente a tu casa he visto a tu padre y a tu madre, junto con otra mujer, que habían salida a la calle y te buscaban.
—¿Parecían estar furiosos? —preguntó Guillermo con interés.
—Sí —dijo Douglas.
—Bueno, no tiene importancia —dijo Guillermo con resignación—. De todos modos ya tengo los peces que quería, y no pueden quitármelos porque no saben dónde los tengo. Esto es lo único que importa. Les daré algún tiempo para que se sosieguen antes de volver a casa.
—Dinos cómo los cogiste, Guillermo —le pidió Pelirrojo, mientras él y Douglas contemplaban admirados el balde.
Guillermo se sentó cómodamente junto a su querido acuario y se echó a reír.
—Ya os lo contaré —dijo.