LOS FUEGOS ARTIFICIALES QUEDAN ABSOLUTAMENTE PROHIBIDOS

—Tenemos que soltar un castillo de fuegos artificiales este año —dijo Guillermo con su mejor aire napoleónico—. Tenemos que soltar uno, cueste lo que cueste.

Durante los noviembres anteriores[10] las intentonas pirotécnicas iniciadas por los Proscritos habían fracasado siempre debido a diversas intervenciones del hado adverso. Algunas veces se habían visto confiscar los cohetes y petardos el mismo día 5, como castigo por lo que los Proscritos consideraban ser faltas nimias e insignificantes. En una ocasión, Douglas, que era el encargado de llevar toda la pirotecnia al lugar donde había de dispararse, se cayó al arroyo, mientras ejecutaba una danza de exultación antes de tiempo, sobre la pasarela que hacía las veces de puente. Los demás Proscritos habían concentrado todas sus energías al salvamento de cohetes y petardos, dejando que Douglas se las arreglara como mejor pudiera, pero una vez salvado el material se pudo constatar que había perdido toda su virtud explosiva y lumínica, y aunque los Proscritos gastaron en el intento media docena de cajas de cerillas (cogidas de la alacena de la madre de Pelirrojo), los fuegos artificiales se negaron a funcionar.

Pero el año último había tenido lugar el fracaso más glorioso de todos. El año último, inspirados por el capítulo de un libro titulado «Todo lo que puede hacer un muchacho», que alguna persona bien intencionada había regalado a Enrique, los Proscritos habían decidido fabricarse sus propios fuegos artificiales. Pudieron procurarse no se sabe exactamente cómo, un poco de pólvora y, aunque insistieron en que habían seguido al pie de la letra las instrucciones del libro, el cobertizo donde tenía lugar la fabricación de los cohetes quedó completamente destruido, y poco faltó para que perecieran en la catástrofe los mismos Proscritos.

—¿Y cómo vamos a conseguir fuegos artificiales? —preguntó Enrique.

—Ahorremos dinero —dijo Pelirrojo—. Empecemos por ahorrar ya desde ahora.

Esta sugerencia encontró poquísimo entusiasmo. A Enrique le habían suprimido, por tiempo indefinido, el dinero que semanalmente le daban sus padres a causa de haber roto el cristal de una ventana. Douglas, bajo la más estricta vigilancia paterna, tenía que ahorrar a la fuerza con el objeto de comprar un regalo para obsequiar a su madrina en el día de su santo. El hermano mayor de Guillermo, Roberto, recibía semanalmente una proporción tan elevada del dinero asignado a Guillermo, como retribución de una brújula de bolsillo que Guillermo le había cogido para perderla luego, que no valía la pena ahorrar lo poco que a Guillermo le quedaba y era preferible gastarlo en caramelos. Y Pelirrojo, a pesar de su idea del ahorro, era uno de esos desgraciados que nunca tienen ni una perra en el bolsillo. Tanto daba que le dieran dinero para sus gastos como que no le dieran nada. Él nunca tenía ni gorda. Muy cerca de su casa había una tiendecita donde vendían pirulís, buscapiés, pistolas de juguete y pistones, y si alguna vez, por casualidad, había algún dinero en el bolsillo de Pelirrojo, este no podía resistir la tentación de entrar en la tienda.

He aquí el motivo de la falta de entusiasmo con que fue recibida la idea de Pelirrojo.

—¿Y si fabricáramos los fuegos artificiales nosotros mismos? —propuso pensativamente Pelirrojo.

—Ya lo intentamos el año pasado —respondió Guillermo—. ¿No te acuerdas?

—Sí —dijo despaciosamente Pelirrojo. Me acuerdo. Dijeron luego que al oír la explosión creyeron que nos habríamos muerto todos y del modo que se portaron con nosotros cuando vieron que no, cualquiera diría que eso era lo que querían.

—Pues vale más que no lo repitamos este año —dijo Enrique—. Fue muy divertido, pero ya sabes lo que nos costó hacernos con la pólvora y luego resultó que no era de la clase que necesitábamos. Y no podía ser buena porque nosotros lo hicimos todo tal como decía el libro, y no tenía por qué haber explotado de aquel modo.

—No. Lo único que podemos hacer es procurar que nos los den o que nos den el dinero para comprarlos —dijo Douglas.

—¿Y quién nos lo va a dar? —preguntó muy atinadamente Pelirrojo.

—Podemos ir pidiéndolo a la gente —dijo Guillermo, con su magnífico optimismo—. Empecemos por nuestros padres. Apuesto a que ellos también disparaban fuegos artificiales cuando tenían nuestra edad.

—¡Claro que sí! —exclamó Pelirrojo—. Aunque estoy seguro de que dirán que no, si se lo preguntamos. Si ellos, cuando tenían nuestra edad, fueron realmente el tipo de chicos que dicen haber sido, ya te aseguro yo que serían aburridos y yo, por mi parte, estoy muy contento de no haber ido a la misma escuela donde fueron ellos.

—De todos modos, se lo preguntaremos —dijo Douglas, y añadió—: Lo que no sé es por qué el 5 de noviembre le llaman el Día de Guy Fawkes.

—Pues porque un hombre, llamado Guy Fawkes, intentó hacer saltar en pedazos el edificio del Parlamento, por medio de unos cuantos barriles de pólvora que había escondido en el sótano —dijo Enrique.

Enrique siempre era el que estaba mejor informado.

—¿Por qué?

—Porque no le gustaba el Parlamento, supongo.

—¿Y por qué no le gustaba?

—Porque hay gente a quienes no les gusta. Tendrías que oír a mi padre cuando habla del Parlamento y de los diputados. Apuesto a que él también los haría saltar a todos en pedazos, si supiera cómo hacerlo.

—¿Y por qué no los hizo saltar ese hombre, ese Guy o como quiera que se llame?

—No lo sé. Supongo que sería porque le venderían pólvora mala, tal como hicieron con nosotros. De esa que estalla antes de tiempo.

—De todos modos no acierto a comprender por qué la gente se empeña en disparar fuegos artificiales todos los años en este día, si resulta que él no hizo estallar el Parlamento.

Enrique reflexionó unos minutos en silencio sobre aquello porque no le gustaba confesar su ignorancia.

—Ya lo sé —dijo por fin—. Seguramente será porque se enfadarían con él por haber fracasado. Porque, a fin de cuentas, habría sido un espectáculo formidable eso de ver a todo el Parlamento saltando en el aire, hecho trizas, en un santiamén. Por eso empezarían a disparar fuegos artificiales; para consolarse, para tener una idea de lo que hubiera sido si Guy Fawkes no lo hubiera estropeado todo. Y —añadió con un destello de inspiración— por eso lo queman también a él en efigie, porque están disgustados con él por haberlo echado todo a perder.

—Comprendo —dijo Guillermo, totalmente convencido con la explicación del otro—. Claro. Pero nosotros también fabricaremos un monigote para quemarlo. No hay que olvidar este detalle.

—¿Y quién será? —preguntó Pelirrojo.

—Ya veremos cuando llegue el momento quién es el que se ha portado peor con nosotros —dijo Guillermo con el aire tranquilo propio de la imparcialidad judicial.

* * *

Guillermo hizo sus demandas de fuegos artificiales con un tacto exquisito.

Entró en la salita de su casa, después de la comida, cuando su padre se encontraba allí solo, leyendo el periódico, y se sentó en un sillón, frente a él, al otro lado de la chimenea.

—Papá —dijo vivamente—: Supongo que te las pasarías muy bien cuando eras joven, ¿verdad?

—¿Eh? —dijo su padre sin levantar la vista del periódico.

—Digo que supongo que te las pasarías muy bien cuando eras joven, ¿verdad?

El señor Brown emitió una especie de gruñido, pero no dijo nada.

Guillermo lo intentó por tercera vez.

—Digo que supongo que te las pasarías muy bien cuando eras joven, ¿verdad? —dijo.

—¿Mmm? —dijo de nuevo su padre dando vuelta a una página del periódico.

—Digo que supongo que te las pasarías muy bien cuando eras joven.

El señor Brown, que había vuelto a abstraerse en el intrincado terreno de las noticias financieras, salió de él un momento con la vaga impresión de que alguien le estaba dirigiendo la palabra.

—¿Qué has dicho? —preguntó, irritado.

—Digo que supongo que te lo pasarías muy bien cuando eras joven.

—Creo que eso ya me lo has dicho otra vez —dijo el señor Brown.

—Sí —dijo Guillermo—. Ya te lo he dicho otra vez. Pero ahora te lo repetía.

—Pero ¿qué quieres con eso? —preguntó impaciente el señor Brown.

—Fuegos artificiales —dijo Guillermo abandonando sutilezas y subterfugios.

—Bueno —dijo el señor Brown con una simplicidad tan hermosa como la de su hijo—, pues no voy a dártelos. Ni yo ni nadie, si puedo evitarlo. Cuando me acuerdo…

En este preciso momento Guillermo, sospechando muy acertadamente que iba a seguir una brillante descripción de su truncada carrera como fabricante de artículos pirotécnicos, salió silenciosamente de la estancia y fue a encontrarse con los demás Proscritos en el viejo cobertizo.

—No me ha salido bien con el mío —dijo, enmurriado—. Nada. No he conseguido nada. Mi padre ha empezado por recordar aquella ocasión en que nos dieron pólvora mala. ¡Como si hubiera sido por culpa nuestra!

—Lo mismo ha dicho el mío —dijo Enrique.

—Y el mío —terció Douglas.

—Y el mío —añadió Pelirrojo.

—Supongo —dijo Enrique— que tendremos que ir a intentar ver los fuegos artificiales del coronel Masters, como en años anteriores.

El coronel Masters era un anciano e irascible caballero que vivía junto con su hermana en el otro extremo del pueblo. El día 5 de noviembre de cada año disparaba un complicado castillo de fuegos artificiales, a cuyo espectáculo invitaba a un pequeño grupo de personas, constituido por sus íntimos amigos, entre los que, naturalmente, no incluía a los Proscritos. Además, sentía una profunda antipatía por los Proscritos y le molestaba soberanamente que estos se empeñaran en asistir a su exhibición pirotécnica en plan de espectadores no invitados. El jardín posterior de la casa del coronel, durante el espectáculo, tenía siempre a punto una manguera para dirigirla a la cabeza de los muchachos que asomasen por detrás del muro. En varias ocasiones los Proscritos habían sido desalojados de varios puestos ventajosos por medio de este procedimiento.

—Sí —dijo Guillermo—, para que por poco nos ahoguen y luego vengan nuestras madres armando la gorda como si fuese culpa nuestra. Y además, quedándonos sin ver nada. No; este año vamos a tener nuestro propio castillo de fuegos artificiales. Os lo prometo.

Tan impresionante estuvo Guillermo que a los Proscritos, durante un momento, les pareció que la cosa estaba arreglada en sus más mínimos detalles. Pero, de pronto Pelirrojo preguntó:

—¿Y cómo vamos a conseguirlos?

—Esto es precisamente lo que tenemos que decidir ahora —dijo Guillermo.

—Ya lo tengo —dijo Pelirrojo de pronto—. Mi tía. Mi tía viene a pasar unos días con nosotros y volverá a su casa el 4 de noviembre o sea el día anterior al de los fuegos artificiales. Y siempre que viene me da cinco chelines.

Los Proscritos se pusieron a brincar de gozo en plena carretera.

—¡Hombre! —exclamó Guillermo, sentado en el suelo y cubierto de polvo por haber perdido el equilibrio en uno de sus saltos—. ¡Ya sabía yo que daríamos con algo!

—Es mi tía —dijo Pelirrojo, creyendo que no se le daba la debida importancia a él, como autor de la idea.

—Sí, y si es aquella que lleva aquella cosa de plumas alrededor de la garganta, ya te la puedes quedar —dijo Guillermo.

Pelirrojo adoptó una actitud y expresión truculentas, pero luego, pensando seguramente que no valía la pena pelearse por su tía, hizo como si no hubiera oído.

—Bueno, todo va bien, pues —dijo Guillermo, decepcionado de que se le escapase la ocasión de darse unos cuantos bofetones con Pelirrojo, pero animado por la idea de los fuegos artificiales que podrían comprarse con los cinco chelines de su tía—. Esperaremos hasta la víspera, cuando la tía de Pelirrojo le dé los cinco chelines y entonces compraremos los fuegos artificiales. Con cinco chelines podremos comprar una barbaridad de fuegos artificiales. Apuesto a que podemos comprar uno de cada clase de todas las que hay en el mundo, por cinco chelines. Y esperaremos hasta el último momento para decidir quién ha sido el que se ha portado peor con nosotros para hacer un monigote con su efigie.

Durante los días siguientes estuvieron observando con interés las actividades del coronel Masters. La idea de su castillo de fuegos artificiales los tenía pasmados, pero estaban convencidos de que su propio castillo de fuegos artificiales sería muy superior al del coronel y, no obstante, les roía la curiosidad para saber cómo sería el de este. Le seguían como si fueran su sombra en las idas y venidas que el coronel hacía por el pueblo, vestido siempre con su bombín gris y su gabán castaño. En cuanto el coronel ponía un pie fuera de su casa ya le estaban siguiendo los Proscritos, esperando que, de un momento a otro, entrase en la tienda del pueblo para comprar sus fuegos artificiales. Se les metió en la cabeza la idea fija de que para ellos era absolutamente imperativo que supieran qué clase de fuegos artificiales adquiriría el coronel, con objeto de así poder aventajar en esplendor. Tenían la completa seguridad de que no había nada en el mundo, en cuestión de pirotecnia, que no pudiese adquirirse por cinco chelines. Hasta tuvieron gloriosas visiones del coronel Masters, arrastrándose sigilosamente para ir a contemplar el prodigioso castillo de fuegos artificiales que ellos, los Proscritos, dispararían, y entonces ya se veían ellos, soltándole el chorro de la manguera, en represalia. Naturalmente, era inútil ir a preguntarle qué clase de fuegos artificiales iba a adquirir. El coronel Masters poseía un temperamento excesivamente militar y su faz se volvía purpúrea de indignación a la simple vista de los Proscritos. Había trabado conocimiento con ellos, por primera vez, en su huerto, y ulteriormente se había vuelto a encontrar con ellos en diversas ocasiones, en sus fresales. Tan terrible había sido la actitud del coronel en dichas ocasiones que los Proscritos, solo al verle ya echaban a correr, de modo que en sus andanzas por el pueblo, le seguían discretamente a prudente distancia y se dispersaban a todo correr en cuanto el general volvía la cabeza. La hermana del coronel, una anciana señorita, tan amable y tolerante como él era intolerante y colérico, vivía con él y se cuidaba de la casa. La hermana del coronel era muy nerviosa y se pasaba la vida rodeando a su hermano de solicitud y cariño. Por consiguiente, la hermana del coronel era persona de mucho más fácil abordaje que el coronel pero, desgraciadamente para los Proscritos, era una persona muy poco comunicativa, y siempre se negó a entrar en conversación con los Proscritos. Todo lo que llegó a decirles fue:

—¡Fuera de aquí, niños! Ya os conozco. ¡Fuera de aquí!

Sin embargo, los Proscritos volvieron a animarse cuando se enteraron de que la hermana del coronel tenía que ir a tomar el té con la madre de Guillermo. Guillermo prometió hacer su aparición en el momento del té y después comunicar a sus compañeros todos los detalles de los fuegos artificiales del coronel.

Por regla general Guillermo no tomaba el té con su madre cuando esta tenía invitados, de modo que la señora Brown quedó tan sorprendida como su misma invitada cuando Guillermo, como una radiante visión de la limpieza y el aseo (le había costado una hora de tremendos esfuerzos realizar el milagro), y afectando su más relamida expresión, entró en el salón a la hora del té y empezó a servir las pastas. Tan estupefactos se quedaron las dos buenas señoras que un mortal silencio invadió la estancia mientras ellas, atónitas, contemplaban el portento. Guillermo tomó aquello como un silencio de admiración y lo relamido de su expresión se incrementó. Ofreció la bandeja de las pastas a la invitada con una reverencia versallesca, tropezó con la alfombra, vertió el azucarero y, cogiendo el mayor de los pasteles que se ofrecía a la vista, volvió con él a un rincón del salón, donde permaneció escuchando la conversación. Su madre y la invitada, poco a poco fueron retornando de su parálisis y reanudaron la conversación a partir del punto en que había sido interrumpida por la espectacular aparición de Guillermo. Sin embargo, dicha conversación careció de la animación que había tenido de buen principio. Las dos señoras, una y otra vez, echaron significativas miradas a Guillermo, quien impávido, limpio, brillante y relamido seguía como si nada en su rincón, masticando a placer el pastel. La madre de Guillermo deseaba que su invitada creyese que aquel era el aspecto habitual de Guillermo, y la invitada creía en realidad que aquel debía ser algún miembro de la familia a quien ella nunca había visto hasta entonces. La invitada era algo miope, pero le pareció que aquel muchacho tenía un gran parecido con aquel otro niño sucio y pringoso que tanto molestaba a su hermano, el coronel, al meterse sin permiso en su jardín. Por asociación de ideas, la invitada pensó en su hermano y volvió a hablar de él. Pocas veces hablaba de otra cosa.

—Estoy muy nerviosa estos días —dijo plañideramente— porque esos castillos de fuegos artificiales ¡son tan peligrosos! Siempre se leen desgracias en los periódicos. Pero nada, él está empeñado en que todos los años se dispare un castillo de fuegos de artificio, a pesar de que yo siempre le ruego que no lo haga. ¡No puede imaginarse usted la zozobra que paso! Al fin y al cabo, esas cosas están fabricadas con pólvora, y todo el mundo sabe que la pólvora es altamente explosiva. Esas ruedas, particularmente, pueden producir muchísimo daño. Con solo un pequeño desperfecto que haya en la fabricación, centenares de personas pueden morir abrasadas. ¡Y lo que es la pólvora! Yo ya se lo digo. Todos los años le ruego que desista de su empeño, pero él no me hace ningún caso.

Desde su rincón, Guillermo dijo con su expresión más obsequiosa:

—¿Ya tiene los fuegos artificiales en su casa?

La señorita Masters volvió sus miopes ojos en dirección a Guillermo.

—Sí —dijo tristemente—. Ya los tiene. A pesar de todo lo que le he dicho, ya los tiene. Los compró en Londres, en casa de Tanks. Sin embargo, yo me he negado a dejarlos entrar en la casa. Los tiene guardados en el cobertizo que hay en el fondo del jardín.

Luego la conversación derivó hacia el bazar para los pobres que la señora Brown estaba organizando y al cual la señorita Masters había prometido enviar un sombrero y un gabán viejos, de su hermano. Mientras proseguía esta anodina conversación, un observador agudo habría podido percatarse de que, silenciosamente, Guillermo, radiante y pulido como nunca, se escurría de la habitación. El mismo agudo observador habría podido notar asimismo que los bolsillos del traje de Guillermo abultaban prodigiosamente, debido a que, con la destreza adquirida por una larga práctica, su dueño había escondido sigilosamente en ellos una buena cantidad de pasteles con destino a los otros Proscritos.

—¡Qué muchacho tan simpático! —dijo la señorita Masters, cuando la puerta se hubo cerrado tras la salida de Guillermo.

—S… sí —dijo la madre de Guillermo, no muy convencida.

Estaba preocupada pensando en los motivos que habría podido tener Guillermo para comparecer atildado de aquel modo, y no estaba menos preocupada por saber a dónde habría ido al salir del salón.

Afuera, en la calle, Guillermo distribuyó generosamente los pasteles y en seguida efectuó varias volteretas en el polvo de la calzada para desprenderse de la extraña y repelente sensación de limpieza y aseo.

—Bueno —dijo uno de los Proscritos indistintamente a causa del bollo a medio masticar—. ¿Descubriste algo?

—Sí —dijo Guillermo con aire de triunfo, mientras sentado todavía en el polvo de la calle, se despeinaba furiosamente—. Sí, descubrí que ya tiene los fuegos artificiales, que se los hizo venir de Londres y que los tiene guardados en un cobertizo en el fondo del jardín.

Los Proscritos se tragaron rápidamente lo que quedaba de los pasteles y se levantaron.

—Vamos —dijo Pelirrojo sucintamente—. Vamos a echarles un vistazo.

El interior del cobertizo era claramente visible desde lo alto de la pared del jardín. Agarrados precariamente en lo alto de la pared, los Proscritos alargaron el cuello para divisar lo que podría verse a través de la angosta ventana.

—Veo una caja de ruedas —proclamó Guillermo.

—Yo veo una caja de cohetes —dijo Pelirrojo.

—Yo veo candelas romanas dijo Douglas.

Pero lo que ninguno de ellos había visto era la figura del coronel Masters, quien, en cambio, los había visto a ellos de lejos y los había identificado inmediatamente. El coronel Masters los estaba espiando desde la esquina del cobertizo, con la manguera en la mano. No vieron, pues al coronel Masters hasta que el chorro de agua de la manguera les dio en plena faz y los desalojó de su observatorio precipitándolos a la calle. Durante un buen rato se quedaron allí, sentados, en el suelo, aspirando bocanadas de aire y escupiendo, privados del uso de la palabra, hasta que Guillermo, calado hasta los huesos, pero, a pesar de ello, todavía impresionante, dijo:

—Bueno. Esto zanja la cuestión. Ahora sí que ya no tenemos duda alguna. El coronel será nuestro monigote.

A continuación los cuatro Proscritos se separaron, dirigiéndose cada cual a su casa, cada uno de ellos reflexionando sobre su particular y especialísimo problema de entrar en su casa sin ser visto.

Guillermo creyó haberlo logrado. Llegó a la puerta de su dormitorio sin haberse encontrado con nadie, pero, debido a la usual adversidad de su destino aciago se encontró con su madre, justo en el momento que ya se creía a salvo. Su madre llevaba en el brazo un gabán castaño y en la mano un bombín gris.

—¡Guillermo! —exclamó.

Pero los ojos de Guillermo estaban fijos en el gabán y el bombín.

—¿De quién es eso? —preguntó.

—Del coronel Masters —le dijo su madre, con la cabeza en otra parte—. Son para el bazar de los pobres. ¿Pero tú qué has estado haciendo hasta ahora?

—Una mala persona nos ha rociado con la manguera —dijo Guillermo patéticamente.

—¿Y qué hacías tú?

—Estaba encaramado en la pared.

—¿Qué pared?

—Una pared —dijo Guillermo—. Estaba sentado allí arriba para descansar, como otro cualquiera hubiera podido estar. Porque no se puede estar siempre andando, sin descansar. Uno tiene que sentarse y descansar de vez en cuando. Y nosotros estábamos sentados en lo alto de la pared porque —añadió con súbita explosión de inspiración—, porque no queríamos estropear nuestras ropas sentándonos en el suelo. Era en mi traje en lo que yo pensaba. Siempre me dices que tenga más cuidado con mi ropa. Y eso es lo que estábamos haciendo precisamente. Pues bien, tan pronto como estuvimos todos sentados en lo alto de la pared para descansar un rato y para que no se nos ensuciara la ropa sentándonos en el suelo, hete aquí que se nos presenta esa mala persona con la manguera y nos la enfoca. Pregúntale a Pelirrojo si no fue así como te digo, si tú no me crees. Y te lo dirá igual que yo te lo he dicho. Estábamos sentados en lo alto de una pared para descansar y para que no se nos ensuciara la ropa si nos sentábamos en el suelo, cuando hete aquí que nos comparece ese…

—Guillermo: ¿quieres hacer el favor de callarte de una vez e ir a cambiarte la ropa? Estás empapado.

Guillermo entró en su cuarto y cerró la puerta. Una piedrecita fue a dar en el cristal de la ventana. Guillermo se dirigió a la ventana y la abrió. Pelirrojo, desconsolado y chorreante, estaba debajo.


—No puedo entrar en mi casa porque mi madre está sentada junto a la ventana.

—Oye —le dijo Pelirrojo en voz baja—. ¿Puedes echarme algo para secarme? No puedo entrar en mi casa porque mi madre está sentada junto a la ventana de la salita y me vería entrar por la verja.

Guillermo le echó la toalla de baño con la que él se estaba secando, y prosiguió la operación utilizando a este fin la colcha de la cama. Frotándose y secándose, prosiguieron la conversación.


—¡Mala suerte! —dijo Guillermo y siguió secándose utilizando la colcha de la cama.

—Oye —dijo Guillermo—. Haremos que él sea el monigote y nos va a quedar de primera. He descubierto donde se guardan sus ropas.

* * *

El primer obstáculo serio con que se encontraron los Proscritos fue la súbita e inesperada prohibición paterna de manejar artículos de pirotecnia. Lo que había ocurrido fue que el padre de Guillermo, el de Pelirrojo, el de Douglas y el de Enrique se encontraron un buen día en el tren de Londres, en el mismo compartimiento y allí se pusieron a conversar sobre el fracaso del pasado año cuando estalló el castillo de fuegos artificiales antes de haberse montado y finalmente los cuatro estuvieron de acuerdo en que lo más seguro sería prohibir los fuegos artificiales durante las fiestas del 5 de noviembre de aquel año. Tal como dijo el padre de Guillermo:

—Esos granujas son capaces de hacer volar todo el pueblo, si no se lo prohibimos.

Y el padre de Pelirrojo se expresó más sucintamente en esos términos:

—Después de todo, los conocemos y sería tontería arriesgarnos al peligro que ello implica.

Sin embargo, la prohibición paterna no inquietó demasiado a los Proscritos.

—Esto significa, a mi entender —dijo Guillermo—, que no debemos disparar fuegos artificiales allí donde ellos los puedan ver u oír. Eso es lo que han querido decir, ¿no os parece? Quiero decir que a nadie le importa lo que otro haga si no lo ve, como es natural. De modo que es esto lo que ellos quieren dar a entender. No les gusta ver ni oír fuegos artificiales, y por eso nos han dicho que no quieren que nosotros disparemos nada de eso. Pero no hay nada que decir si nosotros disparamos los fuegos artificiales allí donde ellos no los puedan ver ni oír. Eso es lo que ellos quieren significar. Bueno, de todos modos —terminó diciendo—, eso es lo que yo voy a creer que ellos quieren significar.

Los otros Proscritos convinieron en que ellos también creerían lo mismo.

Ya todos de común acuerdo, sin pérdida de tiempo proyectaron los grandes preparativos. Los Proscritos habían decidido disparar el castillo de fuegos artificiales en el campo que había detrás del viejo cobertizo donde ellos solían reunirse, y los preparativos se realizaron en el interior de dicho cobertizo. El preparativo principal consistió en la confección del monigote. Guillermo se había apropiado con éxito del desván donde se guardaban los artículos destinados a ser exhibidos en el bazar de los pobres, del gabán castaño y del bombín gris que habían sido propiedad del coronel Masters. Además, también se había apropiado de una careta de rojos carrillos y feroz mostacho que presentaba una asombrosa semejanza con la cara del iracundo militar, y a partir de estos materiales había logrado fabricar un monigote completamente a la altura de la magnificencia de la ocasión.

—Nadie que lo vea podrá dejar de notar el parecido —dijo Guillermo, mirando el monigote con profunda satisfacción—. Y el traje es inconfundible. Y además el bazar de los pobres no tendrá lugar hasta una semana después del 5 de noviembre y solo lo he tomado prestado porque luego lo devolveremos a su sitio. No hay necesidad de quemarlo. Claro que —añadió lentamente—, si se prende fuego no podremos hacer nada para apagarlo. Los de mi casa se van a volcar. Mas hecho ya, el castillo de fuegos artificiales que vamos a disparar, tanto da lo que nos ocurra después. Todo será poco.

Aunque los cinco chelines que la tía de Pelirrojo tenía que darles no estaban todavía en su posesión, los Proscritos ya habían distribuido hasta el último penique en su imaginación. Habían discutido el empleo de los cinco chelines durante días enteros. Se habían pasado tardes y mañanas enteras con las narices pegadas a los cristales del escaparate de la tienda del pueblo donde se vendían los fuegos artificiales. Habían decidido específica y detalladamente cuáles habían de ser sus compras, hasta el último buscapiés.

Les era difícil creer que todavía no se hallaban en posesión de los fuegos artificiales. Guillermo ya lo decía:

—Es solo cuestión de ir a buscarlos. Todo está previsto. No tardaremos ni un minuto en tenerlos una vez la tía de Pelirrojo le haya dado los cinco chelines. Es como si los tuviéramos en la mano.

Mientras tanto prepararon adecuadamente el viejo cobertizo y se sentaron alrededor del monigote, contemplándolo con orgullo.

—Claro que si se prende fuego en él —dijo Guillermo de nuevo como en ensueños— no sé cómo podremos apagarlo. Al fin y al cabo, solo se trata de unas ropas viejas, y así evitaremos a mi madre el trabajo de colocarlas a algún desgraciado, si se incendian. Será estupendo ver cómo arden.

Al llegar la mañana del día 5 de noviembre los Proscritos se hallaban en un estado de exuberancia imposible de disimular.

Durante el desayuno el padre de Guillermo miró a su hijo con gran suspicacia.

—No habrás olvidado lo que te dije acerca de los fuegos artificiales, ¿verdad? —dijo.

Guillermo adoptó inmediatamente su expresión de máxima candidez y dijo con toda sinceridad:

—No, papá.

—Eso de disparar fuegos artificiales es una costumbre pueril y necia —prosiguió diciendo el señor Brown—. Antes de llegar a la edad que tú tienes ahora, a mí ya se me habían pasado las ganas de hacer esas cosas. Es una costumbre escandalosa, peligrosa y extravagante, que no tiene la menor utilidad para nadie.

—Sí, papá —convino Guillermo—. Eso es también lo que yo creo.

—Pues lo celebro mucho —dijo el señor Brown, todavía cejijunto—. Lo celebro muchísimo.

—Sí, papá —dijo Guillermo.

Fue el señor Brown y no Guillermo quien tuvo la impresión de que el resultado de la conversación había sido vagamente insatisfactorio.

En aquel mismo momento, el padre de Douglas y el padre de Enrique estaban entablando análogas conversaciones con sus respectivos hijos.

—Es una costumbre estúpida y salvaje —decía el padre de Enrique—, y me sorprende que un muchacho inteligente pueda interesarse por semejante fantochada.

Enrique también estuvo de completo acuerdo con la opinión de su padre.

—Cuando yo tenía tu edad —decía el padre de Douglas— estaba demasiado preocupado con mis trabajos escolares para poder pensar siquiera en tonterías como son los fuegos artificiales.

Douglas vino a implicar que a él le ocurría lo mismo.

Pero fue el padre de Pelirrojo quien soltó la bomba.

—Tu tía —le dijo— te da los cinco chelines, como de costumbre, pero yo me hago cargo de ellos, hasta mañana o pasado. Mejor dicho, te los daré el domingo. No quiero que te expongas a la tentación de gastártelos con fuegos artificiales.

Pelirrojo, despavorido, se apresuró a comunicar la noticia a sus amigos.

—Mi padre los tiene y no me los va a dar hasta el domingo —dijo.

Durante un instante, los Proscritos se quedaron mudos de horror. Luego exclamaron en diversos tonos de horrorizada impotencia:

—¡Atiza!

—No es culpa mía —dijo Pelirrojo débilmente—. Ya le dije que necesitaba los cinco chelines hoy mismo, sin falta, pero mi padre no me ha hecho caso alguno. Le he dicho que los necesitaba para dárselos a un pobre que, a lo mejor, mañana ya estaría muerto, y en realidad no le dije una gran mentira porque yo los quería para el monigote, que era en lo que estaba pensando cuando se lo dije. Pero no hizo caso ni de eso. Y si el pobre hubiese sido un pobre de veras —prosiguió diciendo, arrebolado en justa indignación—, y hoy se hubiera muerto de hambre, le habría estado muy bien que lo hubieran metido en la cárcel, por asesinato.

—Sí, pero ¿qué vamos a hacer ahora? —dijo Guillermo.

La propuesta de Douglas de aplazar la fiesta hasta la próxima semana fue unánimemente rechazada, como indigna de ellos. Guillermo expresó su desaprobación en los términos justos, diciendo:

—Eso sería como si pusieras la casa adornada con acebo y perendengues en el día de Año Nuevo en lugar de hacerlo por Navidad, o como si fueras a bendecir la palma el día de Corpus. La cosa no tendría sentido.

La idea expresada por Enrique de quemar el monigote, simplemente, sin ningún acompañamiento de fuegos de artificio, también fue rechazada despreciativamente.

—Tampoco eso tendría ningún sentido —sentenció Guillermo.

Durante varios minutos los Proscritos se contentaron con cantar un himno de odio a cuatro voces, contra el padre de Pelirrojo, en cuyo himno, el mismo Pelirrojo, tuvo un papel principalísimo.

—Es un avaro. Eso es lo que es.

—A eso le llamo yo robar.

—Pues le pueden meter en la cárcel por quedarse con el dinero de los demás.

—Bien merecido tendría que ahora fuésemos a contarlo a la policía.

—Y el pobre muriéndose de hambre, entre tanto —dijo Douglas vagamente.

Al cabo de unos minutos de lamentarse de este modo, se sintieron mejor y volvieron a enfrentarse con el futuro, más animosamente.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —dijo Pelirrojo.

—Vamos a apoderarnos de los fuegos artificiales, sea como sea —dijo Guillermo con firmeza.

En el silencio que siguió, todos sus pensamientos se volvieron hacia la misma dirección.

—Tendrá el cobertizo cerrado, ¿no? —preguntó Pelirrojo pensativamente.

—Sí —dijo Guillermo—; las ventanas y todo.

—Pero hoy ha salido para Londres —dijo Douglas—. Yo le vi cómo entraba en la estación. Probablemente no estará de vuelta hasta poco antes de preparar el castillo de fuegos artificiales.

Se hizo otro largo silencio. De pronto, Pelirrojo dijo a Guillermo:

—¿No dijiste que su hermana estaba muy nerviosa a causa de los fuegos artificiales?

—Sí —dijo Guillermo.

Y el plan surgió, del todo desarrollado en la mente de Pelirrojo y de Guillermo, simultáneamente. Ni tan solo disputaron para esclarecer de quién de los dos era la idea, porque ambos sabían que había surgido en la mente de ellos exactamente en el mismo segundo.

* * *

La señorita Masters andaba, llena de inquietud, de uno a otro cuarto, sin saber qué hacer. ¡Qué aliviada quedaría cuando hubiese pasado ya aquel día terrible! El día 5 de noviembre siempre le resultaba tan largo como si en lugar de un día fuese una semana. ¡Se leían unos accidentes tan espantosos en los periódicos! Sonó el timbre en la puerta de entrada y le dio un susto. Ella misma fue a abrir para encontrarse con un muchacho que llevaba el brazo en cabestrillo y toda la cara vendada, y que le preguntaba con exquisita cortesía qué hora era. Ella se lo dijo, mientras lo contemplaba, presa de ansiedad.

—Pero ¿qué te has hecho, niño? —añadió, amablemente la buena señora.

—Estaba ayudando a mi padre a preparar los fuegos artificiales para esta noche cuando unos cuantos se dispararon solos —dijo el muchacho.

—¡Pobre niño! —exclamó la señorita Masters, profundamente conmovida—. Y tu padre, ¿se ha hecho daño?

—Sí —respondió el chico—. Ha quedado muy mal herido. Se lo han llevado al hospital.

—¡Ay, ay, ay! —exclamó, apenadísima la señorita Masters—. Siempre dije que los fuegos artificiales eran cosas muy peligrosas.

—Sí, sí que lo son —dijo el muchacho con viveza—. No quiero volver a ver esas cosas en mi vida. ¿Dice usted que son las once? Muchísimas gracias. Siento mucho haberla molestado. Buenos días.

Con la misma exquisita cortesía el muchacho se despidió de la señorita Masters, y esta buena señora se quedó contemplándolo, con la piedad y la lástima pintadas en su rostro, mientras él se iba por el sendero del jardín.

—¡Pobre muchachito! —murmuró la señorita Masters, mientras cerraba la puerta.

Su inquietud aumentó. El día 5 de noviembre le pareció una fecha más terrible que nunca. ¡Aquel pobre muchacho! ¡Y con su padre en el hospital! Se le habían disparado los fuegos artificiales mientras los estaban preparando para la fiesta pirotécnica de la noche. ¡Qué cosas tan sumamente peligrosas eran los fuegos artificiales! ¡Tanto como había rogado a su hermano Alejandro que no hiciera fuegos artificiales aquel año! Pero Alejandro era tozudo. La señorita Masters tuvo visiones de su hermano Alejandro con toda la cabeza vendada y con su brazo en cabestrillo como aquel pobre muchacho, y que unos camilleros se lo llevaban en ambulancia al hospital, como habían hecho con el desgraciado padre de aquel pobre muchacho. Sí; los fuegos artificiales se les habían disparado cuando estaban preparándolos… Terrible.

Entonces alguien volvió a llamar a la puerta. La buena señorita Masters fue también ella misma a abrir. El que llamaba era otro muchacho. Este andaba apoyado en dos muletas y tenía también, como el otro, toda la cara vendada. Igual que el anterior le habló con exquisita cortesía.

—Espero que tendrá usted la bondad de dispensarme por la molestia que le causo —dijo—, pero ¿querría usted indicarme la dirección del médico?

—¡Dios misericordioso! —exclamó estupefacta la señorita Masters.

—No se la pido para mí —dijo el muchacho—, sino para mi pobre tío. Estábamos preparando los fuegos artificiales esta mañana y se nos dispararon solos. Mi tío está en cama muy quemado. Muy mal está mi pobre tío. No creo que pueda volver a andar en toda su vida.

—¡Cielos! —exclamó la señorita Masters—. ¡Qué terrible! ¡Qué horrendo!

—Yo no tengo gran cosa —dijo modestamente el muchacho—; el médico dice que podré andar sin la ayuda de las muletas dentro de tres meses, pero mi tío sí que está mal. Ahora tengo que ir a casa del médico a buscar más medicina para él. Pero ya no vivo aquí; no soy de este pueblo. Solo vine a pasar unos días con él. Por eso no sé dónde vive el médico y por eso vine aquí por si usted era tan amable que quisiera decírmelo.

Con voz desmayada, la señorita Masters le dio la dirección del médico, recibió las exquisitamente corteses gracias del muchacho y se quedó contemplando cómo este se alejaba renqueando calle abajo. El muchacho se fue renqueando hermosamente, hasta que hubo dado la vuelta a la esquina y luego, igual que había hecho el muchacho que anteriormente se había presentado en casa de la señorita Masters, se puso a saltar y a correr y a arrancarse el vendaje. Un observador imparcial cualquiera hubiera creído que aquella esquina poseía virtudes curativas milagrosas, pero la señorita Masters, como es natural, no pudo presenciar ninguna de esas milagrosas curas, sino que se quedó contemplando un rato el renqueante muchacho con lágrimas de compasión en los ojos, para luego volver a pasear de un lado a otro del salón de su casa, completamente sobrecogida y desconcertada. Se le presentó la visión de su hermano Alejandro, el coronel, renqueando como aquel muchacho, con ambos brazos en cabestrillo y la cara cubierta de vendas. Era terrible… terrible. Tenía que hacer algo. Tenía que hacer algo en seguida. Era inútil pedirle a Alejandro que suspendiera la fiesta. Ya se lo había pedido muchas veces y él siempre se hacía el sordo, y seguía obstinado con sus trece. Estrujándose las manos de pura desesperación, la señorita Masters salió al jardín y se encaminó al cobertizo donde su hermano guardaba los fuegos de artificio. Abrió la puerta del cobertizo y se quedó mirando, llena de horror, aquellas máquinas infernales. De pronto vio un ojo que la miraba desde lo más alto del muro del jardín. Era nada más que un ojo. La cara y la cabeza a quienes el ojo pertenecía se hallaban totalmente cubiertas por un vendaje. La cabeza vendada descansaba en el muro igual que un pastel sobre un mantel; un pastel con un ojo, que brillaba por la pequeña abertura del vendaje. Guillermo, que jamás hacía las cosas a medias, había utilizado a tal efecto media docena de vendas para su uso particular. Las vendas las había tomado «prestadas» del botiquín de la madre de Douglas. Guillermo se había quitado el cuello de la camisa y la corbata, para poder vendarse la garganta de tal modo que casi resultaba tan grande como su cabeza.

La señorita Masters contempló con horror aquella aparición. Parecía algo salido de una pesadilla. La aparición, después de fijar su mirada en ella durante un momento, en silencio, se dirigió a ella con voz apagada e indistinta.

—Pasaba por aquí —dijo la voz del ojo— y por casualidad vi todos los fuegos artificiales que hay amontonados en ese cobertizo y he subido aquí para ver si podía hablar con alguien sobre eso.

Tan aturdida y horrorizada se hallaba la señorita Masters que no se paró en pensar cómo aquel muchacho que pasaba por casualidad por allí había podido ver los fuegos artificiales en el cobertizo a través del alto muro de ladrillo.

—¿Ha… has tenido algún accidente, muchacho? —pudo articular por fin la señorita Masters.

—Sí —dijo la aparición, con su voz apagada—. He tenido un accidente espantoso. Estaba preparando los fuegos artificiales para esta noche…

La señorita Masters emitió un gemido.

—… cuando de pronto —prosiguió diciendo la aparición—, se dispararon sin avisar. El médico nos ha dicho que hoy ha habido muchos accidentes ya a causa de esto. Dice que nunca había habido tantas personas que tuvieran accidentes con los fuegos artificiales como las ha habido hoy. Dice que seguramente ocurre algo con la pólvora con que se han hecho los fuegos artificiales este año, y que había que advertir a la gente de lo que ha ocurrido. Eso es lo que dice el médico. Ahora no se ve porque me cubre el vendaje, pero tengo una cara espantosa. No tiene usted idea. Me ha estallado toda la cara.

La señorita Masters tuvo un estremecimiento y cerró los ojos.

—Es algo horroroso —siguió diciendo Guillermo, complacido y animado por la expresión de la señorita Masters—. Bueno, pues, como le digo, yo pasaba por aquí y he visto los fuegos artificiales que tiene usted en su cobertizo y creí que debía advertir de lo ocurrido a la persona a quien pertenecían esos fuegos artificiales para evitarle la desgracia de que se quedara como yo me he quedado, con toda la cara estallada. Creí que debía advertir a la dueña de esos fuegos artificiales de que algo sucede con la pólvora con que se han fabricado los fuegos artificiales este año. ¿Usted es la dueña de esos fuegos artificiales? —terminó diciendo, con la mayor inocencia la apagada voz de la aparición.

—No —dijo la señorita Masters, desencajada—. No soy yo la dueña. Es mi hermano. Y sé que lo que me has dicho es verdad porque hoy mismo ya he visto otras dos víctimas de los accidentes que me has descrito. ¡Pobre chico! ¿Te hace mucho daño?

—Es horroroso —dijo la voz apagada—. Peor que un dolor de muelas. Pero no estoy preocupado por mí, sino por las otras personas. Quisiera evitarles que sufrieran lo que yo estoy sufriendo. Será mejor que diga usted a su hermano que no dispare sus fuegos artificiales para que no le ocurra un accidente espantoso, como el que me ha ocurrido a mí y a otros.

—Pero yo ya le rogué que no… —se lamentó la señorita Masters—. Y no quiere escucharme… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué tengo que hacer?

—Yo se lo diré —dijo rápidamente la voz apagada—. He pensado en la solución. Démelos y yo los tiraré al arroyo, de modo que nadie se pueda hacer daño con ellos. Lo haré por usted. Para evitar que otras personas sufran lo que estoy sufriendo. No quisiera ver ni tocar más fuegos artificiales en mi vida, pero para evitar que su hermano sufra lo que yo estoy sufriendo, estoy dispuesto a hacerle este favor y se lo haré con mucho gusto. Los llevaré al arroyo y los echaré al agua, de modo que no se puedan disparar de pronto sin avisar, y le hagan sufrir a otro los horribles dolores que estoy sufriendo. Lo haré para evitar que su hermano sufra estos horribles dolores, aunque yo no quisiera verlos ni tocarlos más en mi vida.

El ojo único se fijó, esperanzado, en el rostro de la señorita Masters, a través de la pequeña abertura entre la ingente masa de vendas.

—Pero es que yo no me atrevo —murmuró la señorita Masters—. No. No me atrevo. Se pondría furioso. No. No me atrevo a hacerlo. Sería peor.

El ojo único se la quedó mirando especulativamente durante un minuto, como si el dueño del ojo estuviera sumido en profundas reflexiones. De pronto, el ojo se iluminó.

—Le diré lo que se me ha ocurrido —dijo la voz apagada—. No habrá ningún inconveniente en dejar la puerta del cobertizo abierta, y a lo mejor entra alguien y los roba. ¿Qué le parece? Eso no sería lo mismo que dárselos a alguien, a mí, por ejemplo, ¿verdad? Bueno, pues eso es lo que yo haría si estuviese en su lugar. Dejaría la puerta abierta para que alguien entrara a robarlos. Piense, de todos modos, que es muy posible que nadie quiera robarlos, con todos esos accidentes que han ocurrido. Todo el mundo estará enterado de que la pólvora con que los fabrican este año es muy mala. Sin embargo, también es posible que algún trotamundos que no sepa nada de los accidentes, entre y los robe si ve la puerta abierta. Eso es lo que yo haría. Yo no se los daría a nadie para que los tirase al arroyo. No. Eso no estaría bien. Pero me parece que dejar la puerta abierta y dar ocasión para que alguien entre a robarlos, eso ya es distinto. Yo lo haría. Lo otro no que no lo haría, pero eso sí. Y no creo que haya ningún mal en ello. Claro que no se lo habría dicho si hubiera creído que estaba mal —terminó diciendo ansiosamente la voz apagada.

La señorita Masters volvió a retorcerse las manos, acongojada.

—No me parece —empezó a decir—; no me parece que esté bien eso tampoco, pero me parece que aunque no esté bien, eso será lo que haré… Es lo único que puede hacerse, aparte de dar los fuegos artificiales o tirarlos al arroyo, cosas esas dos últimas que no me atrevo a hacer. Sí. Haré eso que me has dicho. Dejaré abierta la puerta del cobertizo durante media hora y nada más. Si al cabo de media hora no los ha robado nadie ello querrá decir que el Destino está en contra. Muchas gracias, niño por haberme dado esta…

Pero el ojo ya había desaparecido del otro lado del muro.

La señorita Masters volvió a retorcerse las manos y gimió:

—Pero ¡qué espantoso!… ¡Qué terrible!

Y a continuación se encaminó hacia el cobertizo, dejó la puerta abierta y volvió a entrar en su casa para echarse en el diván durante media hora. Tenía una necesidad imperiosa de descansar. Al cabo de media hora volvió al cobertizo. No había ni rastro de los fuegos artificiales. La señorita Masters dedujo de ello que el Destino había querido que se los robaran.

* * *

Los Proscritos jamás pudieron descubrir quién fue el que los traicionó, pero sospecharon que había sido su viejo enemigo, Huberto Lane. Sucedió pues que los padres de Pelirrojo, Guillermo, Douglas y Enrique venían de la estación cuando se enteraron de que, a pesar de la prohibición paterna, los Proscritos iban a disparar un gran castillo de fuegos artificiales en el campo que había detrás del viejo cobertizo. Inflamados de justa indignación, los cuatro padres salieron de la carretera para encaminarse directamente al lugar del crimen.

El espectáculo estaba a punto de comenzar cuando los cuatro padres llegaron a dicho lugar. El monigote estaba en el centro y tenía realmente un aspecto impresionante con su bombín gris, su gabán castaño y su feroz mostacho militar. A su alrededor, sujetas en los troncos de los árboles había ruedas de todos los tamaños, y Guillermo tenía un cohete en la mano, a punto de disparar. Los cuatro padres se habían dirigido al lugar del crimen, dispuestos a ejercer justicia sumarísima, pero en el momento de llegar al escenario pirotécnico ocurrió algo insospechado. Los cuatro padres de los Proscritos también habían sido niños y habían sido, además, compañeros de colegio.


—¿Te acuerdas de cuando estudiábamos quinto, que tú…?

—Ruedas —dijo el padre de Pelirrojo—. ¡Caramba! ¡Son el doble de grandes de las que disparábamos nosotros!

—Y los muy tontos las han clavado mal —dijo el padre de Guillermo, procediendo a clavarlas debidamente.


Los Proscritos contemplaron, estupefactos y doloridos…

—Mira de qué manera este botarate está sujetando el cohete —dijo el padre de Douglas, quitándole a Guillermo el cohete de las manos y manteniéndolo él en la debida posición, al mismo tiempo que, sin darse cuenta le aplicaba una cerilla encendida.

Mientras tanto, el padre de Guillermo había encendido una de las ruedas, el padre de Pelirrojo había disparado otro cohete y el padre de Enrique se disponía a encender una candela romana.

El padre de Douglas abrió otra caja de cohetes mientras decía:

—¿Te acuerdas de cuando hacíamos quinto, que tú no…?

Y el padre de Pelirrojo decía al mismo tiempo:

—¿Te acuerdas de cuando hacíamos quinto que nosotros…?

De pronto parecieron darse cuenta de la presencia de los Proscritos.

—¡Fuera de aquí, niños! —dijeron los cuatro al unísono—. ¿Qué esperáis aquí? ¡Anda, fuera!

Estupefactos y despavoridos con el nuevo aspecto que había tomado la situación, los Proscritos se fueron del cobertizo.

Se fueron lentamente carretera abajo alejándose del campo. A sus espaldas se oían las voces de sus padres, que casi gritaban de excitación y entusiasmo:

—Me acuerdo que solté uno como estos aquel año en que…

La continuación quedó apagada por tres detonaciones, seguidas de una lluvia de estrellas.

—¡Ya está bien! —exclamó Guillermo amargamente—. ¡Qué pachorra! ¡Pero fíjate qué pachorra! ¡Después de todo el trabajo que hemos tenido para cogerlos! Todavía siento cómo me ahogan y me estrangulan todas esas cosas que me puse alrededor de la garganta, y es maravilla que no esté ya muerto, sofocado por falta de aire. ¡Y pensar que he sufrido todos esos tormentos solo para que ellos se diviertan disparando cohetes y demás…!

—Si quieres que te diga —dijo Pelirrojo—, a mí tanto me daría que los hubieran cogido todos esos fuegos artificiales y los hubieran tirado al arroyo, y tanto me importa lo que luego nos hubieran hecho a nosotros. ¡Pero eso de que se los apropien ellos y luego se diviertan disparándolos a costa nuestra, eso, vamos, me parece demasiado tupé, y hasta me cuesta creer que sea verdad!

Siguieron andando silenciosamente, descorazonados, lúgubres. La vida no valía la pena de ser vivida.

De pronto, en una de las vueltas de la carretera se encontraron nada menos que con el mismísimo coronel Masters.

El coronel Masters llevaba un grueso garrote en la mano y estaba purpúreo de furia.

—¡Eh, vosotros! —bramó—. ¿Habéis visto a nadie por aquí con un paquete de fuegos artificiales? Unos fuegos artificiales que iban empaquetados en unas cajas verdes. Me los han robado y…

Se atragantó con la ira comprimida que no le dejaba hablar, y después de haberse desatragantado continuó diciendo:

—… y ya les enseñaré lo que es bueno. Os aseguro que me van a oír en Pekín. ¡Encontraré a los ladrones aunque tenga que andar toda la noche y ya… ya les enseñaré lo que es bueno!

Los Proscritos se animaron.

—Hay cuatro hombres disparando fuegos artificiales ahí arriba —dijo Guillermo con la expresión de la mayor inocencia—. Ahora venimos de ver cómo disparaban cohetes y ruedas y candelas romanas, y hemos visto que sacaban los cohetes de unas cajas verdes, con un letrero que decía: Tanks, Londres.

—Entonces son los míos —aulló el coronel, poniéndose casi a bailar de excitación y furia al mismo tiempo—. ¡Son los míos! ¡Ya les voy a enseñar lo que es bueno! ¿Dónde están esos brutos?

—Tienen allí un monigote a punto de quemar —dijo Pelirrojo con una expresión que, en cuanto a candidez, podía rivalizar muy bien con la de Guillermo—, que lleva un bombín igual que el que llevaba usted, gris también y un gabán castaño, y un bigote con las puntas hacia arriba y… ¡atiza! ¡Ahora que pienso en ello! ¡Es igual que usted! ¡Deben querer representar a usted con aquel monigote!

—¿QUÉEE? —exclamó el guerrero mientras el color purpúreo de su rostro se iba volviendo francamente morado, como una ciruela—. ¿DÓNDE están?

—Allá arriba —dijeron al unísono los cuatro Proscritos, señalando en dirección al viejo cobertizo. En aquel momento se oyeron otras detonaciones y una nueva lluvia de estrellas asomó por detrás de la colina.

Rugiendo furiosamente el coronel se precipitó en aquella dirección.

Los Proscritos le siguieron, animada y alegremente, esperando poder presenciar un acontecimiento inaudito. Después de todo, la vida valía la pena de ser vivida.