UN JUEGO NUEVO

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Pelirrojo.

En el tono de su voz se adivinaba cierta patética confianza en el Destino como proveedor infalible de nuevas emociones.

Se quedaron mirando a Guillermo, porque Guillermo era, por regla general, el instrumento que les deparaba el Destino para proporcionarles dichas emociones.

—Creo —dijo Guillermo con cierta afectada indiferencia, como si pretendiera (solo como si lo pretendiera, claro), no haberse dado cuenta cabal de la originalidad de su idea— creo que deberíamos volver a probar las carreras de galgos.

—¿Las carreras de galgos? —repitieron los Proscritos, asombrados.

Habían esperado que Guillermo les propusiera jugar a piratas o a pieles rojas, o quizás a contrabandistas, pero aquello de las carreras de galgos era algo tan nuevo, tan inesperado, tan atrevido y moderno, que solo pudieron limitarse a repetir las mismas palabras de Guillermo y a quedarse contemplándolo estupefactos.

—Sí —prosiguió Guillermo con su exagerada indiferencia—. Anoche oí a Roberto y a otros que hablaban de ello. Me pareció… muy sencillo. Me pareció que era precisamente lo que mejor podíamos hacer nosotros.

Fue Douglas quien expresó la primera duda.

—¡Pero… si no tenemos galgos!

—Tenemos a Jumble —dijo Guillermo con viveza.

Jumble era el perro de Guillermo, aunque había quien mantenía la opinión que la palabra «perro» era un término demasiado preciso para expresar lo que en realidad era Jumble.

Inmediatamente Pelirrojo vio por dónde flaqueaba el argumento de Guillermo y puso el dedo en la llaga, con esta tajante observación.

—Jumble no es ningún galgo.

Guillermo se quedó mirándolo fríamente.

—Nadie ha podido saber jamás qué clase de perro es Jumble —dijo con cierta altanería—, y apuesto lo que quieras que tanto puede ser un galgo, como un perro de otra raza cualquiera.

Los Proscritos se abstuvieron de discutir un tema tan delicado como este, para evitar que Guillermo pudiera considerar como un ultraje a su honor personal cualquier comentario sobre el linaje de Jumble, y se apresuraron a considerar otro aspecto del asunto.

—Pero no puede haber carreras con un solo perro —declaró Enrique.

—Será muy fácil encontrar otro —dijo Guillermo con la misma indiferencia—. El pueblo está lleno de perros. Ayer mismo oí cómo mi padre lo decía, porque le había mordido uno.

—¿Y cómo te las arreglarás para que corran? —le preguntó Pelirrojo—. Porque a mí me parece que se pondrán a jugar y a pelearse en lugar de correr. Los perros no corren así por las buenas.

—Les ponen una liebre mecánica delante —explicó amablemente Guillermo con aire de superioridad—. Eso es lo que los hace correr.

—Pero tampoco tenemos ninguna liebre mecánica —dijo Pelirrojo como si aquello dejara zanjado definitivamente el asunto.

—No —repuso Guillermo, como si la objeción de Pelirrojo no zanjara nada—, pero tengo una rata que anda con cuerda, y será lo mismo.

De momento se quedaron todos boquiabiertos con tan estupenda noticia y en seguida, como acontecía casi siempre, se contagiaron del optimismo de Guillermo.

—Muy bien —dijo Pelirrojo—. Seguramente servirá para el caso. De todos modos, será muy divertido.

Inmediatamente empezaron los preparativos para la carrera, los cuales parecieron ir adquiriendo las proporciones de un problema de gran envergadura.

—Tendremos que poner un puesto de refrescos —dijo Guillermo— y otro para las apuestas.

—No está bien apostar —dijo Enrique, virtuosamente.

—Solo cuando se trata de caballos —repuso Guillermo rápidamente—, pero no hay inconveniente cuando se trata de galgos.

—Además —terció Pelirrojo como si quisiera quitarse de su conciencia cualquier culpa que él pudiera tener en la cuestión— no puede decirse que Jumble sea un galgo de veras, de modo que se puede apostar muy bien.

La primera dificultad fue encontrar una pista para las carreras. Finalmente se decidieron por un claro que había en el bosque, cerca de la casa de Guillermo.

—Los soltaremos aquí, en este árbol —dijo Guillermo con aire de hombre de negocios muy atareado— y haremos que echen a correr hasta aquel otro árbol, que será la meta, y Pelirrojo y yo estaremos allí con una libreta para anotar el nombre del que llegue primero.

—¿Y si cogen la rata antes de llegar al árbol? —preguntó Pelirrojo.

—La liebre querrás decir —le respondió fríamente Guillermo—. Nunca la cogen. De todos modos —prosiguió diciendo con gran optimismo—, no dejaremos que la cojan. Y Enrique se ocupará de las apuestas.

—Yo no sé nada de eso —dijo Enrique—. Nunca lo he hecho. ¿Cómo se hace?

La desgana y falta de iniciativa de Enrique parecieron irritar grandemente a Guillermo.

—¡Hombre! Eso es muy fácil —dijo—. Tú… tú, por ejemplo, te quedas ahí, con la libreta y dices: «Te apuesto un penique a que gana Jumble» o «te apuesto un penique a que gana el otro». Eso se lo vas diciendo a todo el mundo y si ellos te aceptan las apuestas tú vas escribiendo sus nombres en la libreta.

—¿Y si gana Jumble, los que dijeron que no ganaría me pagarán un penique?

—Sí.

—¿Y si no, soy yo el que les tengo que dar a ellos el penique?

—Pues claro que sí.

—¿Y de dónde saco yo el penique?

—Pues lo sacas de los peniques que los que no ganan la apuesta te dan a ti.

Enrique se puso a reflexionar sobre esto durante unos minutos, en silencio; y luego dijo:

—Mira: haz que se encargue Douglas de eso de las apuestas y yo haré otra cosa.

—Muy bien —dijo Guillermo con la misma frialdad—. Es muy sencillo. Douglas.

—Y, ¿quién vendrá a ver las carreras?

—El que quiera —dijo Guillermo—, pero tendrán que pagar primero para entrar.

—Nadie vendrá si tienen que pagar para entrar —dijo Pelirrojo con profunda convicción.

Guillermo tuvo que admitir esta verdad.

—Entonces invitaremos a las personas que nos gustan y no dejaremos que vengan los demás —dijo Guillermo.

—No dejaremos venir a Huberto Lane ni a nadie de su pandilla —dijo Pelirrojo.

Los Proscritos aprobaron por aclamación esta resolución. Entre los Proscritos y los del grupo de Huberto Lane había existido desde siempre una enconada rivalidad, que a veces solo se mantenía en rescoldo, pero que otras veces estallaba en guerra de exterminio.

—¡Quita allá! ¡No! —exclamó Guillermo—. No quiero a ninguno de esos.

Se ensancharon sus facciones en una amplia sonrisa de satisfacción, y añadió:

—Pero les haremos saber lo de las carreras. Se pondrán furiosos al ver que no les dejamos venir.

Durante los días siguientes prosiguieron los preparativos. A decir verdad, los Proscritos concentraron la mayor parte de su atención en la cuestión de los refrescos y, a tal efecto, se dedicaron a prestar, de muy buen grado, pequeños servicios domésticos, tales como aserrar madera u otros menesteres parecidos, a base siempre, claro está, de la debida remuneración. Vendieron a sus amistades algunas de sus posesiones, las menos importantes, y adoptaron unos modales correctísimos, casi perfectos, al hallarse junto a parientes ancianos y prósperos. El resultado neto de esas maniobras consistió en un chelín, once peniques y un cuarto (el cuarto de penique lo había hallado por casualidad Guillermo, en la carbonera de su casa). Los Proscritos quedaron entusiasmados con tanta magnificencia, y con estos ingresos se procuraron el material para la fiesta: ocho botellas de agua de regaliz, dos botellas de jengibre, y todo un muestrario de los pastelillos y dulces más baratos y más indigestos que los Proscritos, después de larga y paciente búsqueda (la cual llevó a varios pasteleros hasta los mismos confines de la locura), pudieron encontrar.

La otra cosa que tenían que hacer era dar con un segundo galgo para que se enfrentara con Jumble. Guillermo aún parecía inclinado a creer que solo con Jumble habría bastante. Se complacía en pensar en el momento de aclamar a Jumble como vencedor, cuando llegara a la meta, y de haber un segundo concursante siempre existiría la posibilidad de que no fuera Jumble el primero en llegar a la meta vencedor. Sin embargo, admitía la lógica del argumento según el cual, con un solo galgo, la competición difícilmente podría llamarse una verdadera carrera de galgos.

En compañía de Pelirrojo, pues, Guillermo se puso a recorrer campos y caminos, en busca de perros extraviados, sin poder dar con ninguno. Aquello era sorprendente. ¿Adónde habrían podido irse, de pronto, todos los perros extraviados del lugar? ¡Si en los días corrientes, anteriores a la decisión de realizar las carreras de galgos, todo el pueblo estaba lleno de perros sin amo! Habrían ido a esconderse en alguna parte. ¡Era extraordinario cómo a veces los animales se comportaban casi como seres humanos, solo para despecharle a uno!

Llegó el día designado para la gran carrera y aún no se había encontrado el rival de Jumble. Guillermo había redactado laboriosamente la siguiente noticia:

«careras de galgos bajo la direción del señor guillermo brown cualciera puede traer peros para corer enlas careras con tra jumble el gran galgo coredor ce pertenece alseñor guillermo brown».

De buenas a primeras había pensado colgar el cartel en la puerta trasera de su casa, pero los demás Proscritos, a pesar de su admiración por la obra que consideraban una gran producción literaria, le indicaron que aquella advertencia pública daría ocasión a que la pandilla de Huberto Lane compareciera en las carreras. ¿Y si el mismo Huberto se presentaba con Pom, el perro de su madre? Era horrible solo pensarlo. En consecuencia, Guillermo rompió su cartel, salió de nuevo en busca de un perro extraviado, y se encontró con un cerdito que se había escapado de la pocilga; se quedó contemplándolo, presa de grandes dudas; decidió por fin que, ni con la más alborotada imaginación era posible atribuirle la categoría de galgo ni había medio humano de hacerle pasar por tal, y tuvo que regresar junto a los Proscritos con las manos vacías. Sin embargo, se sentía optimista.

—Ya encontraremos algo por el camino —dijo.

Habían decidido disponer los refrescos en un pequeño claro, a poca distancia de la pista, y allí llevaron sus provisiones, empaquetadas precipitadamente en las mochilas del colegio, media hora antes de la anunciada para el comienzo de la carrera.

Jumble les acompañó, brincando alegremente y trotando ante ellos, sin sospechar siquiera que fuese nada menos que un galgo a punto de tomar parte en una carrera. De haberlo sabido, su proceder se habría modificado sensiblemente, ya que, por cuestión de principios, Jumble aborrecía las diversas funciones que de vez en cuando su dueño se empeñaba en encomendarle. La única vez que mordió a Guillermo fue en ocasión de tener que representar el papel de vikingo en una obra teatral escrita por el propio Guillermo. Entonces, al parecer, encontró las indicaciones escénicas demasiado confusas y se volvió tarumba.

Pelirrojo llevaba su cuaderno para anotar el nombre del vencedor, y un trozo de bramante para fijarlo en el poste que tenía que servir de meta. Douglas llevaba su libreta de las apuestas y parecía algo taciturno. Cuanto más pensaba en el sistema de apuestas, tal como se lo había explicado Guillermo, tanto más taciturno se iba volviendo.

—Y si todos aciertan al apostar y quieren que les pague, y nadie se equivoca en la apuesta y no me dan ningún dinero —dijo—, ¿qué sucede entonces?

Pero los demás, creyendo que Douglas quería dar una importancia exagerada a la parte que le tocaba representar, se limitaron a decirle:

—Cállate, tonto.

Guillermo llevaba la rata con cuerda en el bolsillo. Iba cejijunto, abstraído en sus pensamientos, intentando todavía materializar el desconocido rival de Jumble, que aún tenía que descubrir.

—A lo mejor nos encontramos con uno en el bosque, y en el mismo sitio donde debe empezar la carrera —dijo.

—¡Mira! —exclamó de pronto Pelirrojo.

Pasaban entonces ante la verja del jardín posterior de una casa. La verja estaba abierta y en ella había un letrero que decía: «Cuidado con el perro». Al otro lado de la verja había una perrera y, encadenado a ella, había un foxterrier de aspecto muy amistoso, que se puso a menear el rabo muy entusiasmado cuando vio que los Proscritos se habían parado a contemplarle.

—Ya lo conozco —dijo Pelirrojo, dándose importancia—. Soy amigo suyo. A menudo he venido aquí a jugar con él, cuando no había nadie mirando.

Se hizo un profundo silencio. Los Proscritos se quedaron mirando, primero al perro, y después a ellos mismos entre sí, mientras la gran idea iba cobrando forma. Por fin Pelirrojo rompió el silencio y la expresó en palabras.

—Propongo que… que nos lo llevemos prestado para la carrera. Me parece que los de la casa están fuera. Después se lo devolveremos, antes de que hayan regresado.

Sin esperar la opinión de los demás, Pelirrojo se acercó al perro, y le soltó la cadena. El perro se reunió en seguida a ellos, con grandes muestras de júbilo, corriendo y brincando de un lado para otro y siguiéndoles por el camino, fraternizando entusiasmado con su compañero, el otro galgo.

* * *

Habían ya dado fin a todos sus preparativos. El festín ocupó el lugar destinado a refrescos. Los Proscritos habían acordado hacer pagar un penique por cabeza, y que cada cual arramblase con lo que pudiera.

El público ya empezaba a acudir. Douglas, con su cuadernito, estaba atareadísimo. Había reducido el ceremonial de las apuestas a su forma más simple. En una página de su cuaderno había escrito: «En favor de Jumble», y en la página opuesta: «Contra Jumble». La noticia corrió como la pólvora por entre el público de la carrera.

—Te digo que si vas a Douglas y le dices «Te apuesto un penique a que Jumble no gana», te dará un penique si no gana.

Todos los asistentes hicieron lo mismo. No es que no admiraran debidamente a Jumble, pero lo cierto es que un forastero, a primera vista, siempre produce más respeto que alguien que se ha conocido de todo la vida, y hay que decir que aquel foxterrier presentaba una estampa vagamente deportiva.

—Supongo que será un verdadero perro de carreras ese que nos han traído —murmuró uno de los asistentes, admirado.

Guillermo echó mano a ambos contendientes y los ató al árbol de donde debían partir, y dándose una importancia inmensa, se sacó un pito del bolsillo y silbó majestuosamente.

Enrique se encargó de despejar la pista.

Guillermo dio cuerda a su rata.

—¡A la una, a las dos! —gritó Guillermo—… ¡Y a las tres!

Al decir esto tocó nuevamente el pito y soltó la rata.

Enrique a su vez soltó los galgos.

La rata de cuerda avanzó cinco centímetros, se encontró con una leve irregularidad en el terreno y se paró. Los galgos se adentraron en el bosque, jugueteando y pegando brincos, pero en dirección opuesta, ignorando por un igual la existencia de la pista, de los asistentes y de la liebre mecánica. El público empezó a murmurar. Aquello no era lo que habían ido a ver.

—Probaremos otra vez —dijo Guillermo en tono oficial.

Y probaron otra vez.

Volvieron a conducir los galgos al árbol de partida, volvieron a enseñarles la rata mecánica y se les explicó lo que se quería que hicieran. Ambos galgos menearon el rabo, como expresión alegre de que comprendían perfectamente lo que se requería de ellos.


Guillermo tocó el pito y soltó la rata mecánica, que avanzó cinco centímetros y se paró.


Los perros se alejaron jugando y brincando, pero en dirección opuesta. El público empezó a murmurar.

De nuevo Enrique despejó la pista. De nuevo Guillermo dio cuerda a su rata y tocó el pito.

Pero algo se había estropeado en el mecanismo de la cuerda, y la rata se negó a funcionar. De un salto, el foxterrier se le echó encima, la cogió por la cola, la lanzó al aire, la cogió con la boca antes de que tocara en el suelo, la masticó a satisfacción y echó a correr en dirección opuesta, en pos de su nuevo amigo.

—¿Qué hacen en las carreras de galgos, cuando los perros hacen cosas así? —preguntó, en un frenético aparte, Pelirrojo a Guillermo.

—No lo sé —respondió Guillermo, irritado—. Esas cosas no las hacen nunca los galgos de carreras. La culpa es de esos. Parece como si no supieran qué cosa es una carrera.

—La idea fue tuya —dijo Pelirrojo acerbamente.

El público se había apiñado en torno a Douglas, insistiendo en que Jumble había perdido la carrera o lo que fuese, y pidiendo los peniques que ellos, por consiguiente, habían ganado, ya que, en resumidas cuentas no era Jumble el que había cogido la liebre mecánica.

El semblante de Douglas iba tomando la expresión de un animal acosado.

—¿Qué queréis que os diga? —iba repitiendo—. No tengo ni un penique. La culpa es vuestra, por haber apostado todos por el mismo perro. Si la mitad de vosotros hubiera apostado por un perro, y la otra mitad por el otro, entonces yo tendría dinero para pagar a la mitad de vosotros que hubiese ganado. Pero tal como están las cosas, eso no es asunto mío ni me importa. Porque yo no tengo la culpa. No puedo hacer nada. ¿Qué queréis que os diga? No tengo ni un penique.

—Pero prometiste que nos darías un penique si ganaba el foxterrier —se quejó uno de los asistentes.

—Pues no ganó. No cogió ni el uno ni el otro.

—¡Sí que ganó! Cogió la rata y eso es ganar.

—Queremos nuestros peniques.

—Tú nos prometiste que nos darías un penique.

Se pusieron cada vez más turbulentos y más amenazadores. La cosa se estaba empezando a poner fea cuando, finalmente, Douglas, igual que han hecho y siguen haciendo otros muchos de su misma profesión, echó a correr, perseguido por una muchedumbre indignada.

Guillermo se quedó contemplando los restos de la que había sido su liebre mecánica. Los galgos seguían jugueteando por entre los árboles.

—Bueno —dijo Guillermo, disgustado—. Este espectáculo ha resultado una calamidad, ¿no te parece?

—La idea fue tuya —le recordó de nuevo Pelirrojo.

—Pues era una idea muy buena —dijo Guillermo, indignadísimo—. ¡Y no sé por qué me culpas a mí del fracaso, si son los perros, los que no tienen sentido común! ¿Dónde está Douglas?

—Se ha escapado —le explicó Enrique, malhumorado—. Le corren detrás para reclamarle el dinero.

Y volviéndose decididamente hacia Guillermo, dijo:

—Toda la culpa es tuya. No sabes nada de apuestas deportivas.

—Ellos son los que no saben nada de apuestas —dijo Guillermo defendiéndose bravamente—. ¡Vaya idea la que han tenido de apostar todos por el mismo perro! ¡Si es de sentido común que no habrá dinero con que pagarles si todos apuestan por el mismo perro! Bueno, mira, lo mejor que podemos hacer es ir a comernos los dulces.

Lentamente, por entre los árboles, se dirigieron hacia el lugar donde habían parado los refrescos. Estaba vacío. No había ni refrescos ni nada. Ni un pastel. Ni una botella. Todo había desaparecido, y en su lugar encontraron un papel que decía:

«Muchas gracias por todo. Ha sido muy bueno.

HUBERTO LANE».

—Así se envenenaran —dijo sañudamente Enrique.

Pero a Guillermo solo le faltaba aquello. Sin embargo, fue para él de un cierto alivio aquello de poder concentrar su amargura sobre un enemigo concreto.

—Vamos —dijo rápidamente—. A ver si le damos alcance. Probablemente andará todavía por el bosque.

Pero no estaba. Guillermo, Pelirrojo y Enrique, sedientos de sangre laneísta, registraron el bosque desde uno a otro confín y hasta patrullaron por los caminos y carreteras que conducían a la casa de Huberto Lane, sin resultado alguno. Ni rastro de Huberto Lane ni de ninguno de los otros de su pandilla. Por fin sus esfuerzos se vieron hasta cierto punto recompensados al divisar detrás de una de las ventanas del piso superior de la casa de Huberto Lane, al propio Huberto Lane, triunfante, haciéndoles muecas de burla y relamiéndose sugestivamente los labios. Guillermo, Pelirrojo y Enrique hicieron como si no le vieran y regresaron a la pista más encocorados que nunca.

—¡Qué por encima de todo lo demás nos haya tenido que suceder esto! —exclamó Guillermo—. ¡Cómo si no fuera ya bastante que la carrera nos hubiese fallado de este modo!

A los Proscritos les pareció que realmente, a veces el Hado Adverso no sabía contenerse en sus efectos.

No había ni rastro de los galgos cuando llegaron a la pista, pero en cambio allí estaba Douglas, el cual había podido zafarse de sus perseguidores y tenía más indignación que aliento.

—No me extraña que quisierais que yo me encargara de la parte de las apuestas —les dijo amargamente—. No me extraña que me cargarais a mí con el cuento. Ya estoy cansado de todo y no veo qué gracia puede tener esto de apostar.

Cuando se enteró de la última catástrofe, su melancolía se transformó en consternación.

—¡Diablo! —exclamó—. ¡Vamos! ¡De modo que yo cansándome como un burro aserrando madera para ganar cuatro cuartos para él…, para ese Huberto Lane!

—Lo mejor será que nos vayamos a casa —propuso Guillermo—. Ya estoy hastiado de todo.

—Si él hubiera aserrado un poco, todavía… Pero cogerlo todo sin haber hecho nada para ganarlo…, a eso le llamo yo robar…

—¡Hombre! ¿Y el perro? —dijo de pronto Pelirrojo—. ¿El perro que tomamos prestado de aquella casa? Tenemos que devolverlo.

En aquel momento, Jumble y el foxterrier salieron por entre los árboles, pegando brincos.

Guillermo sujetó al foxterrier y le ató en el collar un pañuelo bastante sucio por cierto.

Douglas miró al perro con asco.

—¡No sé qué se proponían —dijo— al apostar todos por él!

—Vamos ya —dijo Guillermo con impaciencia.

Salieron del bosque y, por la carretera se dirigieron hacia la casa de donde habían tomado el perro. Pelirrojo seguía mirando al perro, pensativamente. Se deslizaron sigilosamente en el jardín de la casa por la verja de la parte posterior, que aún estaba abierta, y sujetaron al perro a la cadena, después de lo cual volvieron a salir apresuradamente y con el mismo sigilo y echaron a andar por la carretera. Pelirrojo seguía muy pensativo.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Douglas.

—Otra vez al bosque —dijo Guillermo—. He dejado allí los pedazos de la rata y me parece que podría recomponerla. Y estoy seguro de que si ejercitáramos un poco a Jumble, sería capaz de correr en una carrera tras la rata, como otro galgo cualquiera. Lo que pasó es que no lo comprendió bien…

El optimismo de Guillermo no tenía límites.

—Guillermo —dijo Pelirrojo, despacio y pensativamente—. No creo que fuese el mismo perro.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Guillermo con impaciencia.

—Que el perro que devolvimos a la casa no era el mismo que cogimos antes.

—A mí me pareció el mismo —dijo Guillermo.

—Pues no era exactamente igual —insistió Pelirrojo—. Quiero decir que aunque era de la misma raza, foxterrier, no era el mismo perro. Estoy seguro de que era otro. Es que, ¿sabes? —explicó sencillamente—, yo soy su amigo. Y lo conozco.

Guillermo se quedó estupefacto.

—¡Demonio! —exclamó, compungido—. Pues, nada, tendrá que quedarse allí. Si no es el mismo perro, no puedo hacer nada ya ahora. Su amo tendrá que ir a buscarlo. ¡Yo ya estoy hasta la coronilla y ya tengo bastante por hoy, ea!

Llegaron de nuevo a la pista. Jumble volvió a salir como una flecha de entre los árboles, y Guillermo fue recogiendo los trocitos de rata, intentando juntarlos.

—No lo conseguirás —le dijo Pelirrojo lúgubremente—. Seis peniques que se pierden; eso sin contar con todo el dinero que nos gastamos en refrescos y dulces, y con el dinero que habríamos ganado con las apuestas si Jumble hubiera tenido un poco de sentido común. ¡Carreras de galgos! —exclamó sarcásticamente—. Tiene menos caletre que una mona de organillero. ¡Pero qué poco seso hay que tener, siendo perro, para no saber correr junto con otro perro tras una rata! ¡Yo me sentiría avergonzado de tener un perro con tan poco sentido común!

Guillermo acuciado por este ataque a su perro, salió en su defensa, indignado.

—¡Ah! Te sentirías avergonzado tú, ¿eh? Permíteme que te diga que si Jumble no ha corrido es precisamente porque tiene demasiado sentido común. Eso es. Demasiado inteligente. Los galgos de carreras son unos estúpidos. Tienen que ser estúpidos a la fuerza para que les hagan creer que una liebre mecánica es una liebre de veras, y echar a correr tras ella. Pues, como te digo, Jumble es demasiado inteligente para que se crea semejante patarata. Jumble sabía perfectamente que no era una rata de veras y por eso no quiso correr, porque es demasiado inteligente, te digo. ¿No lo crees así, Douglas? —añadió, dirigiéndose a este último para que le apoyara.

Pero Douglas se negó a dejarse arrastrar fuera de su esfera personal de agravios.

—No me extraña que haya tanta gente contraria a las apuestas —dijo—. Yo tampoco le veo la gracia, y estaré siempre en contra.

En aquel momento reapareció Jumble por entre los árboles, jugueteando con otro foxterrier.

—¡Este es el verdadero! —exclamó Pelirrojo.

El perro saludó a Pelirrojo con arrobo y a los demás con signos de jubilosa amistad. No había dudas de que aquel era el verdadero foxterrier. Todos lo reconocieron como tal.

—Tenemos que devolverlo —dijo Pelirrojo, muy razonablemente—. Lo hemos cogido sin permiso y ahora tenemos que devolverlo. No podemos dejarlo ahí suelto en mitad del bosque.

—Bueno —convino Guillermo, ya descorazonado del todo—. Vamos, pues.

Sujetó también el nuevo foxterrier con su pañuelo sucio, y, acompañado de Jumble se encaminó otra vez hacia la casa del perro. Sin embargo, al llegar a la verja del jardín se quedaron petrificados. La verja estaba todavía abierta, pero el jardín no estaba desierto; había dos hombres en él. Ambos parecían estar muy irritados y señalaban con gestos de gran indignación al foxterrier que los Proscritos habían dejado allí anteriormente, el cual seguía encadenado a la perrera, contemplando con gran interés el desarrollo de los acontecimientos. Uno de los hombres era, evidentemente el dueño del perro, y acusaba al otro de habérselo robado. El otro más indignado si cabe que el primero, negaba con fuerza la acusación y a su vez acusaba a su visitante de robo.

—Usted lo ha robado. ¡Claro que ha sido usted quien lo ha robado! ¿Cómo es que lo encuentro encadenado en su jardín si usted no lo ha robado? ¡Ande, explíquelo! ¿Qué ha pasado? ¡Voy a dar parte a la policía ahora mismo!


—Usted ha robado mi perro —decía un hombre—. ¡Avisaré a la policía!
—¡Robado este esperpento! —respondía el otro.

—¿Que yo he robado ese trasto? ¡Si es la primera vez que lo veo! Le repito que cuando salí esta tarde mi perro estaba encadenado aquí. Lo que yo quisiera saber es cómo mi perro ha desaparecido y en su lugar me encuentro con este esperpento.

—¿Ahora le llama usted esperpento a mi perro? ¿Para qué me lo robó, pues?

—Yo no le he robado nada, ¿oye usted? Mi perro…

—¡Usted nunca ha tenido ningún perro!

—¡Embustero!

—¿Cómo ha dicho?

—Embustero.

—¡Ladrón de perros!

—¡Ladrón de perros, usted!

—Voy a llamar a la policía ahora mismo.

—Llámela y verá lo que es bueno. Haré que le detengan a usted.

—Porque usted me ha robado el perro, ¿eh? ¿Qué ha hecho usted con él? Ha robado usted un perro de raza y ha puesto ese mamarracho en su lugar.

—¡Embustero!

—¡Ladrón!

—¡Usted es el ladrón!

—¡Y usted el embustero!

—Voy a llamar…

—Voy a denunciar…

En aquel momento, los dos se dieron cuenta de la presencia de los Proscritos, que les estaban contemplando fascinados. Guillermo todavía llevaba sujeto por el collar al auténtico foxterrier.

—¡Ahí está mi perro! —aulló el propietario del foxterrier.

El foxterrier se le echó encima de un brinco, lamiéndole cariñosamente. Era un perro con un corazón muy grande.

El embrujo que hasta entonces había mantenido paralizados a los Proscritos dejó de ejercer su influjo, y, recobrando el don del movimiento, el grupo entero echó a correr precipitadamente carretera abajo, perseguido por los furiosos gritos de los dos hombres. De los gritos, los Proscritos pudieron entresacar que, al menos Guillermo había sido reconocido, y que su padre se enteraría de lo ocurrido.

—¡Diablos! —exclamó Guillermo, jadeante, al pararse en el extremo de la calle, para recobrar el aliento—. ¡Diablos! ¡Vaya día que hemos tenido!

* * *

—Bueno —dijo el padre de Guillermo al día siguiente por la mañana—. No quiero saber nada más de todo eso. Ya estoy mareado de tanto perro. Lo que no me explico es por qué vas por ahí cogiendo los perros de los demás si ya tienes el tuyo propio.

—Es que no se pueden hacer carreras con un solo perro —protestó Guillermo vivamente.

—¿Y qué necesidad tienes de hacer carreras? El mal está en que tú lo que tienes es una superabundancia de ideas y de tiempo. Mira, en el cobertizo hay un poco de leña; puedes ir aserrándola hasta dejarla reducida a trozos de un palmo. Así tendrás ocupado el tiempo y se te calmará ese exceso de vitalidad que tienes.

—¿Yo? —exclamó Guillermo, pálido del susto—. ¿Yo? ¿Yo solo?

—Di a tus amigos que vengan a ayudarte —dijo su padre con sorna—. Así y todo me parece que te ocupará la mayor parte del día de hoy.

Guillermo fue a buscar a sus amigos para comunicarles la noticia.

—Precisamente cuando teníamos que ir a pescar —dijo muy abatido.

Después del ruidoso fracaso del día anterior, los Proscritos habían decidido dedicarse a la pesca, ya que este era un pasatiempo agradable y seguro, que no podría causarles ningún tropiezo.

—Lo que más me revienta —dijo Pelirrojo— es pensar que Huberto Lane y los demás se nos hayan comido todas las cosas que compramos después de aserrar madera y más madera, y que ahora tengamos que volver a aserrar madera de nuevo, como si nada, porque claro está que iremos a ayudarte, Guillermo, pero la cosa no me daría tanta grima si pudiésemos hacer que fuese él, Huberto Lane, el que aserrara la madera en lugar de nosotros…

En la cara de Guillermo se reflejó la expresión de haber dado con una idea.

—Vamos a su casa —dijo, a ver si lo encontramos.

Por uno de esos golpes de suerte que ocasionalmente les sobrevenía a los Proscritos, lo encontraron efectivamente. Lo encontraron en el camino que conducía a su casa. A primera vista Huberto Lane interpretó aquello como una expedición de castigo y se volvió pálido de aprensión. Pero nada podía exceder la amabilidad con que Guillermo se acercó a él.

—Hola, Huberto. ¿Qué tal?

Huberto, todavía aprensivo, respondió que muy bien.

Los Proscritos se dispusieron a acompañarle en su camino.

—Te diré que nos hizo mucha gracia la broma que nos gastaste ayer —dijo Guillermo—. Y, en realidad —añadió sin la menor pizca de vergüenza— todos quedamos muy contentos al ver que habían desaparecido las cosas que trajimos, porque no sabíamos qué hacer con ellas. Total eran unas cuantas porquerías que nos habían sobrado de la merienda; ya nos habíamos comido los mejores dulces y habíamos bebido todo el jengibre que quisimos, y no sabíamos qué hacer con aquellos pasteles rancios y el jengibre sobrante, cuando vimos que vosotros lo habíais cogido. Pues, mira, nos solucionasteis un problema y estuvimos, como te digo, muy contentos. No hubiéramos querido dejarlos allí en el bosque porque no está bien ensuciarlo y tampoco queríamos llevárnoslo todo otra vez a casa, porque a ninguno nos gustaba nada de lo que habíamos dejado. Por eso quedamos tan contentos, como te digo, de ver que todas las sobras habían desaparecido.

Huberto se había quedado con la boca abierta de sorpresa y desilusión. Y es que Huberto era muy crédulo.

—¡Oh! —fue todo lo que supo decir.

—Sí. ¿Qué vas a hacer hoy, Huberto? —le preguntó Guillermo con suma amabilidad.

—No lo sé —respondió Huberto con cautela.

—Pues nosotros nos vamos a divertir de lo lindo —dijo Guillermo entusiásticamente—. Esta mañana salimos por ahí, pero esta tarde vamos a divertirnos de veras.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Huberto con interés.

—Vamos a aserrar madera —dijo Guillermo con la voz henchida de placentera anticipación—. Hace mucho tiempo que estábamos buscando leños para aserrarlos y ahora tenemos algunos. Están en nuestro cobertizo. Preferimos aserrar madera a cualquier otra cosa, ¿no es verdad? —añadió dirigiéndose a los Proscritos.

Los Proscritos dijeron que así era.

—Nos gusta más aserrar madera que jugar a los píeles rojas… o a cualquier otra cosa —le aseguró Guillermo—. ¡Lo que nos vamos a divertir esta tarde, cuando nos pongamos a aserrar leños! Esta mañana hemos tenido que salir, pero siempre estamos pensando en los leños y en lo muchísimo que nos divertiremos cuando nos pongamos a aserrarlos esta tarde. Ya has llegado a tu casa, ¿verdad, Huberto? ¿Vas a entrar? Pues adiós, Huberto.

Los Proscritos dieron media vuelta y echaron a andar por el camino en dirección opuesta.

—Me parece que saldrá bien esta vez —dijo Guillermo—. Querrán hacernos otra broma porque creen que la de ayer no les salió bien. Esperaremos durante un cuarto de hora y luego iré a echar un vistazo.

Al cabo de un cuarto de hora, se deslizó sigilosamente dentro de su jardín y atisbo por la ventana del cobertizo donde se guardaba la leña. Huberto y sus amigos estaban aserrando madera afanosamente.

Guillermo volvió a reunirse con los Proscritos.

—Estupendo —les dijo alegremente—. Podemos ir a pescar todo el día.