LOS PROSCRITOS ENTREGAN LA MERCANCÍA

Guillermo y los Proscritos se hallaban sentados en la última fila del aula magna del colegio, cascando nueces y echando subrepticiamente las cáscaras debajo del banco donde estaban sentados. Cramps, el portero de la escuela, odiaba mortalmente a los Proscritos porque sabía que las cáscaras de nuez y los proyectiles de papel secante empapado en tinta que hacían de su vida un purgatorio, invariablemente procedían de ellos. Sin embargo, el portero era un hombre tristón y taciturno que todavía lo habría sido más si no hubiera tenido de qué quejarse y, por otra parte, el buen hombre nada tiene que ver con esta historia.

El director de la escuela estaba perorando desde la tarima y ya hacía bastante rato que duraba el discurso, pero los Proscritos ni le escuchaban, porque tenían la inveterada costumbre de no escuchar jamás al director cuando este les hacía un discurso. Los discursos del director eran, generalmente, exhortaciones para que llevaran una vida mejor, y los Proscritos consideraban que aquel tema no podía tener relación alguna con ellos, porque siempre que habían intentado mejorar sus costumbres se habían encontrado con más complicaciones y quebraderos de cabeza que cuando llevaban su vida normal de fechorías y travesuras. Por consiguiente, en lugar de atender a la retórica del director, se dedicaban a otra clase de diversiones. Guillermo y Pelirrojo habían traído a la escuela sendas ratitas blancas y, en los intervalos que les dejaban libres las nueces, intentaban metérselas uno al otro por el cuello de la camisa. Por otra parte, Enrique y Douglas se dedicaban al deporte de chupar en tinta bolitas de papel secante y disparárselas mutuamente, utilizando las reglas como catapultas. Así, pues, a pesar del discurso, la tarde transcurría agradablemente, hasta que una inflexión más vigorosa que lo corriente en la voz del director, recabó su atención unánime.

—Estoy seguro —decía el director— que todos vosotros querréis ayudar en la construcción de la nueva ala del edificio del colegio y por lo tanto os exhorto para que durante la próxima quincena os dediquéis a buscar fondos para su erección. En consecuencia, propongo que os dividáis en grupos de cuatro o cinco y que cada grupo haga todo lo posible para conseguir fondos al final de la próxima quincena. Podéis solicitar suscripciones de vuestros amigos y parientes, y ofreceros a realizar pequeños servicios remunerados, por ejemplo, ayudando en el jardín o en las tareas domésticas. Estoy seguro de que vuestros padres, cuando sepan el objeto de vuestros propósitos os pagarán gustosamente a tanto por hora o a destajo. Y en interés de ellos mismos me permito indicar que sería preferible lo último. ¡Ja, ja, ja!

Y así continuó ampliando este concepto de diversos modos, en vista de lo cual, los Proscritos volvieron a sus ratas blancas y a sus nueces y a sus batallas de papel secante chupado en tinta. Jamás se les hubiera ocurrido identificarse con la gran campaña para recoger fondos que acababa de iniciar el director. Nada sabían de la nueva ala del colegio, cosa que, por otra parte, les importaba un bledo y, además ellos ni tenían dinero ni la más remota esperanza de tenerlo. Habían solicitado suscripciones de sus amigos y parientes, por sus propias ideas, tan a menudo, que sus amigos y parientes se habían vuelto bruscos y desagradables de tal manera que no había modo ni manera de abordarlos, y por otra parte sus familias eran de esa clase especial de familias que siempre suponen que uno les hará pequeños servicios sin que tengan la menor idea de retribuirlos.

Tan convencidos estaban los Proscritos de eso que jamás hubieran parado mientes en la sugerencia del director a no ser por Huberto Lane y sus secuaces.

El director había dado fin a su larguísimo discurso y los alumnos salieron en tropel a la calle. Los pensamientos de los Proscritos estaban absorbidos por los detalles de una batalla entre ratas que estaban organizando en el viejo cobertizo. Los dos contendientes eran la rata de Guillermo y la rata de Pelirrojo. El primer round ya había tenido lugar y el único inconveniente que presentó, como combate, fue que los contendientes insistieron en fraternizar y se negaron, a pesar de todos los esfuerzos de los organizadores, a manifestar signo alguno de hostilidad.

—Voy a hacer ondear un pañuelo rojo ante sus hocicos, igual que se hace en las corridas de toros —dijo Pelirrojo.

En aquel momento pasaban por delante de la casa de Huberto Lane. Los laneístas nunca se atrevían a romper hostilidades verbales, excepto cuando se hallaban al alcance del protector techo paterno, porque los Proscritos tenían ágiles los pies y recias las manos, y en campo abierto los laneístas no tenían posibilidad alguna de vencerlos.

—¡Ja, ja! —exclamó en son de burla, Huberto Lane, en la mitad del sendero que conducía a su casa y con su cuerpo regordete echado hacia delante, a punto de emprender la huida—. ¡Ja, ja! Me río yo del dinero que vosotros vais a recoger para construir el ala nueva del colegio. ¡Con dos peniques por semana! ¡Ja, ja!

Era bien sabido que a Huberto Lane le daban cinco chelines a la semana.

Guillermo, como un tonto, se detuvo para replicar debidamente a aquella provocación a pesar de los esfuerzas que hicieron los demás Proscritos para arrastrarle de allí y seguir adelante. Guillermo no soportaba dejar sin respuesta ninguna provocación, y a la de Huberto Lane respondió con una sarcástica risotada.

—Recogeremos más que tú —dijo con imponente desprecio.

—¿Ah, sí? —dijo Huberto Lane con una necia risilla—. Quizás no sepas que nosotros vamos a recoger cinco libras esterlinas.

La risa de Guillermo fue todavía más sarcástica que antes.

—¿Solo cinco? —dijo—. ¡Qué porquería! Nosotros vamos a recoger diez.

Y siguió adelante, con aire de gran importancia, dejando a Huberto Lane y a sus laneístas con la boca abierta.

Los Proscritos no recobraron el uso de la palabra hasta que hubieron llegado al extremo de la calle. Entonces Pelirrojo dijo débilmente:

—¡Caramba, Guillermo! ¿Por qué dijiste eso?

—No lo sé —dijo Guillermo, que ya empezaba a sentirse algo sobrecogido por su propia temeridad; pero en seguida, con las recobradas trazas de su proverbial decisión, añadió—: No iba a dejarles que dijeran la última palabra así como así.

—Pues me parece —dijo Pelirrojo— que a fin de cuentas serán ellos los que dirán la última palabra cuando, dentro de quince días descubran que nosotros no tenemos nada y ellos cuenten con cinco libras. Y se lo dirán a todo el mundo, además.

—Bueno —dijo Guillermo, intentando adueñarse de la situación, pero sin que se notara una gran convicción en su voz—, pues no nos queda otro remedio sino hacernos con diez libras.

—Eso es muy fácil de decir —dijo Pelirrojo, y añadió sombríamente—: Siempre te pierdes por charlar demasiado. No sabes callarte a tiempo.

—Bueno, ¿qué habrías hecho tú? —dijo Guillermo, indignado—. ¿Dejarles con la suya sin decirles nada?

—Le habría dado un puñetazo en las narices —resolvió simplemente Pelirrojo.

—Muy bonito —dijo Guillermo, abrumador—. Y él frente a la puerta de su casa. Se habría metido dentro antes de que nosotros tuviéramos tiempo de abrir la verja del jardín, y nos habría enviado al jardinero para que nos echara, como hizo la última vez.

—Bueno, pues tendremos que apañárnoslas como mejor podamos —dijo Douglas dando un profundo suspiro— y procurar no atravesarnos en su camino al final de la quincena, cuando ellos ya sepan que nosotros no tenemos ni un clavo y ellos hayan recogido sus cinco libras. Esto es todo cuanto podemos hacer.

—Sí —dijo Enrique lúgubremente—, y no será nada fácil escurrir el bulto. Nos perseguirán con sus burlas por todas partes y se lo contarán a todo el mundo.

—Pues nada —dijo Guillermo agresivamente, pero sin gran convicción—; tenemos que conseguir esas diez libras. Debe de haber algún modo para conseguir diez libras. Y si no hay ningún modo, a ver, ¿cómo consigue diez libras la gente que las tiene?

La lógica de esto último era, naturalmente, irrefutable.

—Muy bien —dijo Pelirrojo, sarcástico—. Si tú sabes la manera de conseguirlas, consíguelas.

—Sí que sé. Sé y puedo —dijo Guillermo vivamente—. Hay mucha gente que tiene diez libras. Y eso demuestra que hay algún modo de conseguirlas, ¿no lo crees tú así?

—Sí, sí; muy bien. Anda, a ver si lo encuentras —le animó fríamente Pelirrojo—. Tú mismo lo has dicho. Nosotros, no.

—Perfectamente —dijo Guillermo, picado—. Entonces lo haré. Al fin y al cabo, diez libras no son gran cosa. Quiero decir —añadió al ver la cara de incredulidad que ponían los otros—, que no es gran cosa si se piensa en cantidades como cien libras o mil libras o un millón de libras. Y si pensáis en lo que representa un millón de libras en seguida veréis que diez libras no es apenas nada.

—Y si tú piensas en lo que son dos peniques, que es todo lo que nos dan a la semana —dijo Douglas, pesimista como siempre—, verás que diez libras es una burrada de dinero.

Este comentario hizo que Guillermo bajara de las nubes.

—Muy bien —dijo, irritado—. No tenéis por qué preocuparos. He sido yo y nadie más que yo quien ha dicho que encontraría las diez libras esterlinas.

Pero los otros no iban a dejar a Guillermo en el atolladero. Saldrían vencedores de la prueba o saldrían derrotados, pero al lado de Guillermo, tal como siempre habían hecho. En el presente caso saldrían derrotados, con toda probabilidad. Y, después de todo, era más emocionante caer juntamente con Guillermo, que aguantar de firme cada uno por su lado.

—Si no lo hubieses dicho tú, lo habríamos dicho nosotros —dijo Pelirrojo, como la cosa más natural del mundo—, y por lo tanto, todos te ayudaremos a recoger las diez libras. Y si no llegamos a recogerlas nos pelearemos con los que hablan de todo esto. No nos iría del todo mal; ya verás. ¿Cómo empezamos?

—Empezaremos del modo más fácil —dijo Guillermo, conmovido en secreto y alegrado de la lealtad de sus compañeros—. Empezaremos tal como nos recomendó él: solicitando suscripciones y ofreciéndonos para pequeños servicios y cosas así. Empezaremos solicitando suscripciones; ya verás. Esa es la manera que tiene él de decir que vamos a pedir dinero.

—¿Y por qué no puede decirlo así? ¿Es algún mal eso de pedir dinero? —dijo Enrique, algo irritado, porque la magnitud de la empresa que iban a acometer le agobiaba el ánimo.

—Nunca lo dicen así —le respondió indulgentemente Guillermo—. Tienen que decir las cosas de una manera que sea más fácil de comprender que la manera corriente; si no fuera así, jamás llegarían a ser directores de escuela. Gracias a ese lenguaje especial llegan a directores… Bueno, ya podemos empezar a ir en busca de nuestra parentela para pedirles dinero y volveremos a encontrarnos mañana por la noche y ya veremos lo que se ha hecho de aquí a entonces. ¿Conformes?

Así pues, pasaron el día siguiente visitando e importunando a sus parientes, pidiéndoles dinero y, realmente, no llegaron muy lejos en su empresa. Hasta puede decirse que tuvieron que enfrentarse con una frialdad y una falta de comprensión que habría hecho que la opinión que ellos tenían de sus parientes fuera peor de la que ya tenían, si hubiera sido posible tenerla peor.

—Los he visto a todos —dijo tristemente Pelirrojo— y mi tía Emma me ha dicho: «Puedes estar seguro de que no te daré ni un penique, después que la semana pasada me rompiste el cristal del rellano de la escalera con tu dichosa pelota»; y mi tío John me ha dicho: «Puedes estar seguro de que no te daré ni un penique después de haberte estado paseando toda la tarde en patinete por el gazón y dejármelo como me lo has dejado». Y mi tía Jane dijo: «Puedes estar seguro de que no te daré ni un penique después de lo que hiciste la semana pasada con mi gatito, persiguiéndole por todo el pueblo como si fuera un demonio. El pobre todavía no se ha recobrado del susto». Y mi tío George dijo: «Puedes estar seguro de que no te daré ni un penique después de haberte visto darle de pedradas a mi nogal, como te vi hacer ayer». Y mi tío Rufo dijo: «Puedes estar seguro de que no te daré ni un penique, después de haber visto ayer cómo estropeabas todos mis rosales». Y todos los demás dijeron cosas parecidas…

—Igual dijeron los míos —dijo Guillermo.

—Y los míos —dijeron a su vez Douglas y Enrique.

Y Douglas añadió:

—A mí me parece extraordinaria la memoria que tienen. Es un tipo de memoria muy peculiar. Si alguna vez, por casualidad, dicen que me llevarán al teatro a ver la pantomima en las próximas Navidades, luego nunca parecen recordar haberlo dicho, pero si hago cualquier cosilla sin importancia, como romperles el cristal de una ventana por puro accidente, ¡diablos!, eso nunca lo olvidan.

—Bueno —dijo Guillermo dando un suspiro de desaliento—, probaremos a hacerles pequeños servicios a ver si nos dan algo de propina. Eso también lo dijo el director.

Las esperanzas de los Proscritos a este respecto eran escasísimas y los acontecimientos les dieron la razón.

En primer lugar, intentaron persuadir a sus padres y demás parientes para que los emplearan en cualquier actividad, con un sueldo definido. Todo lo que consiguió Guillermo fue que su hermano mayor le prometiera dos peniques para que le limpiara la bicicleta, pero a la hora de la verdad no solamente se negó a pagarle lo estipulado, sino que le agredió violentamente so pretexto de que Guillermo, quien consideraba ser su deber, en interés de la ciencia, desmontar pieza por pieza toda la bicicleta antes de limpiarla (a Guillermo le gustaba muchísimo desmembrar todo lo que cayera en sus manos), había colocado unas piezas en lugar de otras al volverla a montar y todavía le sobraban piezas.

Los demás sufrieron asimismo decepcionantes experiencias, análogas a la de Guillermo.

—Me dijo que me daría seis peniques si le arrancaba los hierbajos del jardín —dijo Pelirrojo, lleno de justa indignación—, y luego me dijo que lo que yo le había arrancado eran las plantas que él había plantado, y que lo único que no había arrancado eran precisamente los hierbajos. ¿Cómo iba yo a saberlo? Todo parecían plantas. Y además, los hierbajos eran muy bonitos, y hasta algunos tenían flores. Yo no puedo llamar hierbajo a una planta que tiene flores. Tenía que haberles puesto un letrero a las que quería que no se arrancaran si tiene esos gustos tan particulares. No quisiera ser jardinero por nada del mundo. Tiene que ser pesadísimo eso de ir siempre diferenciando lo que son hierbajos y lo que no lo son.

A Douglas le había encargado una tía suya que aserrara unos leños, pero al primero había estropeado la sierra.

—Tenía que haber sido una sierra muy endeble, ¡caramba! —dijo Douglas—. Una birria de sierra. En cuanto empecé a aserrar se torcieron los dientes y se me quedó empotrada en la madera. Eso no puede haber sido culpa mía, ¿no te parece? Mi tía dijo que le había estropeado la sierra y que le costaría mucho dinero recomponerla. Yo le dije que la sierra era una porquería si ya se estropeaba en el mismo momento de empezar a aserrar, pero se puso tan furiosa que no me quedé allí a discutir con ella.

Enrique, sin embargo, había logrado recoger dos peniques. Su incauto hermano se los había pagado por adelantado para que fuera a llevar un billete amoroso a su novia del momento. Enrique había tomado el billete y se había dispuesto a cumplir fielmente lo prometido, pero en el camino se había encontrado con un muchacho que le había escarnecido, imitando su expresión y su modo de andar. Enrique se había sentido ofendido y, después de un vivo intercambio de insultos verbales, se había originado una pelea de la que Enrique salió con un ojo a la funerala y el otro muchacho con la nariz sangrante. El billete, que se le había caído durante el calor de la lucha, había recibido las primeras señales de lo que le había sucedido a la nariz de su contrincante. Aquello fue lo que hizo bajar los ánimos de Enrique de las gloriosas alturas donde se había encumbrado. Enrique recogió su billete, el otro muchacho recogió el cesto que llevaba y que también rodaba por el suelo y ambos contendientes se despidieron amistosamente, el otro muchacho tan orgulloso de su nariz sangrante como Enrique lo habría estado de su ojo morado a no ser por el percance del billete. Porque Enrique bien sabía que del modo que había quedado aquel no era billete para ser presentado a la novia de nadie: arrugado, pisoteado, y sucio de barro y de los coágulos de sangre del otro muchacho. Sin embargo, Enrique, valientemente lo entregó a la criada que salió a abrir la puerta y el evidente horror con que ella lo recibió no contribuyó ciertamente a calmar sus aprensiones. Estaba seguro de que la cita de que se hablaba en el billete no tendría lugar, por incomparecencia de la dama, y también estaba seguro de que su hermano descubriría el motivo y le echaría a él toda la culpa. En el momento de encontrarse con los otros Proscritos, Enrique, ya estaba componiendo in mente, la historia de un personaje gigantesco que había saltado sobre él desde detrás de una tapia y le había agredido cruelmente, pisoteándole en el polvo y rompiéndole la nariz. Sin embargo, se apresuró a depositar los dos peniques bajo la custodia de Guillermo antes de que su hermano le exigiera su devolución.

Guillermo se quedó mirando los dos peniques con una alegría exageradamente optimista.

—Bueno; con algo se empieza —dijo y añadió con aire provocador—: Nadie podrá decir que esto no es el comienzo.

—Pero no es un gran comienzo si tenemos que llegar a diez libras —dijo Douglas, quisquilloso como siempre.

—Es tan comienzo para diez libras como para cualquier cantidad —dijo Guillermo, fogosamente, y con toda justicia.

—Pero ¿por qué dijiste diez libras? —dijo el pesimista Douglas, volviendo a la carga.

—Poco importa lo que dijo —intervino Pelirrojo—. Tan lejos estamos de las diez libras como de cualquier otra cantidad que hubiera dicho. Hasta de un chelín.

—No señor —dijo Enrique, que siempre tomaba las cosas al pie de la letra—. Si hubiera dicho un chelín solo nos faltarían diez peniques. Y como dijo diez libras resulta que nos faltan nueve libras, diecinueve chelines y diez peniques.

—Y solo nos quedan dos días —dijo Pelirrojo.

Su busca de empleos cerca de unos posibles patronos muy mal dispuestos les había tomado mucho tiempo y entonces se dieron cuenta de que la quincena ya casi había terminado.

—Ellos ya tienen sus cinco libras —dijo Douglas, tristemente—. El mismo Huberto Lane me lo comunicó a gritos esta mañana. Yo… yo me he sentido tan hastiado de todo que ni he tenido ganas de correr tras él para darle una paliza.

—¡Qué barbaridad! —exclamó, desanimado Enrique—. ¡Conque ya tienen sus cinco libras!

—Pero nosotros tendremos nuestras diez —dijo Guillermo—. Apuesto a que hay mucha gente que han ganado diez libras en dos días.

—¿Cómo? —preguntó sencillamente Pelirrojo.

—¡Uf! Hay muchas maneras de ganar dinero —dijo Guillermo vagamente, pero muy irritado.

A Guillermo siempre le molestaba muchísimo que le hicieran bajar de las nubes con su optimismo mediante semejantes preguntas inoportunas.

—Mira lo ricos que son los mayores —añadió—. Pues si son ricos ello quiere decir que toman el dinero de alguna parte.

—Porque se examinan y los aprueban y se ponen a hacer de médico o de cura o de otras cosas así, y la gente les paga dinero porque son eso, y a nosotros no nos pagan porque no nos hemos examinado —dijo Douglas.

—Pues a mí una vez, por poco me aprueban —murmuró modestamente Pelirrojo—. Si hubiera tenido diez puntos más me hubieran aprobado la aritmética, el curso pasado.

—¡Oh! ¡Cállate ya! —exclamó Guillermo—. Vamos a pensar en el modo de que nos den dinero. No todos los mayores se han examinado. Estoy seguro de que hay muchas personas ricas que no se han examinado nunca. Y los tenderos, ¿qué? No hay exámenes para ser tendero. Todo el mundo puede abrir una tienda y ganar dinero sin tener que examinarse de nada. Y además, esta es la mejor manera de ganar dinero. Compras una cosa por, digamos, medio penique, y luego la vendes en tu tienda por un penique. Vendes todo lo que compras por el doble de lo que te cuesta, y así te vas haciendo rico y más rico hasta que llegas a millonario.

—Sí, pero eso no podemos hacerlo nosotros —dijo Enrique sombríamente—. Tienes que tener dinero para empezar, para comprar la tienda y las cosas que vas a vender en ella. Y, además, tardaríamos más de dos días para abrir una tienda y ganar diez libras.

—Pero no siempre hay que comprar la tienda antes de ponerse a vender —dijo Guillermo—. A veces ponen un puesto en mitad de la calle. He visto muchas veces a gente que pone un puesto en mitad de la calle y vende cosas, y apuesto a que esta gente es mucho más rica que los que compran una tienda, porque una tienda debe costar un montón de dinero.

—Sí, yo también los he visto a esos —dijo Pelirrojo—. Ponen puestos de refrescos y venden bollos y gaseosas y cosas así.

—Pues eso es lo que haremos —dijo Guillermo con su pecosa cara iluminada por un súbito destello de inspiración—. Pondremos un puesto de refrescos.

* * *

El puesto de refrescos estaba situado en la carretera, esperando los clientes. Consistía en un gran cajón vuelto del revés, es decir, de lado, y cubierto con papel de periódico. Encima de este sobrio revestimiento descansaban cuatro bollos, un jarro de limonada y un vaso de estaño, junto con un letrero escrito en tinta y en caracteres irregularmente trazados que decía así: «bollos un penique, limonada un penique». Detrás del cajón, mirando con avidez por toda la extensión de la desierta carretera, estaban los cuatro Proscritos. La limonada había sido fabricada con unos polvos de hacer limonada que Guillermo había descubierto en la despensa de su casa. El jarro y el vaso de estaño representaban la contribución de Pelirrojo. Los bollos eran cuatro bollos de a medio penique que habían sido adquiridos honradamente con los dos peniques de Enrique.

El sistema por el que debía gobernarse el funcionamiento del puesto de refrescos había sido explicado hasta su último detalle por Guillermo.

—La cosa va así —les había dicho Guillermo—: Tan pronto como alguien compre un bollo, uno de vosotros se va corriendo al pueblo con el penique y compra dos bollos más a medio penique. Y así sucesivamente. Es facilísimo. Seremos ricos en un santiamén.

Todos se animaron… y se quedaron esperando con los ojos fijos en la curva de la carretera.

—¿Y si nadie nos compra nada? —dijo desanimado Douglas.

Douglas siempre veía las cosas por su lado más negro.

En aquel momento apareció un ciclista. Se detuvo frente al puesto, desmontó de la bicicleta y se puso a leer gravemente el cartel. A continuación se sacó dos peniques del bolsillo y pidió un vaso de limonada y un bollo. Ocho manos anhelantes y no muy limpias se apresuraron a servirle.

Mientras se desarrollaba este importante acto pasó por allí Bertie Franks. Bertie Franks miró, asombrado y lleno de interés, la escena que se estaba desarrollando. Bertie Franks era el brazo derecho de Huberto Lane.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó el ciclista.

—Muy bien —dijo Guillermo, exuberante.

El ciclista volvió a montar en su bicicleta y echó carretera adelante.

—Bertie nos ha visto —dijo Guillermo con satisfacción—. A estas horas ya se sentirá muy pequeño e insignificante con sus miserables cinco libras.

—Pero nosotros, solo tenemos dos peniques —remarcó tímidamente Enrique.

—Sí —dijo Guillermo—, pero los hemos ganado en un segundo. Y nos queda todo el día. Horas y horas. Hemos ganado dos peniques en un segundo. Calcula. Y una hora tiene sesenta segundos; lo cual quiere decir que serán sesenta veces dos peniques. O sea…


El ciclista pidió una limonada y un bollo.
Bertie Franks, asombrado, miró la escena.

Guillermo se puso a calcular a base de aquella imponente suma durante unos segundos, y finalmente abandonó su empeño, diciendo:

—Es una barbaridad de dinero. Pronto tendremos las diez libras.

Enrique y Douglas habían echado a correr hacia el pueblo con los dos peniques, y ya estaban de vuelta con cuatro bollos de a medio penique, que colocaron encima del cajón que hacía las veces de mostrador.

—Es una manera muy fácil de ganar dinero —dijo Guillermo, pensativo—. Me extraña que no haya más gente que se dedique a tendero. Uno se enriquece tan aprisa de este modo…, mucho más aprisa que de cualquier otra manera…

Se interrumpió. Una anciana señora venía por la carretera. ¡Ay de los incautos! Los Proscritos hubieran debido estar preparados para cualquier traición una vez Bertie Franks hubo visto su puesto de refrescos junto a la carretera, con todas sus señales de prosperidad. Pero a ninguno de ellos se les había invitado al baile de trajes que el pasado Carnaval habían dado en casa de Bertie Franks, y en el que Huberto Lane había ganado el primer premio, disfrazado de abuela. Hasta normalmente, visto de espaldas, Huberto Lane, con su figura pequeña y rechoncha ya sugería la idea de una anciana. En la presente ocasión Huberto Lane llevaba una falda muy larga y una capa, y llevaba también un sombrerito atado con cintas detrás de las orejas. Un velo le ocultaba el rostro, del que solo se vislumbraban sus rosadas mejillas (que él había tenido buen cuidado en maquillarse) y por debajo del sombrerito asomaban unos ricitos grises. Hablaba con una entrecortada voz de falsete.

—Os he estado observando, queridos niños, desde mi casa, allí en el otro extremo de la carretera y estoy segura de que ahora estáis todos muy cansados y queréis merendar. Estaré muy contenta si queréis ir a mi casa donde os darán una buena merienda con té y pastas. Lo he dejado todo preparado en la veranda. Yo ya me quedaré aquí a vigilaros el puesto entretanto y vosotros, dentro de un minuto podéis estar de vuelta, ¿verdad?

¡Incautos Proscritos! No conocieron que aquella anciana era el mismísimo Huberto Lane. Tampoco sabían que ellos mismos estaban en aquellos momentos rodeados de laneístas, que avanzaban arrastrándose por la cuneta a uno y otro lado de la carretera. Los Proscritos, tentados por las proposiciones de la vieja vacilaron, su ánimo se debilitó y cayeron en la trampa.

—Muchísimas gracias —dijo Guillermo—. Sí… Nos gustará mucho tomar el té en su casa. Hemos estado tan atareados que nos habíamos olvidado de la merienda. No, no estaremos ausentes más de un minuto y si es usted tan amable de querer vigilar nuestro puesto mientras tanto…

—Con mucho gusto, queridos niños —dijo la anciana señora—. Mi casa es la primera que encontraréis a la derecha y allí encontraréis el té con pastas que he dejado preparado para vosotros en la veranda.

El plan de Huberto era muy astuto y bien meditado. Al principio solo había querido apartar a Guillermo de su puesto con la descripción de un té inexistente, pero al dirigirse hacia el puesto de refrescos había podido observar que en la veranda de una casa, junto a la carretera había dispuesto un té para cuatro personas. Pero no había señal alguna de tales personas. Ni de los dueños de la casa, ni de los invitados; y se le había ocurrido la divertidísima idea de meter de lleno a los Proscritos en las terribles complicaciones que serían la inevitable consecuencia de la consumición por su parte de aquella sabrosa y bien preparada merienda.

—Muchísimas gracias —repitió Guillermo con gran cortesía.

E inmediatamente, seguido de los Proscritos, se encaminó a la casa susodicha.

Únicamente Douglas sintió cierta aprensión.

—No sé si deberíamos ir —dijo con cierta ansiedad.

Guillermo defendió su decisión con gran energía.

—Bueno, pero tenemos que comer, ¿no te parece? Nos moriríamos si siguiéramos sin comer, y no tendría ninguna gracia que ganáramos diez libras y luego nos muriéramos de hambre y no pudiéramos ver la cara que pondrá Huberto Lane al oír cómo leen en público que nosotros hemos dado diez libras.

Menos mal que no pudieron ver la cara que ponía Huberto Lane en aquellos momentos, porque, sin haberse quitado el disfraz de abuelita, estaba con sus seguidores, alrededor del puesto de refrescos de los Proscritos, tragándose la limonada y zampándose los bollos a toda prisa.

Los Proscritos vacilaron un segundo al llegar ante la verja del jardín de la casa que la anciana señora les había indicado, como «la primera a la derecha», pero haciendo acopio de valor, por fin, decidieron entrar. Al fin y al cabo, eran invitados… Penetraron, pues, en el jardín, fueron a dar la vuelta a la casa y, efectivamente, en la veranda se hallaron con la mesa puesta y un té para cuatro, preparado, tal como les había dicho la anciana señora. Era un té realmente suntuoso, con todas las tazas y platillos de porcelana finísima, el té en su tetera de plata, la crema de leche en otro jarrito de plata, unos panecillos tiernísimos, mantequilla, pastel, dulces helados, bizcochos de chocolate y una gran tarta de pasas, todo muy bien arreglado sobre unos manteles de encaje, con sus servilletas también de encaje. Los cuatro se sentaron tímidamente en sendos sillones de mimbre ya dispuestos alrededor de la mesa y se quedaron contemplando aquel prodigioso espectáculo con la boca abierta y ansiosos por empezar.

—¡Caramba! —exclamó Guillermo, casi sotto voce— ¡Qué amable ha sido la buena señora! No se encuentran viejas tan amables como esa hoy en día. Ya no las hay.

Los cuatro siguieron contemplando aquella fiesta con inmenso entusiasmo y aún con cierto dejo de compunción.

—No tenía que haberse tomado tanta molestia por nosotros —dijo Pelirrojo, con la voz entrecortada de agradecimiento—. Tampoco nos hubiera importado que hubiera sido menos, ¿no es verdad?

En aquel momento se oyeron voces. Cuatro personas habían aparecido por la esquina de la casa y se dirigían hacia la veranda. Y en el instante, un sexto sentido advirtió a los Proscritos que aquellas cuatro personas eran las que iban a beneficiarse del festín. Se les hizo evidente que aquella magnificencia estaba destinada a ellas. Igual que cuatro conejos que se meten en la madriguera, los cuatro Proscritos se echaron de cabeza en el único refugio que tenían disponible, o sea, en el afortunadamente bien amueblado salón de la casa. Y allí, helados por el terror, se agazaparon en el único rincón de la habitación que no era visible desde la ventana.

Sus sospechas, desgraciadamente, se confirmaron. Los cuatro recién llegados se sentaron a la mesa. Al parecer, la dueña de la casa, después de dejar preparada la merienda había salido para echar unas cartas al correo, y allí se habían encontrado con sus tres invitadas que se dirigían a su casa. Una de las tres decía con una vocecilla aguda y plañidera que más bien parecía un gemido:

—Por poco no vengo, querida. Soy tan desgraciada que no sé qué hacer conmigo misma. No creo que a nadie le haya ocurrido jamás lo que me está pasando hoy.

—¿Pero qué ha ocurrido? —preguntó otra de las invitadas.

—Es a causa de Totó… ¿Pero, no te has enterado? Lo he perdido. Lo perdí anoche. No lo he visto desde ayer.

La voz se quebró en sollozos y prosiguió:

—No lo he visto desde las cuatro de la tarde de ayer. Parece una eternidad. Cada segundo es para mí una hora. No sabes lo que Totó es para mí. Para ti, claro está, no es más que un perro, pero para mí lo es todo.

La desconsolada señora se abandonaba con profusa exuberancia de gestos dramáticos a su inmensa pesadumbre.

—Para mí —siguió diciendo entre sollozos— Totó, lo era todo en el mundo. Es un perro muy valioso, pero no es su valor lo que me tiene trastornada. Es él. Totó es mi amiguito y mi pequeño compañero, ¿comprendes? Siempre le llamaba así: ¡Amiguito mío! ¡Y ahora se me ha i-i-i-do-o-o-o-o!

Al parecer, al llegar a este punto, la dueña de Totó, se abandonó aún más exuberantemente a su pesadumbre. Guillermo se atrevió a atisbar con grandes precauciones. Era una mujeruca pelirroja que con la expresión de pena pintada en su rostro más parecía un payaso que otra cosa, y llevaba un sombrerito verde, demasiado pequeño para ella. La dueña de la casa indudablemente ya había oído contar aquella historia anteriormente y hacía denodados esfuerzos para hacer derivar hacia otra parte aquel torrente de lágrimas y congojas.

—Sí, claro, es muy triste, señora Hoskins, y todas nosotras lo sentimos mucho. Ahora quisiera explicarle a la señora Peters los pormenores de nuestra pequeña sociedad.

Pero la señora Hoskins no permitió que le quitaran tan a la ligera su elegía de aflicción.

—Estoy llamando continuamente al puesto de policía. Apenas ha transcurrido un minuto que ya estoy llamando de nuevo a la policía para preguntarles si hay alguna noticia. Pero son muy desagradables. Siempre he oído decir que los policías son tan simpáticos, pero lo que es en este pueblo, no lo son ni pizca. Además, parece que le tengan antipatía a mi pequeño Totó. He enviado notas a todos los periódicos describiendo el aspecto que tiene Totó… ¡Es tan simpático el pobrecillo! Supongo que alguien lo encontrará y no podrá resistirle, porque Totó es eso: irresistible. Continuamente estoy pensando en él. ¡Debe de echarme tanto de menos!… ¡Espero que no lo haya robado nadie que tenga instintos cru-u-u-u-ueles!

Y de nuevo, la desconsolada dueña de Totó hundió su cara en el pañuelo. La dueña de la casa aprovechó aquella oportunidad para variar de tema.

—Bueno; ahora voy a explicarle a la señora Peters lo que es nuestra pequeña sociedad.

Guillermo alargó el pescuezo.

La señora Peters tenía unos ojos muy vivos y una boca muy viva y una nariz muy viva. Temblaba de vivacidad, de pies a cabeza. Cada palabra que pronunciaba retemblaba de vivacidad.

—¡Oh, sí! —exclamó—. Me interesa muchísimo. Y me siento muy honrada de que hayan pensado en mí.

—¡Era tan lindo! —siguió gimiendo el ama de Totó—. Yo no habría venido, naturalmente, y si he venido ha sido porque pensé que si me quedaba en casa me volvería loca, pensando en mi pobre Totó.

La dueña de la casa no le hizo caso y continuó dirigiéndose a la señora vivaz:

—Siento muchísimo que ninguna de las otras asociadas haya podido venir a tomar el té con el objeto de encontrarse con usted, pero Tarkers, ese que tiene la tienda en Breenside está liquidando las existencias a mitad de precio y la mayoría de las asociadas han ido allí. Dicen que tiene unas medias de seda magníficas solo por tres chelines, once peniques y tres farthings.

—¡Qué ganga! —exclamó con vivacidad la señora vivaz—. ¡Qué ganga, Dios mío! Pero hábleme de su sociedad.

—Bueno, pues —dijo la dueña de la casa, apresuradamente, sin quitar ojo de la dueña de Totó, quien esperaba, con la boca abierta para no perder la primera ocasión de volver a intervenir en la conversación—, es una especie de sociedad para discutir todas las cosas. Nos reunimos a tomar el té y discutimos una vez por semana. Discutimos los temas candentes de actualidad, como el comunismo, la vivisección, la falda larga y cosas así. Luego, cuando hemos terminado de discutir pasamos el resto de la tarde tomando el té y conversando sobre cosas banales, porque, claro, una conversación de tipo intelectual no puede durar mucho tiempo, ya que agotaría al intelecto. A veces vamos a buscar un libro en la biblioteca pública y lo leemos de antemano, pero, por regla general, tenemos que confiar simplemente en las luces de la Naturaleza, ya que los temas de que hablan los libros de la biblioteca pública ya los hemos discutido prácticamente todos.

—¡Qué maravilloso! —exclamó vivamente la dama de la vivacidad.

—Totó siempre… —empezó a decir la señora del sombrerito verde con gran determinación.

Pero la dueña de la casa la interrumpió sin contemplaciones.

—Siempre se trata de discusiones intelectuales, como es natural. Muy intelectuales. La semana pasada el tema de discusión fue el drama. Algunas de nosotras habíamos ido a ver esa bonita zarzuela nueva que representan en el Teatro Gaiety, de modo que estábamos muy al corriente. Es una zarzuela preciosa. No se puede explicar con palabras. Con unos trajes elegantísimos y unas tonadillas realmente monísimas. ¿La ha visto usted?

—No —dijo la señora vivaz con vivacidad—, pero ¡qué maravilloso!

—Totó siempre… —empezó a decir volviendo a la carga la del sombrerito verde.

Pero nadie le hizo caso, y la dueña de la casa volvió a interrumpirla sin miramientos.

—Después de las discusiones damos el té, por turno, y pagamos una pequeña cuota que se destina a obras sociales. Porque en este pueblo se hace obra social, ¿sabe usted? El año pasado regalamos una enciclopedia al hospital. Es utilísima, ¿sabe usted?, para los convalecientes que se dedican a resolver crucigramas…

—¡Qué maravilloso!

—Totó siempre…

—… y este año hemos enviado a dos muchachos del lugar a pasar un día en la playa. Es muy educativo para ellos, ¿comprende usted? Los peces y el mar y todo eso. Les dimos algún dinerito para que se compraran un recuerdo y se compraron azúcar candi, y a la vuelta vinieron mareados. Nosotras, naturalmente, no fuimos con ellos, pero les proporcionamos los fondos necesarios. En la reunión de la semana próxima el tema de discusión será el arte. ¡Es siempre un tema de discusión tan interesante el arte! ¿No le parece?

—¡To​tó​si​em​pre​ha​si​do​tan​ama​ble​y​ca​ri​ño​so! —dijo la dueña de Totó de una tirada, en tono muy decidido.

Los Proscritos, profundamente interesados en la conversación, se habían ido acercando gradualmente a la ventana hasta que, de pronto, sus miradas se cruzaron con las de la tercera invitada, una mujer gorda que hasta aquel momento no había contribuido apenas a la conversación general y que era la única que entraba dentro de su campo visual. En silencio, los cuatro Proscritos y la señora gorda se contemplaron mutuamente durante unos segundos; luego la señora gorda se volvió hacia la dueña de la casa y le dijo tranquilamente:

—Hay cuatro muchachos en su salón.

—Cuatro m… —dijo la dueña de la casa—. No puede ser.

—Pues es —dijo la mujer gorda—. A menos de que lo que veo sean duendes.

—Serán duendes —dijo la dueña de la casa—, porque no puede haber ningún muchacho en mi salón.

Y volviéndose hacia la señora de la vivacidad incontrolada, añadió:

—El mes pasado tuvimos una discusión muy interesante sobre esto. Duendes y espectros y todas esas cosas. Interesantísima.

—¡Qué maravilloso! —exclamó con vivacidad la señora vivaz.

—¿Los ve usted todavía? —preguntó la dueña de la casa.

—Sí —dijo la señora gorda sin quitar la vista de los Proscritos—. Los estoy viendo perfectamente.

—¿Le recuerdan a usted a algunas personas queridas ya fallecidas?

—N… no —dijo la señora gorda mirando aún con ceñuda concentración a los Proscritos—. N… no. Al menos, no me lo parecen. Mi padre tenía un hermano que murió muy joven. Acaso podría ser uno de ellos.

—¿Hay alguna que le recuerde a su padre?

—No mucho. No. Creo que no —dijo la señora gorda—. Dicen que mi padre, de niño, era muy guapo, y esos que veo son más bien feos.

—Pero seguramente —dijo la dueña de la casa en tono de reproche—, deben tener una cierta belleza espiritual.

—N… no. No veo que tengan belleza alguna —dijo la señora gorda.

—¿No estará Totó con ellos? —preguntó ansiosamente la dueña de Totó.

—No —replicó la vidente—. No veo a Totó por ninguna parte. Solo cuatro chicos.

—No, claro… Estoy segura —dijo la dueña de Totó con voz temblona— de que si Totó se hubiese muerto se me habría aparecido a mí antes que a nadie. Era mi amiguito y compañero. Siempre.

Y un agudo sollozo cortó la última sílaba.

—Estoy contentísima de tener aquí a una persona dotada de visión psíquica —dijo la dueña de la casa, muy complacida—. La señora Merton interpreta los sueños de un modo maravilloso; la señora Barmer tiene una gracia especial para cambiar de forma los sombreros, y la señora Kranklin recita como… como el mismísimo Shakespeare, pero siempre me ha parecido que sería muy conveniente que en nuestra pequeña sociedad tuviésemos a alguien provisto de visión psíquica, para que nuestro pequeño círculo quedase completo… ¿Los ve usted todavía? —preguntó a la señora gorda.

La mirada de la señora gorda no se había apartado ni un ápice de los Proscritos, mirada que estos le devolvían, petrificados de horror, sin poder moverse del sitio donde estaban.

—Sí —dijo la señora gorda—. Todavía los veo.

—¿Se van desvaneciendo o se concretan más? —preguntó la dueña de la casa con interés—. Iría ahora mismo a buscar un cuaderno para tomar notas, pero temo que si me muevo podría trastornar acaso las… ondas, ¿comprende usted?, y entonces podrían desvanecerse.

—Pues parecen estar igual que siempre —dijo la señora gorda sin pestañear lo más mínimo, con la mirada fija en los Proscritos, y añadió—: O quizás un poco más concretos aún.

—Estoy segura de que Totó también era psíquico —dijo la dueña de Totó con los ojos arrasados en lágrimas—. Estoy segurísima. A veces se ponía a morder y a ladrar sin motivo alguno. Estoy segura de que veía cosas raras.

La señora gorda apartó por fin su mirada de los Proscritos para fijarla con interés en la dueña de Totó, cosa que aprovecharon los Proscritos para dar rápidamente un paso atrás.

—¿Están todavía ahí? —le preguntó la dueña de la casa.

La vidente volvió a mirar hacia la ventana.

—No —dijo—. Han desaparecido.

—Algo habrá trastornado las ondas —dijo la dueña de la casa.

Pero, desgraciadamente, en aquel momento, los Proscritos, al intentar alejarse aún más del campo visual de la señora gorda, volcaron una mesa. Al oír el ruido, la señora gorda alargó el pescuezo para mirar dentro de la habitación.

—Ahora los vuelvo a ver —dijo—. Y no son duendes. Son muchachos reales y vivos. Tienen que serlo porque acaban de volcar la mesa.

—¿Muchachos reales? —exclamó horrorizada la dueña de la casa—. ¡Qué barbaridad! ¿Quienes pueden ser? ¡Ah! Tal vez sean los muchachos que enviamos a la playa. Les dije que vinieran en cuanto les fuera posible y nos lo explicaran todo. Seguramente son ellos que han venido hoy y la muchacha se ha olvidado de decírmelo…

Diciendo esto, la dueña de la casa se dirigió a la puerta vidriera y la abrió de par en par.

—Venid aquí, muchachos —les dijo—. ¿Qué es eso de quedaros ahí dentro sin decir nada? Y hacedme el favor de levantar esa mesa. ¡Qué torpes sois! No me convenía que vinierais hoy precisamente, pero ya que estáis aquí podremos hablar de la excursión. Anda, venid.

Y acompañó estas palabras de un expresivo ademán para que salieran a la veranda. Los Proscritos no se movieron y se quedaron mirándola, completamente aturdidos. Solo habían pescado fragmentos de la conversación y no sabían a ciencia cierta por quién los tomaba ni lo que ella esperaba que ellos le dijeran.


—Vamos, explícanos cómo te fue y lo que viste el sábado pasado.

—Ven aquí tú —dijo la dueña de la casa de un modo tajante, dirigiéndose a Guillermo, a quien, muy justificadamente tomaba como el jefe del grupo—. Explícanos cómo te fue y lo que viste el sábado pasado.


—Leones —dijo Guillermo—. ¡Ah, no! Primero vimos los elefantes.

Guillermo se puso a buscar mentalmente en el recóndito pasado y recordó que una de sus tías lo había llevado al parque zoológico aquel día.

—Vamos —insistió la dueña de la casa con más amabilidad en el tono de su voz—. Dinos qué fue lo primero que viste cuando llegaste allá.

—Leones —dijo Guillermo.

—¡Qué tontería! —dijo, amoscada, la dueña de la casa.

—Ah, no —dijo Guillermo—. Primero vimos los elefantes.

—Eres un embustero —dijo severamente la dueña de la casa—. ¿Cómo te atreves a decir semejante disparate?

—¿Dónde estaban los elefantes que viste? —dijo la señora de la vivacidad con el aire de un fiscal interrogando al acusado.

—Andaban por todas partes —dijo Guillermo—. Y además, camellos.

—¡Pero, qué tonterías dices! —intervino la dueña de la casa—. ¿Cómo puedes creer que nos vamos a tragar estas patrañas?

—¿Y qué viste después? —dijo la señora de la vivacidad, conservando todo su aire de astucia judicial.

—Tigres —dijo Guillermo—, y osos y lobos y hienas y serpientes.

—A lo mejor también él es psíquico —dijo de pronto la señora gorda—. Tal vez ve aquellos lugares tal como eran antes de que desaparecieran los animales prehistóricos. Tal vez fueran fantasmas de animales.

—¿Y no viste un perrillo monísimo entre ellos? —preguntó ansiosamente la dueña de Totó.

—Eres un embustero y un sinvergüenza —dijo la dueña de la casa con severidad—. Sé perfectamente que no hay ni un solo león en la playa de Belton.

—Yo no fui a la playa de Belton —dijo Guillermo—. Yo fui al parque zoológico.

La expresión de severidad en el semblante de la dueña de la casa se hizo más intensa, tanto es así que obligó a Guillermo a hacer lo que tenía unas ganas tremendas de hacer desde que hubo entrado en la casa, o sea que echó a correr disparado y salió como un rayo por la verja del jardín, seguido por sus compañeros.

Al llegar a la calle, viendo que nadie les perseguía, se detuvieron para respirar.

—¡Atiza! —exclamó Pelirrojo casi sin voz—. ¡Qué rato tan espantoso hemos pasado!

—Oh, sí —dijo Guillermo—; y pienso, además, en el tiempo que hemos perdido y en el dinero que habríamos podido ganar.

—Pues si quieres que te diga, no sé lo que quería decir aquella vieja —dijo Douglas, pensativo—. A lo mejor se equivocó y quería decir la primera casa a la izquierda u otra cosa.

—Sí, es muy extraño —dijo Enrique.

Pero no les duró mucho tiempo la extrañeza. Al volver a su puesto de refrescos lo encontraron vacío. Ni bollos, ni limonada. Solo quedaba el cartel, vuelto del revés y con algo escrito en él. No había la menor traza de la simpática viejecita. Horrorizados, se acercaron al cartel y leyeron lo siguiente:

«Muchas gracias por los bollos y la limonada.

Huberto Lane

P. D. ¿Verdad que soy una vieja simpatiquísima?»

—¡Era él! —gritaron al unísono los Proscritos, con una mezcla de rabia y desesperación—. ¡Era él! ¡Nos ha cogido otra vez! ¿Qué vamos a hacer ahora?

Pero nadie respondió a la pregunta porque nadie sabía la respuesta. Se quedaron agrupados alrededor de su puesto de refrescos, deshechos y desconsolados.

—Y no podemos siquiera pelearnos con ellos —dijo, agobiado, Pelirrojo—, porque ya tendrán buen cuidado de no salir de la verja de su jardín.

—Y ahora sí que no sé cómo vamos a conseguir diez libras —dijo Douglas—. Ya estamos al caer de la tarde y el director quiere el dinero para esta noche, para poder leer la lista en público mañana por la mañana, a la hora de la oración.

—Y no hemos merendado —dijo Enrique—, y yo ya empiezo a sentir hambre.

—Bueno. No sé qué estamos esperando aquí. Aquí no hay nada que hacer —dijo Guillermo mirando el vacío puesto de refrescos con soberana antipatía. Propongo que vayamos a merendar cada cual a su casa. Solo faltaría que nos quedáramos sin merienda después de lo que nos ha pasado.

Los cuatro echaron a andar lentamente por la carretera, abatidos y en silencio. De pronto, Pelirrojo, que era el que estaba más cerca de la cuneta, dijo:

—Me parece que hay un ratón en la cuneta. He visto que se movía algo.

Por grande que fuese su abatimiento, y lo era mucho ciertamente, no estaba hecho a prueba de ratones. Los otros tres se animaron súbitamente y se acercaron a mirar.

—¿Dónde?

—Ahí. Se ha movido otra vez.

Saltaron o la cuneta a investigar. No era un ratón. Era Totó. Totó, el más diminuto de todos los perros falderos. Totó, que, airoso, garboso, con aire de perdis y de crápula volvía alegremente a su hogar después de haber pasado la noche fuera.

Pelirrojo lo cogió por la piel del pescuezo.

—Es un perro —dijo dubitativamente.

Totó le echó una mala mirada y emitió un sonido como una especie de risa.

—Lleva el nombre en el collar —dijo Guillermo—. A ver lo que dice.

Pelirrojo lo leyó en voz alta. El nombre y la dirección.

—Es de la casa de la colina —añadió—. Quizás es el perro de aquella mujer que lo había perdido y que tomaba el té en esa casa donde estuvimos.

Efectivamente, lo era. La casa era grande y de aspecto suntuoso, con un jardín también grande y suntuoso, y al llamar los Proscritos en la puerta grande y suntuosa les abrió un criado grande y suntuoso y los introdujo en un salón grande y suntuoso. Allí se encontraron con la buena señora, que llevaba puesto todavía su sombrerito verde. Acababa de llegar. Dio un agudo grito al ver a Totó y abrazándolo fuertemente tuvo un ataque de histerismo, hasta que el mismo Totó lo terminó por el procedimiento de morderla en una oreja.

Entonces la señora del sombrerito verde alargó ambas manos a los Proscritos, en un gesto de suma cordialidad.

—¡Queridos, queridos niños! ¡Queridísimos niños! —exclamó, besándolos uno por uno.

Los Proscritos se sonrojaron de vergüenza hasta el alma.

Luego la señora se dirigió a un escritorio y sacó de él un papel en el que había escrito algo.

—¡Leed esto! —exclamó dramáticamente.

Pero la escritura era tan bárbara que los Proscritos no pudieron leer más que esta sola palabra: «Recompensa».

A continuación la señora sacó un sobre de un cajón y se lo entregó a Pelirrojo. En el sobre había escrito lo siguiente: «Para el que encuentre a Totó».

—Lo dejé aquí preparado —dijo la dueña de Totó— desde que envié la nota a los periódicos, y ahora es vuestro con toda justicia. Os lo habéis ganado. Totó vale centenares de libras en cualquier parte, pero para mí, vale millones, porque es mi amiguito y compañero.

Los cuatro Proscritos, estupefactos, tomaron el sobre sin poder pronunciar palabra y salieron a la carretera.

Una vez allí abrieron el sobre.

Dentro había un billete de diez libras esterlinas.

* * *

Al día siguiente por la mañana toda la escuela se hallaba reunida en el salón de sesiones. El director se puso a leer en voz alta las cantidades aportadas por los diversos grupos con destino a la construcción de la nueva ala del colegio.

El muchacho más joven de la escuela, de siete años de edad, él solito, sin ayuda alguna, había recogido diez chelines. Había ido a importunar a sus amigos y parientes y no habiendo comprendido claramente el motivo de la colecta, les había pedido dinero para construir unas alas para el director y, en consecuencia, la gente había respondido a su demanda mucho mejor de lo que probablemente lo hubiera hecho de haber tenido el chico un concepto más claro del objetivo propuesto.

El director leyó la lista despacio y con un tono impresionante. Leyó el grupo de nombres encabezado por el de Huberto Lane y leyó:

—Cinco libras.

Se oyeron unos tímidos aplausos.

A continuación venía el grupo de nombres encabezado por el de Guillermo Brown.

Los laneístas se volvieron hacia los Proscritos con burlonas sonrisas de triunfo anticipado.

El director leyó en voz alta:

—Diez libras.

El aplauso, más que aplauso ovación, fue tanto más ensordecedora cuanto que los Proscritos eran muy populares entre sus compañeros de colegio y los laneístas no. Los laneístas se quedaron estupefactos, pasmados y boquiabiertos. Los Proscritos no los miraron siquiera, sino que siguieron mirando enfrente con un tranquilo aire de superioridad.

Pero quedaba todavía lo mejor. Los Proscritos y los laneístas se encontraron frente a frente en el terreno de juego.

—Chicos, ayer sí que os tomamos el pelo —dijo Guillermo— disimulando para haceros creer que no os habíamos visto. A este —dijo señalando a Huberto Lane—, se le conoce a la legua. ¡Lo que nos reímos!

Y los restos de jactancia que aún quedaban a los laneístas, desaparecieron.