EL INVENTO DE GUILLERMO

Los Proscritos caminaban por la carretera muy abatidos. Su abatimiento era debido a un comentario de Enrique.

—La semana que viene a estas horas estaremos en el colegio —había dicho.

Fue un comentario falto de tacto, y que cambió por completo, no solo a los Proscritos, sino a todo lo que les rodeaba. Transformó a los Proscritos de señores y monarcas que eran del mundo, en esclavos y siervos. Hizo que el sol brillara con menor intensidad, y convirtió el azul del cielo en gris plomo.

—Es espantoso —dijo Guillermo al fin—, el modo en que perdemos la vida yendo al colegio. Nunca tenemos oportunidad de hacer algo grande.

—¿Qué es lo que quieres hacer «grande»? —preguntó Douglas con interés.

—Muchísimas cosas —dijo Guillermo—. Quisiera ser como Napoleón o algo parecido, y nunca tengo oportunidad.

—Tú no podrías ser como Napoleón —objetó Pelirrojo—. Napoleón era soldado, y tú no puedes serlo porque ahora no hay guerra.

—Bueno, entonces quisiera ser grande inventando algo.

—¿Qué inventarías? —quiso saber Pelirrojo.

Guillermo reflexionó.

—Todo está ya inventado —dijo al fin con pesar—. Podría haber inventado la luz eléctrica, el teléfono, o la radio, pero ya lo han inventado. Ya no queda nada que inventar, o de otro modo lo inventaría en seguida.

—Apuesto a que aún hay muchas cosas por inventar —dijo Pelirrojo.

—¿Cuáles son? —le desafió Guillermo.

—Pues no las sabemos porque no se han inventado —repuso Pelirrojo—. ¿Por qué no inventas tú algunas si quieres ser inventor?

—Bueno, ¿qué «queda» por inventar? —replicó Guillermo—. Dime lo que es.

—Si te lo dijera no podrías inventarlo —dijo Pelirrojo.

—Sí podría.

—No podrías.

—Sí podría. Dime lo que hay que inventar y yo lo inventaré. Inventaré todo lo que me digas…

—Pues…

Pelirrojo no sabía qué proponerle.

De pronto, al doblar un recodo de la carretera, tropezaron, cara a cara, con la señora Bott y la esposa del vicario.

—Vamos, niños, ya podíais mirar por dónde vais —dijo la señora Bott, crispada, reanudando seguidamente la conversación que ellos habían interrumpido—. Hablando del «humo», es algo crónico. Le aseguro que si alguien inventase algo para que nuestra chimenea de la biblioteca dejase de «humear»… pues, Botty y yo le pagaríamos lo que fuese.

Y siguieron adelante, lamentándose del humo de su chimenea.

Los Proscritos se quedaron mirándola.

—Escucha —le dijo Pelirrojo a Guillermo—. Eso es lo que puedes inventar. Inventa algo que impida que la chimenea de su biblioteca siga echando humo.

* * *

El señor Bott contemplaba desalentado a su esposa, quien sentada en su salón atiborrado de muebles, parecía esperar visita.

—Pero no lo entiendo, querida —le dijo con las manos extendidas—. ¿Quién es ella y a qué viene?

—Está escribiendo la serie de «Casas Encantadas de Inglaterra», para la «Antorcha Femenina», ya te lo dije.

—Sí, pero ¿a qué viene aquí?

—Yo se lo he pedido —replicó la señora Bott sencillamente.

—Sí, ¿pero «por qué»? —preguntó su asombrado esposo.

—Porque quiero que hable de nuestra casa en su revista. Han aparecido las mejores casas de Inglaterra, y por eso quiero que salga la nuestra. He pensado que si lo hace puede publicar esa fotografía en lo que tú y yo estamos en la rosaleda. Es tan bonita y dulce. Me encantaría que nuestra casa apareciera en la «Antorcha Femenina», Botty, con fotografías y todo.

—Sí, pero «no está» encantada —protestó su esposo—. ¿Cómo va a aparecer en la serie Casas Encantadas de Inglaterra si no está encantada? ¿Le dijiste a ella que estaba encantada?

—Oh, no, Botty —dijo su esposa—. Yo nunca digo mentiras. No digo mentiras «auténticas». Yo… bueno, lo «insinué», pero no le dije ninguna mentira auténtica. Ni tampoco pienso decírselas cuando venga. Sólo pienso… «insinuárselo». Pero deseo tanto salir en esa serie, Botty, con fotos y todo.

El señor Bott gimió pasándose los dedos por entre los cabellos.

—Bueno, no esperarás que yo intervenga en esto —le dijo.

—No, Botty —dijo su esposa en tono sumiso—. No lo espero.

Y sin dejar de gemir y de mesarse los cabellos, el señor Bott abandonó la estancia.

Casi inmediatamente fue anunciada la señorita Manes, la representante de la revista «Antorcha Femenina».

Era una mujer alta, enjuta, de cabellos lisos y demasiado largos y expresión formal. Se sentó en un sillón, y al momento sacó de su bolsillo un librito de notas.

—Y ahora, señora Bott —le dijo animadamente—, tenga la bondad de contármelo «todo».

—Bueno —dijo la señora Bott, precavida—. En realidad no hay «mucho» que contar…

—Ah, pero hay «algo» —replicó la mujer—. Sé que lo hay. La gente al principio siempre se muestra un tanto reacia a contármelo… incluso las personas que como usted, han enviado a buscarme. Empiezan a arrepentirse de haberme pedido que viniera… pero, créame, señora Bott, el mundo tiene perfecto derecho a conocer los fenómenos psíquicos que tienen lugar en su casa.

La señora Bott, que no tenía la menor idea de qué eran fenómenos psíquicos, dijo:

—Sí, por supuesto. —Y suspiró.

—¿Ha visto… ha «visto» usted algo, señora Bott?

—No… exactamente «visto» —admitió la señora Bott con aire de misterio.

—¿No? ¿Entonces quizá su esposo?

—Nnno —dijo de nuevo la señora Bott con aquella voz misteriosa que le estaba dando resultado—. No, no ha «visto» nada exactamente. Oh, señorita Manes, «espero» que pueda publicar esa foto de la rosaleda en la que aparecemos mi esposo y yo en la terraza…

—Sí, sí… —dijo la señorita Manes, impaciente—, pero volvamos a la… influencia. Ustedes no han visto nada. ¿Acaso las doncellas vieron algo?

—N-n-no —volvió a admitir la señora Bott—, no puedo decir que lo «vieran» precisamente.

—¿Algún invitado de la casa vio algo tal vez?

—«Ver» no —dijo la señora Bott—, no es que «vieran» precisamente… pero, oh, señorita Manes, espero que publiquen esa foto de la casa desde la entrada. Está preciosa vista desde la entrada. Tan imponente…

—Sí —volvió a decir la señorita Manes impaciente—, pero volviendo a esa… er… influencia. ¿Supongo que usted «sentirá» algo a su alrededor?

—Sí —replicó la señora Bott recostándose en su sillón para asegurarse de que decía la verdad.

—Y… ¿y oye usted cosas?

—Sí —admitió la señora Bott asegurándose también de que decía la verdad más absoluta.

La señorita Manes inclinóse hacia delante y fijó sus ojos en los de su anfitriona.

—¿Qué oye usted? —le dijo.

—Toda clase de cosas —repuso la señora Bott, agregando—. Tengo una fotografía de Botty preciosa en traje de caza. ¿Podría publicarla? Sólo se lo puso una vez porque en realidad no es buen tirador, pero ha salido muy bien, únicamente movió un poquitín la cabeza.

—Veremos, veremos —dijo la señorita Manes dejando a un lado la fotografía de Botty en traje de caza—. Y en cuanto a esos ruidos que usted oye… ¿cómo son exactamente?

—Pues son… son sonidos —dijo la señora Bott sin gran convencimiento.

—Sí, pero ¿qué «clase» de sonidos?

La señora Bott guardó silencio unos instantes y al fin tuvo una repentina inspiración.

—Es tan difícil describir los sonidos —dijo—. Me pregunto si le agradaría una foto de mi Chin Chin para el artículo. Ha tenido un poco de empacho, pero es un perrito encantador. Hubiera ganado un premio en el Palacio de Cristal si su cola hubiera sido un poco más corta.

—Sí, sí, lo creo —replicó la señorita Manes impaciente—, pero esta… influencia. ¿Puede usted describirme algún ejemplo realmente definido de cómo se hace sentir?

La señora Bott reflexionó profundamente y al fin dijo:

—N-nno, en conjunto no creo que pueda hacerlo.

Era evidente que el interés de la señorita Manes iba decayendo. En realidad comenzaba a preguntarse para qué diablos la había hecho ir aquella mujer. Esto no era lo que deseaba para su serie «Casas Encantadas de Inglaterra». Estaba a punto de levantarse para despedirse, cuando de pronto quedó petrificada y con los ojos fijos en la puerta que estaba detrás de la señora Bott.

—¡Mire! —le dijo crispada.

La señora Bott se volvió en redondo, pero en la puerta no había nadie.

—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Bott alarmada por la expresión de su invitada.

—¿No vio usted nada?

—No.

La señorita Manes estaba completamente alterada. Le brillaban los ojos, tenía las mejillas enrojecidas y su delgado cuerpo temblaba de emoción.

—Cuénteme más… cuénteme más… ¿no ha visto «nunca» nada?

—Nunca.

—Descríbame toda la casa. Quiero una descripción detallada y… todo lo que sepa de la gente que vivió aquí antes que ustedes.

A mitad de la descripción que la señora Bott le hizo de la casa, la señorita Manes volvió a quedarse de una pieza; de nuevo brillaron sus ojos, y señalando con mano temblorosa la puerta que había a espaldas de la señora Bott, dijo:

—¡«Mire»!

La señora Bott volvió a mirar sin ver nada.

—Cuénteme más… cuénteme más —repetía excitada la señorita Manes—. Descríbame «exactamente» lo que siente usted… cuando «percibe» cosas.

No obstante, no hubo necesidad de que la señora Bott se exprimiera el cerebro. La señorita Manes describió tan bien las sensaciones de la señora Bott, que incluso la interesada, a pesar de su completa carencia de lo que la señorita Manes llamaba «sentido psíquico», quedó impresionada. A mitad de la descripción la señorita Manes se transfiguró volviendo a señalar con el dedo. Y de nuevo la señora Bott volvióse para ver únicamente la entrada vacía. Pero ahora la señorita Manes deseaba muchas fotografías. Incluso la de Chin Chin y la de Botty en traje de caza con la cabeza ligeramente movida. Estaba exaltada e interesadísima por todos los detalles que pudiera darle la señora Bott. Llenó páginas y páginas de su librito de notas. Cuando hubo terminado lo cerró y fijando sus ojos penetrantes e inquisidores en los de la señora Bott, dijo:

—Y ahora, señora Bott, voy a decirle algo que le sorprenderá bastante. Prepárese.

La señora Bott se preparó, sospechando que la señorita Manes iba a decirle que sabía que todo aquello era un fraude.

—¿Dice usted que nadie le ha visto?

—Er… sí —admitió la señora Bott.

—¿Usted no lo ha visto nunca?

—Er… no.

—Bien… —La señorita Manes hizo una pausa, como quien se detiene antes de lanzar una bomba, y luego lanzó su extraordinaria noticia—: ¡Yo lo he visto!

La señora Bott se sobresaltó.

—¿«Usted»?

—Sí… —la voz de la señorita Manes se convirtió en un susurro impresionante—, y más aún, le he visto… tres veces.

—¡No! —exclamó la señora Bott.

—Sí —repuso la señorita Manes con aire teatral—, ha aparecido tres veces en la puerta, desapareciendo en cuanto usted se volvía. Es una visión que hiela la sangre, señora Bott. No me extraña que tenga usted esas «terribles» sensaciones aunque no lo haya visto nunca. Confieso que al principio me sentía inclinada a creer que todo era un producto de su imaginación. Incluso había decidido no incluir su caso en mi serie. Pero «ahora»… le he visto tres veces ahí… y es la criatura más irreal y siniestra que mis ojos vieron jamás.

—¿Q-q-qué aspecto tiene? —tartamudeó la aterrada señora Bott.

—Negro —repuso la señorita Manes en tono impresionante—, negro de la cabeza a los pies, y sus ojos resplandecen a través de su negrura. Es bastante pequeño, pero… pero siniestro, señora Bott. Su vista hiela la sangre en las venas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Bott.

Aquella situación era como una pesadilla. Descubrir que había un fantasma «auténtico»… No volvería a pegar ojo por las noches. Deseaba que aquella mujer se fuera pronto para buscar a Botty y contárselo. «Negro», «ojos brillantes», «terriblemente siniestro». Comprendió que iba a darle un ataque de histerismo de un momento a otro, pero la señorita Manes no se marchaba. Buscaba con avidez más detalles de la casa. Estaba emocionada como nunca. En todas las otras casas en las que se presentó uno de aquellos casos, sólo fue cuestión de interrogar al servicio, o de adornar datos insuficientes. Nunca había visto un fantasma con sus propios ojos. Insistió en llevarse todas las fotografías de la casa que tenía la señora Bott. Se llevó también la de la señora Bott y su esposo. La de Chin Chin. Y dijo que pediría espacio para ampliar el artículo. Al fin la señora Bott pudo librarse de ella, e ir en busca de su esposo. Estaba resuelta a no pasar en la casa ni una noche más. «Negro»… «ojos brillantes»… «hiela la sangre en las venas»… Deseaba sufrir un ataque de histerismo, pero primero quería encontrar a su esposo. Abrió la puerta de la biblioteca. Su esposo no estaba allí, pero de pie sobre la alfombra que había ante la chimenea, estaba… ¡el espectro! Negro, con ojos brillantes, y terriblemente siniestro. Abrió la boca para gritar, pero una voz bien conocida perteneciente a la horrible figura dijo:

—Estoy tratando de impedir que su chimenea eche humo.

La señora Bott se acercó temerosa. La figura estaba sobre un montón de hollín ante la chimenea y cubierta de hollín de los pies a la cabeza, pero bajo aquella capa oscura se podían adivinar las facciones de Guillermo Brown.

—Estoy tratando de evitar que su chimenea eche humo por abajo, como usted quería. He colocado algo en su interior que lo impedirá. Es una especie de fuelle y la cuerda asoma por aquí, usted tira de ella, y el fuelle empuja el humo hacia arriba, y —se disculpó— he ido tres veces a decirle que viniera a verlo, pero tenía usted visita y pensé que no le agradaría que le estorbara…


—Estoy tratando de impedir que su chimenea eche humo, como usted dijo que quería —exclamó Guillermo.

—¿Cómo has entrado? —preguntó la señora Bott, extrañada.

—Por la ventana. Quise darle una sorpresa. Y luego, cuando ya estaba arreglado fui a buscarla para que lo viera, y tenía visita. Mire, le demostraré cómo funciona…

Pero la señora Bott estaba en pleno ataque de histerismo tanto tiempo retrasado.

Cuando volvió en sí, miró a su alrededor, viendo a Guillermo que la observaba con recelo.

—No sé de qué se ríe —le dijo fríamente.

—Estás cubierto de hollín —dijo secándose los ojos— y has «echado a perder» la alfombra.

Guillermo pareció reparar en ello por primera vez.

—No me había dado cuenta de que se me hubiera pegado tanto hollín —dijo a modo de disculpa—. Comprendo, tuve que subir por la chimenea para colocar este invento y… bueno, supongo que al bajar… el hollín bajó conmigo.

—No sé lo «que» dirá tu madre.

Guillermo se examinó con más detenimiento.

—¡Troncho! —dijo al fin horrorizado ante el resultado de su examen. Luego volvió a mirar el montón de hollín que había a sus pies y su rostro ennegrecido adquirió una expresión de gran desaliento mientras admitía—: Sí, estoy hecho una lástima.

Pero la señora Bott sonreía. La pesadilla del espectro negro de ojos brillantes se había desvanecido. Ahora podría dormir tranquila. Y su casa aparecería en la serie «Casas Encantadas de Inglaterra» en lugar prominente. Incluso publicarían la fotografía de Chin Chin.

—No importa, Guillermo —le dijo—. Sé que tu intención era buena. —Deslizó un chelín en su mano agregando—. Te limpiaré todo lo que pueda, y luego iré a tu casa para explicárselo a tu madre para que no se enfade.

—Y en cuanto a este invento —dijo Guillermo—, ¿querrá avisarme la próxima vez que encienda el fuego de la biblioteca?

—Sí —prometió la señora Bott—. Te avisaré.