GUILLERMO Y LA MALDICIÓN

Sin embargo, Guillermo no esperaba disfrutar de veras durante su estancia en casa de tía Jane, y a su llegada encontró todas las cosas igual que siempre. La casa desoladoramente limpia y ordenada. Cada cosa tenía su sitio correspondiente y no debía moverse ni tocarse. Hasta el pequinés de la casa vecina había muerto de indigestión el mes anterior. Tía Jane era alta, pulcra y lo que se dice «una mujer orgullosa de su casa», y fruncía el ceño al ver las huellas de las botas de Guillermo en sus suelos encerados, incluso aun cuando no intentara deslizarse por ellos. Todas sus sugerencias para el empleo del tiempo eran recibidas infaliblemente con un: «No, Guillermo, de ninguna manera». No le dejaba jugar en su jardín porque estropeaba los parterres. («Si sólo pisaras el césped, querido, pero incluso el césped con esos zapatos tan pesados…»). Tampoco quería que jugara fuera de su jardín porque siempre llegaba a casa sucio y desaliñado. No podía jugar en la casa porque hacía ruido. Le buscó un amigo, un niño tranquilo, cuyo interés se centraba por entero en el estudio de la geografía y en la confección de mapas. Tras el primer encuentro, Guillermo anunció a su tía que no volvería a salir con aquel niño, ni aunque le sometieran a tormentos mortales.

—Pensé que le encontrarías «interesante», querido —le dijo extrañada—. Creí que te haría «bien».

—Pues no me ha hecho ninguno —replicó Guillermo en tono firme.

Su tía le contempló con patético asombro.

—No te comprendo, querido —le dijo—. Siempre le consideré un niño muy «simpático».

Tenía multitud de sugerencias para responder a las preguntas de Guillermo sobre qué podía hacer.

—Querido, puedes hacer muchas cosas. Sentarte tranquilamente a leer en la galería. Tengo completa la Enciclopedia Británica, y estoy segura de que te resultará muy interesante. Siempre se ven en los anuncios niños que la leen. Y cuando te canses de leer, puedes salir a dar un buen paseo. En el pueblo hay una iglesia muy interesante. Parte de ella pertenece al Gótico Primitivo. Estoy segura de que has de encontrarla «muy» interesante. Puedes pasar varias horas contemplándola y luego vienes a casa y lees el artículo sobre arquitectura de la «Enciclopedia Británica». Luego por la tarde podrías salir con un librito de notas y apuntar todas las flores silvestres que encuentres… sin salirte de la carretera, desde luego, porque la hierba está siempre húmeda… y luego podrías pasar la tarde leyendo el artículo sobre Botánica de la «Enciclopedia Británica». Y podrías hacer una colección de flores silvestres prensadas. Yo creo que de esta manera el tiempo te pasaría muy de prisa y felizmente.

Guillermo revisó aquel programa con pesimismo, y al fin consintió en dar aquel «paseo botánico» armado con una pequeña caja de latón donde guardar los ejemplares.

Regresó (tarde para comer) cubierto de barro y con el traje roto por varios sitios. Las únicas flores silvestres que pudo mostrar después de su «paseo» eran una margarita y un diente de león que había cogido apresuradamente de la cuneta junto a la puerta de casa de su tía, al recordar de pronto la misión que debía haber realizado. Había perdido la caja de latón. Explicó que no había sido culpa suya. La estuvo usando para taponar un arroyo y un granjero le había hecho huir antes de que pudiera recuperarla. También dijo que aquel granjero era el único responsable de la rotura de sus ropas.

—Yo sé pasar a través de una alambrada sin romperme nada —dijo—. Lo he hecho a menudo. Si él no hubiera corrido y gritado tras de mí, hubiera pasado tranquilamente.

Tía Jane se llevó la mano a la cabeza con la expresión de quien súbitamente, sufre aguda depresión mental.

—Pero ya te dije que no salieras de la «carretera», Guillermo —le dijo.

—Sí —replicó Guillermo sin el menor rubor—. Ahora recuerdo que lo dijiste, pero esta mañana lo olvidé. Tengo tan mala memoria.


Tía Jane se llevó la mano a la cabeza con la expresión de quien sufre aguda depresión mental.
—Te dije que no salieras de la «carretera», Guillermo —le dijo.

Tía Jane hizo que se pusiera el mejor de sus trajes y envió el roto a la cocina, para que Molly, la doncella, lo remendara. Tía Jane decretó también que Guillermo no pusiera los pies fuera de la casa con su mejor traje, y para asegurarse, le hizo sentar en el salón y le estuvo leyendo en voz alta el artículo sobre Arquitectura que contenía la «Enciclopedia Británica».

En realidad ni Guillermo ni tía Jane tenían la atención concentrada en el artículo sobre Arquitectura de la Enciclopedia Británica. De hecho, ambos abrigaban un solo pensamiento: que ya era hora de que la estancia de Guillermo en aquella casa tocara a su fin. Claro que ambos sentían cierto reparo en sugerirlo.

A tía Jane comenzaron a pesarle los párpados. Debido a la excitación producida por el retraso de la llegada de Guillermo había pasado por alto su siesta.

—Me voy a escribir unas cartas, hijo mío —comunicó a Guillermo—. Puedes ir a la cocina para ver si Molly ha terminado de remendarte el otro traje.

De manera que Guillermo se dirigió a la cocina donde Molly, una muchacha bonita y sonrosada, zurcía los bordes de uno de los famosos «sietes» de Guillermo sentada junto a la ventana. Le saludó con un guiño amistoso.

—Bien, jovencito —le dijo—. Apuesto a que te ha leído una buena parrafada.

Guillermo no había prestado ninguna atención a Molly hasta ahora, pero de pronto comprendió que era una persona digna de cultivarse. Su sonrisa, el guiño y la amistosa acogida caldearon su corazón. Pertenecían a un mundo en el que no existía la «Enciclopedia Británica».

—Vaya siete más difícil de remendar —continuó casi en tono admirativo—. Ni mi propio hermano hizo nunca uno así, y era un pillastre tan grande como tú. Bueno, ven a sentarte aquí y cuéntame cosas de ti mientras lo termino.

De manera que Guillermo se sentó y le habló de sí mismo, y cuando hubo terminado fue ella la que se explayó. Al parecer era cortejada por dos pretendientes y no sabía cuál escoger. Uno era el chofer-cochero de la casa vecina, y el otro el panadero. Guillermo, que les conocía a los dos, se mostró muy interesado por su problema.

—Jaime está muy guapo de uniforme —dijo Molly—, y es más listo, y está en mejor posición. Pero qué quieres… siempre he sentido debilidad por Jorge. Lo he pensado mil veces, y el resultado siempre es distinto. Te aseguro que no sé «qué» hacer. Este asunto no me deja dormir.

—Yo prefiero a Jorge —exclamó Guillermo.

Ella suspiró.

—Lo creo, pero no puedo fiarme de un niño. Quiero decir, que aunque a ti te guste más, puede que no sea el mejor marido.

—Yo no creo que Jaime fuera un buen marido —dijo Guillermo.

Ella volvió a suspirar.

—Eso lo dices sólo porque Jorge sabe hacer espiras de humo y cantar al estilo tirolés —respondió—. Gusta a todos los niños. Pero los roscos de humo y los cantos tiroleses no sirven de nada a una esposa.

Guillermo conocía a Jaime y a Jorge mucho más a fondo de lo que Molly suponía. En realidad estaba enfadado con Jaime. En su primer encuentro les saludó a los dos con una mueca desafiante. Jorge replicó con otra mueca indiscutiblemente superior a la suya, y le preguntó si querría ir a dar una vuelta con él en su carretón de repartir el pan. Durante el paseo estuvo cantando al estilo tirolés y lanzando roscos de humo al fumar, y al final le había dejado que le ayudase a desenganchar a Margarita, la yegua. Sus relaciones con Jaime fueron distintas. Jaime, que salía con el automóvil cuando se encontraron por primera vez, contestó a su mueca pasando deliberadamente por encima de un charco para salpicar a Guillermo de barro, y a la mañana siguiente, cuando salía con el coche de caballos, hizo restallar el látigo muy cerca de él para asustarle. Desde entonces siempre que Jaime, en su capacidad de chofer, encontraba a Guillermo, acercaba el coche todo lo posible para precipitarle en la cuneta, y cuando era en calidad de cochero, le sacudía el látigo sin contemplaciones haciéndole ver las estrellas. Jaime era de esos hombres que creen que los niños existen para ser martirizados. Pero Guillermo tenía una hermana mayor, y sabía que las mujeres adoptan una actitud incomprensible ante sus admiradores del sexo contrario. A Ethel, el saber que Guillermo no era partidario de uno de sus pretendientes, por lo general la predisponía a su favor. Así que no dijo gran cosa de los méritos de Jaime y Jorge a Molly, limitándose a discutir con ella el medio de escoger entre los dos. Probaron numerosos medios. Arrojaron una piel de manzana por encima del hombro para ver que inicial formaba. Siempre resultaba la letra ese, pero como Molly no conocía a nadie cuyo nombre comenzara por esa letra, el experimento no les llevó a ninguna parte. Cortaron dos teas de la misma longitud, y en una escribieron el nombre de Jaime, y en la otra el de Jorge, y las encendieron al mismo tiempo para ver cuál permanecía más tiempo encendida. Se apagaron en el mismo preciso instante. Escribieron nombres en sendos papeles, los pusieron en un sombrero, los mezclaron, y luego Molly sacó uno. Lo hizo por cuatro veces. Sacó dos veces el de Jaime y otras dos el de Jorge. Escribió otra vez sus nombres en unos pedacitos de papel más pequeños, y los puso debajo de su almohada para ver con quién soñaba, pero soñó con el cerdo que viviera en su casa durante su niñez. Era un cerdo hermoso, simpático, pero que no le recordaba en lo más mínimo ni a Jorge ni a Jaime.

Guillermo, con el deseo y el propósito de ayudarla, cultivó la amistad de sus pretendientes. Fue al garaje de la casa vecina y lleno de buena fe se ofreció a Jaime para ayudarle a limpiar el automóvil, pero Jaime, deliberadamente, dirigió el chorro de la manguera hacia él. Después de esto, Guillermo dedicó su atención a Jorge, que le dejó enganchar y desenganchar a Margarita, y pasó pacientemente varias horas tratando de enseñarle los cantos tiroleses.

Tía Jane estaba muy ocupada preparando una charla sobre «La Nueva Mentalidad» para la «Nueva Era Social», de la cual era vicepresidenta, y se alegró de que Guillermo pasara el tiempo en cualquier parte y con quien fuese, con tal de que no la molestara. Sus ensayos de canto tirolés le resultaban muy penosos, pero trataba de combatirlos absorbiéndose en la Nueva Mentalidad. Mientras ella sentada ante su escritorio tratando de escribir su conferencia, Guillermo, desde su dormitorio del piso de arriba llenaba la casa de gritos, que iban desde los tonos bajos a los de tenor, capaces de alterar los nervios de cualquiera. Ella procuraba no alterarse diciéndose una y otra vez: «Estás tranquila y sosegada. Ninguna desarmonía exterior puede perturbarte».

Sin embargo, su mente tenía otras ideas al respecto, e insistía en dejarse perturbar por la estridencia de los cantos de Guillermo. Cuando le reconvino, Guillermo le dio toda clase de disculpas.

—Lo siento —le dijo—. Pensaba que cantaba tan bajito que tú no lo oirías. Me olvidé de que a ti no te gusta la música.

Guillermo, en su papel de árbitro, gustaba de estar presente en las conversaciones que Molly sostenía frecuentemente con sus pretendientes ante la puerta de la cocina. Aunque era partidario de Jorge, tenía que admitir que Jaime era mejor conversador. Además, Jaime siempre se sabía al dedillo todas las noticias locales.

—Ha muerto el viejo Marlow —dijo una tarde en tono grave apoyándose contra la cerca—. A ese hombre le habían echado mal de ojo.

—¡Mal de ojo! —exclamó Molly—. ¡Tú no puedes creer en esas cosas!

Mas al parecer Jaime sí creía en aquello.

—Pues sé de algunos casos… bueno, tú no los creerías —terminó en tono débil.

—Cuéntamelos y veremos si los creo —le retó Molly.

—Bueno, claro que estas cosas no son muy corrientes en Inglaterra —admitió—. Es en el Este donde ocurren más a menudo. Una vez conocí a un hombre que había vivido en el Este, y las cosas que me explicó…

El silencio se hizo más elocuente por la expresión de los ojos de Jaime.

—Continúa —le dijo Molly todavía incrédula—, cuéntanos algunas de las cosas que te explicó.

Jaime, viendo que Guillermo estaba a su alcance, le cogió un brazo y se lo retorció mecánicamente, y luego volvió a adoptar su aire solemne.

—Bueno, es cierto —dijo—. Lo que este hombre me contó es cierto. Os aseguro que lo pensaría dos veces antes de molestar a alguien del Este. Pueden echarte maldiciones.

A pesar suyo Molly estaba impresionada.

—¿Qué clase de maldiciones? —dijo—. ¡Continúa! Cuéntanos algo más.

—Pueden echarte una maldición de animales o insectos —dijo Jaime lentamente—. Le echan a uno… digamos… una maldición de gatos y a cualquier parte que vaya encontrará gatos. Gatos por todas partes y no puedes librarte de ellos porque, si les haces algún daño, te haces daño tú, igual como si alguien te hubiera convertido en cera y te clavasen alfileres. Y por lo general en esas maldiciones se dice que uno de ellos, pongamos, el décimo que veas, es fatal. Y siempre lo es. Este hombre me habló de algunas maldiciones terribles como esta. A un hombre le echaron una de serpientes, y la séptima le mordió y se murió, aunque en realidad no era una serpiente auténtica. El hombre que le echó la maldición dijo que la séptima serpiente le mataría, y así fue.

Molly, echando la cabeza hacia atrás, se puso a reír.

—Nunca oí una tontería semejante —dijo.

Jaime la miraba muy serio.

—No dirías que son tonterías si supieras algunas cosas de las que me dijo ese hombre —replicó.

—¡Sigue! —rio Molly con sus ojos negros muy brillantes—. ¿No se te ocurre nada más interesante de que hablar a una muchacha?

Jaime se acercó más a ella y, respondiendo al desafío de su mirada, encontró algo más interesante que decir a una chica.

Aquella tarde Molly le hizo aún más confidencias a Guillermo.

—No es posible que siga así sin poder decidirme —le dijo—. Debo someterles a alguna prueba como ocurre en los libros.

—¿Qué clase de prueba? —quiso saber Guillermo.

Molly arrugó la frente.

—Pues, eso es lo que tengo que decidir —dijo—. En la última novela que leí la prueba a que les sometía la protagonista era la de fingir que había perdido todo su dinero, entonces el que no era realmente digno de ella la despreciaba, y el otro permanecía a su lado. Y, luego, claro está, tuvo su recompensa, porque ella no había perdido su dinero.

—Bien, pues hazlo —le dijo Guillermo con interés—. Diles que has perdido tu dinero.

—Ellos saben que no lo tengo, de manera que no habría la menor diferencia —dijo Molly—. Pero estoy decidida a someterles a una prueba, y voy a pensar cuál será la mejor.

—Sí, y yo también pensaré —exclamó Guillermo—. Mañana pensaremos intensamente los dos, y por la noche decidiremos.

La noche siguiente se reunió con Molly en la cocina como de costumbre. Tía Jane estaba ahora preparando una charla sobre «El Mundo de la Naturaleza». «La Nueva Mentalidad» estaba tan lejos de ella que tuvo que abandonarla y cambiarla por algo que explicara mejor la «Enciclopedia Británica».

—Se me ha ocurrido una prueba estupenda —exclamó Guillermo excitado—. Escoge al que sepa hacer rebotar más veces una piedra sobre el estanque. Apuesto a que cualquiera que sepa hacer rebotar una piedra en el agua ha de ser un buen marido.

Guillermo sabía que Jorge era el que más habilidad tenía para esto en varios kilómetros a la redonda. Mas su complot para que ganara su candidato no tuvo éxito. Molly meneó la cabeza.

—No —dijo—. He pensado algo mucho mejor que eso. Lo leí en la novela que estuve leyendo ayer después de que tú te acostaste: El joven está paseando con la muchacha, y al llegar a un sitio cubierto de agua, ella dice que desea pasar al otro lado, y él la coge en brazos y la cruza sin importarle mojarse. Bueno, yo creo que es un gesto hermoso, ¿no te parece?

—No —replicó Guillermo—. Yo creo que es una tontería. Apuesto a que yo no lo haría por nadie.

—Sí, pero tú no estás enamorado —dijo Molly—. Yo creo que es muy hermoso y es lo que voy a hacer. Voy a salir de paseo con los dos el domingo por la tarde, y les llevaré al prado Forster, que está inundado, para ver cuál de las dos me coge en brazos.

—Pero podrías ir por el camino que lo rodea —objetó Guillermo—. El camino no está inundado.

—Sí, pero yo diré que no quiero ir por el camino —repuso Molly con firmeza—. Diré que quiero ir a Mereham a través del prado. Y veré cuál de los dos me lleva en brazos…

Guillermo consideró la situación con pesimismo. Jaime era tan extravagante y teatral. Lo más probable era que se ofreciera a llevarla en brazos, incluso aunque luego la castigase por ello. Por otra parte, Jorge era sencillo y estaba dotado de una gran dosis de sentido común. Si ella podía ir tranquilamente a Mereham por el camino, Jorge no quería llevarla en brazos y atravesar el prado inundado con el agua hasta la rodilla. Jorge se lo haría comprender con amabilidad, pero con firmeza, pues no vería la necesidad de ponerse en ridículo. En resumen, Jorge fracasaría en la «prueba».

—Yo creo que es una prueba estúpida —dijo Guillermo—. Yo de ti elegiría al que cantase mejor al estilo tirolés. Creo que debe ser algo magnífico tener un marido que sepa cantar así.

—No —replicó Molly con firmeza—. Estoy decidida, y esa es la prueba a la que pienso someterles. Y tú tienes que «prometerme» que no se lo dirás a ninguno de los dos.

Guillermo tuvo que prometérselo a pesar suyo. Sentíase pesimista y receloso. Él quería que Jorge se casara con Molly, pues estaba convencido de que ella era demasiado buena para Jaime. Y sería Jaime quien saldría triunfante de la «prueba».

Aquella tarde se sentó sobre la cerca balanceando los pies, y pensando cómo podría lograr que Jorge triunfara en la «prueba» sin romper la promesa que hiciera a Molly. Aquella tarde Jorge le había dejado ayudarle a desenganchar a su caballo. Jorge le trataba amablemente y sufría con paciencia sus ensayos de canto. Incluso de vez en cuando le obsequiaba con algún bollo que le sobraba de su «desayuno». Mientras que Jaime…

De pronto el automóvil de la casa vecina, conducido por Jaime apareció ante su vista. La carretera era estrecha y estaba muy deteriorada, y los baches estaban llenos de agua de las últimas lluvias. Por la acera avanzaba un hombre con la cabeza hundida en el pecho y el sombrero calado hasta las orejas. Jaime, sonriendo, puso en práctica su truco predilecto: el de acercar el coche todo lo posible al peatón para mojarle de pies a cabeza. Luego se volvió, todavía sonriente, para disfrutar del desconcierto de su víctima, que había alzado la cabeza descubriendo un rostro negro y unos ojos muy blancos y enfurecidos. Gritó algunas palabras que no pudo entender, amenazándole con el puño cerrado, y luego prosiguió de nuevo su camino.

Jaime estaba boquiabierto y había palidecido. Se apeó y acercándose a Guillermo sin acordarse de tirarle de su asiento, le preguntó:

—¿Oíste lo que dijo?

—No —fue la respuesta de Guillermo.

—¿Era… era del Este, verdad?

—Oh, sí —replicó Guillermo—. Desde luego era del Este.

—¡Cáscaras! —exclamó Jaime horrorizado—. Ojalá hubiera oído lo que ha dicho.

—Parecía una maldición —dijo Guillermo disfrutando del desconcierto de Jaime.

El rostro de Jaime de blanco pasó a amarillo. Tenía los ojos desorbitados y le temblaban tanto las manos, que al continuar su camino casi arranca la cerca de sus goznes al entrar en la casa de su amo.

Guillermo se animó. Durante los días venideros Jaime viviría presa del terror de una maldición, y sintióse vengado de los ultrajes recibidos de sus manos. Luego su ánimo volvió a decaer. Jaime pasaría triunfante la prueba al día siguiente.

Después se olvidó por completo de Jaime, de Jorge y de Molly pues por la carretera avanzaba una figura familiar… un perro pequeño, con una cabeza demasiado grande para su cuerpo, y una cola extraña e inesperada. Era «Jumble», el perro de Guillermo, que encontrando la casa muy aburrida sin él, le había seguido hasta la de tía Jane. Estaba cubierto de polvo y barro debido a su largo viaje, pero saludó a Guillermo con una alegría desbordante. Guillermo, profundamente conmovido por la presencia de «Jumble» le rodeó con sus brazos con gratitud y afecto.

—Bien hecho, viejo camarada. Eres un perro muy listo por haber recorrido tanto camino. ¡El bueno de «Jumble»! ¡Buen chico! Apuesto a que tienes hambre. Vamos…

Su rostro se ensombreció de nuevo. A tía Jane no le gustaban los perros.

No permitiría que «Jumble» se quedase allí, e insistiría para que regresase en seguida a su casa.

Muy despacio, y con sumas precauciones, Guillermo condujo a «Jumble» al pequeño cobertizo que había en un extremo del jardín de tía Jane, y le ató allí. Luego entró en la casa para consultar a Molly, quien le demostró simpatía. Al parecer, Molly sentía debilidad por los perros.

—En mi casa tuve uno. No era de raza siquiera, pero sí el perro más fiel y cariñoso que ha habido en el mundo. Y lo primero que pienso hacer en cuanto me case es tener un perro.

Los dos fueron a llevarle comida a «Jumble», y el perro en seguida se ganó el corazón de Molly al sentarse para pedir su comida a pesar de su cansancio. Juntos contemplaron cómo se comía los huesos y las galletas que le habían llevado.

—Ella le enviará a casa —dijo Molly—. Es tan seguro como el Destino. No puede soportarlos, dice que lo ensucian todo. Le dirá al jardinero que se lo lleve en el tren de mañana. Es tan seguro como el Destino.

Guillermo guardó silencio unos instantes y al fin exclamó:

—¡«Escucha»! Tengo una idea. Escondámosle aquí. Tía Jane no se enterará, y nunca viene a esta parte del jardín. Yo puedo sacarle algunas veces por el seto para llevarle de paseo, y podemos venir a traerle la comida aquí. Es una idea «estupenda» y no existe otra mejor.


—Escondámosle aquí —dijo Guillermo—. Tía Jane no se enterará.

Molly vacilaba, pero al fin se decidió. La perspectiva de un inmediato compromiso con Jaime o con Jorge, según los resultados de la «prueba», la hacía sentirse independiente e inclinada a desafiar a su señora.

—Vaya, mi alma es mía —dijo—. Y tengo derecho a dar cobijo a una pobre criatura, si quiero. Y si lo descubre y me despide, me alegraré de sacudirme el polvo de mis zapatos antes de irme. Esa vieja tonta… ¿qué se habrá creído?

En aquel momento tía Jane llamó a Guillermo para enviarle a echar unas cartas al correo, y nuestro héroe, tras madura reflexión, decidió no llevar a «Jumble». En primer lugar, «Jumble» estaba cansado, y en segundo lugar, no deseaba arriesgarse a que lo descubrieran la primera noche de su estancia. En vez de llevárselo cogió una pelota con la que estaba perfeccionando un truco. El truco consistía en arrojarla por encima de su hombro izquierdo desde atrás, y cogerla delante. Guillermo había empezado a ensayarlo el día anterior y estaba muy satisfecho de los progresos conseguidos. Ya había decidido ser acróbata cuando fuese mayor. En cuanto «Jumble» hubiera descansado, empezaría a adiestrarle para su próxima carrera. Se veía vistiendo las mallas y balanceando a «Jumble» (de una pata) con una mano, mientras con la otra arrojaba una serie de pelotas por encima de su hombro izquierdo desde atrás y las cogía delante.

Precisamente cuando pasaba por delante de la cerca de la casa vecina, la pelota se escapó de su mano aterrizando a los pies de Jaime, que estaba contemplando ocioso una hoguera encendida en el jardín. Jaime cogió la pelota, y luego de arrojarla a lo alto, la echó a las llamas. Guillermo siguió adelante con el ceño fruncido, y al fin se detuvo de pronto iluminado por una idea. El ceño desapareció de su rostro y en su lugar apareció una sonrisa beatífica.

* * *

Jaime, muy elegante, con su flamante traje de los domingos, esperaba ante la puerta posterior de la casa de tía Jane, ignorando por completo a Jorge, quien, menos elegante, aunque también con su traje dominguero, esperaba a su vez. Aquella cita era desacostumbrada. Por lo general Molly salía un domingo con cada uno de ellos, pero aquel domingo, aunque ni Jaime ni Jorge lo sabían, era el domingo de la «prueba». Al cabo de unos minutos, Molly, seria, sonrosada y muy hermosa, se reunía con ellos.

—Pensé que no os importaría que saliéramos los tres juntos —les dijo en tono animado—. Me gustaría ir a Mereham si no os importa.

Evidentemente no les importaba a ninguno de los dos, y los tres partieron en dirección a Mereham. Molly tenía los ojos brillantes, y disfrutaba plenamente de aquella situación llevando casi por entero la voz cantante. Jorge era por lo general bastante callado, y Jaime, que muy al contrario era un conversador ameno, aquel día también guardaba silencio. Un buen observador se hubiera dado cuenta de que estaba nervioso, y de que dirigía miradas recelosas a su alrededor mientras andaba. Además, estaba bastante pálido y llevaba una mano en el bolsillo aprisionando una nota. Era una nota anónima que había recibido la noche anterior, y que comenzaba sin más preámbulos:

«Te he echado una maldición canina. Si haces daño a algún perro el daño lo percibirás tú. El quinto perro te será fatal».

«El negro que mojaste esta tarde».

Jaime trató de no darle importancia, pero había pasado la noche intranquilo. Por la mañana ni siquiera intentó tomarlo a la ligera ya que la maldición había empezado a cumplirse. Era un hombre maldito. Y mientras caminaba junto a Molly, mirando nervioso a su alrededor y palpando la nota fatídica, con el pensamiento recordaba lo sucedido aquella mañana. Al ir al garaje había oído un ruido extraño, y al abrir la puerta le saltó un perro llenándole de espanto. Recordó a tiempo lo escrito en la nota para contenerse y no arrojar nada contra él mientras huía, pero le costó mucho tiempo recobrarse del sobresalto sufrido para poder limpiar los metales del coche, que era su obligación de todos los domingos por la mañana. Luego había ido al cobertizo donde guardaban la leña para llevarle un poco a la cocinera… otra de sus obligaciones. En cuanto abrió la puerta salió un perro disparado, y entonces comprendió la horrible verdad. Era un hombre bajo una maldición perruna. Tardó mucho más tiempo del de costumbre en cortar la leña, y luego fue al invernadero para regar los crisantemos… otra de sus tareas dominicales, puesto que el jardinero no iba aquel día. Esta vez el perro casi le tira al suelo en su afán de escapar. Observó cómo se alejaba con ojos desorbitados, y tuvo que sacar su pañuelo para enjugarse la frente. Aquel era el tercer perro (todos iguales… siempre son iguales en las maldiciones, por supuesto). Y el quinto era el fatal.

Sintiéndose indispuesto, decidió ir a su habitación situada encima del garaje, para descansar. Abrió la puerta con la sensación de alivio que se experimenta al entrar en un refugio familiar donde no puede penetrar el peligro, pero aquella sensación duró poco. Un perro… exactamente igual a los otros… salió disparado bajando de estampida la escalera para desaparecer de su vista. Y por eso Jaime caminaba con menos donaire, y miraba furtivamente a un lado y a otro. Molly, tomando su silencio por la timidez propia de quien sufre penas de amor, estaba encantada. Charlaba alegremente y con imparcialidad con sus dos pretendientes. De pronto doblaron un recodo del camino y allí, ante ellos, aparecieron los prados inundados. El terceto se detuvo, y Molly miró primero al uno y luego al otro a través de sus pestañas.

—Yo quiero atravesarlos —murmuró—. ¿Qué voy a hacer?


—Quiero atravesarlos —murmuró Molly—, ¿qué voy a hacer?

—El otro camino no está inundado —dijo Jorge—, podemos ir por allí.

—Yo no quiero ir por el otro camino —dijo Molly—. Quiero ir por el que atraviesa los prados.

Hubo un silencio.

—¿Es que… es que a ninguno de los dos se os ocurre nada? —dijo Molly sonriendo hechiceramente a Jaime.

Mas Jaime no le devolvió la sonrisa. Su rostro estaba lívido y contemplaba horrorizado al quinto perro sentado junto a la zona inundada. Guillermo estaba tumbado bajo la sombra del seto, y «Jumble» sentado al sol contemplando el agua con amistoso y sano interés. Guillermo había tenido un día agotador. En primer lugar tuvo que averiguar por medio de Molly, todas las actividades detalladas que llevaba a cabo Jaime los domingos. Lo hizo con gran astucia fingiendo que le interesaba ser chofer cuando fuese mayor. El resto había sido mucho más difícil, requiriendo por parte de Guillermo, la mayor fineza y habilidad. Le fue necesario deslizarse sin ser visto con «Jumble» en sus brazos, y al amparo de los arbustos introducirle en el próximo objetivo de Jaime, y retirarse sin ser visto, luego mantenerle oculto tras su huida, y prepararle de nuevo para ser «redescubierto». Por fortuna «Jumble» y Guillermo habían jugado juntos muy a menudo a los Pieles Rojas, y por consiguiente este procedimiento no extrañó tanto a «Jumble» como hubiera ocurrido de no haber sido así. Lo único que no le gustaba era que le encerrasen en lugares desconocidos sin Guillermo, pero «Jumble» era un perro razonable y sabía que aquello era parte del juego y también que no debía ladrar. Tenía una confianza ilimitada en su amo, y estaba convencido de que al final todo saldría bien. Guillermo tuvo una brillante inspiración al hacer que la cuarta aparición de «Jumble» tuviera lugar en el propio dormitorio de Jaime, pues le fue necesario adivinar que Jaime iría allí a meditar sobre la situación.

De pronto «Jumble» se dio cuenta de que una de las tres personas que estaban al otro lado del agua era la Muchacha, la bella Muchacha, la Muchacha que le había recibido con los brazos abiertos y dado de comer la noche anterior. Lanzó un fuerte ladrido de reconocimiento, y metiéndose en el agua, comenzó a nadar hacia ella. Lanzando un grito de espanto, Jaime dio media vuelta y huyó con tal velocidad que a los pocos segundos había desaparecido del paisaje.

Molly le miró marchar con lágrimas de desilusión, y el corazón generoso de Jorge se estremeció ante su congoja.

—¿Qué te ocurre, cariño? —le dijo.

—Yo creí… yo creí que uno de vosotros me llevaría en brazos hasta el otro lado —dijo Molly con pesar.

Sin pronunciar palabra, Jorge la cogió en sus brazos y la llevó hasta donde estaba Guillermo.

* * *

Guillermo entró en el salón donde su tía estaba hablando con la señora de la casa vecina, y se sentó pacientemente en espera de que terminara la visita. Confiaba en que su presencia hiciera apresurar la marcha de la visitante. Había observado, a menudo, y con secreta satisfacción, que su entrada precipitaba la despedida de las invitadas de su madre.

—Es «tan» molesto —decía la tía de Guillermo—. No es que diga que sea mala chica, pero en algunos aspectos es un «desastre». Me he tomado muchas molestias para enseñarla, y «ahora» que empezaba a conocer mis costumbres me dice que va a casarse con el panadero, el mes que viene. ¡Qué «fastidio»!

—«Todos» son un fastidio —repuso la vecina, y su tono expresaba más preocupación por sus propios problemas que por los de tía Jane—. Mire ahora a Jaime. Siempre se ha portado satisfactoriamente, y de pronto se ha vuelto tan extraño…

—¿Cómo extraño? —dijo la tía de Guillermo con relativo interés, y pensando que la señora Bellews pudiera haber demostrado más simpatía por lo de Molly.

—Pues he recibido una queja del señor Jones de los Espinos. Dice que cuando venía de un ensayo en el Ayuntamiento… él y otros están preparando una especie de espectáculo a base de canciones que interpretan disfrazados de negros para recaudar fondos para el órgano. Me sorprende que el Vicario lo permita. Yo no iré. Las canciones de los negros siempre me han parecido vulgares. Bueno, el caso es que dice que cuando regresaba del ensayo, Jaime pasó con el automóvil, y deliberadamente pisó un charco para mancharle de barro. Claro que eso es «ridículo». Jaime siempre tiene «mucho» cuidado. Debió ser otro chofer. Es «imposible» que reconociera a nadie con la cara embadurnada de negro, pero yo mandé llamar a Jaime para interrogarle por pura fórmula, y se ha comportado de un modo muy peculiar.

—¿En qué sentido? —preguntó tía Jane interesada a pesar suyo.

—Se me quedó mirando con ojos extraviados, con la boca abierta y lanzó una risa «escalofriante». Yo le dije que fuera a acostarse hasta que se encontrase mejor. Tal vez fuese el calor, o claro, que podría ser un principio de locura. Una vez tuve una doncella…

Captó la mirada pétrea de Guillermo fija en ella, y decidió dejar la historia de la doncella para mejor ocasión. Nunca se sabe lo que comprenden los niños ni lo que son capaces de repetir. Se puso en pie para despedirse, y luego, distraída, dio unas palmaditas en la cabeza de Guillermo, pensando que era un niño muy poco atractivo.

En cuanto se hubo marchado, Guillermo volvióse hacia su tía para decirle sin preámbulos:

—Ha venido mi perro.

—¿Tu qué, querido? —dijo su tía asombrada.

—Ha venido mi perro —repitió Guillermo impaciente—, y supongo que no querrás tenerle aquí.

—Por supuesto que no, querido —replicó tía Jane con firmeza—; hemos de enviar ese animal a tu casa en seguida.

—Bueno, pero verás —dijo Guillermo despacio—, no querrá regresar más que conmigo. Mordería a todo el mundo, de manera que probablemente cogerían la hidrofobia. Así que lo mejor será que le lleve yo —y la miró sin pestañear—. No vale la pena que vuelva para terminar mi visita una vez esté en casa, ¿verdad? Será mejor que me quede allí, ¿no te parece?

Tía Jane se animó visiblemente. Deseaba tener unos días de tranquilidad antes de su conferencia. Había dejado de lado «El Mundo de la Naturaleza» por ser demasiado crudo, y había empezado a escribir una conferencia sobre «El Derecho a la Felicidad». Pero deseaba tranquilidad para concentrarse, y era curioso lo perturbadora que resultaba la presencia de Guillermo, aunque estuviera relativamente silencioso.

—Sí, querido —le dijo—. Sentiré perderte, pero creo que es una idea «excelente».