EL NUEVO VECINO
La casa vecina llevaba tanto tiempo desocupada que Guillermo había empezado a mirar su jardín como cosa propia. No es que le resultara interesante, ni que le preocupara realmente. Estaba demasiado cerca de su casa para eso. No podía entrar en él sin ser visto por cualquier miembro de su familia que se le ocurriera asomarse a la ventana, ni podía llevar a sus amigos a jugar allí, sin que alguno de su familia asomara la cabeza por encima de la cerca para decirle que saliera de allí en el acto y que dejara de hacer aquel ruido espantoso. Sin embargo, era… parte de sus dominios: una casa de tres pisos, abandonada, y que se caía a pedazos, y un jardín cubierto en toda su extensión de latas vacías, pucheros rotos, y esa heterogénea colección de desperdicios que marcan un largo período de «Por Alquilar». Guillermo la consideraba su castillo y su fortaleza y, aunque rara vez entraba en ella, le agradaba imaginarla habitada por bandidos ataviados pintorescamente, y que aguardaban sus órdenes antes de salir a emprender los trabajos de cada día. A menudo, mientras se vestía, se asomaba a la ventana y daba órdenes a un bandido imaginario vestido con faja a la cintura, sombrero de picos e innumerables machetes, y que a su vez estaba asomado a una de las ventanas de la casa vacía.
—Esta mañana id a la vía del tren, detened el expreso de Londres y robad todo el dinero que vaya en él. Esta tarde iréis a Ringers Hill, haced prisionero a todo el que se acerque allí para luego pedir su rescate.
Le proporcionaba gran satisfacción encomendar a sus enemigos particulares al cuidado de sus bandidos.
—Id a capturar al señor Jones y tenedle prisionero durante una semana a pan duro, y tal vez así aprenda a no tenerme la mitad de las vacaciones haciendo sumas estúpidas.
Guillermo dedujo por la conversación de las personas mayores que habían muy pocas probabilidades de que la casa fuese ocupada por un nuevo inquilino. Era muy incómoda y anticuada. No tenía luz eléctrica. Ni siquiera timbre eléctrico, sólo una campanilla metálica que se hacía sonar tirando de una anilla.
—«Nadie» —había oído decir Guillermo repetidas veces a la gente—, querría alquilar una casa como esta.
Por consiguiente, Guillermo se enteró con pesar de que la casa había sido alquilada, y que el inquilino iba a mudarse a ella inmediatamente. Reunió a sus bandoleros para comunicarles la noticia, y les ordenó que evacuaron la fortaleza y tomaran posición en Ringers Hill, donde les enviaría las próximas órdenes. Sentíase desolado y a merced de sus enemigos, mientras miraba marchar a toda la cuadrilla, marcando el paso, con los machetes brillando al sol.
Su ánimo no mejoró a la vista del nuevo ocupante de la casa: un hombre alto y fuerte con rostro de gorila indigestado, que permaneció en el jardín delantero mientras descargaban los camiones de la mudanza, lanzando gritos feroces que querían ser órdenes, y amenazando con su bastón a todo el que se ponía por delante.
Luego fue al jardín posterior. Guillermo, que había sido un espectador interesado en la parte de delante, también fue a la parte de atrás del suyo, y se disponía a subirse a la cerca para ver lo que estaba ocurriendo, cuando le sorprendió una avalancha de cacharros, sartenes, latas, hierros viejos, y desperdicios de todas clases procedentes del jardín vecino. El nuevo inquilino se estaba librando de aquella variedad de objetos que cubrían el suelo, por el medio más sencillo que encontró a mano. Sin duda dio por supuesto que habían sido arrojadas por el vecino, y que por lo tanto debían volver a su lugar de procedencia. En circunstancias ordinarias a Guillermo le hubiera divertido, más que otra cosa, el ver el jardín, por el que su padre se ponía a veces tan desagradable, así ultrajado, y hubiera disfrutado de antemano del placer de ver la reacción de su padre cuando lo viera. Mas las circunstancias actuales no eran ordinarias. Su padre estaba en el extranjero en viaje de negocios y no podía defenderse. Había pasado toda la tarde anterior a su marcha arreglando el jardín, y Guillermo, que cuando su padre estaba en casa sólo demostraba disgusto por el celo con que dedicaba sus actividades y tiempo a las plantas, sintió de pronto un furor inexplicable al ver el inmaculado césped y los cuidados parterres de flores, llenos de latas, cacharros rotos e innumerables pedazos de hierro.
Sin un momento de vacilación, comenzó a recogerlos lanzándolos de nuevo al jardín vecino. Se los devolvieron inmediatamente. Volvió a repetir la operación. Y a continuación tuvo lugar una fiera batalla. Guillermo sufrió un corte en la frente que le produjo una lata, pero al lanzar un cubo roto tuvo la satisfacción de oír un alarido de dolor y el abrir y cerrar de una puerta demostrando que su enemigo se había batido en retirada. Lanzó por encima de la cerca todas las demás cosas sin que le fueran devueltas. Al día siguiente el vecino lucía la cabeza vendada, y por la tarde llegó un carretón para llevarse un montón de desperdicios.
Guillermo estaba encantado y dispuesto a entablar relaciones amistosas con su enemigo caído.
Al día siguiente por la tarde, él y Pelirrojo estaban jugando al tenis según un sistema simplificado, invención de Guillermo, cuando una de las pelotas fue a caer al jardín del nuevo vecino.
Guillermo y Pelirrojo discutieron la situación. Pelirrojo era partidario de saltar la cerca, coger la pelota y salir corriendo. No obstante, Guillermo, votaba por comportarse educadamente y dar a su vecino oportunidad de hacer lo propio.
—No, yo iré a decir que lo siento y pediré permiso para ir a buscarla. Quizás sea una persona decente. Tal vez pensó que a nosotros no nos importaría tener toda esa basura en nuestro jardín. De todas maneras, si no nos dejara cogerla, habrá que saltar la cerca, desde luego.
Y, osadamente, se dirigió a la puerta principal, que fue abierta por una doncella de aspecto altivo.
—Perdone —dijo Guillermo cortés—, mi pelota ha caído en su jardín por accidente. Le quedaría muy agradecido si tuviera la bondad de dejarme entrar a recogerla.
La doncella desapareció para regresar en seguida.
—Dice que puedes saltar por encima de la cerca y recogerla.
—Muchísimas gracias —replicó Guillermo, agradecido—. Haga el favor de decirle que «muchísimas» gracias.
Regresó a su jardín y saltó la cerca ágilmente observando con interés la vasta extensión de terreno cubierto de abrojos que antes estuviera ocupada por sus bandoleros. Sin la chatarra, el lugar parecía mayor que antes. Vio su pelota en un rincón y fue a buscarla. Fue al agacharse para recogerla cuando vio de pronto al nuevo ocupante de la casa, agazapado detrás de un arbusto junto a la cerca, y armado de un bastón. La mente de Guillermo trabajó con suma rapidez. El plan de su enemigo era cortarle la retirada. Recogió su pelota como si no hubiera visto nada y dirigióse lentamente hacia el arbusto tras el cual se ocultaba su enemigo. Y entonces, en el mismo instante en que el vecino salía de su escondite, Guillermo, que tenía los músculos preparados para aquel momento, lo esquivó con limpieza y saltó la cerca. El bastón golpeó la madera con fuerza aterradora mientras Guillermo aterrizaba en su jardín.
—«Bien» —exclamó Guillermo—. Bien, está decidido. No haré las paces con él aunque venga a pedírmelo de rodillas.
Sin embargo, no era muy probable que su enemigo fuera a pedirle perdón de rodillas.
La señora Brown, ignorante de que Guillermo ya había trabado amistad con el nuevo vecino de un modo extraoficial, fue a visitarle oficialmente, y al ver que no respondían a sus llamadas, echó su tarjeta en el buzón de las cartas.
—«No me gusta» su aspecto —dijo—, pero hay que ser buen vecino.
Es evidente que el recién llegado no compartía su punto de vista ya que la tarjeta, hecha pedazos, fue devuelta a casa de los Brown antes de que finalizara el día. Guillermo no hubiera imaginado una cosa así, ni tampoco Roberto, su hermano de diecinueve años, que lo tomó como una afrenta mortal que debía vengar él, en ausencia de su padre.
—Yo no veo que eso sea ningún mal —dijo Guillermo, que era de una materia muy dura para que hicieran mella en él tan sutiles insultos—. Quiero decir que puedes pegarla y aprovecharla para otra vez, y no podrías hacerlo de habérsela quedado él. Bueno, no veo que eso haya perjudicado a nadie.
—No es extraño que tú no lo veas —dijo Roberto en tono ofensivo—, pero es una cosa por la que hace cien años yo me hubiera batido en duelo con él.
—No veo cómo hubieras podido hacerlo —replicó Guillermo— si hace cien años tú no existías.
—Oh, cállate —exclamó Roberto—. No sabes lo que dices. Si papá estuviese aquí sería distinto, claro. Quiero decir que yo no me sentiría responsable. Tal como están las cosas, iré a verle para decirle lo que pienso de él y… bueno, iré a verle y le diré lo que pienso de él.
—¿Puedo ir contigo? —dijo Guillermo profundamente interesado por la situación.
—Claro que no —repuso Roberto, y agregó en tono siniestro—: Si ese hombre se niega a disculparse puede que tenga que emplear la violencia, y cuantos menos testigos haya mejor. En cualquier caso tú no tienes nada que ver. No quiero que metas la nariz en esto. Tú no te has tropezado con este hombre, así que ten la amabilidad de no meterte.
Guillermo no se atrevió a describir exactamente cómo había tropezado con aquel hombre, sabiendo que de hacerlo, Roberto le consideraría culpable del presente estado de cosas, y querría vengarse de él, igual que deseaba vengarse del hombre.
—Bueno —dijo adoptando un tono misterioso y pensando en su banda de forajidos acampados en Ringers Hill—, si deseas hacerle alguna cosa realmente «ruda» sólo tienes que decírmelo.
—Oh, cállate —volvió a decirle Roberto.
La señora Brown, al saber que tenía intención de ir a pedirle explicaciones al vecino, mostró desaprobación.
—Yo «no» lo haría, querido. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene?
Mas Roberto se mostró firme y altivo, con la avasalladora firmeza y altivez de sus diecinueve años cumplidos.
—Tú no lo comprendes, mamá. Un hombre no puede pasar por alto un insulto de esta clase. Te ha insultado a ti y por lo tanto nos ha insultado a todos nosotros.
—Pero tengo tanto miedo de que llegues a la violencia, y entonces, naturalmente, habrá conflicto.
—No le haré más daño del que se merece —prometió Roberto en tono sombrío.
Se puso su mejor traje para la visita, y recogió la tarjeta hecha pedazos.
—No quiero ser inhumano —dijo al marcharse—, pero tengo intención de hacérselos tragar.
La puerta principal de la casa vecina podía verse desde la ventana de la buhardilla, y Guillermo no perdió tiempo en apostarse en aquel punto de observación.
Esperaba que Roberto le hiciera tragar los pedazos de la tarjeta a aquel hombre.
Observó como su hermano se dirigía a la entrada con paso firme. Allí se detuvo unos instantes para enderezar el nudo de su corbata, antes de tirar de la anticuada campanilla.
Guillermo, desde la ventana de la bohardilla la oyó resonar en las regiones de la cocina, y al cabo de unos instantes se abrió la puerta, dando paso a la figura del inquilino, tan semejante a la de un gorila.
Roberto dio un paso hacia atrás, y luego con gesto desesperado alargó la mano con los fragmentos de tarjeta y dijo con voz altisonante:
—¿Qué significa esto, señor?
El puño del nuevo vecino salió disparado, y Roberto cayó al suelo ignominiosamente, rodando el tramo de escalones y parte del camino. La figura del nuevo vecino desapareció, cerrando la puerta con estrépito. Roberto se levantó despacio y fue hasta la cerca tambaleándose. Guillermo fue al salón donde su madre estaba cosiendo.
—Espero que Roberto no cometa ninguna violencia —dijo la señora Brown tirando de la aguja de su bordado.
—No creo que lo haga —replicó Guillermo para tranquilizarla.
—Ojalá le hubiera prohibido ir —continuó—. Sería terrible que ese hombre le denunciara por asaltarle.
—No creo que ocurra eso —volvió a decir Guillermo pacificador.
A los pocos minutos entró Roberto. Primero había ido a su habitación para cepillarse el traje. Estaba bastante pálido.
—Oh, Roberto —le dijo su madre—. Espero que no hayas perdido los estribos.
—N-nooo —dijo Roberto pensativo, como si no estuviera muy seguro—. No creo que haya llegado a perderlos.
—¿Qué ha ocurrido, querido?
Roberto adoptó la actitud de un hombre fuerte y silencioso. Una sonrisa siniestra jugueteó alrededor de sus labios.
—No creo que vuelva a molestarte —dijo.
Después de esto, Roberto no volvió a referirse al nuevo vecino y siempre iba al pueblo por el camino más largo para no pasar por delante de su casa. Guillermo quedó con la sensación de que aquel insulto infringido a su familia no había sido vengado. Durante algún tiempo su imaginario ejército de bandoleros consoló su espíritu inquieto. Actuando bajo sus órdenes, raptaron al vecino nuevo una docena de veces al día, le tuvieron cautivo en fortalezas situadas en montañas lejanas, le obligaron a efectuar toda clase de tareas domésticas, rompieron en pedazos sus tarjetas de visita, y le golpearon haciéndole rodar varios tramos de escalones. Por último le colgaron de los pinos más altos, para ahorcarle y dejaron su cadáver a merced de los buitres. Pero todo aquello le producía escasa satisfacción mientras pudiera ver la figura de gorila del nuevo vecino completamente ileso paseando como de costumbre por el jardín y el pueblo. Sin embargo, la situación pronto estuvo más allá de sus bandidos, pues pocos días más tarde, Guillermo se encontró una mañana a la señorita Morall (una solterona inofensiva que vivía al otro lado del gorila) con huellas de lágrimas en sus mejillas.
—Oh, Guillermo —le dijo temblorosa—. Iba a prevenirte. Mi pobre «Príncipe» ha muerto.
—¿Muerto? —repitió Guillermo.
—Envenenado, Guillermo. Ha sido ese hombre de la casa vecina. He ido a verle y ni siquiera ha intentado negarlo. Dice que envenenará a todos los perros que encuentre en su jardín… Y yo pensé que debía prevenirte por «Jumble», Guillermo… Estoy destrozada. Como si un perro pudiera ocasionar algún daño entre esa maleza. Si tuviera dinero recurriría a la Ley. No, no lo haría tampoco porque con eso no conseguiría que me devolvieran a mi «Príncipe»…
Guillermo, horrorizado y presa de indignación, murmuró unas palabras de condolencia y corrió a su casa. Él había conocido a «Príncipe» un «terrier Yorkshire» muy bonito, y pensó en «Jumble», su adorado perro de mil razas y que consideraba el jardín vecino como algo de su propiedad. Sería imposible mantenerle alejado de él. Encontró a «Jumble» ocupado en examinar el cubo de la basura, le ató un pedazo de cuerda a su collar, y le condujo, así sujeto, por el pasillo que unía el jardín de atrás con la «Entrada del Servicio». «Jumble», dolido por la ignominia de verse atado con un pedazo de cuerda, se resistía con tal fuerza que sólo consiguió arrastrarlo sentado. Permitió que le arrastrase así un trecho, pero luego de pronto volvió a resistirse haciendo que Guillermo, cogido por sorpresa, perdiera el equilibrio. Casualmente un lado de aquel pasillo estaba formado por un muro sin ventanas correspondiente a la casa vecina, y al pie de este muro había una estrecha porción de tierra en la que nada crecía. Su padre lo había abandonado en manos de la Naturaleza, y esta lo había adornado con gran profusión de bardanas, ortigas, y vegetación similar.
La inesperada caída de Guillermo en aquel borde tronchó unas matas de ortigas revelando algo que había en la pared tras ellas. Se levantó interesado para examinarlo, y «Jumble» se sentó a su lado meneando la cola para pedirle perdón… Era una pequeña abertura con barrotes de hierro. Una especie de respiradero.
Guillermo tiró de ellos con todas sus fuerzas, y al fin cedieron dos barrotes. Acercó el ojo al agujero y miró. El suelo iba descendiendo hacia la parte de atrás de la casa, y aquel agujero era sin duda el medio de ventilación de un sótano que la casa vecina tenía bajo la planta baja.
A Guillermo le brillaban los ojos. Allí estaba la venganza al alcance de su mano. Todo lo que tenía que hacer era encontrar un gato muerto, arrojarlo al interior del sótano y aguardar los resultados. De pronto descubrió unos alambres cerca de la abertura procedentes de la pared del sótano. Intentó pasar la mano para tocarlos, pero el agujero era demasiado pequeño. Cogió el bastón que llevaba en la mano al caerse… Guillermo llevaba bastón con la misma naturalidad con que la mayoría de gente lleva su ropa… y con él tiró de los alambres con afán experimental. Inmediatamente se oyó sonar la campanilla en las regiones de la cocina; luego se abrió la puerta para volver a cerrarse a los pocos momentos con estruendo que denotaba intensa irritación. Los labios de Guillermo se abrieron en una sonrisa seráfica. No había necesidad de buscar gatos muertos…
Volvió a levantar la mata de ortigas para ocultar el respiradero, ató a «Jumble» a la tubería de desagüe que había junto a la puerta lateral, y fue a la cocina, donde su madre, aprovechando la tarde libre de la cocinera, estaba preparando un pastel.
—Mamá —le dijo adoptando una expresión ausente que quería significar suprema inocencia—. Me gustaría tener un jardincito de mi propiedad. ¿Podría ser?
La señora Brown dejó el molde para mirarle con sorpresa.
—Pero, Guillermo —le dijo—. Te he ofrecido uno muchas veces, y siempre has dicho que te aburre la jardinería, y el tiempo que tuviste uno porque tu padrino te prometió un chelín si lo tenías, nunca plantaste nada y estaba tan lleno de hierbajos, que tu padre te lo quitó.
—Sí, lo sé —admitió Guillermo sin el menor rubor—, pero de eso hace mucho tiempo, cuando era muy distinto de como soy ahora. He cambiado mucho desde entonces. Ahora soy completamente distinto.
—Pues en los demás aspectos no pareces haber cambiado mucho —dijo su madre—, sigues siendo descuidado, desordenado, escandaloso, y…
—Sí, lo sé —le interrumpió Guillermo impaciente—. Quiero decir que he cambiado respecto a los jardines. Quiero decir, que ahora pienso de muy distinta manera y «quiero» tener un jardincito de mi propiedad.
—Pero no te cuidarás de él —dijo la señora Brown.
—Sí que lo cuidaré —replicó Guillermo—. Apuesto a que siempre lo estaré cuidando. Espera y verás.
—Cuando tuviste el otro no lo cuidaste —dijo la señora Brown.
—No, pero ya te he dicho que he cambiado desde entonces —respondió Guillermo—. Ahora soy completamente distinto de cómo era entonces.
—Bueno, se lo preguntaré al jardinero cuando venga el lunes.
—No —exclamó Guillermo—. Quiero empezar ahora. No quiero esperar hasta el lunes.
La señora Brown estaba intrigada, pero poco a poco fue acudiendo en su ayuda su natural optimismo, y le llevó al jardín ofreciéndole porciones de terreno muy apropiadas, pero Guillermo las rechazó todas.
—No —decía—, esta no es la clase de zona que quiero.
—Bueno, ¿«qué» zona quieres? —le preguntó al fin su madre desesperada.
Guillermo fingió descubrir por primera vez la inculta y descuidada franja de terreno del pasillo situado entre las dos casas.
—Me gustaría un pedazo de aquí —dijo con entusiasmo—. Creo que conseguiré convertirlo en un bonito jardín.
—¡«Guillermo»! —exclamó la señora Brown atónita—. Ya sabes que no le da nunca el sol, y está «lleno» de hierbajos. Tu padre lo abandonó porque ahí no crece nada.
—Bueno, me gusta —insistió Guillermo—, es precisamente la clase de jardín que deseo.
—Necesitarás «muchos días» de trabajo para ponerlo en condiciones —le dijo su madre—. Tendrás que arrancar todas esas hierbas.
—Lo sé —replicó Guillermo con obstinación—, por eso lo quiero. Deseo trabajar de firme. Creo que me hará bien.
La señora Brown demasiado confundida para protestar, le asignó aquella zona de terreno y volvió a ocuparse de su pastel.
En la carta que aquella noche escribió a su esposo decía:
«Guillermo me ha pedido una porción de terreno para hacer un jardín. ¿Recuerdas que hasta ahora siempre se negó a tenerlo? Yo creo que es una buena señal e indica que está empezando a apreciar la belleza de la naturaleza…».
Roberto, al enterarse, se mostró despreciativo.
—Apuesto seis peniques —dijo—, a que no trabaja en él más de cinco minutos. Conozco a ese diablillo.
Pero es evidente que Roberto no conocía al diablillo. Guillermo se pasó toda la tarde arrodillado trabajando pacientemente en su jardín. Un observador concienzudo, hubiera notado que su «trabajo», aunque con apariencia de gran actividad, carecía de método. Hacía grandes alardes de arrancar hierbas y cavar con una azada, pero en realidad obtenía muy pocos adelantos. También hubiera reparado que, aunque parecía trabajar principalmente alrededor de una gran mata de ortigas que había en medio del parterre, ni siquiera intentó arrancarlas. Durante el tiempo que estuvo trabajando en su jardín, la campana de la casa vecina sonó seis veces. Las tres primeras la doncella abrió la puerta yendo luego a informar a su amo de que allí no había nadie. Las otras dos siguientes fue el propio dueño quien abrió. La sexta se escondió detrás de la puerta con el bastón preparado, saltando con ferocidad en cuanto sonó la campanilla, y arrojándose con tal violencia sobre el imaginario culpable que perdió el equilibrio y rodó por los escalones de la entrada. Luego registró el jardín, introduciendo su bastón entre los arbustos y poniéndose a gatas para examinar el seto. Entretanto Guillermo trabajaba tranquilamente en su jardín.
A la mañana siguiente comenzó cuando hubo terminado de desayunar, y su madre le observó con orgullo desde la ventana del comedor.
—Es la mejor señal de mejoramiento que he visto en Guillermo en mucho tiempo —dijo a Roberto—. Estoy segura de que su padre se alegrará al saberlo. Al fin y al cabo, no puede ser muy malo un niño tan aficionado a la jardinería, y que deliberadamente escoge el terreno más difícil, y trabaja con la intensidad con que lo está haciendo Guillermo.
Roberto lanzó un gruñido.
—Si le da por la jardinería —dijo—, arrancará las plantas de los jardines de varios kilómetros a la redonda y es probable que aterricemos todos en la cárcel. Por lo menos si es que yo conozco algo a Guillermo —agregó con sarcasmo.
Pero su atención se distrajo ante un sorprendente espectáculo. El mayor Bryant corría como de costumbre, a coger el tren. Cuando pasaba ante la puerta de la casa vecina, el nuevo vecino salió con su bastón, le persiguió durante un trecho por la carretera, y al fin se abalanzó sobre él, enfurecido. El mayor Bryant había sido campeón de boxeo en su juventud, y apenas había perdido sus facultades. A los pocos minutos, la señora Brown y Roberto contemplaban boquiabiertos cómo el nuevo vecino era arrojado a la cuneta, de la que salió a gatas para dirigirse tambaleando a su casa, con el cuello de la camisa abierto y la corbata debajo de una oreja.
Cuando la señora Brown fue al jardín para decir a Guillermo que se preparara para ir a la escuela, aún seguía de rodillas cultivando su pequeña zona.
—Es hora de que te prepares para ir al colegio, querido —le dijo la señora Brown—. ¿Para qué es ese bastón?
—¿Qué bastón? —respondió Guillermo con inocencia.
—El que tienes en la mano.
—Oh, «ese» —replicó Guillermo—. Sí, ya veo. Al principio no sabía a qué te referías. Sí, ya veo… ese bastón. Oh, es el bastón que pienso utilizar para atarlo junto a mis plantas para que se mantengan tiesas.
—Pero si no tienes ninguna planta.
—No, ya lo sé —dijo Guillermo—, pero creí conveniente tener el bastón preparado para cuando las tenga.
—¿Pero qué estás haciendo con él ahora?
—Oh, ahora —repuso Guillermo para ganar tiempo—. Oh, ya comprendo lo que quieres decir… ahora. Sí, bueno, lo utilizo para esto: lo clavo en la tierra para marcar el trozo de tierra que voy a cavar a continuación, y cuando termino lo traslado al siguiente.
—Oh —exclamó la señora Brown. Pensaba que el sistema de Guillermo era muy extraño, pero todos sus sistemas lo eran, así que no le sorprendió demasiado—. Bueno, ya es hora de que te prepares para ir al colegio, querido.
Y Guillermo salió para el colegio, dejando dicho que no debían soltar a «Jumble».
Durante las clases su mente trabajó activamente. Lo ocurrido entre el vecino y el mayor Bryant había abierto ante sus ojos nuevas perspectivas. Después de todo, una venganza no tiene por qué limitarse, y Guillermo tenía muchos enemigos en el pueblo que podían ser incluidos en ella. Los profesores le encontraron muy aplicado aquella mañana, si bien un poco más «espeso» aún que de costumbre.
—¿Es que nunca escuchas ni una palabra de lo que digo? —le preguntó el profesor de historia.
—No, señor —respondió Guillermo cortés, apresurándose a rectificar—: Sí, señor.
—¿Es que nunca escuchas ni una palabra de lo que digo? —le preguntó
el profesor de historia.
El maestro de matemáticas, a quien Guillermo le desagradaba sobremanera y le daba frecuentes muestras de ello, le ordenó que se quedara una hora más, después de terminada la clase. Guillermo recibió la sentencia con sumisión desacostumbrada y con un brillo de alegría anticipada en los ojos.
En cuanto llegó a su casa se puso a trabajar en su jardín. «Jumble» sentado a su lado, de vez en cuando golpeaba el suelo con el rabo para decir a Guillermo que comprendía y aprobaba su plan. Mientras trabajaba, nuestro héroe dirigía frecuentes miradas a la cerca a través de la cual podía ver a todo el que pasara por la carretera. Pronto descubrió la figura del maestro de matemáticas que caminaba lentamente dando su acostumbrado paseíto «medicinal». Se afanó en sus operaciones jardineriles moviendo con energía el bastón para trasladarlo a otro lugar distinto del que estaba clavado. Apenas había terminado de pasar por delante de la casa vecina el profesor de matemáticas, cuando el nuevo vecino salió corriendo a la carretera abalanzándose sobre él. Guillermo, apoyado sobre la cerca fue un regocijado espectador de la lucha, en la que el profesor de matemáticas llevó la peor parte.
Guillermo, naturalmente, no quedó al margen de las sospechas. En varias ocasiones, al sonar la campanilla, el vecino había corrido hasta la cerca del jardín de Guillermo, viéndole enfrascado en sus operaciones de jardinería, pero no hubiera sido humanamente posible, por ágil que fuese, haber llamado a la puerta de la casa vecina y volver a aquel lugar donde se encontraba en el tiempo transcurrido entre la llamada y el descubrimiento del laborioso Guillermo. Guillermo era demasiado artista para excederse. La campanilla no sonaba continuamente. Siempre aguardaba a que la casa estuviera silenciosa, y a que sus ocupantes hubieran vuelto a sus actividades antes de interrumpirles de nuevo. Diversos visitantes inocentes quedaron sorprendidos por el recibimiento que les dispensaba el amo de la casa, que saltaba sobre ellos blandiendo un bastón. El médico fue a echar una nota al buzón de las cartas, hizo sonar la campanilla, y se fue, quedando estupefacto al verse perseguido, atrapado, y sacudido por el cuello por su nuevo cliente, quien al mismo tiempo le comunicó su intención de llevarle a la comisaría acusado de hacer sonar el timbre y luego echar a correr.
Con toda dignidad el médico le explicó lo ocurrido. El nuevo inquilino examinó el buzón y encontró la nota. El médico se alejó enderezándose el cuello y dando a entender que de no haber sido el facultativo del lugar le hubiera denunciado por asalto.
Guillermo, cada vez más osado, hizo sonar a continuación la campanilla ante las mismas narices del policía del pueblo, quien al pasar por la carretera se había detenido a contemplar las actividades jardineras de Guillermo. El indignado vecino salió como una exhalación, pero ante la decepción de Guillermo no se abalanzó sobre el policía… enemigo de Guillermo. Se limitó a exponerle su caso y a preguntarle si había visto salir a alguien de su casa. El policía, cuya existencia era muy aburrida, se interesó vivamente por aquella situación. No, no había visto a nadie. Habría sido aquel diablillo de Guillermo Brown sin duda alguna, sólo que él había estado mirando el jardín de los Brown durante un buen rato, y no había salido de allí para nada. Estaba trabajando en el jardín… cosa rara en él, pero lo cierto es que allí estaba… y no se había movido durante los últimos cinco minutos. Así que debió ser algún otro. Y el policía podía jurar que tampoco vio salir a nadie. El culpable debía estar escondido en el jardín. El policía y el vecino registraron el jardín, golpeando los arbustos y el seto.
—Debe haberse escondido cerca de la puerta y se habrá escapado mientras mirábamos por el otro lado —fue el veredicto del policía—. Si no podemos averiguar quién ha sido —prosiguió en tono confidencial—, ya nos las arreglaremos para achacárselo al joven Brown. Es capaz de hacerlo aunque no lo haya hecho, y siempre he deseado tener una cosa así contra él.
Guillermo, cuyo oído era más fino de lo que el policía supuso se preparó mentalmente para la lucha que no admitía tregua por ninguna de las dos partes.
Su primer paso fue pedir a su madre que fuera a coser al jardín, y que se sentara a su lado mientras él trabajaba en el arriate. La petición no tenía precedentes, y la señora Brown demostró el natural asombro.
—¿Pero por qué, querido? —dijo.
—Sólo por tener compañía —repuso Guillermo—. Sólo porque… porque me gustaría tenerte cerca mientras trabajo en mi jardín.
La señora Brown estaba profundamente conmovida. Guillermo se había mostrado siempre falto de esos detalles de afecto que hacen tan atractivos a los niños. De pequeñito, cuando le preguntaba a quién quería más en el mundo, respondía invariablemente «a llemo». En el futuro siempre recordaría que le había pedido que se sentara cerca de él mientras trabajaba en su jardincito. Sacó una silla que colocó junto a él en el estrecho camino. «Jumble» se situó entre los dos. Se estaba cansando de las aficiones jardineras de Guillermo, y apoyando la cabeza sobre sus patas quedó pronto dormido, estremeciéndose y gruñendo suavemente mientras cazaba conejos en sueños.
En la casa vecina sonó la campanilla cinco veces durante una hora, y otras cinco el dueño de la casa salió corriendo sin encontrar a nadie más que al policía, que acaba de pasar por delante de la puerta al hacer su ronda. Cada una de las veces, los dos miraron hacia el pasillo donde Guillermo se hallaba trabajando la tierra junto a la silla de costura de su madre. Naturalmente, era imposible, «echarle la culpa a él» cuando su madre estaba allí para atestiguar que no se había movido del jardín desde el momento en que empezó su trabajo.
Mas el vecino se impacientaba y la mirada que fijó en el policía era de profunda sospecha.
La señora Brown tenía la vista fija en su costura, y su mente ocupada en preparar el menú para el día siguiente, de manera que prestaba poca atención a Guillermo. No obstante, una vez levantó la cabeza para comentar: «Me parece que la campanilla de la casa de al lado suena con mucha frecuencia». Y Guillermo saliendo de entre las matas respondió con aire ausente: «¿Sí?».
La sexta vez que el vecino salió a la calle impulsado por el insistente campanilleo y no vio a nadie más que el policía, se abalanzó sobre él hecho una furia.
—Ha sido «usted» —gritó—. Es usted… usted… usted…
Y para dar más énfasis a sus palabras golpeó la figura majestuosa del policía con su bastón. El policía se rehízo lo suficiente para poder llevarse el silbato a los labios.
La señora Brown, al oír el alboroto se acercó a la cerca y contempló la escena boquiabierta.
El policía consiguió liberarse lo suficiente para llevarse el
silbato a los labios.
Al oir el alboroto la señora Brown se asomó a la cerca. A sus
espaldas un grito de agonía se mezcló con los pitidos del silbato
del policía.
A sus espaldas un grito de dolor se mezcló con los pitidos del silbato del policía.
Guillermo, incapaz de contener su júbilo, había dado una voltereta en mitad de la mata de ortigas.
* * *
El padre de Guillermo había regresado del extranjero, y hallábase disfrutando de un sillón y su pipa favorita.
—¿Qué tal se ha portado Guillermo mientras he estado fuera? —preguntó a su esposa—. ¿Ha sido bueno?
—Oh, sí, «muy» bueno —repuso la señora Brown—. Quiso tener su jardín y yo le cedí un pedazo de tierra en la que estuvo trabajando «arduamente» varios días, luego pareció cansarse de repente. Me decepcionó bastante, pero —suspiró—, supongo que no hay que esperar constancia en la juventud. La juventud es inconstante y voluble.
—¿Qué pedazo le diste? —quiso saber su esposo.
—Ese estrecho que hay junto a la casa vecina… el que tú abandonaste.
El señor Brown se asomó a la ventana para contemplar aquella zona infestada de hierbas.
—No parece haber hecho gran cosa —comentó.
—Oh, pues debe haberlo hecho, querido —dijo su esposa—, estuvo trabajando «horas y horas» antes de cansarse.
—Veo que la casa vecina vuelve a alquilarse —le dijo su esposo volviendo a ocupar su sillón.
—Oh, «sí» —exclamó la señora Brown—. Fue emocionante. Le detuvieron por asaltar a un policía y le multaron. Él dijo que alguien había llamado a su puerta y que luego echó a correr, y que él creyó que había sido el policía, y el policía contestó que no podía ser cierto, puesto que había estado siempre en la carretera sin entrar en su jardín. Casi le acusan también de perjuro. No siento que se haya marchado. Fue muy grosero conmigo.
—¿Qué te hizo?
—Fui a visitarle y me devolvió mi tarjeta hecha pedazos. De todas maneras, Roberto fue a pedirle explicaciones.
—Quizá Guillermo le molestara.
—Oh, no, querido. Guillermo se portó «muy» bien durante todo el tiempo que estuvo aquí. Te lo aseguro. Le cogió esa locura por la jardinería y apenas salía del jardín.
Los dos miraron a Guillermo que estaba de pie junto a la ventana contemplando la carretera, y al parecer ajeno a lo que hablaban. Tan fijamente contemplaba el exterior que su madre se acercó a la ventana para ver lo que miraba.
Pero, no obstante, no había nada que ver. La carretera estaba desierta.
Claro que ella no podía saber que Guillermo contemplaba su ejército de bandoleros que con estandartes y floreos de trompetas salían de Ringers Hill para volver a instalar su cuartel en la casa vacía.