GUILLERMO EN ESCENA

Fue un antiguo alumno del colegio de Guillermo, llamado Welbecker, quien con entusiasmo bien intencionado, aunque equivocado, ofreció un premio a la clase que representara una escena de Shakespeare con mayor éxito. El antiguo alumno en cuestión había escrito un artículo sobre Shakespeare que apareció en las columnas de la Prensa local, y, siendo un hombre de más medios que criterio, pensó conmemorar aquel acontecimiento intelectual e inmortalizar su nombre instituyendo el Premio Welbecker de Teatro Shakesperiano en su antiguo colegio.

* * *

El director y profesorado recibieron su oferta con gratitud convencional, pero sin entusiasmo. Algunos de los profesores más antiguos dijeron que el tonto de Welbecker debía tomarse la molestia de organizarlo, y así no volvería a repetirlo. Los más jóvenes se expresaron con más sencillez diciendo que debieran ahorcar a aquel pelmazo. Para empeorar todavía más las cosas, el pelmazo llegó inesperadamente una mañana al colegio armado de innumerables ejemplares de su artículo sobre Shakespeare, impresos particularmente y encuadernados en terciopelo blanco con letras doradas, y tras repartirlos entre todos, se ofreció para dar una conferencia en el colegio. El director se apresuró a decirle que era imposible que se celebrase dicha conferencia en la escuela, agregando amablemente y sin rubor, que estaba seguro de que los niños tendrían una profunda desilusión, pero que las reglas del colegio no podían ser alteradas aquel día. El autor se ofreció para ir en otra ocasión, cuando pudieran hacerse los preparativos de antemano, y el director respondió, evadiéndose, que ya vería.

Fue en aquel momento cuando el subdirector llegaba para preguntar qué hacía con la clase III, explicando que el maestro que debía darles clase había enfermado repentinamente. Dio a entender con palabras discretas y bien escogidas que la clase III estaba armando tal alboroto que podía oírse en un kilómetro a la redonda. El director se llevó la mano a la cabeza con gesto fatigado, y entonces sus ojos se posaron en el autor shakesperiano y se animó.

—Tal vez usted quisiera dar su conferencia sobre Shakespeare a la clase III —sugirió suavemente.

—Es la del joven Brown y su pandilla —murmuró el subdirector para advertirle, pero la expresión del director se animó todavía más. Su aspecto era el de un hombre que envía a su peor enemigo desarmado y confiado, a la guarida de un león.

—¡Espléndido! —dijo de corazón—. ¡Espléndido! Estoy seguro de que encontrarán muy interesante su conferencia, Welbecker. «Buenos» días. Espero verle antes de que se marche, naturalmente.

Un repentino silencio… un silencio de interés y sorpresa… saludó la entrada del señor Welbecker en la clase Illa.

—Ahora, niños —les dijo con animación—. Quiero daros una pequeña charla sobre Shakespeare, y deseo que me preguntéis con toda libertad, porque, er… bueno, soy lo que pudiéramos llamar un experto en la materia. He escrito un librito, del que he traído algunos ejemplares, que voy a regalar a los niños que demuestren mayor comprensión. Estoy seguro de que siempre estarán entre vuestros más preciados tesoros, porque… bueno, ya sabéis que no todo el mundo puede escribir un libro, ¿verdad?

—Yo he escrito un libro —dijo Guillermo dándose importancia.

—Tal vez —dijo el señor Welbecker sonriendo con tolerancia—, pero no te lo habrán publicado, ¿verdad?

—No —dijo Guillermo—. Todavía no he intentado publicarlo.

—Y no sería sobre Shakespeare, ¿verdad? —dijo el señor Welbecker sonriendo todavía con mayor tolerancia.

—No —replicó Guillermo—. Era sobre alguien muchísimo más interesante que Shakespeare. Era sobre un pirata llamado Dick el de la Mano Sangrienta, que salía en busca de aventuras, y llegaba a…

—Sí —le atajó el señor Welbecker—, pero primero quiero hablaros un poco de Shakespeare. Yo me inclino por la teoría de que fue Bacon quien escribió las obras de Shakespeare.

—Yo he escrito una obra de teatro —dijo Guillermo—, y se representó, pero todos olvidaron sus papeles, de manera que no resultó mucho, pero de todas formas era muy buena.

—Quisiera que dejaras de interrumpir —le dijo el señor Welbecker molesto.

—Creí que usted había dicho que podíamos hacer preguntas —dijo.


—Usted dijo que podía hacer preguntas —dijo Guillermo.

—Sí, lo dije, pero tú no haces preguntas.

—Ya lo sé —dijo Guillermo—, pero no veo la diferencia entre hacer una pregunta o decirle algo interesante.

La mayoría de la clase había vuelto a sus distracciones… sosegadas o todo lo contrario. Guillermo era el único que al parecer tenía algún interés por la conferencia o el conferenciante. Guillermo, por la fuerza de sus obras e historia, se consideraba un carácter literario y estaba dispuesto a escuchar a un colega.

—Bien —prosiguió el señor Welbecker adoptando su postura de conferenciante para mirar a su público, pero de mala gana tuvo que dirigirse de nuevo a Guillermo—. Repito que me siento inclinado por la teoría de que las obras de Shakespeare fueron escritas por Bacon.

—¿Cómo es posible? —preguntó Guillermo.

—Ya te he dicho que desearía que dejaras de interrumpir —exclamó el conferenciante.

—Ha «sido» una pregunta —replicó Guillermo triunfante—. No puede usted decir que no era una pregunta, y usted dijo que podíamos preguntar. ¿Cómo pudo ese otro hombre Ham…?

—Dije Bacon.

—Bueno, es casi lo mismo[1] —repuso Guillermo—. Bueno, ¿cómo pudo ese Bacon escribirlas si las escribió Shakespeare?

—Ah, pero es que yo no creo que las escribiera Shakespeare —dijo el señor Welbecker en tono misterioso.

—Bueno, ¿entonces por qué está su nombre impreso en todos los libros? —dijo Guillermo—. Debió decir a los impresores que fue él, o no habrían puesto su nombre, y él debía saberlo. Y si ese otro hombre Huevos…

—Dije Bacon —volvió a exclamar el señor Welbecker.

—Bueno, Bacon entonces —dijo Guillermo—; bien, si ese hombre Bacon las escribió, no hubieran puesto en los libros el nombre de Shakespeare. No lo habrían permitido. Les hubieran metido en la cárcel. De la única manera que pudieron hacerlo es envenenando a ese hombre, Shakespeare, y luego robando sus obras. Por lo menos eso es lo que yo hubiera hecho en su lugar si hubiese deseado decir que las había escrito personalmente.

—Todo eso son tonterías —replicó el señor Welbecker airado—. Claro que estoy dispuesto a admitir que es una pregunta. —Luego, volviendo a adoptar su postura de conferenciante en un vano intento por aumentar su audiencia, continuó—: Ahora, niños, quiero, y, os pido, que tengáis la bondad de escucharme…

Nadie respondió. Los que estaban jugando a «Tres en raya», siguieron jugando a «Tres en raya». Los que se hallaban entregados a batallas mímicas cuyas municiones consistían en bolitas de papel secante mojado en tinta, continuaron peleando. Los que jugaban al cricket con una goma de borrar que representaba la pelota, y una regla, el «bat», continuaron el juego. El niño que producía ruidos irritantes con un silbato continuó produciéndolos, y decepcionado, el señor Welbecker volvióse a su único escucha.

—Primero quiero hablaros del argumento de la obra de la que vais a representar una escena para el concurso que he organizado —dijo—. Había un hombre llamado Hamlet…

—Acaba usted de decir que se llamaba Bacon —le interrumpió Guillermo.

—Yo no he «dicho» que se llamara Bacon —replicó el señor Welbecker.

—Perdone, sí que lo ha dicho —repuso Guillermo, cortés—. Cuando yo le llamé Ham usted dijo que era Bacon, y ahora es usted quien le llama Ham.

—Ese era un hombre distinto —dijo el señor Welbecker—. ¡Atiende! Este hombre se llamaba Hamlet y su tío había matado a su padre porque quería casarse con su madre.

—¿Para qué quería casarse con su madre? —preguntó Guillermo—. Nunca he oído que nadie quiera casarse con su madre.

—Con quien quería casarse era con la madre de «Hamlet».

—Oh, ese hombre que usted cree que escribió las obras.

—No, ese era Bacon.

—Hace un momento que usted dijo que era Ham. Siempre que yo digo Bacon usted dice que es Ham, y cuando yo digo que es Ham, usted dice que Bacon. No creo que sepa usted «cuál» es de los dos nombres.

—¿Quieres «escuchar»? —dijo el conferenciante—. Ese hombre Hamlet decidió asesinar a su tío.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Porque su tío había matado a su padre.

—¿El padre de quién?

—De «Hamlet». En la obra aparece una joven muy hermosa llamada Ofelia, con la que Hamlet había deseado casarse.

—Acaba usted de decir que quería casarse con su madre.

—Yo no he dicho eso. ¿Por qué no atiendes? Entonces se volvió loco y la joven se cayó al río. Se supuso que se trataba de un accidente, pero probablemente…

—Él la empujó —terminó Guillermo.

—¿Quién la empujó? —quiso saber el irritado señor Welbecker.

—Pensé que iba usted a decir que ese hombre Bacon la empujó.

—Te refieres a «Hamlet».

—Hagamos una cosa —le dijo Guillermo confidencialmente—, llamémosle Huevos a los dos, y así no nos confundiremos tanto. Cualquiera de los dos será Huevos.

—¡Tonterías! —estalló el conferenciante—. Escucha… volveré a empezar.

Pero en aquel momento sonó la campana, y el director entró en la clase. Inmediatamente el silbato, las gomas de borrar, reglas, «Tres en raya», bolitas de papel secante desaparecieron como por encanto, y veinticinco rostros atentos se volvieron hacia el conferenciante. Tan absortos estaban que al parecer no habían reparado en la llegada del director, ya que ni uno solo miró en aquella dirección.

—Ha terminado la hora de clase, Welbecker —dijo el director—. Un millón de gracias por su ayuda y por su interesante conferencia. Estoy seguro de que os habrá gustado extraordinariamente, ¿verdad, queridos niños?

Una salva de aplausos dio fe de su entusiasmo.

—Ahora —prosiguió el director con malicia—, quiero que uno de vosotros haga un resumen de la conferencia del señor Welbecker. El que crea que puede hacerlo que levante la mano.

Sólo se levantó una, la de Guillermo.

—¿Y bien, Brown? —dijo el director.

—Pues nos ha dicho que él cree que las obras de Shakespeare fueron en realidad escritas por un hombre llamado Ham y ese Shakespeare envenenó a ese hombre llamado Ham, robó sus obras y luego simuló haberlas escrito él. Y luego un hombre llamado Bacon empujo a una mujer dentro de un estanque porque quería casarse con su madre. Y hay un hombre llamado Huevos, pero he olvidado lo que hizo, excepto que…

El rostro del señor Welbecker había adquirido un tinte verdoso.

—Es suficiente, Brown —le dijo el director tranquilamente.

* * *

A pesar de este contratiempo, siguieron adelante los preparativos para la competición shakespeariana. El señor Welbecker había escogido la Escena primera del acto III. Los papeles de la Reina y Ofelia iban a ser representados por niños «como era costumbre en tiempos de Shakespeare» —dijo el señor Welbecker, quien al parecer se hacía la ilusión de que nadie sabía nada de Shakespeare antes de que su artículo se publicase en la Prensa local.

—Yo no pienso ser la mujer que es arrojada al estanque —dijo Guillermo con firmeza—. No me importa ser el que la empuja, ni tampoco ser ese Ham que envenena a Shakespeare. No me importa quién sea mientras no tenga que representar a la que tiran al estanque, y con tal que tenga mucho que decir. Cuando hago comedia me gusta tener un papel largo.

Su interés por la representación había aumentado por la presencia de Dorinda Lane, que estaba de nuevo pasando unos días en el pueblo en casa de su tía. Dorinda era una niña de cabellos oscuros y hoyuelos, y la dueña temporal del corazón de Guillermo, órgano endurecido que por lo general odiaba ser esclavo de ninguna mujer. Sin embargo, Dorinda aparecía tan raramente en su horizonte que, por la corta duración de sus visitas, podía apearse de su pináculo y admirarla sin perder prestigio ante sus propios ojos.

—Voy a actuar en una función del colegio —le comunicó a la mañana siguiente de la conferencia del señor Welbecker.

Ella lanzó un grito de emoción. No cabía la menor duda de que era una gran admiradora de Guillermo.

—¡Oh, Guillermo! —le dijo—. ¡Qué estupendo! ¿De qué vas a hacer?

—No estoy muy seguro —repuso Guillermo—, pero seré el personaje más importante de la obra.


—Seré el personaje más importante de la obra —dijo Guillermo.

—Oh, ¿de «veras», Guillermo?

—Sí. Voy a hacer el papel de uno que envenena a Bacon o que empuja a Ham a un estanque, o algo por el estilo. De todas formas, nos dieron una conferencia, y yo fui el único que supe explicarla al final, por eso van a darme el papel principal.

—¡Oh, Guillermo, qué estupendo!

Guillermo vacilaba.

—Bueno, es como si me lo hubieran dicho —dijo—. Quiero decir que yo fui el único que supe algo cuando terminó la conferencia, así que es seguro que me darán el papel más importante. En realidad… —terminó llevado de su imaginación—, en realidad me «dijeron» que me lo darían. Dijeron «al parecer eres el único que sabe algo de ese hombre Huevos que escribió la obra, de manera que escoge el papel que te gustaría representar».

—Oh, Guillermo —dijo Dorinda—. Eres maravilloso.

Después de esto, Guillermo, convencido de su propia elocuencia, creyó firmemente que debían ofrecerle el mejor papel de la obra por su magnífica recopilación de su argumento. Para asegurarse de que escogía bien, cogió las obras de Shakespeare de su padre, buscó la escena (con gran dificultad) y comenzó a leerla. Le resultó incomprensible, como si estuviera escrita en un idioma extranjero, pero le sorprendió el principio: «Ser o no ser…». Era un párrafo largo e incluso aún más incomprensible que el resto de la escena y proseguía con una rima impresionante. A Guillermo le entusiasmaban los discursos largos e incomprensibles, y además en verso. Lo pronunció con infinito deleite y gesticulando mucho, paseando de un lado a otro de su dormitorio. Al fin decidió ser Hamlet.

Por consiguiente su sorpresa y disgusto fueron inmensos cuando el profesor de su clase le informó que iba a ser uno de los servidores del Rey, y por lo tanto, no pronunciaría ni una sola palabra.

—Tú entrarás primero y te colocarás junto al trono y luego te retiras cuando salga el rey.

—Pero yo quiero decir algo —protestó Guillermo.

—No me cabe la menor duda —repuso su maestro en tono frío—. No te he visto en una sola ocasión que no le desees, pero da la casualidad de que ese servidor no habla. Por un extraño descuido Shakespeare no escribió ni una sola línea para él.

—Bueno, no me importa escribirlas yo mismo. Las escribiré y luego me las aprenderé de memoria.

—Si las aprendes tan bien como los verbos de latín de ayer… —dijo el maestro—, valdrá la pena oírte.

—Bueno, no me gustan los verbos del latín —dijo Guillermo—, y «sí» hacer teatro.

Pero fue en vano. Su maestro se mantuvo inflexible. Sería uno de los servidores del rey, o nada. El primer plan de Guillermo fue fingirse enfermo el día de la representación y decirle a Dorinda que habían tenido que buscar un sustituto a toda prisa, pero que él habría hecho el papel mucho mejor. Claro que esto tenía muchos inconvenientes. En primer lugar nunca había conseguido fingirse enfermo con éxito. El médico de su familia era receloso y a los ojos de Guillermo, un ser inhumano, que siempre le sacaba de su lecho de dolor ya que no era capaz de engullir sus drogas y medicinas nauseabundas. («Es mejor que morir envenenado», decía Guillermo cuando al fin tenía que abandonar sus síntomas). Además, aunque consiguiera engañar al doctor, cosa que aún no había logrado, el procedimiento era bastante insípido, y cuando se celebraba algo, Guillermo tenía que tomar parte activa.

Fue un comentario casual de su padre el que envió un rayo de luz a la tenebrosa situación.

Casualmente se estaba representando en Londres la misma obra, y el actor que debía hacer de Hamlet se había puesto repentinamente enfermo y tuvo que ser substituido por otro miembro de la compañía en el último momento.

—El otro individuo sabía el papel —dijo su padre—, así que se abrió camino.

—¿Por qué hizo eso? —preguntó Guillermo.

—¿Hacer qué? —quiso saber su padre.

—Abrir eso que tú dijiste.

—¿Qué?

—Acabas de decir que abrió algo.

—Dije que representó el papel.

—Bueno, tú has dicho que había abierto no sé qué y yo supongo que quizá lo rompiera como Roberto cuando tropezó con un farol en la función del club de fútbol.

La única respuesta de su padre fue un gruñido con el cual esperaba dar por finalizada la conversación.

Pero Guillermo veía ahora claramente el camino que se extendía ante él. Se aprendería el papel de Hamlet, y la noche de la representación, cuando Hamlet se pusiera enfermo, él se ofrecería para hacer su papel. («Y no iré por el escenario abriendo cosas como ese de Londres», dijo con rencor).

A los ojos de Guillermo el papel de Hamlet consistía únicamente en el párrafo «Ser o no ser».

—Si lo aprendo —se dijo—, todo irá bien. El resto puedo inventarlo. Cuando me digan algo contestaré lo primero que se me ocurra.

Cada noche repetía la escena delante de su espejo, con gestos elocuentes que barrían todos los objetos de encima de su consola, lanzándolos en todas direcciones, como si sus brazos fueran aspas de molino.

Como su rostro era la única parte de su persona visible en el espejo, no se molestó en disfrazar más que su cabeza para los ensayos. Algunas veces la envolvía con la toalla al estilo árabe, otras se ponía el sombrero de copa de su padre «prestado» para la ocasión. En conjunto decidió que el sombrero de copa era el que resultaba de mejor efecto.

—¿«De veras» vas a ser tú el protagonista, Guillermo? —le dijo Dorinda la próxima vez que le vio.

—Sí, tengo que hablar horas y horas. Es el papel más largo que existe en ninguna comedia. Permanezco en el centro de la escena, y hablo y hablo diciendo mi papel sin que nadie me interrumpa, y sin interrumpirme. «Horas». Porque yo soy la persona para quien se ha escrito toda la obra.

—¡Oh, Guillermo, qué estupendo! ¿De qué se trata?

Como Guillermo, aunque era capaz de repetir el parlamento casi a la perfección, no tenía la menor idea de qué trataba, se limitó a sonreír misteriosamente, diciendo:

—Oh, tendrás que esperar a verlo.

—¿Es divertido, Guillermo? ¿Me hará reír? Me encantan las cosas divertidas.

Guillermo reflexionó. Tal vez aquel parlamento fuera gracioso, y por otro lado, pudiera no serlo. Como no tenía la menor idea de lo que significaba, no podía decirlo.

—Tendrás que esperar a verlo —repitió con el aire de quien posee un secreto de estado y que ha hecho cuestión de honor el no descubrirlo.

Ahora había abandonado el espejo, y paseaba de un lado a otro murmurando su papel con gran acompañamiento de gestos ante su palanganero, una silla y una fotografía de boda de sus padres que había descendido de categoría, pasando durante el transcurso de los años del salón al comedor, del comedor al saloncito de estar, del saloncito de estar al recibidor, del recibidor a la escalera, y de allí, pasando por los dormitorios de su madre, Roberto, y Ethel, al de Guillermo. Claro que Guillermo no veía el palanganero, la silla, ni el retrato de boda, sino filas y filas de rostros atentos entre el que destacaba el de Dorinda con sorprendente claridad.

—Ser o no ser —declamaba—; el problema es este:

¿Qué es más noble al espíritu: sufrir

golpes y dardos de la airada suerte

o «morir… dormir» contra un mar de angustias,

o «tomar armas» para combatirlas?

Ni siquiera pretendía colocar cada palabra en su sitio exacto, y se decía para sí:

—De todas maneras, es tan incomprensible como en el libro, y suena igual.

El papel de comparsa que tenía durante los ensayos como servidor del Rey, no le preocupó lo más mínimo. Él no iba a formar parte del séquito del Rey, Él era Hamlet. El papel de Hamlet lo representaba un niño alto y moreno llamado Dalrymple (que tenía un ligero ceceo, pero excelente memoria). Pero sería él, Guillermo, y no Dalrymple quien recitaría aquel largo y emocionante parlamento ante un público absorto. Tan plenamente confiaba Guillermo en su suerte que no tenía la menor duda de que Dalrymple caería enfermo el día de la representación. La madre de Guillermo tenía un libro muy grande titulado «Dolencias cotidianas». Guillermo lo hojeó y su alegría fue grande al ver la cantidad de enfermedades que en él había. Era casi imposible que Dalrymple… un simple mortal susceptible a todos los gérmenes que al parecer poblaban el aire… no fuera abatido por alguno de ellos el día de la representación. Dorinda le encontró en el pueblo el día anterior al estreno.

—Estoy «deseando» que llegue mañana, Guillermo —le dijo.

Y Guillermo, sin la menor sombra de duda, replicó:

—Oh, sí, será estupendo. Fíjate en mi largo parlamento.

Amaneció el día de la representación. Hasta Guillermo no llegaron noticias de la repentina enfermedad de Dalrymple, y sin embargo no dudaba. El destino le había escogido para ser Hamlet, y Hamlet sería. Su madre, temerosa de que Guillermo llegara con retraso le hizo salir en dirección al colegio a una hora excesivamente temprana en opinión de Guillermo, y recomendándole que no se entretuviera por el camino. Ella iría más tarde como público. A Guillermo le desagradaba mucho llegar demasiado pronto a donde fuese, y consideraba que su madre le había hecho salir un cuarto de hora antes de lo prudente, y que por lo tanto tenía un cuarto de hora para entretenerse por el camino. Seguía estando seguro de que él representaría el papel de Hamlet, pero no tanto que le obcecase la idea, y en aquel momento comprendió que en el mundo había otras cosas aparte de Hamlet. El arroyo del Bosque de la Corona por ejemplo (había decidido ir por el camino más largo atravesando el Bosque de la Corona para emplear aquel cuarto de hora); un seto lleno de nidos de gorrión; un insecto curioso que Guillermo no había visto nunca y por consiguiente pensó que era él su descubridor; un sendero que no había visto en su anterior visita al bosque, y que debía explorar, y un árbol que le invitaba a trepar por él, y no supo resistirse. Incluso él se dio cuenta al salir del bosque, que había transcurrido mucho más de un cuarto de hora.

Echó a correr hacia el colegio. Un grupo de gente excitada estaba en la puerta aguardándole, y fue recibido con una lluvia de reproches. Le arrastraron a su clase y empezaron a quitarle el traje y a ponerle su uniforme de soldado. («Es hora de empezar». «Te hemos estado esperando horas y horas». «¿Por qué diantre no has venido con tiempo?»). Todos los demás se habían cambiado ya, y estaban preparados. Hamlet tenía un aspecto muy pintoresco vestido de terciopelo negro acuchillado de púrpura, y adornado con una cadena de plata. Guillermo intentó resistirse, pero uno le metía las piernas en unas mallas, otro le cepillaba el cabello sin clemencia, y un tercero le maquillaba el rostro. Cuando abría la boca para hablar recibía un pegote de pasta.

—Ahora no olvides —le dijo el profesor de su clase, que era también el director, que debes entrar primero y colocarte junto al trono. Quédate bien quieto, como te enseñé, y entrarán el rey y los otros.

Y Guillermo, todavía confuso, fue empujado al escenario sin más ceremonias.

Allí se vio ante un mar de rostros atentos, y entre ellos, en la segunda fila, vio a Dorinda con los ojos fijos en él y en actitud expectante.

Instintivamente y sin un momento de vacilación, Guillermo dio un paso adelante y con gesto elocuente comenzó su parlamento:

—«Ser no ser», he ahí el problema.

¿Qué es más noble al espíritu: sufrir…

—Sal de ahí, tonto —le siseó el profesor de su clase entre bastidores.

Pero Guillermo había empezado bien y no pensaba salir de allí por nada del mundo.

Golpes y dardos de la airada suerte…

(Por una maravillosa casualidad colocaba las palabras en el lugar adecuado).

O tomar armas contra un mar de angustias…

Lo mejor, por supuesto, hubiera sido bajar el telón, pero no había telón que bajar. No se había empleado nunca.

Colocaron varios biombos al borde del escenario, que fueron retirados al empezar la representación.


—¡Sal de ahí te digo! —repitió el maestro, frenético.

—Sal de ahí, te digo —repetía el maestro frenético.

Y darles fin a todas combatiéndolas.

Guillermo había olvidado todo lo que no fuera su papel y Dorinda. No oía los siseos desesperados de los demás actores; ni las órdenes imperiosas de su maestro; ni se daba cuenta de los rostros estupefactos del director y el señor Welbecker, sentados en primera fila, con el trofeo a punto de ser entregado.


Guillermo no se daba cuenta de los rostros estupefactos del señor director y del señor Welbecker sentados en primera fila.

Morir… dormir; no más; y con un sueño

saber que dimos fin a las congojas…

El maestro decidió intervenir. Evidentemente aquel niño se había vuelto loco. Lo único que cabía hacer era salir a escena y arrastrarle fuera de ella. Eso es lo que quiso intentar el maestro. Entró en escena y alargó la mano para coger a Guillermo, pero este al darse cuenta de que alguien intentaba cortar su parlamento, reaccionó rápidamente y corrió al otro lado del escenario para continuar su recital.

Y a los mil sobresaltos naturales

que componen la herencia de la carne…

El maestro, que ahora tenía la sangre enardecida, corrió al otro lado del escenario. Una vez más Guillermo supo esquivar su brazo extendido y sin dejar de recitar alcanzó de nuevo el otro lado de la escena. Entonces tuvo lugar el divertido espectáculo del maestro persiguiendo a Guillermo por el escenario… y Guillermo esquivando, corriendo, y sin aliento, pero sin dejar su recital. Alguien tuvo la osada idea de volver a colocar los biombos, pero fue una maniobra inútil y contraproducente, porque Guillermo, sin dejar de recitar, corrió a colocarse ante ellos y por desgracia volcó uno encima del director. El público reía a carcajadas, y Dorinda se retorcía de risa y aplaudía con todas sus fuerzas. Al fin terminó aquella extraordinaria representación. Los actores se unieron al maestro para dar caza a Guillermo, y le arrastraron fuera de la escena, todavía recitando.

El señor Welbecker volvió su rostro enrojecido hacia el director para decirle:

—Esto es un ultraje. Un insulto. No pienso regalar mi trofeo a un colegio en el que he presenciado esta exhibición.

—Convengo en que ha sido un incidente lamentable, Welbecker —le dijo el director en tono suave—, y creo que dadas las circunstancias su decisión está ampliamente justificada.

Dorinda, secándose las lágrimas que la risa había hecho brotar de sus ojos, exclamó:

—¿Verdad que Guillermo ha estado «maravilloso»?

* * *

Claro que el cuerpo de profesores del colegio de Guillermo consideraban necesario que alguien escarmentara de una vez para siempre a Guillermo, pero era tan difícil no considerarle un benefactor público (ya que el pensar en el concurso anual Shakesperiano organizado por Welbecker había comenzado a asumir las proporciones de una pesadilla en las mentes de los ya muy ocupados profesores), que no se había dado ningún paso definitivo, aparte de las medidas rudas y primitivas tomadas por el director tras el suceso.

El curso terminaba al día siguiente, y cuando hubo finalizado el día, el director y el profesor de la clase de Guillermo se informaron mutuamente, sólo para cubrir el expediente, de que cada uno de ellos había pensado que el otro se encargaría de castigar oficialmente a Guillermo.

—Fue algo imperdonable —decía el director—, pero es demasiado tarde ahora que el curso ha terminado. Enviaré a buscarle a principio del próximo curso.

—Eso será lo mejor —replicó el maestro, que estaba bien seguro de que lo olvidaría.

La señora Brown había salido al vestíbulo al principio del incidente y trataba de convencerse de que nadie la había visto asistir a la representación y por lo tanto no tenía por qué darse por enterada.

Quince días después de finalizado el curso, Guillermo fue a merendar con Dorinda… una magnífica excursión durante la que tuvieron que tomar un tren y dos autobuses. La madre de Dorinda preparó una merienda espléndida, a la que Guillermo, observado por Dorinda con admiración, le hizo justicia.

—Dorinda disfrutó tanto con esa función que hicisteis en tu colegio, Guillermo —le dijo la madre de la niña observando maravillada la rápida desaparición de un pastel helado—. Al llegar a casa dijo que en su vida se había reído tanto. No recordaba muy bien la trama, pero dijo que era divertidísima. Era una farsa, ¿verdad?

—Sí —dijo Guillermo, pues no quiso admitir que no sabía lo que significaba la palabra farsa.

—¿Cómo se llamaba? Cuando era pequeña representamos algunas.

Guillermo miró a lo lejos con el ceño fruncido.

—Lo he olvidado —dijo, pero su rostro se iluminó de pronto—. Oh, sí, ya me acuerdo. Se llamaba «Huevos con jamón».