GUILLERMO EL PIRATA

RICHMAL CROMPTON

GUILLERMO Y EL MÚSICO

Guillermo hallábase sentado en la cima de una colina, acurrucado y con la barbilla apoyada en las palmas de sus manos. Desde allí divisaba una gran extensión de terreno que se extendía ante él, y mirándola se convirtió en el propietario de todo el campo y las casas que abarcaba su vista. Y aún podía llegar más allá. Dejando a un lado las molestas ataduras de las posibilidades así como las probabilidades, se convirtió en el dueño de toda Inglaterra. Pero como incluso los confines de Inglaterra, le parecieron demasiado estrechos para él, se hizo el dueño del mundo entero.

Adoptando un gesto severo que rayaba en ferocidad, comenzó a accionar imperiosamente azotando el aire con su brazo derecho… y con sus ademanes enviaba a sus servidores imaginarios a diversas misiones hasta los más lejanos confines de la tierra, y que les harían merecedores de alabanza o de castigo. Gestos que significaban la vida o la muerte, y ante los que los miles de invisibles esbirros que le rodeaban, temblaban y caían al suelo inclinando sus frentes hasta tocar el polvo. Se anunciaba una rebelión en un lugar remoto de su imperio. Con un amplio movimiento de su brazo, Guillermo envió a un vasto ejército con instrucciones para que lucharan sin cuartel contra los rebeldes. Inmediatamente después el ejército regresó trayendo encadenados a los cabecillas de la rebelión. Un fiero movimiento de su mano ordenó la inmediata ejecución de todos ellos, y con otro ademán prendió medallas en los pechos de los generales victoriosos.

Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Un hombrecillo menudo había subido a la colina mientras Guillermo seguía absorto en la tarea de gobernar el mundo, y ahora sentóse junto a él observándole con interés. Cerca del hombrecillo había un gran fardo.

—Vaya —le dijo en tono amable cuando Guillermo se volvió—. ¿Lo atrapaste?

—¿Atrapar el qué? —preguntó Guillermo, sorprendido.

—El mosquito que estabas tratando de cazar —replicó el hombrecillo—. Creí que lo habías atrapado en la última intentona.

Guillermo comprendió que sus gestos para gobernar el mundo habían sido interpretados como tentativas para dar caza a un mosquito que zumbaba a su alrededor. Molesto por aquella confusión, pero incapaz de admitir un fracaso incluso en la caza del mosquito, repuso fríamente:

—Sí, ya lo he cogido.

—Has tardado un buen rato —dijo el hombre.

—¿Sí? —exclamó Guillermo, distraído.

Y para recobrar algo del encanto disipado por la repentina llegada de aquel hombre, extendió de nuevo el brazo trazando un amplio círculo y agregó:

—Todas, esas tierras me pertenecen. Es mío todo lo que abarca la vista.

Evidentemente aquel hombre debía ser muy ingenuo y crédulo, pues su rostro moreno, expresivo y muy semejante al de un mono, reflejó la emoción que Guillermo deseaba.

—¿Todo? —exclamó—. ¿Todo lo que puede verse de lado a lado?

Guillermo había aprendido que al tratar con seres humanos vulgares, de inteligencias limitadas, no debía darse rienda suelta a la imaginación, y puso su pincelada de artista para restringirla.

—No «todo» lo que puede verse —dijo—. Hasta aquel árbol por aquel lado, y hasta el río por el otro.

El hombrecillo contempló la extensa franja del terreno con profundo interés, y luego miró a Guillermo.

—Pero… tú eres menor de edad. Supongo que tendrás un tutor, un administrador o alguien que lo gobierne por ti.

—Oh, sí —repuso Guillermo aceptando de mala gana un tutor o un administrador—. Oh, sí, desde luego tengo un tutor o administrador.

El crédulo hombrecillo seguía muy impresionado.

—Entonces, tus padres habrán muerto… —le dijo.

—Oh, sí —repuso nuestro héroe deshaciéndose de sus padres con prontitud nada filial—. Oh, sí, mis padres murieron. —Y su afición al drama le impulsó a añadir—. Murieron el día que yo nací, aniquilados por un rayo.

—¡Qué fatalidad! —dijo el hombrecillo.

—Sí, lo fue —repuso Guillermo con bien fingida tristeza—. Entonces me afecté mucho, pero… —recuperó su natural alegre diciendo— pronto me rehíce y en conjunto me da lo mismo tener padres que no tenerlos.

En su imaginación vio una gloriosa existencia sin trabas ni control, en la que trepaba a los árboles prohibidos, jugaba en estanques prohibidos, convertía el jardín en una jungla y la casa en un campamento de un numeroso grupo de Pieles Rojas, en la que nunca se acostaba.

—En realidad es una bonita perspectiva —terminó con pesar.

El hombrecillo miró de nuevo las extensas posesiones de Guillermo.

—¿Y dónde vives? —le preguntó.

La casa más impresionante que se divisaba desde allí era el Antiguo Ayuntamiento…, una mansión palaciega con muchas chimeneas, rodeada de árboles que indicaban claramente el parque y jardín de tipo de los de las casas señoriales de Inglaterra.

Guillermo lo señaló.

—Vivo allí —dijo.

A decir verdad ahora el Ayuntamiento (que había dejado de ser centro oficial) estaba habitado por el señor Bott, que había regresado con su esposa, y su familia después de una larga ausencia. Para que su regreso no pasara inadvertido, el señor Bott había organizado una subscripción para reconstruir el Hospital de Marleigh, y como resultado el presidente del hospital, Lord Faversham, iba a venir desde Londres para asistir a una recepción en el Ayuntamiento a la que acudiría toda la vecindad y con la que el señor Bott aseguraría su posición entre su aristocrático vecindario. El pensamiento de Guillermo voló hacia la proyectada fiesta. En el pueblo no se hablaba de otra cosa desde varios días atrás.

—Voy a dar una gran fiesta el próximo viernes —dijo como sin darle importancia—. Y asistirá Lord Faversham.

Contuvo el impulso de substituir a Lord Faversham por el Rey, pero no pudo resistir al agregar:

—Y muchos más duques, condes y cosas.

No se fijó cómo reaccionaba su nuevo amigo porque de pronto descubrió a un perrito tendido en el suelo, al lado de un fardo, que dormía profundamente.

Su aire de propietario y gran potentado se desvaneció como por ensalmo.

—Vaya —dijo, excitado—. ¿Es suyo ese perro?

—Sí —dijo el hombrecillo—, es Toby. Despierta, Toby. Enseña a este caballero lo que sabes hacer, valiente Toby.

Toby despertó al punto y demostró al caballero lo que sabía hacer. Sabía caminar sobre sus patas traseras, bailar, y llevar un palo al hombro y pasear de un lado a otro como un centinela. Guillermo le observaba, extasiado.


—¡Caramba! —exclamó Guillermo—. ¡Nunca vi un perro tan inteligente!

—¡Caramba! —exclamó—. Es… es «estupendo». Nunca «he visto»… Jumble sabe bailar, pero sólo cuando se le sostienen las patas delanteras… ¡Nunca he «visto» un perro tan inteligente!

Era la primera vez que Guillermo admitía que en el mundo había un perro más inteligente que Jumble.

—¡Aquí, Toby! ¡Toby! ¡Ven aquí, viejo camarada!

Toby no era nada huraño, sino simpático y cariñoso. Corrió hacia Guillermo, jugó con él gruñendo y simulando morderle y rodando por el suelo a más y mejor, hasta que a una voz de mando se colocó el palo al hombro y empezó a pasear con él.

—Jamás vi un perro semejante —dijo el hombrecillo observando a su favorito con ternura—. Aprende cualquier truco con la facilidad con que un gato se bebe la leche. ¿Pero gusta a la gente? No. Dicen que los títeres están pasados de moda. Hoy en día no gustan los títeres. No sé adónde va a ir a parar el mundo.

Guillermo, interesado, había abierto mucho los ojos.

—¿Usted hace títeres? —le dijo.

El hombre asintió señalándole el gran fardo con unas letras descoloridas que decían «Señor Manelli».

—Sí —repuso—. Igual que mi padre, aunque mi padre nunca tuvo un perro como Toby. Es extraño que un perro como Toby se pase de moda y nadie quiera verlo.

—Apuesto a que «cualquiera» querría verle —dijo Guillermo con fervor.

El hombre asintió señalándole el gran fardo, conmovido por la simpatía de Guillermo le hizo su confidente.

Era un italiano, le dijo, que había venido a Inglaterra con su padre y su madre cuando sólo tenía unas semanas, y desde entonces no había vuelto a salir de Inglaterra, pero su ambición era reunir el dinero suficiente para volver a Italia junto a la familia de su padre. No obstante, era una ambición que casi había perdido la esperanza de alcanzar.

—Ahora arrugan la nariz al verlos —dijo desconsolado—, ¡y ante un perro como Toby! En tiempos de mi padre era distinto. Hoy en día, yo y Toby apenas ganamos lo suficiente para seguir viviendo. Y muy a menudo pasamos hambre, ¿verdad, «Toby»? Aunque cuando tenemos algo nos lo repartimos en partes iguales.

—Pues a mí «me gustan» los títeres —dijo Guillermo en tono resuelto—, y si…

El hombre le interrumpió, y brillaron sus ojillos dulces color castaño tan semejantes a los de un mono.

—Escucha —exclamó—, ¿no podrías contratarnos para esa fiesta que vas a dar el viernes? Te prometo que daremos nuestra mejor representación. Tus invitados no quedarán defraudados.

En el rostro de Guillermo apareció una expresión vacía.

—Er… sí —dijo—, sí, claro.

—¿Entonces podemos ir? —dijo el hombrecillo con ansiedad—. ¿A qué hora empezará la fiesta?

—Er… a las tres —repuso Guillermo luchando con una terrible sensación de espanto—. Pero me temo… comprenda… quiero decir…

El hombrecillo acalló sus débiles protestas.

—Te prometo que no decepcionaré a tus invitados. No te arrepentirás. Te lo prometo. Te lo agradezco de todo corazón.

Se puso en pie recogiendo su fardo, que se echó al hombro con los ojos brillantes de satisfacción.

—El viernes a las tres —dijo—. No te decepcionaré. Y ensayaremos entretanto hasta que seamos dignos de actuar ante el propio Rey, ¿verdad, «Toby»?

Y sin más echó a andar por la ladera de la colina.

—Pero… escuche… oiga… espere un momento… —gritaba Guillermo, desesperado.

El hombrecillo estaba ya fuera del alcance de su vista y no le oía.

El dueño del mundo sentóse con la cabeza entre las manos, contemplando el valle y preguntándose cómo solucionar aquella nueva crisis. Cuanto más consideraba la situación, más llena la veía de espantosas posibilidades. La visión de la llegada de su nuevo amigo a la fiesta del señor Bott con su espectáculo, para ser ignominiosamente rechazado, ponía estremecimientos de frío y calor en su espina dorsal. Otras visiones de su amigo pidiéndole protección, señalándole como el autor de su invitación, hicieron brotar gotas de sudor en la frente del potentado dueño del mundo.

La única solución posible era correr tras el hombrecillo y confesarle toda la verdad. Habiendo tomado esta determinación, Guillermo echó a correr colina abajo para llegar a la carretera principal. Una vez allí miró a un lado y a otro. Allí no había nadie. Solo, desapareciendo en la distancia, vio un autobús y en su imperial pudo distinguir la figura pequeña y encorvada de su amigo. En un vano intento de hacer todo lo humanamente posible, corrió por la carretera gritando y gesticulando, hasta que ya no pudo más. Luego, sentándose en la cuneta se entregó de nuevo a sus tristes pensamientos.

Durante los días siguientes vivió en una doble pesadilla, en la que algunas veces el tema principal era el hombrecillo llegando al Ayuntamiento lleno de orgullo y esperanza para ser despedido por un irascible señor Bott, y otras él mismo, sobre quien caía la mano de la justicia. De todas formas le hubiera sido imposible olvidar el viernes, pues no se hablaba de otra cosa por todas partes.

—Habrá atracciones —dijo su madre una mañana mientras desayunaban.

—¿Qué clase de atracciones? —preguntó Guillermo con la esperanza de que aún no lo hubieran decidido y poder recomendar a su amigo al señor Bott.

—Zevrier, el violinista —repuso la señora Brown con voz emocionada—. Ya sabes que es realmente «famoso». Y «terriblemente» moderno.

—Quisiera saber si… —dijo Guillermo—. Quiero decir… bueno, quiero decir que conozco a un hombre que… ¿no crees que a la gente le gustaría más ver una representación de títeres que escuchar a un violinista?

—Títeres —repitió la señora Brown—. No seas «ridículo», Guillermo. No es una fiesta para niños.

Su tono convenció a Guillermo de la inutilidad de proseguir con aquel tema, y suspirando profundamente volvió a ocuparse de su potaje, destruyendo en su abstracción una isla desierta que acababa de hacer, en la que un cristal de azúcar cande representaba un marinero náufrago atisbando el mar de leche que le rodeaba con la esperanza de ver una vela.

* * *

Sin embargo, cuando llegó el viernes, Guillermo había recuperado su natural optimismo. El hombrecillo habría tomado el asunto como una broma y no debió pensar más en ello. No obstante, no podía dejar de recordar de vez en cuando aquel rostro ingenuo y simpático tan semejante al de un mono. No parecía de esos hombres que toman las cosas en broma. Mientras Guillermo deambulaba entre los invitados de la sudorosa señora Bott, no cesaba de vigilar ansiosamente las puertas de entrada. A medida que iba transcurriendo el tiempo sin que apareciera el «Signor». Manelli, se fue animando y comenzó a interesarse por lo que le rodeaba. Lord Faversham, un hombre alto y enjuto con expresión de intenso aburrimiento era conducido por la señora Bott al interior de la tienda donde iba a celebrarse el recitar de Zevrier.

La señora Bott consideraba un golpe muy ingenioso el haber contratado a Zevrier.

—A los nobles les gustan estas cosas —había dicho a su esposo.

La expresión de aburrimiento de Su Señoría se intensificó casi hasta la agonía mientras la señora Bott le acomodaba en el sillón gótico situado en el centro de la primera fila que atestiguaba su aristocrática jerarquía. Luego la señora Bott fue hasta la puerta mirando preocupada a un lado y a otro en busca de Zevrier. La gente que llenaba la tienda comenzaba a impacientarse. Eran ya las tres y cuarto y todavía no había ni señales de Zevrier. El público no tenía ningún deseo especial de oír a Zevrier, pero habían ido a escucharle y cuanto antes terminaran mejor.

La señora Bott, cuyo rostro grande y sudoroso rivalizaba ahora con el color de la famosa salsa de su marido, fue a la biblioteca donde su esposo había buscado refugio temporal para reanimarse con un «whisky» y soda bien cargado.

—Botty, no ha venido —le dijo ella disgustada.

—¿Quién no ha venido? —preguntó el señor Bott.

—«Zebra», el violinista. Oh, Botty, ¿qué voy a hacer? Todos se reirán de mí. Ese lord regresará a Londres riéndose de mí. Nunca más volveré a levantar cabeza. ¡Oh, Botty, «es espantoso»!

El señor Bott meneó la cabeza con abatimiento. Era un hombre dedicado por completo a la fabricación de su célebre salsa y desprovisto de ambiciones sociales. Hacía meses que temía aquella fiesta, y estaba resultando peor que sus peores temores.

—Yo no puedo evitarlo —le dijo—. Tú quisiste armar este tinglado. Ya te advertí que no resultaría bien.

—Pero, Botty —dijo ella aún más histérica—. ¡Están todos allí sentados esperando y no ocurre nada y se impacientan! ¿No puedes hacer «algo», Botty?

—¿Qué puedo hacer yo? —dijo él—. No sé tocar el violín.

—No, pero… Oh, querido, oh, querido, voy a ver lo que está ocurriendo ahora.

Entretanto Guillermo, todavía inquieto por aquella sensación de ansiedad y recelo a pesar de su determinado optimismo, se acercaba a la puerta principal de la verja para echar un nuevo vistazo a la carretera. Para su tranquilidad no había nadie a la vista.

Regresó a la tienda. Un pequeño grupo de personas indignadas habían abandonado sus asientos y estaba congregado ante la puerta.

—¡«Vaya»! —decían—. ¡Pues… «vaya»!

—Debíamos haberlo supuesto.

—¿Cuánto tiempo se cree que vamos a esperar?

En aquel momento Guillermo se volvió viendo una figura menuda que se acercaba, y su corazón se heló cuando la figura fue hacia él gesticulando elocuentemente.

—Ah, mi pequeño anfitrión, siento llegar tarde. Entré directamente por la huerta desde la carretera, para ganar tiempo. El autobús en que venía tuvo un pinchazo, por eso llego tarde. Tuve que esperar otro. Ah, aquí están tus invitados esperándome. No perderé más tiempo…

Y sin dejar de hablar, entró en la tienda, se subió a la pequeña plataforma que habían preparado para Zevrier y se dispuso a montar su teatrito diminuto.

Guillermo permaneció unos instantes como paralizado de horror, pero luego, como le faltara el valor, echó a correr por la avenida y luego por la carretera que conducía a su casa.

Conocía un buen sitio para esconderse detrás de unos sacos de abono en su cobertizo, donde se ocultaría para observar el curso de los acontecimientos cuando regresara su familia, pero al doblar el recodo donde terminaban los jardines del Ayuntamiento tropezó con un hombre… un hombre que llevaba cuello abierto, chalina, una buena mata de cabellos cuidadosamente ondulados, y en la mano un estuche de violín. No cabía la menor duda… era Zevrier. Guillermo estaba a punto de seguir adelante cuando reparó en la expresión del músico… malhumorada y pendenciera. Recordó la simpatía y amables disculpas del hombre de los títeres, imaginando el choque inevitable que habría entre ellos… la furia del músico y la pública humillación de su amigo, y de nuevo la pesadilla volvió a cernirse sobre él.

—Er… perdone —comenzó en tono un tanto incoherente.

El músico se detuvo en seco mirándole con el ceño fruncido.

—¿Sí? —dijo.

—Er… ¿Va usted al Ayuntamiento? —le preguntó Guillermo.

—Sí —replicó el músico.

—¿Para tocar?

—Sí.

—¿Es usted el señor Zevrier?

—Soy Zevrier —repuso el hombre echando hacia atrás sus cabellos.

—Pues… pues… yo de usted no iría a tocar allí —dijo Guillermo, desesperado.


—Yo de usted no iría a tocar allí —dijo Guillermo, desesperado.

—¿Por qué no? —replicó el músico.

Guillermo consideró la situación. ¿Y si dijera que la señora Bott tenía la parálisis infantil, o que el señor Bott se había vuelto loco de repente? Ambos argumentos le parecieron poco convincentes.

—Bueno, yo de usted no iría —terminó por decir en tono misterioso—. Eso es todo.

Aquella tarde el músico sentíase bastante contrariado. Estaba escribiendo su autobiografía, y no encontraba nada interesante que poner. Su deseo era que abundasen los episodios pintorescos, y no encontraba ni uno solo que contar. Había alcanzado su fama desafiando todas las reglas técnicas establecidas, y tenía la sospecha de que aquella comenzaba a decaer. Si escribía su autobiografía era para volver a recuperarla. Además, le desagradaba la señora Bott, a pesar de no haberla visto nunca. Siempre equivocaba su nombre y encabezaba sus cartas llamándole: «Mi querido señor Zebra». Esto, y la asiduidad de sus misivas le contrariaban tanto que casi había decidido no ir, y aún no estaba del todo convencido.

—¡Cerdos! —exclamó de pronto sin esperar la respuesta de Guillermo—. Compran a los genios inmortales por horas, como si fueran cinta a tanto el metro.

—Sí —respondió Guillermo, deseoso de prolongar la conversación—. Sí, eso es lo que yo pienso.

—¡«Tú»! —exclamó el músico mirándole—. ¿Cómo «puedes» comprenderlo?

—Lo «comprendo» —dijo Guillermo con fervor—. Yo… bueno, lo comprendo. Quiero decir, que me cuente usted algo más de lo que siente. Quiero decir… que… que, deseo «saber» lo que usted siente.

Guillermo creía que cada palabra retrasaba el momento inevitable de la verdad.

—Tú… tú no sabes lo que es la música para mí —dijo el músico golpeándose el pecho con gesto teatral.

—Sí, lo sé —repuso Guillermo, sólo por decir algo.

La experiencia le había enseñado que con un poco de cuidado y habilidad cualquier tema podía prolongarse casi indefinidamente.

—«Tú» no amas la música —dijo el violinista.

—Sí, la amo.

—Para ti no es necesaria como… el aire que respiras.

—Sí, lo es.

El músico miró a Guillermo más de cerca. La expresión de nuestro héroe era de inocencia y candidez. Claro que él no podía saber que Guillermo era probablemente el niño menos musical del Imperio Británico.

Recordó una anécdota que había oído contar de cierto músico… no recordaba cuál. El músico, cuando se dirigía a dar un recital en una fiesta, encontró a un niño amante de la música y estuvo tocando para él toda la tarde, olvidándose por completo de la fiesta. Que supiera no se había publicado, y era la clase de anécdota que él deseaba para sus memorias. Consideró que el Destino era muy amable al ponerla ahora en su camino. Para la anécdota que guardaba en su imaginación hubiera sido preferible otro tipo de niño, pero se dijo que cierta libertad poética en las descripciones siempre les ha estado permitida a los escritores de autobiografías.

—Esos cerdos hablarán… mientras yo toco —decía el músico blandiendo su violín en dirección al Ayuntamiento.

Guillermo comprendió la intención de su comentario y dijo:

—Sí, hablarán. Lo hacen siempre. El último hombre que tocó para ellos no podía ni oír lo que estaba tocando por el ruido que hacían. Bueno, yo de usted le aseguro que no tocaría para ellos.

—Supongamos —dijo el músico echando hacia atrás sus largos cabellos—, supongamos que yo toque para ti, ¿sería algo que recordarías toda tu vida?

—Sí —dijo Guillermo fijando en sus labios una sonrisa idiotizada.

—Pues lo haré —volvió a decir el músico echando sus cabellos hacia atrás y dispuesto a componer mentalmente la anécdota… con detalles pintorescos—. Vamos… —Su mirada recorrió el paisaje hasta posarse en un pajar que había en un campo al otro lado de la carretera. Aquello quedaría muy bien en un libro de memorias, y tal vez algún artista llegara a inspirarse y pintara la escena, claro que con un niño espiritualizado.

—Vamos allí.

Una vez en el pajar, se sentó a su sombra, y sacó su violín, mientras Guillermo se acomodaba a su lado.

Estuvo tocando por espacio de un cuarto de hora, y luego miró a Guillermo, que permanecía arrobado y con la mirada fija en su rostro. Claro que el músico no podía saber que en su profundo aburrimiento, Guillermo había vuelto a adoptar su papel de dueño del mundo y estaba ocupado en dirigir a un ejército en plena batalla. Volvió a tocar, y luego observó a Guillermo.

—Otro más —dijo Guillermo en tono exigente que el músico tomó por fervorosa admiración.

Naturalmente que él no podía adivinar que ahora Guillermo era un pirata que ordenaba a sus hombres que hicieran avanzar por la plancha a otro más de los marineros capturados.

Tocó de nuevo, y luego miró a Guillermo.

Tenía los ojos cerrados como en éxtasis. Claro que él no sabía que Guillermo estaba dormido. Volvió a tocar. El reloj dio las seis, y Guillermo se puso en pie con un suspiro de alivio.

—Ahora tengo que volver a casa —dijo Guillermo—. Es hora de merendar.

El músico le miró fríamente, decidiendo que en su anécdota el niño haría un comentario bien distinto.

Regresaron a la carretera en silencio, y allí se separaron… Guillermo fue hacia su casa y el músico a la estación.

* * *

La señora Bott, todavía con el rostro enrojecido y al borde del histerismo, salió al recibidor donde su lúgubre mayordomo (que no había sabido sobreponerse a la humillación de tener que trabajar) estaba contemplando tristemente sus zapatos, cuyo brillo parecía aumentar su disgusto.

—El señor Zebra no ha llegado todavía, ¿verdad, Jenkins? —le dijo la señora Bott muy nerviosa.

—No, señora, creo que no —repuso el mayordomo.

—Es horrible —gimió la señora Bott—. Entre usted y yo, Jenkins, yo creo que me ha dejado plantada a propósito. ¿Usted no sabe «hacer» algo, Jenkins?

—¿«Hacer» algo, señora? —dijo Jenkins.

—Cantar, recitar, hacer juegos de manos, o cualquier cosa.

—No, señora —replicó Jenkins muy digno.

—Bueno, pero alguien tiene que hacer «algo» para distraerles. No pueden permanecer toda la tarde sentados mirando la plataforma. «Lloraría»… lloraría de veras, Jenkins. Cuando era niña solía bailar de puntillas, pero ahora ya estoy pesada para eso. Bueno, lo único que puedo hacer es ir allí y preguntar si alguno recita. Esto será mi muerte, no lo resistiré ni levantaré cabeza aunque viva cien años. «Mataría» a ese Zebra.

—Tal vez haya llegado ahora —dijo Jenkins, que al ver su apuro pareció humanizarse un poco—. Tal vez haya ido directamente a la tienda.

—Iré a ver —repuso la señora Bott—, y… y si no ha llegado jamás volveré a levantar cabeza. ¡Al fin y al cabo, les he construido hospitales para que ahora me deje plantada un hombre que tiene un nombre sacado del zoológico!

Y lentamente se dirigió a la tienda. Ante su sorpresa la saludó una salva de fuertes carcajadas. Al atisbar por la cortina de entrada su sorpresa aún fue mayor al ver un teatrillo de marionetas montado encima de la plataforma, y la representación que estaban dando era lo que producía la hilaridad del público.

—Estoy soñando —se dijo—. ¿Dónde está Zebra? ¿De dónde ha salido esto? «Debo» estar soñando.

Sus ojos se dirigieron hacia el noble lord, que había abandonado su aire lánguido, e inclinado hacia delante reía a más y mejor. Tras el primer momento de estupefacción todos siguieron su ejemplo y disfrutaron del espectáculo. El Signor Manelli era un comediante innato. Toby tenía una fina sensibilidad para conocer lo que resultaba gracioso y gustaba del aplauso tanto como su amo. Paseaba con garbo con su espada al hombro, y de vez en cuando guiñaba el ojo al público con picardía. Todo aquello era un alivio para los nervios que esperaban pasar una hora de tortura en manos de Zevrier.

—¿Qué ha ocurrido? —murmuró la señora Bott, estupefacta, y luego como si llegara a la única conclusión posible agregó resignada—: Me he vuelto loca. Eso es lo que ha ocurrido. Esta tensión nerviosa ha sido demasiado para mí, y me he vuelto loca.

Mas la representación estaba llegando a su fin entre salvas de aplausos, y el noble lord subió al estrado para estrechar la mano del Signor Manelli.

—¡Bravo! —le decía—. Hacía años que no me divertía tanto. «Años». Escuche, quiero contratarle para una fiesta que daré el mes que viene en mi casa de la ciudad. ¿Tiene usted alguna fecha libre?

Al parecer el Signor Manelli tenía una fecha disponible.

Y todo quedó arreglado rápidamente. Se citó una cifra ante la que el Signor Manelli casi se desmaya de alegría. De pronto el noble Lord vio a la señora Bott de pie en la entrada con tal expresión de asombro en su rostro, que le hacía parecerse extraordinariamente a un pez agonizante.

—¡Ah! —exclamó con vivacidad—. Aquí está nuestra anfitriona a la que debemos este delicioso pasatiempo.


Todo quedó arreglado rápidamente, y se citó una cifra ante la que el Signor Manelli casi se desmaya de alegría.


De pronto la señora Bott apareció ante la puerta de la tienda, con expresión de asombro.

El Signor Manelli se adelantó hacia ella para preguntarle con ansiedad:

—¿Y dónde está mi pequeño anfitrión?

El misterio pareció aclararse de repente para la señora Bott. Botty debía haber contratado a aquel hombre para que ella no fracasase de no presentarse Zebra. No le había dicho nada, pero era muy propio del buen Botty hacer una cosa así y no decirle nada. Le encantaba darle pequeñas sorpresas. Claro que llamarle «mi pequeño anfitrión» era una familiaridad excesiva, pero no podía negarse que la robustez de Botty le hacía parecer más bajo de lo que era; y era bien sabido que los extranjeros carecen de modales, los pobrecillos. Mira que ese Zebra sin aparecer a pesar de habérselo estado recordando por carta durante semanas…

—Está descansando en la biblioteca —le dijo.

—Entonces no quiero molestarle —replicó el Signor Manelli—, pero dele mis más cariñosos saludos y dígale que nunca olvidaré su amabilidad para conmigo.

—Sí, se lo diré —dijo la señora Bott, que fue rodeada inmediatamente por una multitud que la felicitaba por el éxito de su espectáculo.

—Es un genio. ¿«Dónde» lo encontraste?

—Hace siglos que no me reía tanto.

—Has sido muy «osada». Yo nunca me hubiera «atrevido» a hacerlo.

—Voy a ver si le contrato para actuar en mi próxima fiesta.

—Había oído que iba a tocar Zevrier, y es tan terriblemente moderno que para ser franca, lo estaba «temiendo».

—Claro que el mundo está justamente preparado para revivir las representaciones de marionetas. Ha sido tan «inteligente», señora Bott, al encontrar el momento preciso.

Ante su sorpresa, la señora Bott descubrió que su fiesta había sido un rotundo éxito y que por fin era «alguien».

Cuando sus invitados se hubieron marchado buscó a su marido, que seguía «descansando» en la biblioteca.

—Oh, Botty —le dijo histérica—, qué amable, qué listo eres por habérsete ocurrido una cosa así.

Él puso la mano encima de su hombro con suavidad.

—Ve a acostarte, querida —le dijo—; la excitación se te ha subido a la cabeza.

Los Brown iban camino de su casa.

—No he vuelto a ver a Guillermo desde el principio, ¿y vosotros? —decía Ethel.

—Debe haber estado por otro sitio —dijo la señora Brown—. Estoy segura de que le habrán gustado mucho las marionetas.

* * *

Varios meses después Guillermo estaba sentado a la mesa, al parecer absorto en sus deberes escolares. La señora Brown leía el periódico al propio tiempo que conversaba con Ethel, que bordaba un camisón.

—Dice que los títeres siguen haciendo furor en Londres —decía la señora Brown ajustándose los lentes—, pero que ese Signor Manelli que los ha impuesto no acepta más contratos porque va a regresar a Italia. ¿Le recuerdas, querida? Le vimos en la fiesta de la señora Bott.

—Sí —repuso Ethel comparando varias sedas de colores con el ceño fruncido.

—Y aquí habla también de ese señor Zevrier, el músico que la señora Bott quiso traer a su fiesta antes de decidirse por los títeres…

—¿Y qué dicen? —preguntó Ethel distraída.

—Acaba de publicarse un libro con sus memorias, y aquí viene un extracto. Habla de un niño aficionado a la música al que encontró cuando iba camino de una fiesta en la que debía actuar, y empezó a tocar para él olvidándose de la fiesta, de su paga, y de todo. —Alzó la cabeza—. Me pregunto… me pregunto si podría haber sido… ya sabes, la gente dice que la señora Bott le había contratado para su fiesta igual que a los títeres y no apareció. ¿No pudo ser «aquí» donde encontró a ese niño?

—¿Qué clase de niño era? —quiso saber Ethel.

—Han copiado la descripción del libro —dijo la señora Brown—. Aquí está: «Tenía los ojos oscuros y profundos y un rostro ovalado y pálido, labios delicados y cabellos negros y ensortijados. Vi en seguida que para él, lo mismo que para mí, la música lo era todo en la vida».

Ethel rio suavemente.

—No, no pudo ser aquí —dijo—. Aquí no hay ningún niño como «ese».

Y Guillermo, inclinado sobre las fechas principales de La Batalla de las Rosas y oculto tras sus manos en actitud de quien desea entregarse al estudio por entero y se aísla de toda distracción, sonrió para sí…