UNA PEQUEÑA AVENTURA
Guillermo y Pelirrojo caminaban lentamente por la calle del pueblo discutiendo con gran animación algunos de los últimos robos ocurridos en la localidad.
—Roberto dice —decía Guillermo—, que él cree que no se trata de ladrones vulgares, y que él cree que son personas que viven aquí, personas que parecen buenas, que van de compras, a la iglesia, y a tomar el té como la gente vulgar. Ha estado leyendo una novela que hablaba de eso… personas que de día iban a la iglesia y por la noche robaban. Roberto dice que va a intentar descubrir quiénes son.
—Apuesto a que sé por qué quiere averiguarlo —dijo Pelirrojo con una nota de amargura en su voz.
—¿Por qué? —le desafió Guillermo.
—Por culpa de esa señorita Bellairs —dijo Pelirrojo.
La señorita Bellairs era la última enamorada de Roberto. Los asuntos amorosos de Roberto eran semejantes a un caleidoscopio y Guillermo había dejado de preocuparse por estar al corriente, pero incluso así no había podido por menos de enterarse de su admiración por la señorita Bellairs. A los ojos de Guillermo, dicha señorita era una vieja de unos veinte años que había ido al pueblo a pasar unos días con su tía. Y esa tía tenía un hijo que era objeto de los terribles celos de Roberto. Eso era todo lo que sabía Guillermo, y lo sabía únicamente porque era imposible vivir en la misma casa que Roberto e ignorarlo. No le interesaba lo más mínimo. No sabía dónde vivía dicha joven, ni cómo se llamaba, ni nada referente a dicho asunto. Y si le molestó el comentario de Pelirrojo, fue porque sospechaba que encerrase un insulto.
—¿Qué sabes tú de eso? —le preguntó en tono agresivo.
—Lo sé porque Héctor también está loco por ella —repuso Pelirrojo contrariado.
Héctor era el hermano mayor de Pelirrojo, y, a los ojos de los Proscritos, tan falto de cordura y consideración hacia sus hermanos menores como todos los hermanos mayores.
La agresividad de Guillermo desapareció como por encanto. Se sentía unido a Pelirrojo por el lazo común de la desgracia e ignominia.
—No comprendo por qué les hace comportarse así —dijo con fiera exasperación—. La he visto y a mí me parece vulgarísima.
—Y a mí también —convino Pelirrojo con énfasis, y agregó dolorido—: ¡Mujeres! En toda mi vida no pienso volverles a dirigir la palabra mas que cuando sea imprescindible.
—Lo mismo digo —replicó Guillermo.
Este acuerdo pareció formar un lazo más estrecho entre los dos, y ambos se sintieron animados al saber que en el mundo había por lo menos otra persona inteligente, aparte de sí mismos, y volvieron a ocuparse del tema de los robos. Discutieron el robo en general, y los ocurridos en el pueblo en particular. Hablaron del robo como carrera, considerándola menos emocionante que la de pirata, aunque más atractiva que la de maquinista… carreras por las que siempre sintieron inclinación.
Habían seguido caminando sin rumbo fijo por la carretera, y de pronto se dieron cuenta de que pasaban por delante de la casa de la tía de Pelirrojo.
—Entremos a ver si podemos ver su cotorra —dijo Pelirrojo—. Probablemente estará en la habitación de delante.
Se acercaron cautelosamente a la ventana. La tía de Pelirrojo era de esas personas «que se sienten orgullosas de su casa», y Pelirrojo… portador de unas botas que dejaban huellas de barro y de unos dedos pegajosos que rompían casi todo lo que tocaban… sabía que no era bien recibido en aquella casa. No es que fuese muy sensible a las indirectas; pero ella no permitió que tuviera la menor duda a este respecto.
Por lo tanto se acercaron furtivamente a la ventana dispuestos a disfrutar del espectáculo curioso de la cotorra de su tía subiendo y bajando de su percha mientras lanzaba risas maliciosas.
—Apuesto a que ha salido —dijo Pelirrojo—. Siempre sale de compras por las mañanas. Abramos la ventana para oír a la cotorra.
Abrieron la ventana cautelosamente y asomaron las cabezas. La cotorra empezó a saltar en su percha aún más excitada al verles.
—¡Hola, Polly! —le gritó Guillermo para animarla.
—Oh, cállate —repuso la cotorra.
Aquello encantó a sus visitantes.
—Vamos, Polly —dijo Pelirrojo—. ¡Adelante! Di algo más, va.
—Márchate, viejo tonto —dijo la cotorra acompañándose de una risa estúpida.
—Es estupenda, ¿verdad? —exclamó Pelirrojo con orgullo—. Y es muy dócil. Se posa encima del dedo de cualquiera. Mi tía me deja tenerla. Por lo menos —se corrigió—, me dejaba antes de romper el último jarrón. ¿Cómo iba a saber yo —agregó con amargura—, que iba a caerse de la mesita del recibidor sólo porque yo bajara la escalera precipitadamente?
Guillermo lanzó un gruñido de simpatía, pero en realidad no estaba interesado por las desastrosas reverberaciones de las pisadas de Pelirrojo, sino por la cotorra.
—Apuesto a que no se posa tranquilamente sobre tu dedo —le dijo—. Conoce el dedo de ella, pero apuesto a que si tú la cogieras no se posaría en tu dedo.
—Lo haría —replicó Pelirrojo en tono agresivo.
—Es fácil decirlo —dijo Guillermo— sabiendo que no puedes intentarlo.
—Lo intentaré —dijo Pelirrojo—. Ella está de compras. Siempre sale por las mañanas. Te apuesto lo que quieras a que se queda quieta en mi dedo. No tardaré ni un segundo. Entremos y lo verás.
Se subió al repecho de la ventana, y tras dirigir una mirada a su alrededor, entró seguido de Guillermo. La cotorra, lanzando su risa más estridente y vulgar, dijo:
—Oh, cállate.
Desde luego, era un pájaro muy atractivo…
Con otra mirada de recelo, Pelirrojo abrió la puerta de la jaula y acercó su dedo para que se subiera la cotorra.
—Lárgate, viejo tonto —dijo la cotorra saltando obediente al dedo de Pelirrojo.
—¡Mira! —exclamó Pelirrojo, orgulloso, con el brazo extendido—. ¡Mira! ¿Qué te dije?
Por espacio de un segundo permaneció con el brazo extendido, sosteniendo en su dedo a la cotorra con indescriptible satisfacción. Pero fue sólo un segundo. El pájaro extendió sus alas sin previo aviso, y salió volando por la ventana. La satisfacción desapareció por completo del rostro de Pelirrojo, quien contempló la ventana abierta, boquiabierto, y muy pálido.
—¡Troncho! —exclamó.
—¡Troncho! —repitió Guillermo, como un eco.
Y ambos volvieron a salir al jardín por la ventana.
Miraron a su alrededor. La cotorra estaba tranquilamente posada en un arbusto bajo en el jardín vecino.
Los dos Proscritos saltaron la cerca y se acercaron a la cotorra, que aguardó, lanzando su risa más maliciosa, a que Pelirrojo alargara su brazo para cogerla, y entonces echó a volar entrando por la ventana de la casa vecina.
—¡Troncho! —volvió a decir Pelirrojo horrorizado.
Guillermo se acercó cautelosamente a la ventana.
—La veo —susurró—, está encima del piano.
—¿Hay alguien en la habitación? —susurró Pelirrojo desde detrás de un laurel donde había buscado cobijo.
—No. Nadie. Sólo muchas sillas. Entraré a cogerla. Me subiré por esta ventana e iré a buscarla. Yo…
Ya estaba subiéndose al repecho.
—Yo también iré —se ofreció Pelirrojo, bastante desanimado. Empezaban a perseguirle siniestras visiones de su tía cuando descubriera la desaparición de su cotorra.
—No. Será mejor que vaya yo solo —repuso Guillermo—, así, en caso de que me ocurriera algo, tú podrás ir a buscarla.
Guillermo se iba animando ante la perspectiva de una aventura.
Al entrar en la casa por la ventana encontróse en un salón reducido, lleno de sillas dispuestas en hileras, como si fueran a celebrar una reunión y en el extremo había una mesa.
—Oh, cállate —dijo la cotorra, excitada, desde el piano.
Guillermo empezó a perseguir a su presa al estilo del mejor Piel Roja. La cotorra aguardó hasta que su mano estuvo casi encima de ella para volar a la repisa de la chimenea.
—Polly, Polly —susurró Guillermo con voz ronca y fiera acercándose a la chimenea.
—Lárgate, viejo tonto —dijo la cotorra que parecía divertirse mucho. Esta vez dejó que Guillermo creyera que iba a cogerla y con otra risotada extendió las alas y salió volando de nuevo. Esta vez estuvo dando vueltas a la habitación y por fin desapareció detrás de una vitrina que había en un rincón de la habitación.
Guillermo ya se dirigía a su escondite cuando se abrió la puerta que daba al recibidor y entró una mujer de mirada severa, que llevaba unos lentes montados sobre la nariz y cuello alto, y que miró a Guillermo con sorpresa y desaprobación.
—No debieras haber entrado en una casa como esta sin llamar a la puerta —le dijo—. Si has venido para la conferencia debieras haber llamado como es debido y de todas formas, no empieza hasta la media. ¿Has venido para la conferencia?
Guillermo vaciló. Si le decía que había ido para recuperar la cotorra de la tía de Pelirrojo, la interesada habría de enterarse, y era necesario para la tranquilidad de alma y cuerpo de Pelirrojo que la cotorra fuese recuperada y devuelta a su jaula sin que su tía lo supiera. Por consiguiente, le pareció mejor decir que había ido para la conferencia.
—Sí —respondió adoptando su expresión más inocente.
Otra señora muy parecida a la primera se acercó para contemplar a Guillermo.
—¿Quién es este niño y qué está haciendo aquí? —dijo la primera señora.
—Dice que ha venido para la conferencia —respondió la primera con desaliento.
—¡Pero, querida! —exclamó la segunda—, no queremos gente así en la conferencia. ¡Un niño de aspecto tan ordinario!
El desaliento de la primera dama fue en aumento.
—Pero hemos anunciado que era una conferencia pública —dijo—. No podemos echar a nadie. Quiero decir… bueno… que no podemos. No creo que fuese legal —terminó aturdida.
—¿Pero para qué quiere asistir a la conferencia? —preguntó la segunda dama—. Y además ha venido con un cuarto de hora de anticipación.
—Supongo que debe interesarle el tema «Abstinencia Total» —dijo la otra dama—. No hay razón para que no sea así. —Se volvió hacia Guillermo—. ¿Te interesa la Abstinencia Total?
—Sí —replicó Guillermo sin un instante de vacilación, y con el rostro más inexpresivo que nunca.
Las dos mujeres le miraron perplejas.
Entonces entró un hombre bizco que llevaba unos lentes de concha de cristales muy gruesos, y un montón de papeles debajo del brazo.
—¿Está todo a punto? —preguntó rápidamente.
La primera dama señaló a Guillermo.
—Este niño dice que le interesa la Abstinencia Total y desea asistir a la conferencia —dijo.
Guillermo volvió su rostro de esfinge hacia aquel hombre.
El individuó sometió a Guillermo a un largo examen que el muchacho resistió sin pestañear. Al final no pareció tranquilizado y dijo de mala gana:
—Bien, supongo que no podemos echarle si desea asistir. Quiero decir que la hemos anunciado como conferencia pública…
—Lo mismo que dije yo —repuso la primera dama.
—Pero si intentas alguno de tus trucos, jovencito… —dijo el hombre con aire amenazador.
—¡Yo! —dijo Guillermo cambiando su expresión inocente por otra de gran indignación—. ¡Yo! —exclamó, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
—Está bien —dijo el hombre irritado—. Vete a sentar por ahí detrás, al fondo de la sala. La gente empezará a llegar de un momento a otro.
Guillermo escogió, un sitio precisamente enfrente de la vitrina detrás de la que se había ocultado la cotorra. El pájaro guardaba un extraño silencio, y el muchacho, haciendo grandes esfuerzos, procuró ver lo que hacía desde su silla, hasta que la segunda dama le dijo:
—¡Estate quieto, niño! Me pones nerviosa moviéndote tanto.
De manera que Guillermo permaneció relativamente quieto, preguntándose cómo podría sacar a la cotorra de detrás de la vitrina y marcharse sin que lo advirtieran. La cotorra seguía intrigándole. ¿Estaba descansando después de su largo vuelo o planeando alguna otra diablura? La gente empezaba a llegar, y todos miraban a Guillermo con sorpresa y la mayor parte de las veces con desaprobación. Toda la energía de Guillermo estaba empleada en resistir sus miradas con su expresión más ausente.
Al parecer una señora, que sin duda le conocía, debió protestar al verle allí, puesto que oyó decir a la primera dama:
—Bueno, no podemos echarle. Dijo que quería asistir a la conferencia porque le interesa la Abstinencia Total… y no está haciendo nada para que le echemos.
Por fortuna, la silla ocupada por Guillermo estaba junto a la vitrina, y delante de él la última hilera de sillas que se habían llenado todas, y ahora iba a empezar la conferencia. Estiró el cuello para ver lo que le había ocurrido a la cotorra. No se oía el menor ruido detrás de la vitrina… debía haberse dormido…
El hombre bizco estaba hablando.
—Es un honor para mí presentarles a nuestra conferenciante, señorita Rubina Tomasina Fawshaw. Claro que su nombre es bien conocido de todos nosotros…
En aquel momento la cotorra, escondida detrás de la vitrina, exclamó de pronto:
—¡Oh, cállate!
Todos los reunidos se volvieron para mirar a Guillermo, boquiabiertos de horror e indignación, y el muchacho, con un gran esfuerzo, y conservando su rostro de esfinge y la mirada fija ante si trató de aparentar no haber oído la constante interrupción.
Por suerte el hombre era bastante sordo, y tras mirar en derredor suyo unos instantes continuó. Con una última mirada severa y amenazadora dirigida a Guillermo, el auditorio volvióse de nuevo para escuchar.
—Es una trabajadora espléndida y bien conocida que no ceja en esta noble causa. Durante estos seis últimos meses ha estado viajando por América, y allí ha estudiado la cuestión de la Prohibición en todos sus aspectos…
—¡Lárgate, viejo loco!, —dijo una voz. Guillermo, inmóvil, seguía
con la vista fija ante sí.
—Una interrupción más, pequeño, y tendrás que marcharte.
—¡Lárgate, viejo loco!
Todos se volvieron nuevamente. No podía haber sido otro que Guillermo, que intentó parecer inocente sin conseguirlo, mirando ante sí con la vista fija y el rostro acalorado. El hombre bizco le había oído esta vez, y fijando un ojo en Guillermo y el otro en la ventana, dijo con aspereza:
—Una interrupción más, pequeño, y tendrás que marcharte.
El desdichado Guillermo produjo un extraño sonido de protesta, inocencia y disculpa, y continuó mirando fijamente ante sí. Tras otro breve silencio el hombre continuó su discurso, y el público, lanzando a Guillermo miradas aplastantes, se volvió de nuevo para escuchar.
—Yo —continuó el hombre bizco— conozco personalmente a la señorita Fawshaw desde hace muchos años…
No cabía error posible. Una risa vulgar y descarada se oyó procedente del lugar donde se hallaba Guillermo.
Sin una palabra, el hombre bizco atravesó la estancia acercándose a Guillermo con mirada agresiva, y cogiéndole por el pescuezo lo sacó a la calle ignominiosamente.
Pelirrojo aguardaba ansioso su regreso.
—Hola —le dijo—, ¡no la traes! ¿Qué ha ocurrido?
—Muchas cosas —gimió Guillermo frotándose el cuello en el lugar por donde le cogiera el hombre bizco—. ¡Troncho! Ha sido espantoso. Están celebrando una conferencia y ella no ha parado de decir cosas y todos se han creído que era yo. ¡Ha sido horrible! Y casi me rompe el pescuezo.
»Se ha escondido detrás de una especie de armario —dijo Guillermo sin dejar de acariciar su cuello dolorido, y se estuvo muy quieta hasta que empezó la conferencia y entonces empezó a decir sus cosas y creyeron que era yo. ¡Troncho! ¡Fue espantoso!… Ahora continúa detrás del armario. Intenté verla, pero no pude.
—Veamos si se ve desde la ventana —sugirió Pelirrojo.
Atisbaron por la ventana y pudieron ver a la cotorra con toda claridad. Estaba en el suelo debajo del armario mirándolo todo con aire de diversión. Era evidente que no había vuelto a hablar desde que expulsaron a Guillermo, y al ver a los Proscritos mirando por la ventana fue hacia ellos caminando por el suelo. Tan interesado estaba el público por el discurso de la señorita Rubina Tomasina Fawshaw, que estaba dando buenos ejemplos del efecto del alcohol en el hígado, que nadie se fijó en la cotorra que atravesaba la habitación en dirección a la ventana. Una vez allí permaneció unos instantes contemplando a los Proscritos con aire perverso. De pronto y en silencio se subió al repecho de la ventana y Guillermo alargó la mano.
—¡Ya la tengo! —exclamó.
Pero había hablado demasiado pronto. No la había cogido. Lanzando una risotada la cotorra voló hasta el jardín vecino por encima de la cerca, dejando a Guillermo y a Pelirrojo contemplándola con aire desesperado.
—¡Vaya! —dijo Guillermo tras un elocuente silencio— ¡Parece que nos hayan echado una especie de maldición!
—Sí, y si no la cogemos y metemos en su jaula antes de que regrese mi tía, será peor aún —repuso Pelirrojo decepcionado.
—Entonces, adelante —dijo Guillermo—. Cojámosla. Está en ese árbol.
—¡Oh, cállate! —gritó la cotorra retándole desde un almendro donde se había posado.
Los dos Proscritos escalaron la cerca y con grandes precauciones se acercaron a aquella tunanta.
—Esta vez te cogí —exclamó Guillermo alegremente al alargar la mano.
Pero también esta vez había hablado demasiado pronto. La cotorra gritó:
—Lárgate, tonto —y escurriéndose de la mano pegajosa de Guillermo y volando hasta el repecho de la ventana, donde paseó de un lado a otro como si ejecutara una danza guerrera.
—Adelante, Pelirrojo —dijo Guillermo—. ¡Cógela! ¡Ahora puedes atraparla muy bien!
Pelirrojo se apresuró a obedecer desesperado, pero la cotorra se limitó a saltar al interior de la casa.
—¡Vaya! —dijo Guillermo con la voz ronca por el horror y la desesperación—, se ha metido en otra casa. Bueno, ya me he metido en bastantes casas persiguiéndola para que me arrojasen agarrándome por el pescuezo. Esta vez ve tú si quieres.
—Está bien —repuso Pelirrojo, sumiso, inspeccionando la habitación con cierta ansiedad.
—Vamos… decídete. No hay nadie más que la cotorra —le apremió Guillermo.
La cotorra se había subido a la lámpara que colgaba del centro de la habitación y se estaba columpiando. Pelirrojo empujó la ventana hacia arriba para acabar de abrirla, e introdujo una pierna por ella. Entonces volvióse a mirar a Guillermo.
—Va a ser muy difícil atraparla yo solo —le dijo suplicante.
Guillermo ya se había arrepentido de no unirse a la expedición, pues le desagradaba perderse cualquier posible aventura.
—Está bien —le dijo—. Apuesto a que entre los dos la cogeremos.
Y a pesar de su reciente deserción introdujo la pierna por la ventana detrás de Pelirrojo, disfrutando de aquella agradable sensación de peligro.
La cotorra había dejado de columpiarse en la lámpara que colgaba del techo, y ahora saltaba de un lado a otro sobre la mesa barnizada. Parecía como si estuviera ensayando una danza muy complicada. Seguramente sentíase embriagada de libertad y emoción… Los dos Proscritos se acercaron a ella. Con uno de sus ojos fijos en ellos, pero sin dejar de bailar alegremente, esperó a que la mano de Pelirrojo estuviera sólo a un centímetro de su espalda, y entonces, con una risa diabólica, echó a volar de nuevo saliendo por la ventana.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¡De prisa! Salgamos tras ella o no sabremos a dónde ha ido.
Pero en aquel preciso momento se oyó abrir una puerta y un rumor de voces que se aproximaban. Alguien se acercaba a la habitación. No había tiempo para salir por la ventana. Ya abrían la puerta. Rápidos como centellas Guillermo y Pelirrojo se ocultaron detrás del mueble más cercano, que resultó ser el sofá… cuya funda, que afortunadamente llegaba hasta el suelo, les permitió no ser vistos. No tenían apenas sitio para moverse ni respirar, pero agradecieron aquel refugio temporal.
En realidad estaban tan preocupados por el problema de la falta de espacio que al principio no escucharon lo que decía la voz. Pero cuando se fueron acostumbrando a subsistir en tan reducido espacio, y al gusto de la alfombra, su atención se fue fijando en la conversación que sostenían en la habitación. Ni Pelirrojo ni Guillermo podían ver a los que hablaban, pero las voces eran las de un hombre y una joven que estaba diciendo:
—Entonces el miércoles nos ocuparemos de la casa de los Latham.
—Eso creo —repuso el hombre.
—¿A qué hora?
—A las tres. ¿Te va bien a ti?
—Sí. Muy bien. ¿Estás seguro de que se han marchado?
—Oh, sí… Podemos preparar las cosas en el garaje. Todos los criados se han ido también.
—¡Bien! Espero que sea un éxito, como el de la casa de los Frensham. Fue un gran éxito, ¿verdad?
Puede que dijeran algo más, pero los Proscritos no lo oyeron atónitos ante aquella maravillosa sorpresa. Habían descubierto a los ladrones. Extasiados engulleron varias bocanadas del polvo de la alfombra… Habían descubierto a los ladrones. Al cabo de poco oyeron cerrar la puerta y el silencio que siguió les hizo comprender que la habitación estaba vacía, y salieron de su escondite para abandonar la casa por donde habían entrado.
—¡Cáscaras! —exclamó Guillermo en cuanto estuvieron fuera—. ¡Los ladrones!
Pelirrojo estaba no menos emocionado que Guillermo, pero la huida de la cotorra aún pesaba en su conciencia.
—¡La cotorra! —murmuró mirando a la carretera, el jardín y el gran espacio de cielo.
Guillermo también miró a su alrededor, pero no había ni rastro de la cotorra.
—¡Oh, qué más da! —exclamó de pronto—. ¿Qué es una cotorra?
Pelirrojo murmuró con verdad, que una cotorra es una cotorra, pero Guillermo se obstinó en negarlo, e incluso Pelirrojo llegó a convencerse de que una cotorra no tiene la menor importancia al lado de un ladrón.
—Ella no sabe que hemos sido nosotros —dijo Guillermo, aunque sin gran convicción—, y de todas formas, es hora de comer. Estoy harto de perseguir cotorras. Los ladrones son más divertidos, y estoy seguro de que serán más fáciles de atrapar.
—¿Qué crees tú que será lo mejor? —dijo Pelirrojo—. ¿Ir a casa Latham a las tres y sorprenderles?
Pero ni siquiera el sano optimismo de Guillermo pudo imaginar su captura. Frunció el ceño durante unos instantes con aire perplejo y luego dijo:
—¡Te diré lo que haremos! Haremos que Roberto venga para ayudarnos. Está loco por atraparles.
—Y Héctor —replicó Pelirrojo.
—Está bien —convino Guillermo—. Roberto y Héctor. Se lo diremos después de comer… con la condición de que nos dejen ayudarles a capturarlos.
—Por supuesto —dijo Pelirrojo.
Guillermo no tuvo necesidad de sacar a relucir el tema de los robos, pues Roberto no supo hablar de otra cosa, durante la comida. Estaba decidido a descubrir a los ladrones. Guillermo sabía muy bien que su decisión estaba inspirada únicamente en su deseo de quedar como un héroe ante los ojos de la señorita Julia Bellairs. Roberto deseaba capturar al ladrón no sólo por el placer de la aventura, sino para que la señorita Julia Bellairs se enterase de su hazaña, y Guillermo, despreciando el motivo, alababa su decisión.
—Mi teoría es —decía Roberto dándose importancia— que esta tarde vendrán a nuestra casa. ¿Comprendéis? Seguramente se habrán enterado de que esta tarde vamos a salir todos. Saben que las doncellas van a ir a la feria de Balton y que yo estaré en el club de tenis; que tú y Ethel estáis invitadas a tomar el té en casa de los Barlow, y Guillermo se irá a merendar a casa de Pelirrojo. Siempre averiguan qué casa va a quedar vacía durante la tarde. Ahora bien, he decidido simular que voy al tenis, pero volveré por el camino de la parte de atrás de la casa y les esperaré aquí. Como no me esperarán, podré dominarles antes de que tengan tiempo de oponer resistencia y…
—¿Cómo les dominarás? —dijo Ethel sin dejarse impresionar.
—Pues —replicó Roberto, dándose todavía más importancia—. Sé un sistema muy bueno. Lo leí en un periódico. Un hombre sabía que iban a robarle y preparó un cubo de agua encima de la puerta posterior por donde sabía que iban a entrar, puesto que era la única que no estaba cerrada, y que cayó sobre el ladrón empapándole y dejándole sin respiración, de manera que el hombre tuvo tiempo de atarle antes de que recobrara el aliento.
—¡No hagas nada de eso, Roberto! —exclamó la señora Brown indignada—. ¡Estropearías las alfombras!
Guillermo no tomó parte en la discusión. Era un convencido de que hay que hacer cada cosa a su tiempo, y entregóse por entero a dar cuenta del estofado irlandés. Además, comprendía que Roberto era más asequible en privado, de hombre a hombre. Su madre y su hermana lo enredarían todo y querrían avisar a la policía.
De manera que después de comer siguió a Roberto hasta el jardín para hacerle partícipe de su información casualmente obtenida.
—Oye, Roberto —le dijo—. Sé todo lo referente a esos robos. Hoy no van a venir aquí, sino que irán a casa Latham. A las tres. Les oí cómo lo decían.
—¡Tonterías! —dijo Roberto con severidad y aire de hermano mayor.
—¡En serio, Roberto! —insistió Guillermo—. No lo estoy inventando. Te lo aseguro. Pregúntale a Pelirrojo. Esta mañana cuando salimos les oímos hablar.
—¿Dónde les has oído hablar? —preguntó Roberto.
Guillermo vacilaba. Para responder a aquella pregunta con propiedad tendría que descubrir el episodio de la cotorra… cosa que era mejor no hacer. Roberto no tendría el menor reparo en comunicar a la tía de Pelirrojo que entre él y Guillermo habían dejado escapar a su cotorra. Tras una ligera vacilación Guillermo replicó sin sonrojarse:
—En el prado. Estaban sentados en uno de los bancos.
Tranquilizó su conciencia, ese órgano tan responsable, considerando primero que la historia en conjunto era cierta y los detalles no tenían importancia, y segundo, que el lugar debió ser todo prado antes de que construyeran las casas, de manera que tampoco era ninguna mentira.
—¿Y qué decían? —quiso saber Roberto con menos severidad.
—Pues uno de ellos era una mujer y dijo: «Vayamos a robar la casa de los Latham mañana», y quedaron de acuerdo, y dijeron que estaría vacía y que prepararían sus ganzúas y cosas en el garaje, y que cuántas cosas bonitas habían sacado de casa de los Frensham.
—Sí, vaya si se las llevaron —comentó Roberto—. Toda la plata y muchas joyas.
—Sí, eso dijeron —continuó Guillermo—, por lo menos, creo que dijeron eso. De todas maneras, era algo por el estilo. Acerca de las cosas tan bonitas que habían robado allí.
—¿Qué aspecto tenían? —dijo Roberto.
Guillermo cayó en la cuenta que si les había oído hablando en un banco también tuvo que verles.
—Oh, pues… como todos los ladrones —repuso vagamente—. El llevaba barba y ella tenía el pelo negro.
Con suma sencillez Guillermo materializó a la pareja describiéndoles… como un comunista ruso y una vampiresa que había visto en una película… con tal convencimiento que ni él mismo podía creer que no les hubiera visto.
—Ella llevaba muchas joyas… cosas, que había robado supongo… y él una bufanda que le tapaba medio rostro, y una gorra encasquetada hasta las orejas.
—Entonces, ¿cómo sabes que llevaba barba? —preguntó Roberto.
Guillermo quedó cortado sólo un instante, y se recuperó rápidamente.
—Era de esas barbas que llegan hasta lo alto de las mejillas, y además asomaba también por debajo de la bufanda. Era una barba muy grande.
—¿Y dices que Pelirrojo estaba contigo?
—Sí. Y pensamos que a ti y a Héctor os gustaría atraparles sin molestar a la policía.
—¡Oh, la policía! —exclamó Roberto con una risa burlona. (Roberto había leído muchas novelas detectivescas últimamente)—. La policía no sirve de nada en un caso como este. Todo lo complican. Pero —agregó fríamente—, no veo la necesidad de que Héctor intervenga en esto. Yo podría haberlo solucionado a la perfección sin Héctor.
—Naturalmente —repuso Guillermo—. Pero, claro. Pelirrojo quiso meter a Héctor igual que yo quería meterte a ti. Si hubiésemos creído que podíamos hacerlo solos no os lo hubiéramos dicho a ninguno de los dos, pero pensamos que siendo mayores que nosotros nos vencerían antes de que pudiéramos hacer nada para atraparlos. Pero, de todas formas, Pelirrojo lo oyó lo mismo que yo y tiene tanto derecho a traer a Héctor como yo en llevarte a ti.
—Está bien —dijo Roberto—. Supongo que ahora no hay otro remedio. Ya se lo habrá dicho.
Un mes atrás, Roberto hubiera estado encantado de que Héctor le acompañase para detener a los ladrones. Un mes atrás Héctor era su mejor amigo, pero los dos habían conocido a la señorita Julia Bellairs, y ahora ya no era su amigo sino su rival. Cuando se encontraban por la calle apenas daban muestras de reconocerse, y en presencia de la amada se ignoraban mutuamente… La única pega que veía Roberto en la presente situación era tener que compartir con Héctor la gloria de cazar a los ladrones con las manos en la masa. Sin embargo, tal vez su adorada comprendiera que Héctor había sido solamente el Watson de su Sherlock Holmes. Y si no lo comprendía así no sería por falta de indirectas… «Héctor es un muchacho muy útil», diría, «desde luego, que no hubiese podido conseguirlo sin él. Claro que yo lo planeé todo, pero no hubiera podido ponerlo en práctica sin alguien que me ayudase».
—¿Cómo vas a atraparlos? —preguntó Guillermo interesado.
Roberto despertó de su sueño en el que veía a la señorita Julia Bellairs diciendo: «¡Pero qué estupendo! ¡Es maravilloso! ¡Qué valiente!… ¿No tuviste miedo de que te mataran?».
Y él contestaba con una risa modesta: «Pues, ¿sabes? Ni lo pensé siquiera. Nunca se me ocurre pensarlo cuando hay peligro».
—Er… ¿dijiste a las tres, verdad? —preguntó a Guillermo.
Ojalá hubiera podido descubrirlo él solo. Le molestaba que intervinieran también Guillermo, Pelirrojo y Héctor…
—Sí —repuso Guillermo—, y dejarán preparadas sus herramientas en el garaje.
—Bien —dijo Roberto adoptando un aire de superioridad como corresponde a un detective que se dirigiera a uno de sus subordinados—. Iré a hablar con Héctor para decirle lo que debe hacer.
Estaban todos en el garaje de casa Latham. Eran las tres menos cinco. Roberto había preparado un truco muy complicado consistente en muchas cuerdas y un cubo de agua sobre la puerta del garaje, de forma que cuando alguien la abriera todo el contenido del cubo cayera con fuerza sobre su cabeza. Por lo menos Roberto esperaba que ocurriese así. Sus subordinados se habían mostrado muy escépticos a este respecto. Y entonces les desafió… uno por uno… a que salieran por la ventana y entrasen por la puerta para ver si el mecanismo funcionaba, pero todos se negaron. Roberto hubiera deseado que Héctor se ofreciera para probarlo, y su orgullo al contemplar su invento quedó empañado sólo por el pesar de que no pudiera verlo ningún oficial de Scotland Yard, ya que estaba convencido que si alguno de ellos llegaba a verlo, le hubiera ofrecido un alto puesto en el cuerpo de policía. Roberto siempre tuvo el convencimiento de que hubiera sido un buen detective…
Héctor estaba resentido por la importancia que se daba Roberto y temía que la señorita Julia Bellairs considerase que su parte en la captura había sido más importante de lo que era en realidad, y soñaba despierto con oírla decir: «¡Qué estupendo! ¡Qué valiente! ¿Pero no tuviste miedo?».
Y él contestaba sin darle importancia a la cosa:
«Oh, no. En absoluto. Yo nunca tengo miedo. La verdad es que hubiera podido hacerlo igual sin Roberto, pero el pobre chico tenía tantas ganas de ayudarme que no supe rehusar».
—Son cerca de las tres —dijo Guillermo, esperanzado.
Si lograba ver cómo el cubo de agua caía encima de alguien, ya no le importaría morirse después.
—De prisa —dijo Roberto—. ¡Será mejor que nos escondamos! No deben vernos a través de la ventana.
—Esconderos de prisa —replicó Héctor para demostrarse a sí mismo que estaba dando órdenes y no recibiéndolas de Roberto.
Se retiraron al rincón más oscuro del garaje… y muy a tiempo. Casi al instante dos figuras pasaron ante la ventana caminando furtivamente y en fila india. Las ventanas estaban empañadas y polvorientas, pero distinguieron con claridad que se trataba de un hombre y una mujer. Se detuvieron ante la puerta… la abrieron con gran cautela, y entraron.
El invento de Roberto no falló, y fue mucho más efectivo de lo que él se había propuesto. No sólo se vació toda el agua sobre la pareja, sino que el propio cubo cayó sobre ellos atrapando a los dos. Los cuatro Sherlock Holmes salieron de su escondite para contemplar el sorprendente espectáculo de las dos figuras empapadas… un hombre y una mujer… sentados espalda contra espalda… y con la parte superior oculta por el cubo que les había alcanzado de lleno. De debajo del cubo salían gritos y voces ahogadas, y Roberto, con admirable presencia de ánimo, se adelantó para sujetarlo con fuerza.
—Trae la cuerda, Héctor, rápido —le dijo.
Mientras lo decía iba imaginando mentalmente cómo se lo contaría a la señorita Bellairs.
—«Inmediatamente sujeté el cubo con fuerza a pesar de su resistencia y ordené a Héctor que trajera la cuerda para atarlos».
Cómo deseaba que pudiera verle…
Los dos culpables quedaron firmemente atados uno contra otro y entonces Roberto levantó el cubo, dejando al descubierto los cuerpos sucios y maltrechos de la señorita Julia Bellairs y su primo.
La escena que siguió a continuación está más allá de toda descripción.
Roberto levantó el cubo, dejando al descubierto los cuerpos de la
señorita Julia Bellairs y su primo.
Guillermo y Pelirrojo se escurrieron silenciosamente antes de que llegara a su punto álgido, pero antes de marcharse supieron que la señorita Julia Bellairs y su primo no eran ladrones, sino que estaban preparando un block de postales del pueblo para regalárselo a cada invitado en una fiesta al aire libre que iban a dar al mes siguiente. El block debía contener una fotografía de la casa de cada invitado, pero debía ser una sorpresa… de ahí su misterio para tomar las fotografías.
Como dijo Guillermo:
«De una idea semejante no podía esperarse nada bueno».
Era por la tarde de aquel mismo día.
Guillermo y Pelirrojo caminaban triste y lentamente por la carretera.
—¡Y aún no hemos solucionado lo de la cotorra! —dijo Pelirrojo con pesar.
—Sí. Me había olvidado por completo de ese bicho —replicó Guillermo.
—Fue culpa mía —dijo Pelirrojo con mayor pesar todavía.
—Supongo que sí —repuso Guillermo—, pero ella no sabe que tú la dejaste escapar. Aún no ha ido a decírselo a tu padre, ¿verdad?
—No, pero puede hacerlo de un momento a otro… y encima de lo otro…
—Vamos a ver lo que está haciendo —propuso Guillermo que nunca podía resistir la tentación de volver a la escena del crimen.
Se aproximaron a la casa de la tía de Pelirrojo y una vez más se encaramaron a la ventana del salón.
La primera visión tranquilizadora que vieron sus ojos fue la de la cotorra de la tía de Pelirrojo meciéndose como de costumbre en el columpio de su jaula.
Luego descubrieron que la tía de Pelirrojo estaba sentada junto a la mesita del té con una amiga.
Su conversación llegó hasta ellos a través de lo ventana abierta.
—Oh, sí, es un pájaro muy listo —decía la tía de Pelirrojo con orgullo—. ¿Sabe usted lo que ha hecho esta mañana? Alguien debió dejar abierta la ventana, y ella misma abrió la puerta de su jaula y salió volando por la ventana. Cuando llegué a casa y vi que no estaba quedé desolada y estaba dudando en si debía llamar a la policía cuando regresó. Sencillamente entró por la ventana y volvió a meterse en su jaula.
Los dos Proscritos volvieron a salir a la calle.
—¡Vaya, todo salió bien! —exclamó Guillermo.
—Sí —admitió Pelirrojo—, por lo menos una cosa sí. ¿Y qué vas a hacer ahora?
—No estoy decidido —replicó Guillermo—, pero —agregó en tono muy firme— no pienso volver a casa todavía. Roberto tiene que salir a eso de las seis, y no iré hasta después de esa hora.
—Ni yo tampoco —dijo Pelirrojo—. Héctor saldrá también a esa hora y no pienso volver hasta que se haya ido… ¿tú crees que nos estarán agradecidos? Han vuelto a hacer las paces.
—Agradecidos sí, pero no a nosotros —replicó Guillermo—, y naturalmente, Roberto se pondrá más furioso aun cuando descubra que los ladrones han estado en casa mientras él iba a tratar de cazarlos a casa de los Latham.
—Sí, y como tienen la costumbre de hacer que parezca todo culpa nuestra… —concluyó Pelirrojo con amargura.
—Siempre lo hacen —dijo Guillermo.
—Ella dijo que no volvería a dirigirles la palabra —continuó Pelirrojo pensativo—, pero antes de decir eso les dijo algunas lindezas.
—Y él también —dijo Guillermo.
Y con una sonrisa de dulce recuerdo en sus labios, siguieron caminando lentamente calle abajo.
F I N