GUILLERMOEL VENGADOR

Los Proscritos habían reparado en él, y les fue antipático mucho antes de que tuviera lugar aquel ultraje inolvidable.

Tenía un bigote como un cepillo, la barbilla puntiaguda, una risa estridente y desagradable, y una fanfarronería todavía más insoportable. Tenía una gran opinión de sí mismo.

Sea como fuere, los Proscritos adivinaron que iba a perjudicarles en cuanto le vieron, e incluso antes de que hubieran sabido nada de su persona. Los Proscritos, como es natural, siempre consideraban un deber averiguar todo lo que podían respecto a cualquier forastero que apareciese en el pueblo. Descubrieron que se llamaba Claudio Bergson, y que estaba hospedado en casa de los Holdings, que alquilaban una habitación.

Ahora bien, esto era una desgracia porque a Guillermo le agradaban los Holding, o mejor dicho a Guillermo le gustaba la señorita Holding, y por ella soportaba a sus padres… un matrimonio enorme, ceremonioso y aborrecido por todos los niños pequeños.

Guillermo admiraba a la señorita Holding porque era muy joven, y muy, muy bonita, de ojos brillantes y dulce sonrisa. En resumen, la admiraba tanto que cuando oyó por primera vez que Claudio Bergson era amigo suyo y estaba hospedado en su casa, se sintió inclinado a pasar por alto su barbilla aguda, su risa estridente y su porte antipático.

Claudio, no obstante, buscó su propia desgracia comenzando por propinar un puntapié a Jumble, el perro de Guillermo, en plena calle. Claro que técnicamente, tenía cierta justificación, ya que Jumble le atacó sin ser provocado, ladrándole furiosamente e intentando morderle los pantalones. En realidad era una provocación. Eran unos pantalones muy llamativos, y Jumble, aunque por lo general era de naturaleza tranquila y apacible, no podía soportar los colores chillones. Siempre les ladraba y quería morderlos. Le ponían hecho una furia. Tal vez Jumble se considerase el árbitro de la elegancia del pueblo. El caso es, que el día que Claudio apareció con un par de pantalones verdes y malva, muy verdes y muy malva, Jumble, tras echarles un vistazo, empezó su ataque acostumbrado, ladrándoles con desaprobación hasta que el pie de Claudio le lanzó a la cuneta.

Los Proscritos se habían reunido para considerar las represalias que debían tomar para vengar este insulto al perro de Guillermo, y por extraño que parezca fue Guillermo quien quiso quitar importancia al asunto.

—Bueno —dijo—. No me gusta, pero… pero creo que será mejor dejarle en paz. Comprended, Jumble le ladró y… bueno, de todas formas creo que lo mejor será dejarle en paz.

Los Proscritos estaban decepcionados. La actitud de Guillermo era indigna de un cabecilla con fama de vengar hasta el límite todo insulto perpetrado contra él, su perro o cualquier miembro de su pandilla. Pelirrojo tenía una negra sospecha de la verdad. Hacía tiempo que albergaba la sospecha de que Guillermo admiraba a la señorita Holding… Guillermo, su jefe, el que despreciaba a todas las mujeres. Y la sospecha le había deprimido en gran manera.

La reunión se deshizo tristemente. Guillermo se daba cuenta de que su prestigio había disminuido, pero se aferró a su decisión. Claudio, como amigo y huésped de la señorita Holding, no podía sufrir daño alguno. ¡Qué poco se imaginaba Claudio, mientras paseaba por el pueblo pavoneándose, con su barbilla puntiaguda, su risa estridente y aire antipático, que se había salvado por un pelo! Al encontrar a Guillermo en el pueblo, ni siquiera le reconoció como dueño del perro que había arrojado a la cuneta de un puntapié. Y, no sabiendo que acababa de salvarse por tan poco, continuó precipitándose como siempre alocadamente en su desgracia.

Los Proscritos… Guillermo, Pelirrojo, Douglas y Enrique… estaban jugando a los Pieles Rojas en uno de los campos del granjero Jenks. El hacerlo en los terrenos del granjero Jenks siempre daba al juego una emoción segura, que de otra manera le hubiera faltado.

El granjero Jenks odiaba a los Proscritos con el odio profundo que todos los propietarios sienten hacia los invasores de sus campos, y siempre que les veía les perseguía con determinación, aunque en vano. Por consiguiente, el granjero Jenks, sin saberlo, tomaba parte importante en el juego, representando a una tribu rebelde de pieles rojas especialmente feroces. Por consiguiente, por mucho que fueran perdiendo novedad las actividades normales de los pieles rojas representados por los Proscritos, siempre tenían el estímulo de que en cualquier momento apareciera en escena la tribu enemiga, en la figura del granjero Jenks, y este conocimiento daba al juego el aliciente de peligro y emoción sin el que los Proscritos encontraban la vida tan árida. Aquella tarde estaba resultando bastante aburrida.

Un castaño representaba una tienda. Los indios Ojo de Águila, Mano Roja, Corazón de León y Pies Veloces, o sea, Guillermo, Pelirrojo, Douglas y Enrique, hallábanse entretenidos en varias ocupaciones. Ojo de Águila había salido a matar animales salvajes para la cena. Mano Roja estaba trepando a un árbol para ver si divisaba algún enemigo. Corazón de León examinaba el suelo que rodeaba la tienda, y acababa de anunciar el paso reciente de un rebaño de elefantes y cientos de leones y tigres. Pies Veloces había ido en busca de ramas para encender el fuego, pero se cansó pronto y estaba jugando solo con una rueda de carro en un extremo del campo.

De pronto. Pelirrojo, desde su puesto de vigilancia, lanzó un grito:

—Los «Corazones Negros».

Y el rostro enrojecido y la robusta figura del granjero Jenks apareció en la distancia avanzando hacia ellos.

Al instante. Ojo de Águila abandonó la caza de animales salvajes, Corazón de León el examen del suelo, y Pies Veloces la rueda de carro, y salieron corriendo por el campo, dos en cada dirección. Siempre que les perseguía el granjero Jenks, se dividían en dos grupos.

El granjero Jenks, naturalmente, no podía soportar la idea de que se le escapase ninguno, y esos momentos de indecisión antes de decidirse a quiénes perseguir, por lo general les daban tiempo de escapar. Y esta vez lo habrían conseguido también de no haber sido por Claudio.

El granjero Jenks se entretuvo vacilando como de costumbre en mitad del campo, y al fin se decidió a perseguir a Douglas y Enrique, quienes a pesar del nombre indio de Enrique no tenían los pies tan ligeros como Guillermo y Pelirrojo. Y como ya he dicho, no les hubiera alcanzado de no ser por Claudio.

Claudio pasaba casualmente por el camino en aquellos momentos y presenció la huida de los valientes Pieles Rojas perseguidos por los Corazones Negros. A Claudio le divirtió en gran manera el espectáculo y decidió jugarles una mala pasada por su cuenta y riesgo.

Así que se detuvo al pie de la colina, por donde no tenían más remedio que pasar, y les cortó la retirada. Entonces entregó a Douglas al sudoroso granjero Jenks, sujetando a Enrique hasta que el granjero hubo terminado con Douglas, y luego hizo lo propio con Enrique, y durante todo el rato se estuvo riendo con su risa estridente y estúpida.

A decir verdad, el granjero Jenks estaba demasiado fatigado para hacer plena justicia por sí mismo, pero hizo todo lo que pudo y luego regresó jadeando y resoplando a sus profanadas propiedades. Claudio, todavía riendo como un loco, echó a andar carretera abajo, y Douglas y Enrique, doloridos, y a paso lento, fueron a reunirse con Guillermo y Enrique en el viejo cobertizo que era su acostumbrado lugar de reunión.

—¡Vaya! —empezó a decir Douglas con gran pesar y amargura.

—Sí —replicó Guillermo—, lo vimos. Vaya si lo vimos.

—Eso nos ha pasado por dejarle en paz cuando pegó a Jumble —dijo Enrique, apesadumbrado.

El silencio que siguió a estas palabras demostraba que los Proscritos consideraban este último ultraje como consecuencia de la inaudita clemencia de Guillermo en aquella ocasión, y era evidente que incluso Guillermo se sentía culpable.

—Bien —dijo en tono firme—, esta vez no se escapará.

—¿Qué le haremos? —preguntó Enrique sentándose con ciertas precauciones. Douglas no lo había intentado siquiera—. Me gustaría echarle al mar desde un precipicio muy alto.

—Pues eso no puedes hacerlo —dijo Douglas que todo lo tomaba el pie de la letra—, porque aquí no hay precipicios ni mar. Me gustaría matarle arrojándole flechas, igual que un San Nosequién que vi en una estampa.

—Pues eso es una tontería —intervino Guillermo, impaciente—, sólo conseguirías que te ahorcasen por asesinarle. Además, ¡tú no puedes hacer nada! Te ha visto y ahora te reconocería. Dejádnoslo a mí y a Pelirrojo. Te vengaremos bien. No te preocupes. Vaya si te vengaremos bien, pero déjalo en nuestras manos porque te conoce, y en cambio a nosotros no. Estábamos demasiado lejos para que pudiera vernos con detalle.

—¿Qué haréis? —quiso saber Douglas sediento de sangre.

Pero Guillermo era un buen estratega, y no gustaba de formar planes hasta haber examinado el territorio enemigo.

—Será mejor que primero inspeccionemos un poco —dijo—. Tú déjanos a Pelirrojo y a mí.

Qué poco sospechaba el sonriente Claudio, sentado a la orilla del río con su adorada, que dos niños estaban escondidos entre los arbustos situados a su espalda, escuchando su conversación. Claro, que no tenía ojos ni oídos más que para su adorada, cuya conquista le iba resultando muy difícil, porque aunque hacía más de quince días que la hacía objeto de sus atenciones, ella no parecía impresionada ni dispuesta a corresponderle.

Al contrario, estaba francamente molesta, bostezaba con frecuencia y muy a menudo olvidaba siquiera fingir que le escuchaba.

Claudio, que tenía una gran opinión de sí mismo, pensó que era tímida, apocada y terriblemente bonita, bonita en demasía.

De manera que, sin ofenderse por su silencio, y sus respuestas salidas de tono, continuó dedicándole todas sus atenciones.

—¿Quiere que la lleve a dar un paseo en mi coche mañana? —le suplicó.

—No —replicó la señorita Holding decidida—. Mañana no estaré en casa. Voy a pasar el día a casa de unos amigos en Beechtop. Comeré con ellos, y luego iremos a merendar a la orilla del río.

—¿Puedo ir a ayudarles? —dijo Claudio.

—¿En qué podría ayudarnos? —preguntó la señorita Holding bruscamente.

—Yo podría… er… limpiar y recoger las cosas, y… er… acompañarla a casa.

Ella se ablandó.

—Está bien. Puede venir a merendar con nosotros si quiere.

—¿A dónde voy entonces… y a qué hora? —dijo Claudio.

—Venga a las cuatro —le indicó la señorita Holding—, a la orilla del río, cerca de la iglesia. Es un lugar muy bonito. Está junto a la carretera, pero hay un espacio muy ancho y con muchos árboles.

—Iré —replicó Claudio con fervor.

Entonces se pusieron en pie, echando a andar por la carretera en dirección al pueblo. La risa estridente de Claudio seguía oyéndose mientras se alejaban.

Guillermo y Pelirrojo salieron de su frondoso escondite y contemplaron a la pareja que se alejaba.

—Apuesto a que se lo está contando —dijo Pelirrojo con pesar.

—Bueno, lo que hemos de hacer es ir a ese «picnic» y ver si allí podemos hacerle algo —le comunicó Guillermo—. No me importa si le estropeamos el «picnic» a ella, pero lo sentiríamos.

Habló con decisión. La vista de la señorita Holding había aumentado su admiración, pero su lealtad hacia ella no era comparable con su lealtad hacia los Proscritos. Claudio había ofendido a Douglas y Enrique y por eso debía ser castigado. Procuró endurecer su corazón.

—Está bien —repuso Pelirrojo, agregando con pesar—, pero Beechtop está lejísimos. Son kilómetros, kilómetros y kilómetros. ¿Cómo vamos a llegar allí?

—Andando —fue la seca respuesta de Guillermo.

Pelirrojo lanzó un gemido.

—Hemos de tomarnos alguna molestia para vengar a Douglas y Enrique —dijo Guillermo, irritado—. Saldremos temprano… en seguida de comer y apuesto a que llegamos allí a la hora de la merienda.

Salieron en cuanto terminaron de comer y hubieran llegado con tiempo de sobra sin gran esfuerzo de haber ido directamente. Pero los Proscritos, aún tratándose de una venganza, seguían siendo los Proscritos. No podían pasar por alto ni una sola cosa que requiriera investigación, y al parecer la carretera estaba llena de esas cosas. Encontraron un estanque que les entretuvo más de un cuarto de hora. Luego un árbol al que según dijo Pelirrojo, Guillermo no sería capaz de subirse, y por lo tanto tuvo que hacerlo, aunque le costara sus buenos diez minutos y la rotura de su chaqueta y casi la de su crisma. Más tarde, un niño se burló del aspecto de Guillermo… en quien el estanque y el árbol habían dejado sus huellas… y a quien Guillermo tuvo que desafiar. La lucha duró entre cinco y diez minutos, hasta que Guillermo, maltrecho, pero victorioso, fue a reunirse con Pelirrojo para proseguir su camino.

—Quisiera saber si ya estamos cerca —preguntó Pelirrojo.

—Claro que no lo estamos —replicó Guillermo—, todavía queda otro tanto de camino.

—Supongo que no llegaremos antes de que se hayan marchado todos a sus casas —dijo Pelirrojo con pesimismo.

—Si no hubieras perdido el tiempo en este estanque y con tantas cosas… —le reprochó Guillermo, olvidando su parte en el retraso.

—¡Vaya! —exclamó Pelirrojo indignado—. ¡Vaya! ¡Me gusta!… y tú subiéndote a los árboles y pegándote con otros y… y… y de todas maneras ni siquiera sabemos lo que vamos a hacer cuando lleguemos allí.

—Seguro que se nos ocurrirá algo —repuso Guillermo optimista—. El problema es llegar hasta allí —volvió a invadirle el pesimismo—… faltan kilómetros y kilómetros.

Y precisamente entonces oyeron el ruido de una motocicleta a sus espaldas, y se volvieron.

—Es él —susurró Guillermo.

Claudio, con lentes protectores, y luciendo una flamante chaqueta de cuero, pasó por su lado como un relámpago, y al hacerlo zigzagueó ligeramente. Pelirrojo se apartó de un salto y resbalando cayó al suelo.

—Quédate echado y cierra los ojos —le siseó Guillermo a toda prisa.

Pelirrojo, obediente, permaneció inmóvil en la carretera.

—¡Eh! —gritó Guillermo a Claudio.

Claudio aminorando la marcha, se volvió y al ver a Pelirrojo tendido en la carretera su rostro se puso lívido de terror. Lentamente dio vuelta a su motocicleta para acercarse.

—Yo no le he atropellado —dijo en tono agresivo.

—¿Como que no? Ahora mismo —replicó Guillermo en tono severo—. Se echó usted sobre este lado de la carretera.

Aliviado vio que Claudio no les reconocía. Sólo les había visto a distancia en el campo del granjero Jenks, y para él eran dos niños desconocidos. Pelirrojo seguía tumbado en el polvo, con los ojos cerrados.

Claudio sacando su pañuelo se enjugó la frente.

—Yo… er… recuerdo que me desvié un poco, pero no noté nada. Estoy seguro de que no le he pasado por encima.

—No —repuso Guillermo con pesar, ya que hubiera sido imposible hacer creer que la moto había pasado por encima de la figura intacta de Pelirrojo—. No le ha pasado por encima, pero… pero sí rozándole y le ha tirado al suelo y se ha dado un golpe terrible en la cabeza. Tiene… tiene… —la palabra acudió a sus labios con repentina inspiración—, «conoción» cerebral. Esto es lo que tiene, «conoción».

—No lo creo —dijo Claudio, pero no parecía muy convencido mientras contemplaba la figura inerte de Pelirrojo.

—Bueno, está inconsciente, ¿no? —insistió Guillermo en el tono de quien expone un hecho innegable.

—Me imagino que lo único que tiene es el susto —dijo Claudio animándose— de todas formas tiene buen aspecto, ¿no?

—Siempre lo tienen cuando sufren una «conoción» —dijo Guillermo en tono lúgubre, y con tal aire de experiencia que Claudio volvió a preocuparse—. Yo… yo vi una vez a un niño que tuvo «conoción» de la misma manera. Una moto le pasó rozando y permaneció inconsciente durante varios minutos con muy buen aspecto… muy buen aspecto… ese es uno de los síntomas de la «conoción»… el estar inconsciente y luego al volver en sí se incorporó, preguntando, «¿dónde estoy?»… como dicen siempre… y luego dijo que sentía un dolor terrible encima de las orejas… ahí es donde duele siempre que se tiene «conoción», y se murió al cabo de una hora sin cesar de quejarse de un modo espeluznante. Se murió. Al hombre de la moto le metieron en la cárcel.

—¡Tonterías! —exclamó Claudio con animación, pero fingida.

Guillermo adoptó una expresión inocente. Nadie tenía un aire más sincero que Guillermo cuando no decía la verdad, y que engañaría aún a los más expertos. Mientras Claudio trataba de esforzarse por mantenerse animado para contrarrestar el efecto de las palabras y la expresión de Guillermo, Pelirrojo, obedeciendo a una señal disimulada que le hizo Guillermo con el pie, se sentó en el polvo diciendo:

—¿Dónde estoy?

Guillermo inclinóse sobre él con tierna solicitud.

—Estás aquí. Pelirrojo querido, en la carretera —con gran cortesía efectuó la presentación—. Este es el caballero que te ha atropellado con su motocicleta.

Claudio parpadeó de nuevo esforzándose por mostrarse animado.

—Estoy seguro de que ahora te encuentras perfectamente, pequeño —le dijo.

Pero Pelirrojo empezó a gemir ruidosamente recordando el mugido de una vaca.

—¿Dónde te duele, querido Pelirrojo? —le preguntó Guillermo con ternura.

Pelirrojo cesó de lamentarse para decir:

—Encima de las orejas.

—¡Ah! —exclamó Guillermo como si le hubiera impresionado—. Es «conoción»; yo dije que era «conoción». ¿Tú crees que podrías andar, querido Pelirrojo?

Pelirrojo, que había empezado a gemir de nuevo, se detuvo para responder:

—No.

Claudio, que empezaba a tener el aspecto de un hombre en plena pesadilla, preguntó:

—¿Dónde vive?

—En Beechtop —replicó Guillermo sin el menor rubor—. Muy cerca del río.

—Entonces… yo… yo le llevaré a casa —dijo el asustado Claudio.

—Sí —repuso Guillermo—. Creo que lo mejor será que le llevemos a su casa. Algunas veces se mueren tan pronto de la «conoción».

Entre los dos colocaron a Pelirrojo, que seguía gimiendo, sobre el sillín posterior.

—Yo me montaré detrás de él, ¿le parece? —dijo Guillermo—, así si se muriera por el camino, yo le sostendría.

Guillermo y Pelirrojo disfrutaron en grande del paseo hasta Beechtop. Aquello era mucho mejor que andar. Pelirrojo se divertía tanto que se olvidaba de gemir, y tuvo que recordárselo Guillermo a puntapiés. Una vez en Beechtop, Claudio se detuvo.

—¿Dónde vive exactamente? —quiso saber.

—Oh, es ahí cerca —repuso Guillermo—. ¿Te encuentras un poco mejor, querido Pelirrojo? ¿Crees que podrás andar?

—Sí —replicó Pelirrojo que ahora había cesado de gemir—. Creo que ahora podría andar un poco.

Claudio pareció aliviado y fue recobrando algo de su aplomo.

—Ha sido culpa tuya por no caminar bien arrimado a la cuneta —le dijo.

Luego dirigiose a la orilla del río donde le esperaban la señorita Holding y sus amigos.

Pocos minutos más tarde había olvidado el incidente por completo sentado entre los otros invitados, contando chistes, riendo con su risa estridente y ayudando a repartir pasteles.

Transcurrió algún tiempo antes de que reparara en el rostro de Guillermo que le miraba a través de los arbustos haciéndole muecas que sin duda querían significar alguna cosa. El recuerdo de lo ocurrido acudió a su memoria como el de una pesadilla. Su sonrisa se desvaneció y su risa estridente se quebró en el aire en su nota más aguda.

—Iré… er… iré a buscar más pasteles —dijo dirigiéndose a la cesta de las provisiones cerca de donde había asomado el rostro de Guillermo entre los arbustos.

Fingiendo ocuparse de las provisiones, le susurró:

—¿Qué quieres?

De detrás de los arbustos, donde había vuelto a ocultarse discretamente el rostro de Guillermo, salió un susurro ronco.

—Es «conoción». Está gravísimo.

—Bueno, yo no puedo remediarlo —replicó Claudio irritado—. Debía haber caminado junto a la cuneta. Yo no puedo hacer nada.

—No —dijo Guillermo—. No, ya sé que no puede, pero dicen que necesita sobrealimentación y su madre no tiene nada en casa porque son muy pobres… siempre han sido pobres. Si usted pudiera darme algunos pasteles, yo se los llevaría a su casa. El médico dice que ha de comer cosas buenas… y a él le gustarían esos pasteles de crema…

—Está bien —siseó Claudio—. Yo… yo te daré algunos. Pero… márchate.

—Si usted se sentara aquí y los fuera poniendo detrás suyo… yo los recogería.

—De acuerdo —susurró Claudio, temeroso de que alguien hubiera observado la presencia de su visitante, o escuchado su extraño susurro. Se sentó junto a la cesta muy contrariado, porque estaba apartado de la señorita Holding y empezó a charlar con una joven pelirroja mientras iba colocando los pasteles detrás de los arbustos. Hablaba con gran excitación procurando distraer la atención de sus manejos, y de vez en cuando se detenía para enjugarse la frente con su pañuelo de seda malva. Había tenido muchas pesadillas en su vida, pero ninguna como aquella.


Claudio hablaba con excitación para distraer la atención general, mientras colocaba pasteles tras los arbustos.

Entretanto, detrás de los arbustos Guillermo y Pelirrojo daban cuenta rápida y felizmente de su espléndido festín.

—Es muy extraño —se oyó decir a la señorita Holding—. No sé lo que ha sido de todos los pasteles helados. Compramos muchos, pero al parecer ya se han terminado todos.


—Es muy extraño —dijo la señorita Holding— No sé lo que ha sido de todos los pasteles helados.

—Es muy misterioso —repuso la joven pelirroja—. No importa, quedan aún todas las galletas.

Claudio comenzó a charlar de nuevo con la joven pelirroja. Iba olvidando sus temores y hablaba ya con más aplomo, cuando notó un golpe en la espalda.

—Ha terminado ya todas las cosas que le envió usted —susurró la voz de Guillermo—, y el médico dice que tiene que alimentarse más. Está peor de la «conoción».

—No me extraña si se ha comido todo lo que te he dado —replicó Claudio amargamente.

—Cuando se tiene «conoción» hay que comer. Es lo único que puede salvarle la vida… comer y comer. ¿Puedo llevarle un paquete de galletas?

—No.

—Bueno… se lo pediré a la señorita Holding. Tal vez si le digo que usted le ha atropellado, me las dará.

Claudio se apresuró a apoderarse del paquete de galletas que metió entre los arbustos.

—Cielos —exclamó la señorita Holding, mirando a su alrededor unos minutos más tarde—, ahora parece ser que han desaparecido todas las galletas.

—Siempre desaparecen las cosas que están junto al señor Bergson —dijo la invitada más joven, una jovencita de trece años—. Yo he visto que estaban cerca de él, y cuando volví a mirar más tarde habían desaparecido.

Todos se volvieron a mirar a Claudio, que enrojeció hasta las orejas.

—Bueno —dijo al fin desesperado—. Yo… he recorrido un largo trayecto en moto. Y… eso abre el apetito.

—Debe haberse comido toda la libra de galletas y también las dos docenas de pasteles helados —dijo la jovencita que le acusara.

—Cállate, querida —le dijo su madre reprendiéndola, y la conversación se hizo general, pero Claudio no pudo por menos de notar que procuraban evitarle. Y cuando las cosas habían vuelto casi a la normalidad, otra vez sintió en su espalda el doloroso golpe que anunciaba el penetrante susurro de Guillermo.

—Acabo de verle y…

—No voy a darte nada más —replicó Claudio.

—No. Ahora no quiere nada. Está demasiado enfermo para comer. Ahora su «conoción» es algo terrible. Está como loco. Su padre acaba de ir a buscar un policía…

—¿Qué?

—Para que investigue cómo le atropelló usted, y en caso de que muera, encarcelarle.

La joven pelirroja volvióse hacia Claudio.

—¿Me decía usted algo, señor Bergson? —le preguntó cortés.

Claudio, llevándose el pañuelo de seda malva a la frente, se la enjugó de nuevo.

S-sssí —dijo—. Estaba comentando que… er… que la vista es preciosa.

—¿Usted cree? —exclamó la joven pelirroja fríamente. (No podía soportar a aquel joven que se había comido dos docenas de pasteles helados y una libra de galletas)—. A mí me parece muy vulgar.

Guillermo y Pelirrojo habían abandonado los arbustos repletos de pasteles, y en un estado de plena felicidad se encaminaron por la carretera hasta el lugar donde un policía regulaba el escaso tráfico procedente de un camino secundario. Todavía no habían terminado con Claudio. Los Proscritos nunca fueron partidarios de las medias tintas. Por el camino pasaron ante una posada llamada «La Sal de la Vida», y en un banco de la puerta vieron sentado a un hombre corpulento, bizco, de brazos extraordinariamente largos, y con una sonrisa que a distancia resultaba feroz, pero que de cerca era tan solo estúpida. Guillermo y Pelirrojo le observaron con interés al pasar ante él, y luego, olvidándole, se acercaron al policía.

Guillermo adoptó su expresión más inocente.

—Perdone, señor —le dijo—, a la orilla del río hay un caballero al que acaban de robarle la cartera, y me dijo que fuera a ver si encontraba un policía.

El agente sacó una libreta de su bolsillo.

—¿Quién es? —preguntó interesado. Era evidente que agradecía la interrupción. Durante los últimos tres cuartos de hora sólo había pasado un carro por aquel camino tan poco concurrido.

—Está celebrando un «picnic» junto al río —le indicó Guillermo—. Y lleva una chaqueta de cuero.

Entonces Guillermo y Pelirrojo se alejaron en silencio y el policía, todavía con la libreta en la mano, se dirigió a la orilla del río.

Claudio empezaba a recuperar el favor popular y estaba hablando de su motocicleta.

—Sesenta kilómetros por hora no son nada para mí —dijo—, no hay ningún peligro para un buen motorista a sesenta por hora.

—Supongo que eso será lo que le da tanto apetito —dijo la invitada más joven, como si al fin hubiera resuelto un problema que le preocupaba desde hacía tiempo.

Su madre le dijo:

—Cállate, querida —y otra vez volvió a notarse cierta tirantez.

—¿A qué velocidad ha venido hoy aquí, señor Bergson? —le preguntó lo madre de la pequeña, con la intención de restablecer la conversación.

La satisfacción de Claudio se desvaneció al recordar su velocidad.

—Oh… bueno… según —replicó distraído.

¿Qué es lo que le había dicho aquel pillastre? ¡Un policía para que averiguase los detalles! Era un pensamiento horrible y sacando el pañuelo de seda malva volvió a enjugarse la frente. El pañuelo ya estaba completamente húmedo, y entonces… los ojos casi se le salen de las órbitas. Allí estaba el policía dirigiéndose hacia él… el policía que venía de la cabecera de la cama del niño que había atropellado… con el bloc de notas en la mano.


Junto al río corría Claudio y tras él, persiguiéndole, la imponente figura del policía.

Claudio no se detuvo a reflexionar, y levantándose del suelo, puso pies en polvorosa. El policía tampoco se paró a pensar, vio que alguien huía al verle, y por la fuerza de la costumbre salió corriendo tras él. Junto al río corría Claudio, y detrás, persiguiéndole, la imponente figura del policía.

—¡Caramba! —exclamaron los invitados al «picnic», no encontrando otra expresión más adecuada para expresar sus sentimientos.

—Durante toda la tarde me dio la impresión de ser un hombre culpable —dijo la joven pelirroja.

—Parece imposible que pueda correr así —dijo la invitada más joven con admiración—, después de comerse dos docenas de pasteles helados y una libra de galletas. Yo no podría.

—Cállate, querida —dijo su madre.

—Esta mañana en el periódico se hablaba de un crimen —dijo la joven pelirroja—. No me sorprendería nada que hubiera sido él.

—No es posible —comentó alguien.

—Vaya, ¿por qué habría de correr entonces al ver a un policía? La mayor parte de los asesinos de que hablan los periódicos son gente corriente que lleva una vida vulgar, ya sabe. El debe ser uno de esos. Espero que ahora ya le hayan cogido. Y claro, le ahorcarán.

—Bueno, pero primero se ha dado un buen atracón —exclamó la más joven de las invitadas.

—Cállate, querida —le dijo su madre—. Claro que no puede ser un asesino. Tal vez se trate sólo del robo de un Banco, o de la falsificación de un testamento, o algo por el estilo.

—Siempre había deseado conocer a un criminal —dijo la joven pelirroja, exhalando un suspiro de contento—, y me ha parecido muy extraño durante toda la tarde. Murmuraba para sus adentros dirigiéndose a los arbustos y durante todo el tiempo se ha comportado de un modo muy peculiar y extraño.

—Bueno, si no les importa —dijo la madre de la invitada más joven—, voy a llevarme a mi hija a casa. No deseo verme mezclada en esta clase de cosas… como testigo, ni como nada… nunca se sabe lo que hará un asesino a continuación. Dicen que vuelven a asesinar. Si ha conseguido vencer al policía… y los criminales tienen la fuerza de diez hombres… ¿o son los locos?… puede volver aquí en busca de nuevas víctimas. Probablemente debe tener manía homicida… y les dan como ataques, ya saben.

Y recogiendo a la niña se alejó por la orilla del río.

—Yo también voy a marcharme —dijo la joven pelirroja—. No soy partidaria de correr riesgos innecesarios, y se leen tantas cosas en los periódicos. En cuanto le vi comprendí que no era normal.

Poco a poco los otros invitados siguieron su ejemplo, y cuando Claudio regresó jadeando y sin aliento, sólo quedaba la señorita Holding en la orilla junto a los restos de su festín. O al parecer sólo quedaban ellos, porque Guillermo y Pelirrojo habían vuelto a ocupar su escondite y observaban con interés el curso de los acontecimientos.

—¡Vaya! —exclamó la señorita Holding, cuando Claudio, apoyando las manos en sus costados, llegó resoplando a su lado y tomó asiento—. ¿Qué diantre…?

—Se trataba de un error —jadeó Claudio—, le avisaron que… a un hombre le robaron la cartera… y él pensó que era yo… por error.

—¿Y por qué salió usted corriendo? —le dijo la señorita Holding.

—No… no lo sé —fue la respuesta de Claudio.

—Recuerdo haber leído algo acerca de un hombre que hizo lo mismo —dijo la señorita Holding—. Había tenido un sueño terrible acerca de un policía que le perseguía, y al día siguiente echó a correr en cuanto vio el primero.

—Sí —replicó Claudio aceptando la explicación—, eso es lo que me ha ocurrido. Anoche tuve una pesadilla terrible acerca de un policía y en cuanto he visto que ese se acercaba a mi… el sueño me volvió a la memoria… y salí corriendo. ¡Asociación de ideas!

La señorita Holding se echó a reír.

—Bueno. Creo que podré servirle otra taza de té para refrescarle, y veremos a ver si ha quedado algún pedazo de pastel, a pesar de la misteriosa desaparición de los helados.

Claudio, tumbado a la orilla del río, fumaba, bebía té y comía pasteles. Cuando hubo recuperado sus fuerzas, empezó a hablar de nuevo… y, como siempre, de sí mismo.

Empezó a contarle cosas de su vida pasada… cosas heroicas y nobles para que supiera qué carácter tan noble y heroico era el suyo. La señorita Holding se mostró amable con él dejándole hablar. Los que escuchaban tras los arbustos se molestaron. No era así como querían que terminara su venganza… en una amable conversación en la orilla del río. Al parecer todo lo que habían hecho hacía despejar la situación para que Claudio pudiera hacerle mejor la corte.

Y era evidente que Claudio había olvidado por completo a su víctima que ahora yacía, imaginariamente, aquejada de fuerte conmoción cerebral. Se llenaron de horror sólo de pensarlo, y entonces se miraron mutuamente… Pelirrojo, con el rostro sereno y confiado de quien sabe que su jefe trazará algún plan, y Guillermo, con aquel ceño feroz que denotaba profundas reflexiones. De pronto se aclaró su expresión y su rostro quedó iluminado por la luz de la inspiración.

—Voy a ir a lavar esta taza al río —decía la señorita Holding—. No, no se mueva. Para serle sincera prefiero lavarla yo misma. Nunca dejo que nadie lave mis tazas en las meriendas campestres. No lo hacen a conciencia.

Y Claudio permaneció tumbado tomando el sol, en tanto que lo señorita Holding se acercaba al agua. Y entonces… mientras los pensamientos de Claudio giraban en torno de la atractiva figura que acababa de hacer de sí mismo… volvió a parecer entre los arbustos el rostro de aquel niño horrible, haciéndole muecas. La sonrisa se heló en los labios de Claudio.

—¡Lárgate! —le susurró alargando la mano para ocultar el rostro de Guillermo de nuevo entre los arbustos.

—Vengo de verle —le dijo Guillermo—. Está muchísimo peor.

—No es culpa mía —replicó Claudio.

—Lo sé —repuso Guillermo con simpatía—. No ceso de repetirles que no fue culpa suya y que no le atropelló a propósito, pero no quieren escucharme. Ahora le anda buscando su padre. Es un hombre horrible, bizco y de brazos muy largos. Dice que quiere romperle el pescuezo.

Claudio palideció, pero en aquel momento regresaba la señorita Holding de lavar la taza, y el joven, aliviado por la repentina desaparición del rostro de Guillermo, hizo un esfuerzo por volver a distraerla. Le estuvo contando sus aventuras de cuando jugaba al «cricket» en la escuela preparatoria, pero a pesar de que ella estaba evidentemente impresionada, no consiguió poner calor en su relato. Bizco, y con los brazos muy largos.

Entretanto, Guillermo y Pelirrojo se alejaron gateando silenciosamente por detrás de los arbustos. No en vano los Proscritos jugaban casi a diario a los Pieles Rojas. Ni siquiera el crujido de una rama descubrió su paso…

Una vez en la carretera miraron a todos lados para ver si el policía, que seguramente estaría sediento de su sangre, andaba por allí. Aliviados, comprobaron que no era así, y en cambio sí estaba el bizco sentado todavía a la puerta de «La Sal de la Vida», contemplando el cruce de carreteras con su sonrisa feroz. Guillermo se acercó a él con su expresión más inocente.

—Perdone, señor —empezó a decir Guillermo en tono cortés—. ¿Le gustarla comerse unos cuantos pasteles?

El hombre le miró a él y a Pelirrojo al mismo tiempo, sonriendo con ferocidad.

—No me importaría —admitió con aire condescendiente.

—Bueno —continuó Guillermo—, hay un caballero y una señorita merendando en la orilla del río, detrás de esos arbustos, y el caballero me dijo que buscara a alguien que quisiera comerse los pasteles que han sobrado, y que le enviara para recogerlos.

El hombre se levantó despacio.

—Bueno… no me importa —dijo emprendiendo el camino hacia la orilla.

Claudio había pasado del relato de sus hazañas deportivas en la escuela preparatoria al de sus travesuras infantiles, cuando puso un alfiler en la silla del maestro.

La señorita Holding parecía muy interesada, y todo transcurría apaciblemente. Poco a poco iba recuperando la presencia de ánimo, pues no creía que hubiera ocasionado ningún daño efectivo al pequeño, ni que su padre le anduviera buscando. «Bizco y con los brazos muy largos»… era ridículo. No le sorprendería que aquel pillastre lo hubiera inventado todo.

De pronto se detuvo en seco abriendo mucho los ojos y la boca. Un hombre bizco y de brazos muy largos y sonrisa feroz se acercaba por la orilla del río en dirección a él. Era cierto. Era el padre del niño que llegaba para romperle la crisma.

Con un grito de terror parecido a la sirena de una fábrica, Claudio se puso en pie, y saltando por encima de los arbustos, corrió hacia la carretera, y no paró hasta llegar a su casa.

El bizco y la señorita Holding contemplaron su huida. Entonces el bizco se volvió y, mirando a la vez a la señorita Holding y a los arbustos, dijo sin interés:

—¿Le habrá picado algo?

—No sé lo que le ha ocurrido —repuso la señorita Holding.

—Bueno —dijo el bizco, abandonando sus intentos por descubrir el motivo de la huida de Claudio—, me dijeron que viniera aquí, que me darían algunos pasteles.

—Puede llevarse todo lo que ha sobrado —le dijo la señorita Holding—, ¿pero quién le avisó?

Uno de los ojos del bizco había sorprendido un movimiento tras los cercanos arbustos, y metiéndose entre ellos sacó a Guillermo por el cuello.

—Este pillastre —dijo.

El bizco se había marchado con su botín.

Guillermo y Pelirrojo estaban sentados uno a cada lado de la señorita Holding en la orilla del río.


Es una pena que le hayamos dado todos los pasteles —dijo la señorita Holding— porque estoy segura que os hubieran gustado.

—Es una pena que le hayamos dado todos los bollos y pasteles —decía la señorita Holding—, porque estoy segura de que os hubiera gustado comer algunos.

—No, gracias —repuso Guillermo, cortés, agregando con toda verdad—, ya… ya hemos comido bastantes.

Un rayo de inteligencia brilló en los ojos de la señorita Holding.

—¿Cuánto tiempo llevabais escondidos tras los arbustos? —preguntó.

—Bastante —replicó Guillermo—. Íbamos y veníamos.

—Quizás podáis darme cuenta de las dos docenas de pasteles helados y de la libra de galletas —dijo la señorita Holding.

Guillermo adoptó su expresión inocente.

—Bueno —admitió—, el señor Bergson tuvo la amabilidad de darnos algo de comer.

—¿Y si me lo contarais todo? —dijo la señorita Holding.

Y se lo contaron.

Al final se secó los ojos, pues lloraba de risa, y exclamó:

—Esto no tiene precio, y lo mejor de todo es que estoy segura de que le obligará a regresar a su casa.

Y así fue.

Lo pasaron en grande regresando a casa en el «dos plazas» de la señorita Holding, y la primera persona que vieron al llegar al pueblo fue a la señora Holding.

—¿Qué le ha ocurrido a Claudio? —preguntó la señora Holding.

—¿Por qué? —dijo su hija.

—Vino a casa en un estado lastimoso —continuó la señora Holding—. Y dijo que había corrido durante todo el camino. Luego tomó el primer tren para regresar a la ciudad, y quiere que le enviemos sus cosas. Además no quiere que demos su dirección a nadie.

—Cuánto me alegro —repuso la señorita Holding muy serena—, porque ya me estaba cansando hasta de tomarle el pelo.

—¿Pero qué ha ocurrido? —quiso saber su madre.

—Pues que sin más ni más echó a correr hacia aquí, ¿no es verdad, pequeños? —dijo la señorita Holding con aire soñador—. Yo creo que sufre ataques de locura. Estos dos niños me han ayudado mucho esta tarde, mamá. Vamos, pequeños, buscaremos un sitio donde comer un helado.

Guillermo vacilaba.

—Primero tenemos que ir a decir a Douglas y Enrique que ya les hemos vengado.

—Bien —replicó lo señorita Holding—. Ir a buscarles, y que vengan también con nosotros a tomar un helado.

Y como luego comentó Guillermo aquella noche, fue una de las mejores venganzas de su vida.