COTORRAS PARA ETHEL

Los Proscritos estaban deprimidos. Las persecuciones ordinarias habían perdido su encanto. Ya no corrían, ni trepaban, ni jugaban a los Pieles Rojas, ni guerrilleaban con los granjeros vecinos. En vez de eso, celebraban reuniones en los jardines posteriores de su respectivas casas, en los cobertizos, en los bosquecillos, y en los invernaderos, discutiendo con elocuencia la gravedad de la situación pero sin encontrarle remedio.

La causa de todos sus problemas era el fatal atractivo de Ethel, la hermana de Guillermo. No es que Guillermo ni ninguno de sus amigos admitiera su atractivo fatal. Para ellos Ethel era una persona «mayor», desagradable y vulgar, de modales altaneros e imposibles sistemas de limpieza, quien casualmente poseía además una combinación de melena roja, y ojos azules, que causaban un efecto extraño e imprevisto en los miembros adultos del sexo contrario. Los Proscritos sentían un odio profundo e intenso por todos los admiradores de Ethel. Y ahora Jorge, el hermano de Douglas, y Héctor, hermano de Pelirrojo habían engrosado el número. Es imposible describir el horror que esto causó a los Proscritos. Que miembros de sus propias familias descendieran hasta la suprema indignidad de admirar a Ethel… Guillermo sentíase tan ultrajado como cualquier otro. Comprendía que el apasionamiento de los hermanos de Douglas y Pelirrojo por su hermana, exponía a todos los Proscritos al escarnio de sus amigos, y a la risa de sus enemigos.

No se les había ocurrido jamás la posibilidad de que aquello llegara a ocurrir. Jorge, el hermano de Douglas, y Héctor, hermano de Pelirrojo, aunque dejaban mucho que desear en otros aspectos, como les ocurre a todos los hermanos mayores, en eso se habían portado bien hasta entonces y sentían por el sexo contrario un desprecio casi igual al de los propios Proscritos. Fue la gripe de Ethel lo que al parecer hizo cambiar las cosas. Ethel había estado retirada de la vida pública por espacio de unos quince días debido a la alta temperatura, los ojos llorosos, y el amargo pesimismo que en conjunto constituyen la gripe. Evidentemente, la repentina ausencia de la figura familiar de Ethel en los caminos y parajes de su pueblo natal despertó extraños sentimientos en los corazones de Jorge y Héctor, y al aparecer Ethel de nuevo, tras su enfermedad, más hermosa que nunca, acabó de esclavizarlos, y abandonaron su antigua actitud de indiferencia hacia ella. Le sonreían cariñosamente, se compraron corbatas y calcetines nuevos, y aguardaban en lugares estratégicos para verla pasar. Su antigua amistad de colegio empezó a enfriarse, y cuando esperaban en el mismo sitio el paso de Ethel, para conseguir de ella tan solo una palabra o una mirada, fingían no verse. Se cruzaban en las calles del pueblo sin otra señal de reconocimiento que una mueca de desprecio. Dejaron de discutir juntos los resultados de fútbol, ya no se prestaban las bombas de sus bicicletas, y en su vida privada, naturalmente, volcaban toda la amargura de sus penas de amor en sus hermanos pequeños.

Los Proscritos se hallaban reunidos en la glorieta del jardín de Guillermo. Enrique estaba en casa de una tía, y sólo estaban presentes las tres partes interesadas… o sea, Guillermo, Douglas y Pelirrojo.

—La gente se ríe de ellos —decía Douglas amargamente—. Lo sé por algo que me dijeron ayer. Es muy bonito para mí —agregó con aire desesperado—, tener un hermano del que todos se ríen.

—Y para mí —replicó Pelirrojo—. Y no es sólo eso. Héctor cada día está más insoportable en casa.

Esto hizo recordar a Douglas su última ofensa.

—Me la quitó —dijo en tono fiero—, me la quitó para tirarla. Y además era nueva. Ahora no sirve para nada. La arrojó a la cuneta, se llenó de barro y ahora no suena por más que haga. Está estropeada, y era la mejor armónica que he tenido en la vida. Se podía oír a kilómetros y kilómetros de distancia, y él me la quitó para tirarla. Y no estaba haciendo mucho ruido. Sólo ensayando… ensayando fuera de mi habitación. Bueno, yo no sabía que estaba escribiendo versos para Ethel. No era necesario que se pusiera hecho una furia. Apuesto a que tengo tanto derecho a ensayar con mi armónica como él a escribir poesías para Ethel.

—Exactamente lo mismo que hizo anoche Héctor con mi trompeta —exclamó Pelirrojo, interesado por la coincidencia de su casa, y resentido por el recuerdo de sus errores—. Vino corriendo como un loco sólo porque yo estaba sentado en lo alto de la escalera ensayando con mi trompeta. Salió hecho una furia de su habitación y luego de quitármela, la rompió. La rompió deliberadamente. Apuesto a que también estaba escribiendo versos para Ethel. —Dirigió a Guillermo una fría mirada—. Es una lástima —dijo—, que algunas personas no puedan impedir que sus hermanas vayan por el mundo causando tantas desgracias. Rompiendo las trompetas de otros y arrojando armónicas a la cuneta.

—Ethel no ha roto tu trompeta, ni le ha quitado su armónica —replicó Guillermo, enardecido—. Es una lástima que algunas personas no puedan evitar que sus hermanos se comporten como unos estúpidos en cuanto ven una chica.

—No es cierto —protestó Pelirrojo—, nunca lo habían hecho. Siempre se portaron con las chicas como nosotros… hasta ahora, por culpa de Ethel.

—Bueno —dijo Guillermo con odiosa complacencia—, eso sólo demuestra que Ethel es más bonita que todas las demás chicas.

—Ah, ¿sí? —exclamó Pelirrojo en tono agresivo.

Pero Guillermo no estaba dispuesto a dejarse arrastrar a un combate personal por culpa de Ethel. A decir verdad, estaba un poco cansado de todo aquello. El desaprobaba la situación tanto o más que los otros, pero el discutirla en glorietas y cobertizos no parecía mejorarla, y entretanto las vacaciones se les escapaban de entre los dedos. Además, el día anterior un tío de Guillermo le había llevado a Londres, y por eso de momento veía la vida con aire más optimista que sus compañeros.

—No importa —dijo en tono pacificador—. Hay otras cosas que hacer aparte de hablar constantemente de lo mismo, y otras personas en el mundo aparte de Ethel y vuestros hermanos Jorge y Héctor.

—Sí —replicó Douglas amargamente—, no dirías lo mismo si fuese tu armónica, ¿verdad?

—Y no lo dirías si fuese tu trompeta —insistió Pelirrojo—. ¡Uh! Apuesto a que no tengo otra cosa que hacer que olvidar esa trompeta.

—Si vamos a eso —dijo Guillermo—, ayer Ethel me quitó el arco y las flechas porque casualmente entró una por su ventana y rompió un jarrón, pero yo no hablo de ello.

Pero Pelirrojo no quiso apartarse de la cuestión.

—Debía haberme comprado una nueva —dijo, agregando con un suspiro melancólico—: Y pensar que donde quiera que haya hermanos mayores ocurren estas cosas por todo el país que nunca se publican en los periódicos, y luego dicen que Inglaterra es un país libre… arrebatan las trompetas a la gente y las rompen sin motivo. ¿Qué es esto sino la tiranía de que hablan los libros de historia? Todo lo que puedo decir es esto —agregó en tono sombrío—, que todas esas Cartas Magnas y cosas que según los libros de Historia trajeron la libertad a Inglaterra no parecen haberme hecho mucho bien.

Pero al fin Douglas, igual que Guillermo, se habían cansado del tema.

—¿Dónde te llevó tu tío ayer, Guillermo? —le preguntó.

—Me llevó a un sitio lleno de animales muertos… la mayoría disecados… pero algunos en esqueleto… y un hombre estuvo dando una conferencia sobre ellos… explicando lo que eran, y lo que hacían.

—¿Fue interesante? —preguntó Pelirrojo olvidando temporalmente su pena, puesto que nadie quería seguir escuchándole.

—Sí —repuso Guillermo con naturalidad—, tenía un diente suelto y cuando hablaba se le movía, y luego había un niño que se creía que sabía hacer más muecas que yo, pero al final comprendió que no era así.

El ambiente se animó con aquella ráfaga procedente del mundo exterior. Los Proscritos empezaron a pensar que quizás habían discutido la cuestión Ethel-Jorge-Héctor, hasta la saciedad, y que la descripción de Guillermo de su viaje del día anterior podría tener un mayor interés.

—¿Te dieron bien de comer, Guillermo? —le preguntó Douglas.

—¡Sí, troncho! —exclamó Guillermo—, me dejó escoger lo que quise y me comí seis helados, y luego unas cosas como pasteles con montones y montones de crema encima, y me tomé doce, y luego una naranjada y dos platos de crema.

—¿Y nada de carne ni de patatas? —preguntó Pelirrojo.

—No —repuso Guillermo, agregando como simple explicación—: En casa puedo comer todos los días carne y patatas.

Hubo un silencio durante el cual los Proscritos contemplaron pensativos la visión mental de la comida de Guillermo.

—Eso es lo bueno que tienen los tíos —comentó Pelirrojo con amargura—. Las tías nunca le dejan a uno hacer una comida así —y añadió pesaroso—: y yo sólo tengo tías, por desgracia.

—¿Qué clase de animales eran, Guillermo? —preguntó Douglas.

—De todas clases —repuso Guillermo, y prosiguió despacio—: he estado pensando… que sería fácil reunir una colección como esa, pero con animales vivos en vez de disecados. Ya sé —dijo rápidamente anticipándose a posibles objeciones—, que a menudo hemos intentado organizar cosas parecidas, pero no iguales a esta. Nunca hemos intentado dar una conferencia sobre animales. Intentamos organizar un circo, y luego una subasta de animales, pero nunca dar una conferencia.

—Bueno, ¿y quién puede hacerlo? —dijo Douglas.

—Yo —replicó Guillermo al punto—. Yo oí cómo lo hacía aquel hombre, de manera que apuesto a que sé hacerlo ahora.

—¿Puedes conseguir que se te mueva un diente? —preguntó Douglas.

—No es necesario que se muevan los dientes para dar conferencias sobre animales —replicó Guillermo fríamente—. Además, apuesto a que podría si quisiera.

—Yo podría traer mi lirón —ofreció Pelirrojo.

—Y mis insectos —dijo Guillermo—. Y Jumble, y… todos nuestros gatos.

—No es gran cosa —repuso Douglas—. ¿Cómo consiguen los animales para el zoológico?

—La gente los presta o los regala —explicó Pelirrojo—. He oído decir muchas veces que los regalan. Cuando la familia real sale al extranjero de vacaciones, la gente les regala animales y ellos los traen aquí, y los regalan al zoológico.

—Me parece muy extraño —dijo Douglas, incrédulo.

—Pues lo he leído en los periódicos, de manera que debe ser verdad.

—Si lo que dice mi padre de los periódicos es cierto —objetó Pelirrojo—, nada de lo que publican es verdad.

—Pues alguna cosa sí tiene que serlo —insistió Douglas—, porque…

Guillermo decidió llevar de nuevo la conversación al asunto que tenían entre manos, y apartarla de la posible verdad o mentira de la Prensa.

—Bien, respecto a esos animales —dijo—, los pondremos en nuestra glorieta y yo daré una conferencia sobre ellos, y tendremos a todos nuestros gatos, a Jumble, buscaremos más insectos, el lirón de Pelirrojo y haremos que otras personas nos presten otros animales, o tal vez nos los regalen.

—¿Quién? —dijo Douglas, pesimista.

—¿Quién qué?

—¿Quién crees tú que va a regalarnos algo, y menos un animal?

—Oh, cállate —replicó Guillermo, irritado—, hablas como si nunca nos hubiera salido nada bien.

—Pues, así es —dijo Douglas defendiendo calurosamente su pesimismo—. Acuérdate de aquella vez que tu…

—Oh, callaros los dos —intervino Pelirrojo—, y vamos a buscar mi lirón.

Pasaron por delante del salón donde se hallaba Ethel sentada en medio de Jorge y Héctor. Para ser francos diremos que Ethel era una esfinge que, aunque conservaba siempre el corazón entero, gustaba de tener a su alrededor la mayor cantidad posible de admiradores.

Al pasar el grupo de hermanos menores ante la ventana, los tres quedaron silenciosos y algo deprimidos.

—Ayer casi me vuelve loco con una maldita armónica —gimió Jorge—, hasta que se la quité y la arrojé a la calle.

—Lo mismo hizo mi hermano con una trompeta —dijo Héctor, agregando con severidad—, es extraordinario lo malos que son los niños de ahora. Estoy seguro de que nosotros no hicimos nunca nada semejante.

—Pues, estoy convencido de que ningún niño es la mitad de malo que Guillermo —intervino Ethel con un suspiro—. Ayer rompió un jarrón que era uno de mis mayores tesoros con su arco y sus flechas. Realmente es el peor de los tres.

Héctor y Jorge iniciaron un murmullo inarticulado, que pudo ser de protesta o profunda simpatía, pero ninguno discutió abiertamente su declaración.

—Aunque Pelirrojo es bastante malo —dijo Héctor con aire doctoral—. La semana pasada tenía una de esas cosas horribles que suenan como el ladrido de un perro.

—Guillermo tenía una cosa —dijo Ethel con mirada soñadora—, que según él debía imitar el gorjeo de un pájaro, sólo que no era así, y sonaba como… bueno, no sé cómo, pero me perforaba los tímpanos.

—Qué vergüenza —exclamaron Héctor y Jorge a la vez con gran indignación, y su tono daba a entender que estaban sedientos de la sangre de Guillermo.

—Después de todo —continuó Ethel feliz y con el firme convencimiento de que no importaba lo que dijera porque cada una de sus palabras sería música celestial para los oídos de los apasionados jóvenes—, después de todo el gorjeo de un pájaro es un sonido muy dulce. A mí me gustan mucho los pájaros.

—¿Cuáles te gustan más? —preguntaron Jorge y Héctor a la vez, y se miraron recelosos. Cada uno de ellos había decidido regalar a Ethel su pájaro favorito para su próximo cumpleaños, en una jaula tan lujosa como les permitieran sus medios económicos, y ambos tenían la sospecha horrible de que el otro tenía el mismo proyecto.

—Yo creo que las cotorras son muy simpáticas —dijo Ethel—. ¿No os parece?

Ninguno respondió porque no consideraban que las cotorras fuesen simpáticas, y ambos estaban haciendo cálculos sobre el precio de las cotorras… ¿Acaso no costaban muchísimo dinero… varias libras?… a menos que uno encontrase a un marinero que acabara de regresar del extranjero con una, y aun así era probable que exigiera el precio del mercado. Ahora bien, un canario… los dos deseaban que hubiera dicho un canario. Ya se imaginaban regalando a Ethel un canario muy amarillo en una jaula preciosa adornada con un lazo azul… la visión incluía el gozo de Ethel, sus gritos de alegría, y el repentino convencimiento de que en ninguna otra parte encontraría tanta ternura, tanta comprensión, tanta devoción constante, como en aquel héroe que incluso recordaba cuál era su pájaro preferido. Todo era muy romántico, y se celebraba una hermosa boda, y vivían siempre felices. Cuando el canario moría, naturalmente, ella lo hacía disecar y era siempre uno de sus más queridos tesoros. Pero una cotorra… no, nadie se pondría sentimental por una cotorra. Una cotorra nunca iniciaría un romance.

—Se les puede enseñar a decir tantas cosas —continuaba Ethel—. Recuerdo que una amiga mía tuvo que guardar cuarentena por el sarampión o algo parecido, y un amigo suyo le envió una cotorra para que le hiciera compañía. Y además se la regaló de una manera muy original. La dejó encima de un banco del jardín, y le escribió una carta diciéndole que si miraba por la ventana vería a una amiguita que había ido a hacerle compañía. O algo así. Mi amigo siempre sintió gran cariño por esa cotorra.

Jorge y Héctor contuvieron el impulso de preguntarle si su amiga se había casado con él. Cada uno de ellos lo hubiese preguntado de no hallarse el otro presente, pues hay ciertas preguntas que son más efectivas cuando se hacen sin testigos. Jorge y Héctor regresaron juntos a sus casas respectivas. De lo único que deseaban hablar era de Ethel, pero no querían hacerlo mutuamente. Héctor resolvió que si la ganaba Jorge, se iría a África a cazar fieras. Y Jorge, por ser de naturaleza menos susceptible, decidió que si era Héctor el vencedor se arrojaría al estanque del pueblo. Pero ninguno de los dos estaba demasiado intranquilo, porque no creían que el otro se la llevara. Al fin y al cabo, pensaba Jorge, ella no había mirado a Héctor con tanta intención como a él cuando se despidieron, y después de todo, pensaba Héctor, Ethel no había estrechado la mano de Jorge con tanto calor como la suya al marcharse…

Por el camino encontraron a los Proscritos que iban en dirección a la casa de Guillermo llevando consigo al que iba a ser la primera figura de la conferencia: el lirón de Pelirrojo.

Los Proscritos y los pretendientes de Ethel se miraron fríamente al pasar, y sin el menor signo de reconocimiento, pero en realidad los Proscritos se llevaron la mejor parte del encuentro porque podían volverse y dedicarles muecas expresivas de odio y burla a sus espaldas sabiendo que sus enemigos tenían la sospecha de que lo estaban haciendo, pero consideraban impropio de su dignidad el volver la cabeza para asegurarse.

A la mañana siguiente Ethel contemplaba con asombro la carta que tenía en sus manos.

—Delfina tiene el sarampión, y anoche estuve con ella. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Tendrás que guardar cuarentena, querida —repuso su madre plácidamente.

—¡Dios mío! —exclamó Ethel con horror y desesperación, y como su exclamación le pareciese inadecuada la cambió por—: ¡Cielo Santo!

Tras una pausa que denotaba su profundo pesar continuó:

—Vaya, precisamente ayer les estaba contando a Jorge y a Héctor que cuando Lucy Fox lo tuvo, ese Como-se-llame, le envió una cotorra. Parece como si me hubiera contagiado sólo por mencionarlo. Bueno, voy a morirme de aburrimiento. ¿Quieres decir que tendré que estar en mi habitación todo ese tiempo?

—Sí, querida —repuso su madre, agregando con aire placido—, hay una vista muy bonita.

Ethel se acercó a la ventana. Desde allí podía ver a Pelirrojo, Douglas y Guillermo reunidos alrededor de la jaula del lirón a un lado del jardín.

—Sí, muy bonita —dijo amargamente.

Guillermo había recibido la noticia de que Ethel debía guardar cuarentena por el sarampión sin emoción ni interés de ninguna clase. No tenía tiempo para perderlo pensando o compadeciendo a Ethel. Había ocurrido una tragedia mucho más terrible que la cuarentena de Ethel. El lirón había muerto durante la noche, y no lograban descifrar la causa de su muerte. Desde luego no fue por inanición. Había muerto saciado. En su cuerpo no había señales de violencia. Douglas era de la opinión de que algunas de las moras que ayer cogiera profusamente Pelirrojo para alimentarlo de cualquier zarza o arbusto que encontraba al paso, no le habían sentado bien. Pelirrojo protestó con calor contra aquello teoría.

—Para eso son las moras —dijo indignado—. Por eso las pone la Naturaleza en las zarzas… para alimentar con ellas a los animales.

Guillermo interrumpió la discusión para sugerir, que mientras lo permitiera la higiene, exhibirían el cadáver del lirón como si estuviera disecado.

—Nadie sabe que no lo está —agregó esperanzado—, a menos que lo despanzurren y no les dejaremos que lo hagan. Diremos que es un lirón disecado y yo hablaré un poco de él, explicando sus costumbres… cómo duerme, y tal vez no resulte del todo mal.

Su optimismo era poco o nada convincente. Sabía que ningún lirón disecado compensaría la vista del lirón de Pelirrojo dando vueltas y vueltas dentro de la rueda de su jaulita. Llevaron el cadáver a la glorieta, dejando a Guillermo solo en el jardín preparando su conferencia, ahora privada de su figura principal.

Al principio no vio a Héctor, el hermano de Pelirrojo, que había entrado por la puerta lateral del jardín, con el rostro muy pálido y preocupado.

—Ha sido un golpe terrible —empezó Héctor.

Guillermo sintióse conmovido. No esperaba tanta amabilidad, ni tanta comprensión por porte de Héctor.

—Sí, lo es —repuso amablemente—, es terrible.

—Ayer parecía estar perfectamente —continuó Héctor.

—Lo estaba —afirmó Guillermo—, ayer estaba perfectamente. Yo creo que fue por comer esas moras con tanta abundancia.

—¿Qué moras? —preguntó el joven.

—Las que le dio Pelirrojo.

—¿Es… es que Pelirrojo le dio moras? —tartamudeó Héctor, asombrado.

—Sí… de todas clases y de todos los colores que encontró por el jardín. Y se las comió todas.

El horror del joven era indescriptible. Que su hermano pequeño… su propio hermano fuese la causa de…

Pero-pero —tartamudeó—. Yo… yo oí decir en el pueblo que era el sarampión.

—No —dijo Guillermo—, es peor que el sarampión. Ha muerto. Murió durante la noche.

—¿Qué? —gritó el joven.

—Que ha muerto —repitió Guillermo un tanto halagado y sorprendido al ver la profunda emoción demostrada por Héctor—. Cuando Pelirrojo fue a limpiar su jaula esta mañana, lo encontró muerto.

—¡Limpiar su ja…! ¿De qué diantres estás hablando?

—De nuestro lirón —replicó Guillermo sencillamente—, ¿tú no?

El joven se dominó con un esfuerzo.

—No —exclamó con venenosa frialdad—. Yo estaba hablando de tu hermana Ethel.

—Oh, Ethel —dijo Guillermo distraído—. Oh, no, no es el sarampión. Es otra cosa. He olvidado cómo se llama.

De nuevo el rostro del joven denotó ansiedad.

—Espero que no se-será nada serio… —dijo.

—Supongo que no —repuso Guillermo—. No puedo comprender que haya muerto así. Quiero decir que siempre he creído que si las moras eran venenosas los animales no las comían. Siempre creí que tenían un instinto especial para descubrir las cosas venenosas.

De nuevo el joven se dominó con dificultad para no pegar a Guillermo.

—¿Tu hermana puede recibir visitas? —le preguntó.

—¿Ethel? —dijo Guillermo como trasladando su pensamiento de un asunto de vital importancia a otro insignificante—. No. Tiene una clase de enfermedad, que sin estar enferma no puede ver a nadie. Tiene un nombre, pero lo he olvidado. Anoche parecía estar bien. A las seis se comió las moras de Pelirrojo y cuando le dejamos estaba bien. Si quieres saber lo que pienso, yo creo que alguien le ha envenenado. Yo creo…

—¿Quieres decir que guarda cuarentena? —le interrumpió el hermano de Pelirrojo.

—No —replicó Guillermo irritado—. Te digo… que ha muerto.

—Deja de hablar de una vez de tu maldito lirón —le ordenó Héctor con ferocidad—. No me importa dos cominos tu maldito lirón…

—Oh, ¿no, eh? —murmuró Guillermo en tono sombrío y amenazador.

—No. Es de tu hermana de quien te estoy hablando. Quieres decir que guarda cuarentena.

—Sí —dijo Guillermo—, ese es el nombre de lo que tiene. Al parecer lo único que le ha hecho es empeorar su humor, que ya es decir.

Héctor, girando sobre sus talones, se alejó con el ceño fruncido. De pronto había recordado lo que Ethel dijera de la cotorra. Compraría una cotorra, y le escribiría una nota semejante a la que enviara el amigo de su amiga hablándole de una amiguita que le haría compañía, y dejaría la cotorra en el jardín como hiciera el amigo de su amiga. A Ethel le había parecido un detalle muy delicado. El haría lo mismo… y así estaba seguro de impresionarla profundamente. Si por lo menos no se le ocurriera lo mismo a aquel maldito Jorge. Apresuróse a regresar a su casa para poner en práctica su plan antes de que se le ocurriera también a Jorge. Le encontró por el camino, y saludándole con una altiva inclinación de cabeza, siguió adelante.

Guillermo continuaba sentado en el banco del jardín sumido en amargos pensamientos. La muerte del lirón había puesto en peligro todos sus planes. Hubiera podido conferenciar largamente sobre el lirón mientras iba dando vueltas y más vueltas dentro de la rueda de su jaula, o cuando parpadeara, o comiera; pero un lirón tieso, muerto, aunque le camuflaran como «disecado» era un asunto muy distinto. Y temía que resultase muy aburrido. Pero Guillermo no era un niño que se dejara vencer por el pesimismo, y estaba buscando algún otro medio de encontrar un animal que ocupara el lugar del lirón fallecido, cuando la sombra de Jorge cayó sobre él, y la voz del hermano de su amigo interrumpió sus meditaciones.

—Vaya, cuánto lo he sentido —empezó Jorge.

Guillermo sintió que su corazón se ablandaba. Vaya, por lo menos Jorge le compadecía…

—Sí —dijo—, ha sido terrible que se muriera esta noche.

—¿Qué? —gritó Jorge.

Siguieron las explicaciones, y resultó que a Jorge tampoco le importaba dos cominos el maldito lirón, y se separaron fríamente. El joven dirigiose a toda prisa a su casa. De pronto había recordado lo que Ethel dijera el día anterior respecto a las cotorras. Le regalaría una… del mismo modo que lo hiciera el amigo de su amigo. Ella lo consideraba muy gracioso, y le daría gusto. El caso era regresar a casa de prisa para hacerlo antes de que se le ocurriera a Héctor.

Guillermo se reunió con los otros en la glorieta.

—Os quitan vuestras armónicas y trompetas —les dijo amargamente—, y se preocupan más por alguien que está enfermo que por quien ha muerto. Y además, ella ni siquiera está enferma de verdad. Si tengo oportunidad —agregó con voz ronca—, haré que os compren una armónica y una trompeta nuevas y que ella me devuelta mi arco y mis flechas.

—Bueno, no es probable que tengas oportunidad —respondieron las víctimas sin mucha gratitud—, y lo que hay que hacer ahora es conseguir más animales para la conferencia. Un lirón muerto, y algunos insectos no es gran cosa.

Guillermo estuvo reflexionando unos minutos en silencio y luego dijo:

—Os diré lo que podemos hacer. Pondremos un anuncio pidiendo a la gente que nos preste o nos regale animales, como hacen en el zoológico.

Esta sugerencia pareció infundirles nueva vida, y su tristeza desapareció como por encanto.

—¿Quién lo escribirá, y dónde lo pondremos? —preguntó Pelirrojo.

—Yo lo escribiré —repuso Guillermo—, y lo pondremos en el poste que hay junto a la cerca. Mucha gente pasa por allí. Lo colocaremos allí y luego iremos a buscar más insectos.

—Si nos vamos todos —objetó Pelirrojo—, no habrá nadie para recibir a los animales cuando los traigan.

Los Proscritos trataron de imaginar una cola de gente aguardando junto a la cerca cargado con toda clase de animales raros e interesantes, pero a pesar de su optimismo, la visión carecía de realidad.

—Claro —admitió Guillermo— que es posible que nadie lo lea… por lo menos nadie que tenga un animal y que quiera prestárnoslo. No vale la pena que se quede ninguno de nosotros por si acaso, y pierda la oportunidad de buscar insectos interesantes.

—Pongamos algo en el anuncio —sugirió Pelirrojo— diciendo a la gente que lleve los animales a la glorieta y los dejen allí.

—Sí —replicó Guillermo en tono sarcástico—, y que se coman o destrocen a nuestros insectos. Tú no sabes qué clase de animales salvajes pueden traer… y empezarán a pelearse todos y a devorarse unos a otros en la glorieta. Además, la glorieta puede verse desde el camino, y podría robarlos cualquier ladrón que los viera al pasar. No, yo voto porque cerremos la glorieta mientras estamos fuera y pongamos una nota en el anuncio diciendo dónde deben dejarlos. Podrían dejarlos en algún otro sitio donde no pudieran ser vistos desde el camino. —Estudió el problema durante unos segundos, y al fin su rostro se iluminó—. Ya lo tengo… diremos que los dejen en el banco que hay en la parte posterior del jardín, así nadie podrá verlos desde el camino, y si se trata de algún animal salvaje pueden dejarlo atado.

A los Proscritos les pareció una solución excelente, y Guillermo fue al interior de la casa para escribir el anuncio. No tardó en regresar sonriendo satisfecho de sus dotes de escritor.

—Aquí está —dijo con orgullo—. Lo he hecho muy bien, ¿verdad?

Le rodearon para leerlo. Decía lo siguiente:

«el señor guillermo brown va a dar una conferencia sobre animales y quedará muy reconocido a todo el que quiera darle o prestarle animales para que conferencie sobre ellos el señor guillermo brown cuidará de ellos el señor guillermo brown ha salido a vuscar insectos pero regresará antes de comer el señor guillermo brown agradecerá que las personas que le den animales para conferenciar sobre ellos los dejen en el banco que hay en la parte posterior del jardín y que los aten si son salbages porque en caso de que causaran daños o se comieran cosas deberán traerlos en jaulas ya que el padre del señor guillermo brown se pone furioso si causan daños en su jardín los animales salbages prestados o regalados para su conferencia si los animales solo son prestados se ruega degen una etiqueta con la dirección de su casa para que así el señor guillermo brown el conferenciante sobre animales pueda devolverlos a sus casas después de la conferencia los erizos y puercoespines deberán pasar a recogerlos el señor guillermo brown es un conferenciante muy interesante y todos pueden venir a escucharle si la glorieta estubiera llena de jente pueden verle por la ventana».

Los otros Proscritos quedaron menos impresionados que su autor, y Pelirrojo fue quien expresó los sentimientos de todos.

—Hablas mucho de ti y nada de nosotros —comentó.

—Bueno, ¿quién es el conferenciante? —preguntó Guillermo al punto—. ¿Tú o yo?


—Bueno. ¿Quién es el conferenciante? —dijo Guillermo decidido—. ¿Tú o yo?

—Sí —repuso Pelirrojo—, ¿y quién trabaja tanto como tú o más para prepararlo todo?

Guillermo les aplacó agregando una nota al pie de su anuncio:

«los baliosos ayudantes del señor guillermo brown son pelirrojo y douglas».

Ya consolados, ayudaron a Guillermo a clavar el anuncio en la puerta de la cerca y marcharon con él en busca de insectos.

Poco antes de su regreso, apareció Héctor acalorado y sin aliento, llevando una cotorra en una jaula. Había ido en su bicicleta a la ciudad vecina, y prácticamente había invertido todo su dinero en ella. Dirigiose a la parte posterior de lo casa, creyendo que la ventana de la habitación de Ethel daba a aquella parte del jardín. Allí encontró un banco situado convenientemente, donde dejó la cotorra, yendo luego de puntillas hacia la puerta lateral. Había decidido hacerlo exactamente igual a como lo hiciera el amigo de la amiga de Ethel. Si se había sentido conmovida tratándose de otra persona, cuánto más la impresionaría que le ocurriera a ella.

Introdujo una carta en el buzón, en la que le decía que si miraba por la ventana vería sobre el banco del jardín una amiguita que había ido a hacerle compañía. Entonces, todavía acalorado y sin aliento, pero sonriendo satisfecho de sí mismo, se alejó sigilosamente.

Apenas acababa de desaparecer cuando regresaron los Proscritos. En conjunto la expedición no podía considerarse un éxito. Sólo habían encontrado una especie de oruga que Guillermo no poseía en su colección, y la llevaban con mucho cuidado en una lata en la que pusieron también gran cantidad de hierba para que se alimentase.

—Bueno, no hemos encontrado gran cosa —dijo Douglas desanimado.

—No —replicó Guillermo—, pero… pero puede que alguien haya traído algún animal durante nuestra ausencia.

—Sí, y también puede ser que no —dijo Douglas—. Apuesto a que encontramos el banco del jardín tan vacío como lo dejamos.

—Y yo apuesto a que encontramos algo —insistió Guillermo con su optimismo habitual aunque poco convincente.

Dieron la vuelta a la casa y permanecieron inmóviles unos instantes transfigurados de asombro y contento.

Sobre el banco del jardín había una cotorra dentro de una jaula.

Recobrándose de su parálisis corrieron a llevarlo en triunfo a la glorieta.

—Vaya —dijo Guillermo profundamente conmovido, y recuperando su fe en la humana naturaleza—. Ha sido todo un «rasgo».

—Y no hay ninguna etiqueta —observó Pelirrojo—, eso significa que podemos quedárnosla. Nos la regalan.

Rodearon su adquisición todavía sin poder dar crédito a su buena fortuna.

—Alguien debe haber pasado por el camino y leído el anuncio —dijo Guillermo—, y entonces ha ido a su casa en busca de la cotorra para regalárnosla. Quizás perteneciera a algún pariente fallecido y no supieran qué hacer con ella, o quizás —continuó esperanzado—… sea tan mal hablada que no puedan tenerla en casa.

Como si le divirtiera extraordinariamente la idea, la cotorra lanzó un grito agudo semejante a la risa, y cuando cesó su regocijo dijo con gran sentimiento:

—¡Lárgate! Te odio.

Esto encantó a los Proscritos, que la rodearon de nuevo con la esperanza de que lo repitiera, pero aunque estuvo silbando e imitando el ruido de un tapón al ser descorchado de la botella, así como riendo tontamente, no quiso complacer a los Proscritos diciéndoles de nuevo que les odiaba a todos.

—Quisiera saber qué es lo que comen —exclamó Pelirrojo contemplando entusiasmado su nueva propiedad.

—Bueno, no empieces a darle moras —le dijo Guillermo con severidad, agregando luego de mirar a su alrededor—: Escuchad, ¿dónde está la lata con mi oruga? ¿Quién la ha cogido?

—Tú la dejaste sobre el banco del jardín cuando fuimos a recoger la cotorra —le dijo Douglas—. Yo lo vi.

Corrieron a buscarla.

Pero el banco estaba vacío.

—Vaya, qué carota —exclamó Guillermo, indignado—. Alguien se la ha llevado.

—No importa —dijo Pelirrojo—, tenemos una cotorra. ¿Qué es una oruga comparada con una cotorra?

—Yo quiero esa oruga —insistió Guillermo testarudo—. Había pensado un montón de cosas que decir sobre esa oruga y tendré que conseguir otra igual. Vamos. Encerremos a la cotorra en la glorieta para que nadie pueda robarla, y vamos a buscar otra oruga.

Sin gran entusiasmo le secundaron.

—Y lo que me gustaría saber es dónde está esa oruga —dijo Guillermo en tono sombrío.

A decir verdad, aquella oruga estaba en la habitación de Ethel, y acababa de ser arrojada, con lata y todo al fuego de la chimenea, en un rapto de ira. Una doncella había encontrado la nota de Héctor en el buzón y la llevó a la habitación de Ethel, que por cierto no daba al jardín. Ethel leyó la carta con una sonrisa casi tan satisfecha como la de Héctor, pues recordaba lo que les había explicado de la cotorra, y supuso que no había olvidado la historia y le regalaba una cotorra. «Una amiguita para que te haga compañía»… Claro que podía tratarse de una gatita, o una perrita… De todas formas, era un detalle muy delicado. Abrió la puerta, y todavía sonriente, llamó a la doncella que estaba barriendo la escalera.

—Emma, ¿quiere ir a buscarme algo que encontrará encima del banco del jardín?

Emma obedeció, regresando con una lata pequeña, y la sonrisa de Ethel se desvaneció.

—¿Esto es todo lo que había en el banco? —preguntó.

—Sí, señorita. No había nada más.

Ethel volvió a entrar en su habitación para abrir la lata. Dentro encontró varias hojas y una gran oruga peluda. Nada más.

—Oh, debe parecerle muy gracioso, ¿verdad? —exclamó Ethel furiosa—. Bueno, pues a mí no.

Y fue entonces cuando la arrojó al fuego indignada.

En aquel preciso momento, el fiel Jorge daba la vuelta a la casa de puntillas llevando una jaula con una cotorra. También él estaba acalorado y sin aliento, pues había ido en bicicleta al mercado vecino para comprarla. Y también se gastó en la cotorra casi hasta el último céntimo, y decidió dejarla en el banco del jardín y echar una carta en el buzón que hablase de «la amiguita que le haría compañía». Entró en el jardín y en la parte de atrás encontró el banco adecuado. Una vez hubo dejado la jaula, echó la carta al buzón y regresó a su casa sonriente… Qué contenta se pondría… Eso le daría una gran ventaja sobre aquel estúpido de Héctor. Cerca de su casa encontró a los Proscritos que llevaban una lata. Se cruzaron sin dar señales de reconocimiento. Pelirrojo y Héctor, así como Douglas y Jorge, fueran cordiales u hostiles sus relaciones en casa, tenían a gala cruzarse por la calle como si nunca se hubieran visto. Y en la actualidad sus relaciones en casa no eran cordiales.

—Sonriendo —murmuró Douglas con amargura cuando hubo pasado—. Sí, es muy propio de él ir por la calle sonriendo… arrebatando armónicas a la gente y estropeándoselas.

—Es curioso que sólo hayamos vuelto a encontrar una de esas orugas —dijo Guillermo pensativo.

—Bueno, supongo que una es suficiente para dar una conferencia —exclamó Douglas bastante irritado. La vista de su sonriente hermano le había recordado todos sus agravios—. Me gustaría que alguien le arrebatara algo a él —continuó sin saber que su deseo iba a cumplirse al pie de la letra.

—Y con lo que yo había ahorrado para comprar esa trompeta —se lamentó Pelirrojo—. No creo que nunca… ¿qué ocurre?

Guillermo, que iba delante, acababa de detenerse de pronto al dar la vuelta a la casa y contemplaba asombrado el banco del jardín con los ojos y la boca muy abiertos.

—Mirad… hay otra cotorra en el banco —dijo con voz débil—. Parece… parece imposible, pero… ¡Mirad!

Todos miraron, y al igual que Guillermo, quedaron boquiabiertos.

—Lo es, ¿verdad? —dijo Guillermo todavía con voz débil como si no pudiera dar crédito a sus ojos—. ¿Es otra cotorra, no?

Los Proscritos se acercaron a su nuevo «donativo», con asombro y satisfacción.

—Llevémosla a la glorieta para ver si habla con la otra —propuso Guillermo.

La llevaron a la glorieta y la otra cotorra la recibió con una risa sarcástica. La recién llegada miró a su alrededor con aire altanero y al fin exclamó: ¡Joroba!

Pelirrojo exhaló un suspiro de entusiasmo, pero Guillermo, que con tanta familiaridad con las cotorras empezaba a despreciarlas y a observarlas con aire crítico, se limitó a decir:

—Si ese es el peor lenguaje que sabe, no va a resultar muy interesante. —Entonces miró a su alrededor—. ¿Dónde está la lata con la oruga?

—Volviste a dejarla en el banco, Guillermo —respondió Douglas.

Se encaminaron al banco, que estaba vacío.

—Vaya —exclamó Guillermo—, esto sí que es misterioso. Se han llevado esta también.

Arriba, Ethel arrojaba al fuego la segunda oruga con su lata.

—Muy graciosos —decía—. Una amiguita que te hará compañía. Y dos orugas. Oh, sí, es una broma que tiene mucha gracia. Está bien, amigos míos, muy bien.

—Bueno, todo lo que puedo decir —continuaba diciendo Guillermo—, es que es una de las cosas más misteriosas que me han ocurrido en la vida. Me regalan dos cotorras y me roban dos orugas en la misma mañana… pero es inútil salir ahora a buscar otra. No hay tiempo. Tendremos que dar la conferencia sin orugas.

Era por la tarde. Héctor, todavía con su sonrisa a flor de labios fue a dar la vuelta a la casa. Esperaba recibir una nota dándole las gracias mucho antes de aquella hora, y ya no podía aguardar un minuto más sin enterarse del rapto de alegría de Ethel al recibir su regalo. Claro que se lo imaginaba, pero deseaba que alguien le hablase de ello. «Estuvo encantada»… «Ha sido usted tan amable»… «Se emocionó profundamente»… «Ahora le está escribiendo»… «Está deseando que pase la cuarentena para verle y darle las gracias como se merece». Estas son algunas frases de las que se le ocurrieron.

Una doncella le abrió la puerta.

—Yo… er… sólo he venido para saber si la cotorra se porta bien —dijo Héctor, tratando de hacerse simpático.

—¿La cotorra? —exclamó la doncella sorprendida.

—Sí, la que llegó esta mañana.

—Esta mañana no ha llegado ninguna cotorra, señor —replicó la doncella.

Ahora le tocó a Héctor sorprenderse.

—¿Q-qué? —dijo—. ¿Está… está segura?

—Completamente segura, señor —repuso la doncella—. En casa no hay ninguna cotorra.

—¿Ni… ni en la habitación de la señorita Brown? —dijo Héctor, desesperado.

—No, señor. Acabo de venir de allí.

Héctor se alejó aturdido. La cosa estaba más clara que la luz del día. Qué tonto había sido al dejar la cotorra en el banco. Algún vagabundo habría entrado por la puerta de atrás llevándosela. Y se había gastado en ella todo su dinero… Qué suerte más perra… Se detuvo sorprendido. Había dado la vuelta a la casa sin apenas darse cuenta, y allí, ante la puerta de la glorieta estaba Guillermo con una cotorra en una jaula.

La conferencia había terminado. Los Proscritos habían reunido un pequeño grupo de niños que no tenían otra cosa que hacer, pero ninguno se había divertido excepto Guillermo, quien había disertado a su entera satisfacción y ahora se sentía fatigado y ronco. Además, empezaba a considerar que sus cotorras eran más que un tesoro una responsabilidad. Todos los intentos para intimar con ellas fueron rechazados con tanta prontitud que Pelirrojo y Douglas tuvieron que improvisar vendajes para sus dedos sangrantes con sus pañuelos mugrientos, y a Guillermo casi le parten la nariz en dos mientras contemplaba extasiado sus dos adquisiciones a través de los barrotes. Aparte de que había que tener en cuenta la parte económica del asunto. Guillermo había ido al pueblo para preguntar el precio de la comida de las cotorras y regresó asustadísimo.

—No podemos conservarlas —dijo—. Bueno, yo sé que no puedo. No me queda nada del dinero que me dieron para mis gastos.

—¿No pueden vivir de las sobras y demás? —preguntó Pelirrojo.

—Oh, sí —repuso Guillermo—. Me imagino que te gustaría tratar de alimentarlas con moras venenosas como hiciste con el lirón.

—Bueno, era mío, ¿no? —exclamó Pelirrojo, enfadado.

—Sí, pero estas no lo son —respondió Guillermo—. Me las han regalado para que conferenciase y no voy a consentir que las envenenes tú con moras venenosas.

—¿Qué vas a hacer entonces con ellas —preguntó Pelirrojo— si dices que no puedes comprar la comida que necesitan?

—Todavía no lo sé —fue la respuesta de Guillermo.

Como la mayoría de conferenciantes sufría la reacción acostumbrada por el derroche de elocuencia.

En aquel momento las dos cotorras comenzaron a competir con sus gritos, hasta que Guillermo se vio obligado a sacar la de Jorge y cerrar la puerta, hasta que se apaciguaran los ánimos. Fue en aquel momento cuando le encontró Héctor al doblar la esquina de la casa. Su primer impulso fue arrojarse sobre Guillermo y acusarle de haber robado su cotorra. Pero al acercarse más vio que aquella no era su cotorra, ni su jaula, y su expresión cambió, y dirigiose a Guillermo con ánimo de congraciarse con él.

—¿De quién es esta cotorra, Guillermo? —le preguntó amablemente.

—Mía —replicó Guillermo tajante.

—¿De… de dónde la has sacado? —dijo Héctor con mayor amabilidad aún.

—Me la han regalado —repuso Guillermo.

Hubo un breve silencio y luego Héctor dijo despacio:

—Precisamente estaba buscando una cotorra así.

—¿De veras? —exclamó Guillermo.

Héctor se aclaró la garganta y dijo con más amabilidad que nunca:

—Son muy peligrosas, ¿sabes?, y muy caras de mantener.

Guillermo, interiormente, estaba de acuerdo con ambas declaraciones, pero no dio señales de haberlas oído. Un ligero nerviosismo se apoderó de Héctor.

—Yo… yo estoy dispuesto a comprártela, Guillermo —se ofreció.

Guillermo le miró de hito en hito.

—¿Cuánto me das? —preguntó en tono seco.

Héctor vacilaba. Apenas le quedaba dinero. Con otra clase de niño uno podía, naturalmente… Guillermo siempre le había desagradado más que los otros Proscritos.

—Claro que no son caras —dijo en tono indiferente, esperando que Guillermo desconociera su valor—, y dan mucho trabajo. Hay que tener en cuenta que son pájaros delicados y que…

Guillermo le interrumpió con un nuevo brillo en los ojos.

—Voy a decirte lo que haré —le dijo—. Te la cambio.

—¿Por qué? —preguntó Héctor, esperanzado.

El brillo de los ojos de Guillermo se había hecho más firme y acerado.

—Quiero hacer un regalo a Pelirrojo —dijo con indiferencia—. Pienso regalarle una de esas trompetas tan bonitas. Las más bonitas. Puedes comprarla en el pueblo en la tienda de Foley. Cuestan seis chelines. Te la cambiaré por una de esas trompetas para regalársela a Pelirrojo.

El rostro pecoso de Guillermo carecía de toda expresión al hacer la oferta. Por un instante en los ojos de Héctor se reflejó el deseo de matar. Se puso como la grana, pero se dominó con un esfuerzo, y luego, tras un minuto de silencio cargado de amenazas, tragó saliva y dijo:

—Muy bien. Espérame aquí.

No tardó en regresar con la trompeta entregándosela a Guillermo con un gesto de rabia y disgusto, y cogiendo la jaula de la cotorra, desapareció. Pensaba llevarla a su casa, escribir una bonita carta que sujetaría a la anilla, y entregarla personalmente. No iba a repetir su error de dejarla en cualquier parte donde pudieran robarla antes de que llegase a manos de su adorada.

En el interior de la glorieta los Proscritos estaban bailando una danza triunfal alrededor de Pelirrojo que lanzaba fuertes notas disonantes con su magnífica trompeta nueva.

Aquella alegre algarabía fue interrumpida, no obstante, por la repentina llegada de Jorge que, al igual que Héctor, no había podido resistir la tentación de acudir en busca de detalles de la alegría de Ethel. Y al igual que Héctor fue informado de que aquel día no había entrado ninguna cotorra en la casa. Al ver que los Proscritos estaban danzando alrededor de la jaula de una cotorra a los sones de algún instrumento endiablado que se mezclaba con las risas sarcásticas del pájaro, corrió hacia ellos hecho una furia.

—Sois unos ladrones —jadeó, agarrando a Guillermo por las dos orejas—. ¿Por qué me habéis quitado mi cotorra?

Guillermo libertó sus orejas con firmeza, pero sin perder la dignidad para responder:

—No es tu cotorra. Es nuestra.

Jorge miró la cotorra quedando boquiabierto. Guillermo tenía razón. Aquella no era su cotorra. Ni su jaula.

Tragó saliva, y su furor desapareció. Con acento un tanto compungido empezó a tantear el precio exacto que Guillermo exigía por la cotorra. Al parecer, aunque Guillermo valoraba en mucho su cotorra, estaba dispuesto a cambiarla por una armónica de las que vendían en la tienda de Foley por seis chelines, porque daba la casualidad de que quería regalársela a Douglas. Jorge, después de exhibir todos los síntomas de un inminente ataque de apoplejía, se fue a comprar la armónica, y al regresar la entregó furioso a los Proscritos marchándose con su cotorra.

Guillermo se volvió a los otros Proscritos.

—He de confesar —les dijo— que hoy nos están ocurriendo cosas muy extrañas; unos nos regalan cotorras, otros las quieren y… vamos a ver lo que va a hacer con ella.

A una distancia prudente siguieron a Jorge mientras daba la vuelta a la casa y salía por la puerta lateral. Jorge pensaba llevar la cotorra hasta la misma puerta, llamar al timbre y entregarla en persona. No iba a correr el riesgo de que se la robaran por segunda vez… y entonces, con gran asombro, vio a Héctor que se acercaba en dirección opuesta también llevando una jaula con una cotorra. Héctor había ido a su casa donde escribió una nota muy graciosa, y luego de sujetarla a la anilla de la jaula, iba a llevársela a Ethel. Se encontraron junto a la cerca, y sus labios se entreabrieron lentamente, por el furor y el asombro, cuando cada uno de ellos reconoció su propia cotorra en manos del otro, y al mismo tiempo gritaron:

—De manera que tú robaste mi cotorra.

Los Proscritos les observaban con satisfacción y desconcierto. Un hombre desaliñado que pasaba casualmente también se detuvo para engrosar el público.

—No es tu cotorra… Te digo que tú has robado la mía.

—Yo no he robado nada… la cotorra que tienes en la mano es mía.

—Le oíste decir que le gustaban las cotorras y tú…

—Como tú no pudiste encontrar una, me robaste la mía, y tú…

—Celebro haberte cogido…

—Yo no…

—Tú sí…

—Eres un mentiroso y un ladrón.

—No es cierto. Tú sí que lo eres.

—¿Qué soy?

—Un mentiroso y un ladrón.

—Repítelo.

—Un mentiroso y un ladrón.

—¿Te refieres a ti o a mí?

—A ti.

—Pues repítelo.

—Eres un mentiroso y un ladrón.

No encontrando más palabras, y como le estorbara la jaula que llevaba en la mano para sus gestos de amenaza, Jorge se volvió depositándola en brazos de Guillermo con un seco «¡toma esto!», y empezó a subirse las mangas. Héctor volvióse al hombre desaliñado, que estaba precisamente detrás de él, y tras depositar la jaula en sus manos, empezó también a enrollarse las mangas. Al minuto siguiente, Héctor y Jorge, que habían asistido a la misma clase de boxeo y conocían de memoria el estilo de cada uno, daban una espléndida demostración en plena carretera, con los puños desnudos. De vez en cuando se les oía decir «¡ladrón!», «¡mentiroso!», «¡tú has sido!», «¡yo no fui!».

Era evidente que en el pecho del hombre desaliñado se libraba una batalla entre el deber y el placer… el placer de presenciar la pelea, y el deber de atender a las necesidades de la vida. Ganó el deber, y allá se fue quedamente con su cotorra y la jaula, y nunca más volvió a saberse de él en la localidad.

Guillermo permaneció unos instantes absorto en sus meditaciones, y luego entró en la casa con la jaula y la cotorra, dejando a Héctor y Jorge, ciegos y sordos a todo lo que no fuera el placer de la pelea.

Guillermo, con aire pensativo, llevó la jaula a la habitación de Ethel.

—No quiero entrar, Ethel —le dijo en tono suave— por miedo a que se me pegue tu cuarentena, pero te he traído un regalito. Me he enterado que dijiste que te gustaría tener una cotorra, y te he traído una.

Ethel y su madre se aproximaron a la puerta mirándole con asombro. Con su rostro duro, pecoso e inescrutable le tendió la jaula a su hermana.

—¿Pe-pero de dónde la has sacado, Guillermo? —le preguntó la señora Brown.

—Me la dio un hombre —repuso Guillermo.

—¿Que te la dio un hombre? —se extrañó su madre.

—Sí —replicó Guillermo con el rostro y la voz huérfanos de expresión—. Me la dio un hombre en la calle. La puso en mis brazos y dijo: «Toma esto». Me la regaló.

—¡Caramba! —exclamó la señora Brown—, ¡es extraordinario! Hay tanta gente excéntrica por ahí… y se leen tantas cosas raras en los periódicos —concluyó con aire distraído.

Ethel estaba profundamente conmovida. Y pensar que Guillermo había ido a llevarle en seguida su regalo. Tenía que haber sido él quien recordara su deseo, apenas expresado, de poseer una cotorra, y en cambio aquellos dos… bueno, no encontraba palabras para calificarlos… sólo supieron ridiculizarla… Se sintió unida a su hermano como nunca.

—Qué… qué amable has sido, Guillermo —le dijo—. Voy… voy a devolverte tu arco y tus flechas. Siento habértelos quitado. Has… has sido muy amable trayéndome la cotorra.

Guillermo recibió el arco y las flechas dando las gracias por pura fórmula, y precisamente en aquel momento llegaba la doncella con una carta que Ethel leyó.

—Vaya, no ha sido nada —dijo—. Delfina no tiene el sarampión. Le ha desaparecido todo el sarpullido, y el médico dice que no tiene nada, y quieren que vaya a tomar el té, porque han invitado a aquel artista… ya sabes, aquel que dijo que yo era la muchacha más linda que viera en su vida y… Oh, qué bien. Iré en seguida.

—¿Dejas que Douglas, Pelirrojo y yo te acompañemos hasta allí, Ethel? —le preguntó Guillermo.

—Claro que sí, Guillermo —dijo Ethel en su tono más dulce.

Pocos minutos después, Ethel, acompañada de Guillermo, Pelirrojo y Douglas, salía por la puerta principal. Guillermo llevaba su arco y sus flechas. Pelirrojo su magnífica trompeta nueva, y Douglas su armónica recién estrenada. Caminaban muy satisfechos.

En la calle, Héctor y Jorge se adelantaron para saludarles. La pelea acababa de terminar con resultado nulo. Los dos luchaban igual y conocían demasiado bien el estilo del contrario para dejarse coger por sorpresa, de manera que abandonaron la pelea por mutuo acuerdo. Ante la inesperada aparición de Ethel escoltada por los Proscritos se unieron, apresurándose a adelantarse para dedicarle sonrisas de simpatía, pero Ethel pasó ante ellos sin dar señales de reconocimiento. Ellos se quedaron mirándola boquiabiertos. Los Proscritos se volvieron para mirarles, y Pelirrojo y Douglas, llevándose la trompeta y la armónica a los labios, lanzaron fuertes notas discordantes en tanto que Guillermo enarbolaba su arco y flechas saludándoles con aire desafiador, y luego, dando media vuelta, siguieron acompañando a Ethel con paso triunfal.


Ethel pasó ante los dos jóvenes, cabeza en alto, sin dar señales de reconocimiento. Guillermo enarboló arco y flechas en irónico saludo.


Jorge y Héctor quedaron contemplándoles en desamparado desconcierto.

Jorge y Héctor recogieron sus sombreros del suelo y lentamente se alejaron en dirección contraria.

Ethel ya no tenía que guardar cuarentena. Y se iba a tomar el té con un artista que había dicho que era la joven más linda que viera en su vida. Estaba aburrida de aquellos dos muchachos que… pero ahora todo iría bien.

Ethel sentíase plenamente feliz.

Los Proscritos habían recuperado sus propiedades confiscadas, y como dicen más allá del Atlántico, vencieron gloriosamente a sus enemigos. Habían tenido un día triunfal. Cierto que ocurrieron algunas cosas que no acababan de entender, pero eso no importaba. Fue un día maravilloso, y se sentían plenamente felices.

Jorge y Héctor echaron a andar por la calle cogidos del brazo. Su conflicto había vuelto a despertar en ellos la antigua amistad, y se confiaron mutuamente que las mujeres eran caprichosas y volubles y que lo mejor era apartarse de ellas. Se felicitaron de haber escapado por tan poco de la vida de infelicidad que hubiera representado para ellos el casarse con Ethel.

Se pusieron a comentar los últimos resultados del fútbol.

Se sentían plenamente felices…