GUILLERMOCONSIGUE DINERO

Los Proscritos rodearon a Guillermo mirándole expectantes.

—Bueno, ¿y dónde vamos a conseguirlas? —preguntó Pelirrojo.

—Las compraremos —repuso Guillermo tras un instante de profunda reflexión.

Hubo otro silencio. Aquella solución era indigna de Guillermo.

—¡Comprarlas! —El tono de Douglas expresaba el sentimiento general—. ¿Y quién tiene dinero?

La pregunta, por ser incontestable, no tuvo respuesta. Era un hecho curioso que los Proscritos nunca tuvieran dinero. Todos recibían regularmente una cantidad para sus gastos, y también algunas propinas de los parientes que iban a visitarles, pero nunca tenían un céntimo. Claro que la mayoría se iba en reparar los destrozos que ocasionaban sus actividades normales… ventanas rotas, invernaderos deshechos, pintura estropeada y objetos de adorno que al parecer se aniquilaban por sí solos ante la proximidad de los Proscritos, como Guillermo comentaba frecuentemente con profunda amargura:

—Mezquinos, eso es lo que son. Mezquinos. Cualquier cosa con tal de quedarse ellos con el dinero y no dárnoslo a nosotros. Yo creo que fabrican las cosas de manera que se rompan fácilmente, y así tienen una excusa para quedárselo ellos en vez de dárnoslo a nosotros. Mezquinos. Eso es lo que son.

Los padres de los Proscritos habían formado una especie de Liga de Progenitores, y por lo general empleaban el mismo sistema de multas… un penique por llegar tarde a comer, medio penique por no lavarse las manos antes de las comidas, y un cuarto de penique por no limpiarse los pies a conciencia antes de entrar en la casa. (El limpiarlos normalmente era insuficiente. Los Proscritos siempre llevaban consigo la mayor parte de los campos cercanos). Lo que se salvaba del desastre general de sus finanzas causado por esa tiranía, rara vez pasaba la prueba de la proximidad de la confitería del señor Moss, con sus frascos llenos de caramelos y sus cajas de bombones de menor duración, pero más intrigantes llamados «sorpresas».

—Comprarlas —repitió Enrique con pesar—. ¿Con qué vamos a comprarlas? Existen leyes que impiden a la gente apoderarse del dinero de los demás, pero mi padre… —agregó con sarcasmo—, no parece haberse enterado. Cualquier día se verá en un buen apuro si continúa apoderándose del dinero de los demás. Ha empezado conmigo, porque sabe que no puedo vengarme, pero pronto empezará con los demás, como dice el Vicario que hace la gente que empieza por robar cosas pequeñas, y entonces se meterá en un buen lío. ¡Quitarme seis peniques sólo por haber llegado tarde a algunas comidas! Y luego dicen que no ahorramos. Bueno, lo que yo digo es por qué no nos dan algo para ahorrar antes de empezar a meterse con nosotros porque no ahorramos. No es que yo sea partidario del ahorro —se apresuró a agregar—. Nunca he creído, ni creo en el ahorro. El dinero no hace ningún bien a nadie… mientras se guarda. Yo creo que es un error ahorrar dinero. El dinero no te hace bien a ti ni a los demás mientras se guarda. Es mejor ayudar a la pobre gente de las tiendas gastándolo. ¿Cómo iban a vivir los pobres de las tiendas si todo el mundo ahorrara el dinero y no lo gastase?… Bueno, de todas maneras, eso es lo que yo pienso.

Para Enrique aquello era un discurso extraordinariamente largo y elocuente, lo cual demostraba que había sido conmovido hasta lo más hondo de su ser. Hubo unos instantes de silencio impresionante. Luego los otros le expresaron su simpatía y Douglas dijo:

—Vayamos a mirarlas otra vez.

Estaban en el escaparate de la tienda principal al otro extremo del pueblo… tres estacas para «cricket», bellas de forma, fuertes, de buen tamaño y con sus remaches de latón. Costaban ocho chelines y seis peniques.

—¡Cáscaras! —exclamó Pelirrojo—. ¡Imaginaros lo que sería jugar con ellas!

—Podemos encontrarlas más baratas —insinuó Douglas—. Las hay desde tres chelines y seis peniques. Claro que son más pequeñas y no tan bonitas.

Los Proscritos, que tenían las narices aplastadas contra el cristal del escaparate, contemplando las estacas como otros tantos Moisés de la Tierra Prometida, comentaron con desprecio la sugerencia de Douglas.

—¿Quién va a querer jugar con las más baratas después de ver estas? —dijo Guillermo—. Es estúpido hablar de las más baratas ahora que hemos visto estas. Yo… yo prefiero continuar jugando con el árbol que con otras, ahora que he visto estas.

Durante aquellas vacaciones los Proscritos habían adquirido una gran afición por el «cricket[4]». Claro que en años anteriores lo emplearon como pasatiempo, pero sin interés y con la contrariedad producida de todos los juegos organizados por las jerarquías de la escuela, y por lo tanto lo consideraron carente de emoción y de sentido. Claro que el que se jugase en el campo les daba amplia oportunidad de estudiar la pequeña fauna que infestaba el terreno de juego (durante el curso pasado Pelirrojo había recibido la pelota en plena espalda mientras se hallaba entretenido cazando saltamontes), y no fue hasta estas últimas vacaciones cuando los Proscritos consideraron al «cricket» un juego digno de jugarse aún sin estar bajo la mirada de las Jerarquías. El descubrimiento fue emocionante. Los Proscritos, en esto como en todo, no conocían la moderación, y jugaban al «cricket» dentro y fuera de temporada. Empezaban a jugar ya antes del desayuno, y continuaban durante todo el día con intervalos para comer. Consideraban el «cricket» mucho más animado jugándolo con cuatro jugadores, que con veintidós. El hermano mayor de Pelirrojo les dio una pelota vieja, y Douglas había recibido un «bat[5]» como regalo de cumpleaños. No se preocuparon por las estacas o «stumps». Marcaron con tiza la silueta de una estaca en el tronco de un árbol y jugaron felizmente por algún tiempo. Pero descubrieron que ese sistema tenía sus inconvenientes, y que el principal era que pocas veces estaban de acuerdo el bateador y el «bow[6]», de si le había acertado. Los Proscritos solían ventilar la cuestión con una simple pelea entre bateador y «bowler[7]», lo cual al principio no tuvo importancia porque a los Proscritos les divertían siempre las peleas, pero cuando el propio juego se fue haciendo más apasionante, el abandonarlo de continuo para aclarar el tanteo por medio de peleas, se fue haciendo monótono y aburrido.

Fue entonces cuando los Proscritos decidieron adquirir los «stumps[8]». De no haber visto los de ocho chelines y seis peniques todo hubiera ido muy bien. Se hubieran limitado a clavar cualquier palo en el suelo, o a reunir entre todos el dinero suficiente para comprar un juego de inferior calidad, a un chelín y once peniques cada uno. Pero ahora… no. Ahora que habían visto las de ocho chelines y seis peniques, de lujo, con sus remaches de latón, comprendieron que el juego ya no tendría sabor hasta que lograsen poseerlos.

—Ocho chelines y seis peniques —dijo Douglas con pesar—. Bueno, nunca tendremos tanto dinero, de manera que será mejor que dejemos de pensar en ellas, y nos arreglemos como podamos con unos palos.

Su actitud pesimista irritó a Guillermo.

—¿Por qué no podemos conseguir ocho chelines y seis peniques? —dijo—. Claro que podremos conseguirlos.

—Está bien —le desafió Douglas, enfadado por la actitud de Guillermo, igual que Guillermo se molestó por la suya—. Si tú puedes conseguir ocho chelines y seis peniques, ve y consíguelos.

—De acuerdo, lo haré —fue la respuesta de Guillermo.

No es que hubiera querido decir precisamente aquello, pero le salió así y supo acompañar sus palabras con su acostumbrado aire fanfarrón.

Le miraron con recelo, pero no obstante con un rayo de esperanza.

—Tú no puedes conseguir ocho chelines y seis peniques —le dijeron—. ¿Cómo vas a lograrlo?

Cuando Guillermo tomaba una posición, por difícil que esta fuese no estaba dispuesto a abandonarla.

—Tal vez vosotros no podáis —dijo en tono amable—. Me atrevo a asegurar que no podríais, pero si yo quiero conseguir ocho chelines y seis peniques, los conseguiré.

—¿Antes de la noche? —preguntó Pelirrojo—. ¿Los traerás aquí antes de la noche?

Por unos instantes Guillermo quedó cortado viendo los vuelos de su fantasía limitados al tiempo y al espacio.

Parpadeó un momento, y luego, recobrando su aire de superioridad, dijo:

—Claro. Esperad y veréis.

Regresó a su casa muy pensativo. Ocho chelines y seis peniques. La magnitud de la cantidad estremeció su imaginación. ¿Cómo podría conseguir ocho chelines y seis peniques, o siquiera los seis peniques? No era la primera vez que lamentaba sus impulsos incontenibles que siempre le asaltaban en los momentos críticos y le hacían emprender metas imposibles. Claro que en el momento de comprometerse se sentía satisfecho… era un momento de triunfo… su aire de superioridad, la impresión que daba a los demás y aún a sí mismo de tener recursos ocultos, y un poder secreto… casi omnipotente.

Pero después… «¡Ocho chelines y seis peniques!». Guillermo sentíase tan abatido como si se hubiera comprometido a conseguir un millón de libras. No recordaba haber poseído jamás esa cantidad. Ni siquiera recordaba haber conocido a nadie que tuviera ocho chelines y seis peniques. Y no obstante… sabía que su prestigio estaba en entredicho. Los Proscritos, con su fe sencilla y conmovedora, esperaban que les consiguiera los ocho chelines y seis peniques antes de la noche.

Hasta entonces Guillermo, ayudado de la suerte, siempre había conseguido cumplir sus espectaculares promesas sobre cosas imposibles, pero esta vez le parecía que iba a encontrar su Waterloo[9]. Claro que no lo pensó con estas mismas palabras, puesto que todavía no había llegado a Napoleón, y aún seguía estudiando con grandes fatigas la batalla de las Rosas[10], pero sí pensaba que se encontraba en un buen aprieto, y que iba a hacer el ridículo cuando se reuniera con ellos aquella noche con sólo los dos peniques y medio que habría conseguido arrancar al niño de la casa vecina, a cambio de una colección de envoltorios de cigarrillos. El niño de la casa vecina nunca tenía más de dos peniques y medio, pero como no coleccionaba envoltorios de cigarrillos el intercambio habría de efectuarlo a la fuerza. Considerando todos los recursos posibles, Guillermo no veía otra perspectiva que aquellos problemáticos dos peniques y medio. Naturalmente que su familia quedaba fuera de la cuestión. Sus hermanos siempre se quejaban de no tener dinero, cosa, como muy bien sabía Guillermo, absurda, considerando que las personas mayores tenían magníficos ingresos y nada en que gastar. Para Guillermo una de las muchas ironías del destino era que cuando uno es joven… pongamos de once años… y tiene multitud de cosas interesantes que comprar, como palos de «cricket», caramelos, pistolas, escopetas de aire comprimido y armónicas, sólo recibe la miserable cantidad de dos peniques a la semana, y cuando uno es viejo… pongamos dieciocho años como su hermano… y se ha perdido el gusto por las cosas interesantes, entonces le dan chelines y chelines que malgasta en cosas como trajes, libretas, maletas y libros, para citar algunas de las últimas inversiones que Guillermo había observado en los miembros adultos de su familia. Siempre le hacía sentirse más amargado el ver cómo un buen dinero que podría haberse empleado en adquirir palos de «cricket», caramelos, pistolas y escopetas de aire comprimido y armónicas, se iba en cosas como trajes, libretas, maletas y libros. Su hermana le había disgustado esencialmente aquella semana comprando un libro de música muy caro. ¡Cuánto mejor y más caritativo hubiera sido comprar las estacas de «cricket» para él!… pensó Guillermo.

¿Y su madre? Su madre tenía el corazón más blando que los otros miembros de la familia, lo cual en opinión de Guillermo no era decir mucho, pero precisamente ayer había volcado inadvertidamente lacre derretido sobre la superficie barnizada de su escritorio mientras llevaba a cabo, sin que ella lo supiera, algunos experimentos muy interesantes con un juego de sellos y lacre que ella había ganado como premio en un campeonato de «bridge». El juego consistía en tres pequeñas bolas de lacre, y una sartén diminuta donde calentarlas, sobre una velita, y en cuanto la vio Guillermo, supo que no tendría descanso hasta haberlo probado. Como luego explicó a su madre cuando esta descubrió el desastre, él no sabía que iba a empezar a hervir derramándose sobre la mesa de aquella forma… Y todavía empeoró más las cosas tratando de quitar la mancha con amoniaco, ya que la noche anterior había visto cómo su madre limpiaba un traje con amoniaco.

Su madre había disimulado la señal por medio del sencillo sistema de colocar el tintero encima, y se avino a no decir nada al padre de Guillermo, pero él comprendía que no era un momento oportuno para pedirle ocho chelines y seis peniques.

¿Y su padre?… Aún no le había pagado el cristal de la ventana del rellano de la escalera, y era probable que siguiera enfadado por la pelota de «cricket» que fue a dar contra él la tarde anterior, mientras Guillermo estaba entrenándose en el jardín. No; sería casi un suicidio pedir a su padre los ocho chelines y seis peniques, y de todas formas, inútil. Era extraordinario… con los cientos de libras que deben gastarse al año en cosas inútiles, y que nadie le diera los ocho chelines y seis peniques para algo realmente necesario como eran las estacas de «cricket»… que vieron en aquel escaparate.

Se encaminó a su casa apesadumbrado. Un joven de dientes prominentes le dedicó una amplia sonrisa de saludo, a la que Guillermo contestó con su ceño más siniestro. Había reconocido en él a uno de los últimos admiradores de Ethel, y de los menos provechosos que tuvo nunca su hermana. Guillermo le había dado toda clase de oportunidades para comprar su favor, pero el joven no le había obsequiado más que con el envoltorio de un paquete de cigarrillos. Guillermo, que no era partidario de malgastar esfuerzos, hacía tiempo que dejó de saludarle con ánimo de resultarle simpático. El mostrarse amable con los admiradores de Ethel era una cualidad muy notable a los ojos de Guillermo, y este joven no había sabido aprovecharla.

Después de volverse para observar cómo se perdía de vista aquel joven, y dedicarle a sus espaldas una mueca excepcionalmente expresiva de rencor y burla, Guillermo continuó caminando en dirección a su casa.

Lo primero que hizo al llegar, fue ir a su habitación para efectuar un minucioso registro de todos sus cajones y bolsillos. Guillermo era un optimista incurable y siempre esperaba encontrar algún día una moneda olvidada en un bolsillo, o en un rinconcito de algún cajón. Pelirrojo encontró una vez medio penique en el bolsillo de un traje de franela que no se había puesto desde antes del verano, y desde entonces todos los Proscritos vivían con la esperanza de que les ocurriera lo mismo. Sin embargo, en este caso el registro resultó infructuoso. Descubrió solamente un botón viejo y un silbato que debía haber perdido alguna parte vital, ya que aunque Guillermo, olvidando momentáneamente los ocho chelines y seis peniques, gastó gran cantidad de aire y energías, no consiguió el menor resultado. Por consiguiente, con el rostro congestionado y sin aliento, lo arrojó por la ventana con disgusto. Le pareció un ejemplo típico de su suerte. Incluso cuando encontraba un silbato ya no sonaba…

Se dispuso a bajar al jardín con el entrecejo fruncido por el esfuerzo de tratar de encontrar algún medio que le permitiera sacar ocho chelines y seis peniques de la nada.

En el jardín encontró a su hermana Ethel arrancando las hierbas de un parterre, y vestida con un bonito atuendo campesino. Los Brown estaban temporalmente sin jardinero, y Ethel se había comprometido a cuidar del jardín hasta que encontrasen otro. Lo hizo más que nada porque había descubierto lo fascinadora que estaba vestida de campesina. Su vestido tenía la culpa de la sonrisa fatua que adornaba el rostro del joven de dientes prominentes que acababa de dejarla…

Guillermo la estuvo contemplando unos minutos en silencio. Sus pensamientos seguían siendo amargos. Mira que gastar dinero en aquel traje antiguo de jardinera, cuando hubiera podido emplearse en comprar las estacas del «cricket»… Sus ojos recorrieron el jardín… Mira que gastar dinero en azadas, rastrillos y regaderas, semillas y flores, y cosas que no hacían bien a nadie… cosas que debían haber costado incluso muchas veces ocho chelines y seis peniques, y no le daban sus ocho chelines y seis peniques miserables para comprar algo tan útil como las estacas de «cricket».

De pronto le iluminó un rayo de inspiración.

—¿Puedo ayudarte, Ethel? —le dijo con una sonrisa amistosa.

Ella le miró con recelo, e iba ya a negarse bruscamente, cuando se detuvo. Ya empezaba a cansarse del cuidado del jardín… y de su atuendo campesino. Ahora que había dejado de ser una novedad resultaba caluroso y pesado. El joven de los dientes salientes la admiraba con delirio vestida así, pero también se estaba cansando de los jóvenes con dientes salientes. Se puso en pie estirando sus músculos.

—¿Cuánto quieres? —le preguntó sin rodeos.

No se hacía ilusiones en cuanto a los desinteresados ofrecimientos de ayuda de Guillermo. Le conocía demasiado.


—¿Puedo ayudarte, Ethel? —dijo con sonrisa amistosa. Ella le miró con recelo.

—Seis peniques por hora —replicó Guillermo con osadía.

Nunca pensó que se los diera, pero Ethel estaba harta de arrodillarse en la tierra, a pleno sol, y con un vestido que empezaba a aborrecer, esclavizada por un montón de plantas estúpidas que no parecían mejorar lo más mínimo a pesar de sus cuidados.

—De acuerdo —le dijo.

Guillermo se apresuró a sumar rápidamente. Ocho chelines y seis peniques. Seis peniques y seis peniques, un chelín[11]. Dos veces ocho son dieciséis, y con los otros seis peniques diecisiete. Diecisiete horas. «¡Troncho!».

—Quise decir un chelín —agregó a toda prisa.

—Bueno, has dicho seis peniques y seis peniques tendrás —replicó Ethel sin inmutarse.

A Guillermo no le sorprendió. En realidad no esperaba nada más de Ethel. Bueno, aquello sería el principio… y quizás cuando consiguiera un poco de dinero surgiría alguna otra cosa.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.

—Regar los rosales con la manguera, quitar las hierbas del parterre que hay en el centro del césped, y coger un cesto de fresas para mamá. Recuerda, he dicho coger y no comer.

Guillermo hizo caso omiso del insulto encerrado en esta última frase y mentalmente consideró su tarea con aire profesional.

—Bien —dijo al fin—, eso me empleará muchas horas. Me atrevo a asegurar que me llevará el resto del día, parte de la noche y la mayor parte de mañana. —Iba haciendo complicadas sumas mentales… convirtiendo horas en peniques… los peniques en chelines… Ella le interrumpió.

—No debes tardar más de dos —le dijo—. De todas formas no pienso pagarte más de dos. En realidad podrías hacerlo en una hora.

—¡Caramba! —exclamó Guillermo en tono de sorpresa e indignación como si no fuera capaz de dar crédito a sus oídos—. ¡Caramba!

Pero Ethel ya no le oía. Había ido a cambiarse el vestido de campesina, que desde luego no era su estilo, por uno de «chiffon» estampado.

Guillermo contempló el jardín desalentado. ¿Qué era un chelín en una cantidad como ocho chelines y seis peniques? Entonces su optimismo acudió en su ayuda. Un chelín era mejor que nada… Era una base y un buen principio. ¿Qué le había dicho Ethel que hiciera primero? La manguera… Bueno, no estaba mal, porque aparte del chelín, la manguera siempre tenía su atractivo… Normalmente le estaba prohibido usarla. Incluso Ethel no se hubiera atrevido a decirle que usara la manguera de no haberse encontrado tan aburrida del jardín en general, y de su vestido de campesina en particular. Guillermo colocó el extremo de la manguera en el grifo, y abrió la llave. No pensaba en otra cosa que en regar los parterres de rosas directamente, y ganar su chelín.

Fue mala suerte que precisamente en el momento crítico en que iba a regar los rosales viera a su enemigo acérrimo, el gato del vecino recortado contra el cielo sobre la tapia. Guillermo no se detuvo a reflexionar, y actuó llevado del impulso del momento. Enfocó todo el chorro de la manguera sobre su enemigo, que se evadió para esquivarlo, y el agua cayó como una fuente ininterrumpida en el jardín vecino. Entonces se oyó un grito agudo.

—¡Ese bruto! ¡Me ha empapado! —dijo una voz crispada.

—¡Y a mí! —gritó otra—. ¡Oh, qué bruto! ¿Quién ha sido? Estoy chorreando.

—Debe haber sido ese horrible niño de los vecinos.

—Asómate por encima de la tapia a ver si le ves. ¡Súbete en la silla!

Tras unos instantes de intervalo apareció por encima de la tapia una cabeza chorreando agua. Sin embargo, no vio a Guillermo, que oculto tras la tina en que se recogía el agua de lluvia, quedaba fuera de su vista, pero sí a la manguera abandonada sobre la hierba que descargaba toda su fuerza por el sendero del jardín.

—Es él —dijo la voz—. No le veo, pero sé que es él. Ha dejado ahí la manguera. ¡Mira! ¡La ha dejado abierta! Tiene que ser él.

—Vamos a cambiarnos en seguida y luego iremos a decírselo a su padre. Estoy empapada.

La cabeza desapareció, y el rumor de las voces airadas se fue alejando. Luego se cerró ruidosamente una puerta en la distancia.

Guillermo, saliendo de detrás de la tina, se apresuró a cerrar el grifo y recoger la manguera. Todo por culpa de aquel maldito gato… Ahora que lo pensaba, todas las mangueras le habían traído mala suerte siempre. Hacía sólo unos meses que ocurrió aquel desagradable incidente en casa del médico…

Bueno, sería mejor que continuara su trabajo, y tratase de ganar su chelín antes de que se pusieran ropa seca y fueran a ver a su padre. ¿Qué le dijo que hiciera a continuación? Arrancar las malas hierbas del parterre. Guillermo se arrodilló con presteza y lo limpió a conciencia. En su mente no había dudas con respecto a lo que eran malas hierbas. Según él lo eran todas las plantas que no conocía, y Guillermo conocía muy pocas. Cuando terminó la limpieza quedaban sólo unos troncos sin hojas, algunos aster, y una margarita, y a su lado había un gran montón de lobelias, petunias, calceolarias, verónicas y otras plantas. Las llevó cuidadosamente al rincón de la basura, y luego contempló con orgullo el parterre en el que había estado trabajando.

—Ahora está un poco más aseado —dijo.

Sólo le quedaba una cosa por hacer. ¿Qué era? Oh, sí, llenar una cesta de fresas. Fue a buscarla al invernadero y luego se dirigió a las matas de fresas. Tomó asiento en el suelo mientras le invadía una dulce languidez.

Ethel apareció vistiendo su traje de «chiffon» estampado que le daba un aire elegante y seductor. Había decidido enviar su atuendo campesino a la próxima tómbola que se organizara… la verdad es que no era su estilo… Guillermo ya debía haber terminado. Le daría su chelín, y entonces le diría a su padre que lo había hecho ella y ya no volvería a ofrecerse más. De todas formas, el nuevo jardinero llegaba la próxima semana… De pronto se detuvo con los ojos muy abiertos por el horror y el asombro. Los rosales seguían secos, pero en cambio el sendero estaba completamente encharcado. Sus ojos contemplaron el parterre que dijo a Guillermo que limpiara de hierbas. Era como si lo hubiese despojado de todo… excepto media docena de plantas raquíticas, cuya presencia sólo contribuía a aumentar su desolación. No había el menor rastro de Guillermo. Ethel dirigiose a la huerta. Guillermo estaba sentado junto a los matas de fresas todavía rebosando satisfacción. Ethel contempló la cesta vacía y las matas sin frutos, así como la boca de Guillermo que no cesaba de moverse.

—¡Mira que eres malo! —le dijo Ethel—. ¡Te las has comido todas!

Guillermo despertó de su estado de languidez sobresaltándose, y miró la cesta y las matas de fresas quedando casi tan horrorizado como Ethel.

—Caramba —dijo—. Yo no tenía intención de comerlas todas. Te lo digo sinceramente. Sólo quise probar una o dos para ver si estaban maduras antes de empezar a cogerlas. Su… supongo que los pájaros se las habrán comido cuando yo no miraba. Te lo aseguro. Yo no puedo habérmelas comido todas… estoy seguro de haber comido sólo unas pocas… sólo para ver si estaban maduras.

Ethel exclamó hecha una furia:

—No te daré ni un céntimo, y se lo diré a papá en cuanto llegue.

—Oye, Ethel… —le dijo con ansiedad—. Últimamente no ha venido nadie a ver a papá, ¿verdad?

—¡Oh! —exclamó Ethel— ¿Por qué?

—No, por nada —replicó Guillermo—. Sólo pensaba que quizás hubiera podido venir alguien a verle, nada más.

Ethel giró sobre sus talones para marcharse, y Guillermo le sacó la lengua para desahogarse. Ya podía haber sabido que Ethel le esclavizaría durante todo aquel tiempo sin darle ni un céntimo. Era muy propio de su hermana. La conocía de toda la vida y debió saber que era capaz de gastarle una broma tan pesada como aquella. Hacerle trabajar como un negro con la promesa de un chelín, y luego no darle ni un céntimo sólo porque… sólo por… casi nada. No había derecho.

Un gran abatimiento se apoderó de Guillermo. Parecía estar más lejos que nunca de los ocho chelines y seis peniques… Ethel, por ser Ethel, no era probable que se olvidase de contárselo a su padre y seguramente los que recibieron de lleno el chorro de la manguera se estaban ya secando preparándose para su visita… Le esperaban muy malos ratos. No le hubiese importado de tener los ocho chelines y seis peniques. No le importaba nada teniendo los ocho chelines y seis peniques. Decidió que ya era hora de alejarse de las matas de fresas, y secándose la boca cuidadosamente para borrar toda posible huella, encaminóse desolado hacia la puerta principal de la casa. Su madre se disponía a salir en aquel momento vistiendo sus mejores galas.

A la señora Brown le sorprendió ver a su hijo menor con aquel aire tan trágico. Era bastante corta de vista, y siempre confundía la expresión de ira y disgusto de Guillermo por otra patética. Era un error que muchas veces le había ido muy bien a Guillermo.

—¿Te gustaría venir conmigo, querido? —le dijo en tono amable.

—¿A dónde? —preguntó Guillermo, precavido.

—A una bonita fiesta benéfica en los jardines de la señorita Milton —repuso su madre—. Estoy segura de que te gustará.

Guillermo estaba seguro de lo contrario, pero se le ocurrió que lo mismo daba ir a la bonita fiesta benéfica de la señorita Milton que a cualquier otra parte. Era mejor que quedarse en casa cuando su padre y los vecinos podrían llegar de un momento a otro.

—Está bien —condescendió Guillermo—. No me importa ir.

—Muy bien, querido. Te esperaré. Ve a lavarte y a peinarte.

—Ya me he lavado y me he peinado —replicó Guillermo.

—Lo hice a conciencia esta mañana para que me durara para todo el día.

—Pues no te ha durado, querido —dijo la señora Brown sencillamente—. Ve a hacerlo de nuevo.

Con un profundo suspiro de amargura, desilusión y paciencia ejemplar para disimular sus errores, Guillermo se dispuso a lavarse de nuevo.

La primera persona que vio en la fiesta benéfica fue a Ethel con su vestido de «chiffon» estampado y acompañada del joven de dientes prominentes. Guillermo, que se había separado de su madre, pasó junto a ellos sin saludarles con la esperanza de que se sintieran humillados, pero la verdad es que no repararon en él. Paseó por el jardín. Hubiera podido resultar una fiesta más o menos divertida, puesto que vendían cucuruchos de maíz, coco y otras golosinas… si Guillermo no hubiese llevado sobre sus hombros la pesada carga de sus problemas económicos. Estaba obsesionado por el recuerdo de los ocho chelines y los seis peniques.

No veía el medio de conseguir ocho chelines y seis peniques…

Encontró a su madre y, adoptando aquella expresión que tan provechosa le resultaba al tratar con ella, le dijo:

—Mamá, ¿no podrías darme un poco de dinero para gastarlo aquí?

Evidentemente su madre estaba conmovida por su tono y su expresión, pero tras un breve intervalo de lucha interna, pareció vencer sus más débiles sentimientos.

—Me temo que no, querido Guillermo, porque ya sabes lo que dijo tu padre por lo de la ventana del rellano de la escalera que rompiste la semana pasada. Pero voy a darte sólo un penique porque es para una buena causa y estoy segura de que a tu padre no le importará por tratarse de una obra de caridad. Pero nada más que un penique.

Así que la señora Brown le entregó un penique, que Guillermo guardó cuidadosamente en el bolsillo como el primer paso hacia los ocho chelines y seis peniques que tanto deseaba.


Guillermo, tumbado en el suelo, escuchaba.


—Veo a alguien —dijo la adivinadora en tono impresionante— cuya vida está estrechamente ligada a la suya.

Entonces volvió a vagar desconsolado por los jardines. Una tienda pequeña que ostentaba un cartel con la leyenda «Pitonisa» atrajo su atención. La estuvo contemplando con interés durante algún tiempo, y al fin se dirigió a otro espectador.

—¿Qué es una pitonisa? —le preguntó.

—Una especie de adivinadora del porvenir —le contestó el aludido.

Una especie de adivinadora del porvenir… tal vez una adivinadora del porvenir podría decirle cómo conseguir los ocho chelines y seis peniques… Guillermo fue en busca de su madre que atendía uno de los puestos, y adoptó nuevamente su expresión patética, así como un tono de voz lastimero.

—Mamá, por favor —le dijo—. ¿Puedo ir a que me adivinen el porvenir?

Pero la señora Brown estaba ocupada y el efecto de la expresión y tono de voz de Guillermo comenzaba a desvanecerse.

—No, querido —le dijo en tono firme—. No creo en esas cosas, y me parece muy mal querer desentrañar el futuro.

Guillermo regresó junto a la tienda profundamente interesado. El hecho de que su madre lo considerase mal le daba un gran atractivo a sus ojos, «y desentrañar el futuro» sonaba como algo emocionante. La tienda no estaba abierta todavía, pero debía abrirse al cabo de unos diez minutos, y ya se alineaban ante su puerta una serie de presuntos clientes. Guillermo fue a situarse en la parte de atrás de la tienda. Incluso había olvidado los ocho chelines y seis peniques, consumido de curiosidad por la adivinadora del porvenir. La parte posterior de la tienda estaba desierta, y con sumas precauciones se puso a gatas y, levantando el extremo de la lona, atisbó por debajo. En el interior estaba el joven de dientes prominentes y una muchacha que Guillermo reconoció como la hermana del joven. El le estaba dando un papel.

—Ella no sabe que la pitonisa eres tú, ¿verdad? —le decía el joven.

—No. Y además me pondré este velo que me ocultará el rostro.

—Bien, sólo tienes que decirle lo que te he escrito en este papel, ¿lo harás?

—De acuerdo. —La joven puso el papel encima de la mesa y agregó—: Ahora vete. Voy a empezar.

El joven se marchó y a los pocos minutos empezaron a entrar los clientes uno a uno. Guillermo, tendido en el suelo, escuchaba con el oído pegado a la lona. Le pareció bastante aburrido. Cuando se trataba de una joven la pitonisa veía siempre un hombre moreno o rubio en la bola de cristal, y cuando era un hombre, siempre veía una joven rubia o morena…

Resultaba tan aburrido que Guillermo estaba a punto de abandonar su puesto de observación cuando entró Ethel y vio que la pitonisa corría el papel que tenía encima de la mesa ocultándolo a la vista de Ethel por medio de un libro, de manera que pudiera leerlo.

—Veo a alguien —leyó en el papel con tono impresionante—, cuya vida está estrechamente ligada a la suya. En la actualidad usted no le aprecia, y se muestra dura y fría con él, pero tiene grandes cualidades que no ha descubierto todavía. Posee un carácter mucho más noble de lo que usted cree.

—¿Quién es? —preguntó Ethel interesada.

—Voy a decirle cómo sabrá quién es —le dijo la pitonisa—. Le veo aquí. Le está haciendo un regalo. Incluso puedo ver la hora. Exactamente cinco minutos después de que usted haya salido de esta tienda. Le veo otra vez. Está sentado a su lado durante la merienda. Le veo nuevamente. Se encuentra con usted camino de su casa, y le hace una pregunta. Permítame decirle que toda la felicidad de su vida depende de que usted diga «sí». Eso es todo lo que tengo que decirle.

Al parecer, muy impresionada, Ethel abandonó la tienda por la puerta de entrada.

Y Guillermo, igualmente impresionado, la abandonó por la parte de atrás.

Y exactamente cinco minutos después de que Ethel saliera de la tienda y cuando Guillermo se acercaba a su hermana con una bolsa de cacahuetes de un penique, tropezó con el joven que llevaba en la mano un ramo de rosas de cinco chelines luciendo su sonrisa fatua.

—¿Busca usted a Ethel? —le preguntó Guillermo.

—Sí.

—Está al otro lado del jardín, junto a la cerca —le dijo Guillermo.

El joven se apresuró a dirigirse hacia aquella dirección.

Y Guillermo fue al puesto de su madre donde Ethel la estaba ayudando y le ofreció la bolsa de cacahuetes.

—Aquí tienes un regalo, Ethel —le dijo.

Ethel la abrió con recelo. Ordinariamente lo hubiera aceptado como un insulto deliberado, o bien como un débil intento de comprar su silencio respecto al episodio de la manguera y las fresas, pero miró su reloj. Habían transcurrido cinco minutos desde que abandonara la tienda de la pitonisa…

Dirigió a Guillermo una mirada de asombro y aceptó la bolsa con un murmullo confuso. Era muy extraño… recibir un regalo a los cinco minutos de dejar la tienda… de alguien a quien ella no apreciaba. El joven no la encontró hasta diez minutos después, cuando todavía seguía tan preocupado por el misterioso regalo de Guillermo, a la hora precisa que le indicara la pitonisa, que no reparó apenas en las rosas… limitándose a murmurar: «gracias», y dejándolas sobre la mesa, a un lado, continuó pensando en Guillermo, que había ido a regalarle una bolsa de cacahuetes a la hora justa señalada por la pitonisa.

El joven estaba a la espectativa cuando Ethel y la señora Brown se dirigieron al pabellón donde se servían las meriendas, y las acompañó colocándose al lado de Ethel y sin cesar de charlar y de sonreírle afectuosamente. Guillermo les seguía detrás. Al entrar en la tienda se acercaron a la hilera de sillas para ocupar tres contiguas. La señora Brown en un extremo, Ethel en el medio y… cuando el joven iba a sentarse vio que Guillermo ya había ocupado su sitio entre Ethel y él. Su hermana le contemplaba con asombro, y Guillermo, con la mirada perdida en el vacío, había adoptado una expresión de esfinge, como si estuviera en trance. El joven le pidió a Guillermo que cambiara de sitio con él, y Guillermo se negó diciendo que era mejor que continuara allí donde podía pasar las cosas a su hermana y a su madre. La señora Brown le dijo que era muy amable, pensando que los modales de Guillermo iban mejorando mucho y que debía acordarse de decírselo a su padre.

Ethel estaba muy callada, y no cesaba de mirar a Guillermo con una mezcla de asombro y ansiedad. La pitonisa había dicho «él»… Guillermo le había hecho un regalo y allí estaba, sentado a su lado durante la merienda… ¡qué curioso! Era tal su abstracción que el joven abandonó todos SUS intentos por distraerla contentándose con mirar a Guillermo tristemente. Este continuaba mirando al vacío como si no se percatara de su presencia, y sólo le interesaba merendar a gusto.

La gente empezaba a regresar a sus casas. La señora Brown tenía que quedarse para ayudar a desmontar los puestos, pero Ethel emprendió sola el camino de su casa. Tenía intención de acortar tomando el atajo que atravesaba los campos. Al subir una colina descubrió al joven al otro lado del campo, de pie junto a otro montículo donde sin duda la estaba esperando. De mala gana se dirigió hacia él, y de pronto, como si surgiera de la cuneta, cosa que en realidad fue así, apareció Guillermo.

—Por favor, Ethel —le dijo en tono sumiso—, ¿querrías darme ocho chelines y seis peniques?

Le miró boquiabierta y sorprendida por la petición… ¡qué cara más dura! Y entonces sus pensamientos volvieron de pronto a lo dicho por la pitonisa… «le encontrará camino de su casa»… «le hará una pregunta»… «la felicidad de toda su vida depende de que usted, decidida, le conteste sí».

Ethel era supersticiosa. Podrían ocurrirle cosas terribles si se negaba, y no obstante… «ocho chelines y seis peniques». No obstante… no, no se atrevía a negarse. Podría ocurrirle cualquier cosa si se negaba… Furiosa abrió su bolso… «ocho chelines y seis peniques»… sólo le quedaría una libra para llegar a fin de mes.

Indignada puso las monedas en la mano de Guillermo, y continuó su camino. Estaba tan furiosa que cuando llegó junto al joven pasó de largo sin mirarle ni contestarle siquiera cuando él le habló…

El señor Brown hallábase sentado en el salón de su casa con la cabeza entre las manos. A un lado estaba Ethel, y al otro las señoras de la casa vecina. Ethel sentía una extraña amargura interna al pensar en los ocho chelines y seis peniques, y ya hacía mucho rato que se había arrepentido de habérselos dado a Guillermo. Nunca volvería a consultar con ninguna pitonisa. Había sido una estúpida. Todo eran tonterías… mira que hacerle dar a Guillermo ocho chelines y seis peniques… Se sentía capaz de asesinar a Guillermo, pero como no era posible se contentó con hacerle expiar sus desaguisados hortícolas.

—Ni siquiera había mojado el parterre con la manguera —estaba diciendo.

—Nos puso perdidas —dijeron las señoras vecinas.

—Lo ha arrancado todo —continuó Ethel.

—El chorro nos cayó encima como una fuente, empapándonos —dijeron las vecinas.

—Y se las comió todas las que había en las matas… sin dejar ni una sola —concluyó Ethel—; no ha quedado ni una.

—Tuvo que hacerlo a propósito —insistieron las vecinas—, pues nos dejó empapadas.

El señor Brown apartó el rostro de entre las manos.

—¿Dónde está? —rugió.

Pero nadie supo encontrarle.

A decir verdad se hallaba al otro extremo del pueblo pavoneándose ante los Proscritos con las preciosas estacas de «cricket» de ocho chelines y seis peniques. Los Proscritos le contemplaban estupefactos.

—Dije que conseguiría el dinero —les decía Guillermo—, y lo he conseguido. Pensé que era mejor que las comprara antes de venir, y aquí las tenéis.

Fue un momento por el que valía la pena vivir.

Y a Guillermo ya no le importó lo que pudiera ocurrirle después.