Nueva Orleans

2005

Lunes, 4.28 de la madrugada. La estrecha habitación del Barrio Francés estaba llena de humo de velas baratas que olían a miel. Daniel miró a través de los postigos rotos y el cristal tembloroso hacia la parte alta del callejón, y vio una estrecha rendija de la plaza Jackson entre cortinas de una lluvia torrencial que daba vueltas sobre Nueva Orleans como una bandada de murciélagos locos en la tormenta. Daniel nunca había visto caer la lluvia hacia arriba.

Le encantaban esos condenados huracanes. Volvió a cerrar los postigos y abrió la ventana. La lluvia le dio de lleno. Sabía a sal y olía a peces muertos y a algas. El viento de nivel cinco clavaba sus garras en Nueva Orleans a más de ciento sesenta kilómetros por hora, pero allí, en aquel callejón, en un apartamento barato de una sola habitación encima de un local donde vendían los típicos bocadillos po’boys criollos, el viento no era más fuerte que una brisa arrogante.

Se había ido la luz de aquella parte del barrio hacía casi una hora; de ahí las velas que Daniel había encontrado en el despacho del gerente. Luces de emergencia que funcionaban a pilas iluminaban algunos edificios cercanos, otorgando un resplandor azulado a las paredes temblorosas. Casi todos los ocupantes de dichos edificios se habían ido; no todo el mundo, pero sí la mayoría. Los más tozudos, los indefensos y los idiotas se habían quedado.

Como Tolley, el amigo de Daniel.

Tolley se había quedado.

Era un idiota.

Y ahora allí estaban, en un edificio vacío, rodeado por edificios vacíos, en medio de una tormenta escandalosa que había obligado a huir de la ciudad a más de un millón de personas, y a Daniel le parecía genial. Todo aquel ruido, todo aquel vacío, nadie que oyese gritar a Tolley.

Daniel se apartó de la ventana arqueando las cejas.

—¿Hueles eso? Así es como huelen los zombis que han vuelto de la muerte con una vida antinatural. ¿Te gustaría ver a un zombi?

Tolley ya no estaba para respuestas, la verdad, atado a la cama con diez metros de cuerda de nailon. La cabeza le colgaba a un lado, hinchada y rota, aunque todavía respiraba. De vez en cuando daba una sacudida y temblaba. Daniel no permitió que la falta de respuesta de Tolley le detuviera.

Saltó a la cama. Cleo y Tobey se apartaron de su camino, le dejaron pasar.

Daniel tenía un paquete de jeringuillas en su mochila, junto con algunos poppers, metanfetamina y otros productos farmacéuticos selectos. Sacó todo el equipo, le metió un chute a Tolley con un poco de cristal y esperó a que le hiciera efecto. Fuera, algo explotó con un «pof» ahogado, cuyo sonido no se acabó de llevar el viento. Probablemente un transformador de la luz entregando su alma, o quizás una pared que se había caído.

Los ojos de Tolley parpadearon, súbitamente frenéticos, y luego se concentraron en un punto. Intentó soltarse al ver a Daniel, pero, en realidad, ¿adónde iba a ir?

Daniel dijo muy serio:

—Te he preguntado si has visto a algún zombi. Aquí hay, lo sé de buena tinta.

Tolley negó con la cabeza, cosa que jodió un poco a Daniel. De camino a Nueva Orleans, seis días antes, donde había sido enviado para encontrar a Tolley basándose en una pista absolutamente exacta, Daniel decidió que esa era su única oportunidad de ver a un auténtico zombi. No podía soportar a los zombis, encontraba ofensiva su existencia. Los muertos deben estar muertos, y no levantarse y volver a andar por ahí, arrastrando los pies, vomitivos, flojos. Los vampiros tampoco le gustaban, pero los zombis le ponían frenético. Daniel sabía por una fuente fiable que en Nueva Orleans había unos cuantos zombis, y quizás un par de vampiros también.

—No seas así, Tolliver. Se supone que en Nueva Orleans hay zombis, ¿no? Con todo ese vudú y esas mierdas que tenéis aquí de los zombis de Haití... Tienes que haber visto algo.

Los ojos de Tolley brillaban por la droga. Uno de ellos, el izquierdo, era una bola de un rojo brillante, con las venas estalladas.

Daniel se limpió la lluvia de la cara. Estaba cansado.

—¿Dónde está?

—Juro que no lo sé.

—¿La has matado? ¿Eso es lo que intentabas decirme?

—¡No!

—¿Te dijo ella adónde iban?

—No sé nada de...

Daniel lanzó su puño hacia el pecho de Tolley y recogió el Asp. El Asp era una varilla de acero telescópica de unos sesenta centímetros de larga. Daniel la dejó caer con fuerza sobre el pecho de Tolley, los muslos y las pantorrillas, golpeándole con furia. Tolley chilló y se retorció en sus ligaduras, pero no quedaba nadie que pudiera oírle. Daniel siguió con su castigo durante largo rato, luego arrojó a un lado el Asp y volvió a la ventana. Tobey y Cleo se apartaron de su camino.

—Quiero ver a un maldito zombi. Un zombi, un vampiro, algo que haga que valga la pena este puto viaje.

La lluvia caía con fuerza, caliente y salada como la sangre. A Daniel no le importaba. Allí estaba, había recorrido todo aquel camino, y ni un solo zombi a la vista. Todo lo que valía la pena se lo estaba perdiendo. Una vida de lamentables decepciones.

Miró a Tobey y Cleo. Resultaban difíciles de distinguir con aquella luz parpadeante, emborronados, pero lo lograba.

—Apuesto a que podría matar a un zombi, uno contra uno; en serio, me gustaría probarlo. ¿Creéis que podría matar a un zombi?

Ni Tobey ni Cleo respondieron.

—Que no lo digo en broma, podría cargarme a un zombi. A un vampiro también, pero aquí estamos, perdiendo el tiempo con esta mierda. Preferiría estar cazando zombis. —Señaló hacia Tolley—. Eh, chico. —Volvió a la cama y lo despertó de nuevo—. ¿Crees que me podría cargar a un zombi, eh, uno contra uno?

El ojo rojo daba vueltas y la sangre chorreaba de la boca deshecha. A Tolley se le escapó un susurro blando, de modo que Daniel se acercó más. Parecía que aquel cabrón estaba largando por fin.

—¿Qué dices?

La boca de Tolley se movió, intentando hablar.

Daniel sonrió, animándole.

—¿Oyes ese viento? Si yo fuera un murciélago, habría extendido las alas y habría salido volando de esta cabronada de sitio con toda mi alma. ¿Adónde han ido, chico? Yo sé que ella te lo dijo. Dime adónde fueron, para que pueda irme de aquí. Dímelo, sencillamente. Casi estamos ya. Échame una mano y me largo de aquí.

Los labios de Tolley se movieron, y Daniel supo que estaba a punto de cantar, pero el poco aire que le quedaba se escapó.

—¿Has dicho al oeste? ¿Iban hacia el oeste? ¿Hacia Texas?

Tolley estaba muerto.

Daniel se quedó un momento mirando el cuerpo y luego sacó la pistola y le metió cinco balas en el pecho a Tolliver James. Fueron unas horribles explosiones que cualquiera que se hubiese podido quedar por allí habría oído, aun con aquel viento de león. A Daniel le importaba un pimiento. Si alguien venía corriendo le pegaría un tiro también, pero no vino nadie... ni la policía, ni los vecinos; ni un alma. Todo aquel que tuviera dos dedos de frente estaba agachado y acurrucado, intentando sobrevivir.

Daniel cargó la pistola, la volvió a guardar y luego sacó el teléfono por satélite. Las antenas de móvil no funcionaban en toda la ciudad, pero el teléfono por satélite iba de maravilla. Comprobó la hora, dio al botón de conexión y esperó a que hubiese línea. Siempre llevaba unos segundos.

Entre tanto se enderezó, se estiró un poco y recuperó sus modales habituales.

Cuando se realizó la conexión, Daniel informó:

—Tolliver James está muerto. No ha proporcionado nada útil.

Escuchó un momento antes de responder.

—No, señor, han desaparecido. Eso sí puedo confirmarlo. James era una buena pista, pero no creo que ella le dijese nada.

Escuchó de nuevo, en esta ocasión un buen rato.

—No, señor, eso no es cierto del todo. Hay tres o cuatro personas aquí con las que me gustaría hablar, pero la tormenta ha convertido este lugar en un desastre. Casi con toda seguridad habrán sido evacuados. No lo sé. Déjeme un tiempo para localizarlos.

Más conversación al otro lado, pero luego terminaron.

—Sí, señor, comprendo. Usted hace lo suyo, yo lo mío. No le decepcionaré.

Una última palabra del jefe.

—Sí, señor. Gracias. Le mantendré informado.

Daniel cerró el teléfono y lo dejó a un lado.

—Gilipollas.

Volvió a la ventana y dejó que la lluvia lo empapara. Todo estaba húmedo ya: la camisa, los pantalones, los zapatos, el pelo, todo, hasta los huesos. Se agachó para ver mejor la plaza. Un barril de petróleo de doscientos litros iba dando tumbos por la entrada del callejón, de acera a acera, seguido por una bicicleta, arrastrada de lado, y luego un trozo desgarrado de contrachapado que iba aleteando y planeando como una carta arrojada a la basura.

Daniel gritó al viento todo lo fuerte que pudo:

—¡Vamos, venid a por mí, putos zombis! ¡Mostrad vuestros auténticos y antinaturales colores!

Daniel echó atrás la cabeza y aulló. Luego ladró como un perro, y aulló de nuevo antes de volverse hacia la habitación a recoger su equipo. Tobey y Cleo habían desaparecido.

Tolliver había escondido ocho mil dólares bajo el colchón, todavía envasados al vacío, que Daniel encontró cuando registró la habitación al principio. Probablemente fueron un regalo de la chica. Daniel se metió el dinero en su mochila, lo comprobó todo para asegurarse de que Tolliver no tenía pulso y fue al pequeño baño donde había dejado a la amiguita de Tolliver después de estrangularla, bien limpia y metidita en la bañera. Un hilillo negro de hormigas ya la habían encontrado, y no había pasado ni un día siquiera.

Cleo dijo:

—Vete ya, Daniel. No lo jodas más.

Tobey dijo:

—¿Ir adónde, con una tormenta como esta? Parece más lógico quedarse.

Daniel decidió que Tobey tenía razón. Era el más listo y normalmente tenía razón, aunque Daniel no siempre podía verlo.

—Vale, supongo que tendré que esperar a que acabe lo peor.

Tobey dijo:

—Espera.

Cleo dijo:

—Espera, espera.

Como ecos que se desvanecían.

Daniel volvió a la ventana. Se inclinó hacia fuera entre la lluvia de nuevo, vigilando la boca del callejón por si pasaba algún zombi.

—Vamos, malditos, quiero ver aunque solo sea a uno. Un asqueroso zombi, es todo lo que pido.

Si aparecía un zombi, Daniel pensaba saltar de la ventana, ir tras él y hacer pedazos su carne putrefacta y antinatural con los dientes. Después de todo era un hombre lobo, y por eso era tan buen cazador y asesino. Los hombres lobo no le temen a nada.

Echó atrás la cabeza y aulló igual que el viento, y luego apagó las velas y se quedó allí sentado con los cadáveres, esperando a que pasara la tormenta.

Cuando acabase, Daniel encontraría su rastro, los perseguiría y no pararía hasta que fuesen suyos. No importaba lo mucho que le costara o lo lejos que se fueran. Por eso los hombres del sur le usaban para esos trabajos y le pagaban tan bien.

Los hombres lobo siempre cogen a su presa.