Ta-mit, la Gata
Ta-mit, la Gata
Uno de los muchos animales que los egipcios consideraban sagrados era el gato. Así pues, vivían libremente por la ciudad y los campos; muchos de ellos estaban domesticados y algunos adiestrados de forma que acompañaban a sus dueños en las cacerías por el río para traer las presas. Mantenían a raya a roedores, serpientes y escorpiones, y una raza concreta, la conocida como gato faraón, hacía frente incluso al cocodrilo. Cuando morían, se los momificaba y enterraba en cementerios especiales o en la tumba de sus amos.
Ta-mit era como una gata: ojos rasgados y pupilas contraídas, el iris de un color miel anaranjado, la mirada felina y entrecerrada, los pómulos salientes, y las cejas elevadas hacia las sienes. Tenía las uñas de las manos largas y muy cuidadas, y las de los pies en punta, curvadas hacia delante y pintadas de rojo. Eso no era corriente. Kasé comprendió que la dama era una de esas criaturas de la noche, extraños seres que se comunicaban con el mundo espiritual, el lado oscuro de los dioses. Apenas hablaron, pero enseguida se vio envuelto en la nube hipnótica que emanaban las pocas palabras que ella pronunció, y se abandonó, invitado a gozar de placeres que sólo las gatas son capaces de proporcionar.
La morada de la exótica dama parecía un pequeño templo. La fachada estaba precedida de un pórtico con columnas, y estatuas de felinos sentados sobre sus cuartos traseros decoraban la cornisa que sostenía el arquitrabe. La vivienda estaba rodeada por una gruesa y elevada muralla, y todos sus patios y habitaciones rebosaban de gatos. No había patos, perros ni monos, sólo felinos, y entre todos ellos destacaba una hermosa y esbelta gata faraona, fuerte como una leona, que dominaba los dos territorios, el interior y el exterior.
Cuando entraron, ella fue la primera en recibirlos y la encargada de expulsar al resto de animales de la casa. Kasé se asombró al ver tantos pequeños tigres juntos, pero en ningún momento tuvo miedo. Ta-mit le tomó de la mano y lo condujo directamente a sus aposentos. Una vez allí, lo arrastró hacia el cuarto de aseo. Kasé no pudo ocultar su sorpresa cuando vio que una pequeña balsa llena de agua caliente ocupaba la pieza casi por completo. Las paredes estaban pintadas con motivos que representaban selvas llenas de aves exóticas, y en el fondo de la piscina había peces y nenúfares esmaltados sobre una enorme plancha de un metal parecido al cobre. En ningún otro sitio había visto algo parecido. Ta-mit dejó caer su vestido y sus joyas, y se acercó a Kasé para quitarle la ropa. El joven no se inmutó. La gata faraona daba vueltas y más vueltas alrededor de la bañera. La pareja en celo se sumergió en las aguas, de apenas medio metro de profundidad. Los jabones y las sales cubrieron de espuma la laguna artificial. Ta-mit acariciaba el falo erecto mientras buscaba los labios de Kasé para besarlos. Kasé mordisqueaba los pezones de la dama que, sentada sobre él, hundía la vara en sus entrañas. Con la lengua recorría la cabeza afeitada del egipcio. Movía sus caderas y bajaba la pelvis hasta chocar con las almohadillas blandas del macho. No le permitió correrse, sólo jugar. Después, sin secarse, se dirigieron a la cama, llena de cojines, y se echaron, primero ella, con las piernas abiertas, después él, con el pene erguido, que buscaba la entrada a la vagina, la encontraba, la penetraba. Pero, de nuevo, ella no le dejó correrse.
—Voy a morir si no permitís que escape de mi cuerpo toda esa simiente almacenada —dijo Kasé.
—Cuando lo hagáis, el placer será tan grande que hasta los dioses asomarán la cabeza para tratar de averiguar qué pasa —contestó Ta-mit.
Alzó entonces una mano, como si se tratara de una garra, y señalándole a la gata faraona la estancia donde habían dejado las ropas, le dio una orden que sólo ambas entendieron. La gata salió del cuarto y regresó, casi al instante, trayendo entre sus fauces el dedal. Subió a la cama y lo depositó en la mano de su ama.
—Vamos a usar tu juguete —dijo la semidiosa.
Kasé, que no entendía a qué podía referirse, frunció el ceño, pero ella no le hizo caso y retrocediendo, con las rodillas a ambos lados de las varoniles caderas, asió el falo y cubrió la cabeza con la capucha de plata.
Las serpientes se revolvieron sobre sí mismas para buscar la cola y ciñeron la verga. El azul lapislázuli se estrechó, alargó su cuello y empujó la última pieza hasta la base del sexo. Una diminuta oleada de placer recorrió la espina dorsal del hombre deseado. Ta-mit se volvió para adoptar la postura en que los animales hacen el amor: a cuatro patas, el cuerpo tendido hacia delante, el culo en alto, las piernas separadas, los labios del sexo abiertos, esperando. Kasé ocupó su puesto tras ella y dirigió el glande cubierto, el tronco azulino y las apretadas bolsas hacia la mullida y húmeda vagina. Un maullido de placer, semejante al grito de un niño o la queja de un herido, brotó de la garganta de Ta-mit. Los dos oyeron entonces los avisos que, en forma de poema, transmitía el objeto:
¡Oh dueño y señor!, mi grabada esfera te dice
que soy un regalo de dioses, un placer del cielo.
Si te atacan, si me roban, mi venganza matará.
Sólo podrás perderme o regalarme.
Pero escúchame bien, ¡oh amo!,
no cierres tus oídos todavía.
Una vez usado, sólo gozarás conmigo,
sin mí no sentirás nada.
Una vez usado, tu simiente no germinará más,
no nacerán hijos de mi esperma,
herederos de mi poder.
Una vez usado, sólo seré tuyo,
sólo tú padecerás y disfrutarás de mis dones,
y nada de lo dicho y escuchado
sufrirá la persona a quien hayas amado.
Para tus amantes se abrirán muchas puertas
antes cerradas. Después de ti, gozarán más.
Para ti se abrirán todas, pues tú eres el amo,
tú tienes el poder.
Pero ¡oh mi señor!, aún estás a tiempo,
puedes arrancarme de tu cuerpo,
anularme de tu mente y vivir como un mortal,
dejando este placer para quien fue hecho.
Pero abandonar el éxtasis era harto difícil: lo que estaba sintiendo el cuerpo de Kasé no podía definirse, el placer parecía proceder del mismo cielo. Tanto él como Ta-mit estaban embriagados de sensualidad, eran dos animales fornicando en la postura preferida por los seres irracionales. El pecho masculino aplastaba la espalda de la hembra, las pieles se rozaban, las manos fuertes se agarraban a los firmes pechos, la verga entraba y salía acariciando el extremo de un clítoris excitado y rojo. Con los dientes, Kasé mordisqueaba la nuca sin saber bien con quién gozaba, si con una mujer o con una gata. La faraona, la vigilanta de la casa, la generala de todos los demás mininos, se sumó a la orgía acariciando con la lengua rasposa las entrepiernas, los orificios descuidados y los ocupados. Los tres rodaron por el suelo. Cambiaron las posiciones, se mezclaron los cuerpos. Cada uno entró en su propio yo. Los dos se vieron, se conocieron. Se movían a un ritmo frenético, los testículos golpeaban sin cesar unos labios abiertos y sabrosos, plenos, desbordantes y húmedos. Kasé abandonó las glotonas paredes de esa gruta cálida para introducirse en la gustosa boca de su anfitriona. La gata faraona lamía el óvalo de su ama, sin dar descanso a un botón sediento de caricias. Las bolsas, rebosantes de esperma, palmoteaban rebotando en la barbilla de Ta-mit. La lengua se apartaba dejando que el largo y duro trozo de carne profundizara cuanto pudiera. Kasé, como poseído, sujetaba con sus manos la cabeza de la dama para dirigirla en su penetración bucal, y esa noche la felación fue un don, y el clímax, un final aplazado.
Todos los felinos de la magnífica mansión iniciaron un coro de maullidos que se oyó en varios barrios a la redonda, y sus habitantes interpretaron esos sonidos como plegarias de los animales por el recién hallado buey Apis, como cantos de bienvenida.
Logró su orgasmo la gata faraona, alcanzó el clímax Ta-mit, y eyaculó Kasé. Los tres sintieron al tiempo el placer de mil sexos. La luz estalló, invisible tras los muros, y después sobrevino el descanso.
El sueño se apoderó del guerrero, que yacía desnudo. Ta-mit recogió el juguete de Luzbel, de nuevo corto y pequeño, y lo observó durante largo rato. Dejó en la cama al muchacho dormido y se encaminó hacia otro cuarto más apartado, casi escondido, el lugar donde realizaba sus oráculos y experimentos, donde guardaba fórmulas, piedras escritas y papiros. Escogió uno de estos últimos, uno virgen, y dibujó lo que tenía entre las manos. Sabía ya que el dedal no podía ser suyo, Kasé jamás se lo regalaría, pues ningún hombre acepta voluntariamente convertirse en impotente. Nunca le pertenecería.
Si bien el mensaje del objeto advertía que ni ella, ni cuantas mujeres yacieran con su dueño, padecerían infertilidad ni frigidez, Ta-mit se preguntaba si en verdad distrutaría tanto en los próximos coitos, si en verdad gozaría de sensaciones parecidas a las que ese día había experimentado. De ser así, estaba segura de convertirse en una ninfómana, tal era el grado de excitación alcanzado.
Permaneció casi toda la noche despierta, pensando. Ahora sabía qué sentían los machos al expulsar la simiente, y le resultaba tan agradable como la vibración que recorría su cuerpo al llegar el orgasmo. Recordando la experiencia vivida, sonrió, agradecida. Alzó las piernas y las apoyó en los brazos del sillón; rozó con el juguete los pliegues de su surco, ahora escocido, y un estremecimiento la hizo vibrar de nuevo; pero descartó la idea de introducírselo y, tras apartarlo con respetuoso temor, lo dejó en la mesa. Después se humedeció un dedo y fue bajándolo hasta detenerlo sobre el clítoris, todavía excitado. Volvió a estremecerse. Hizo danzar el dedo, circularmente, de un lado a otro, hasta que de nuevo los gemidos brotaron de su garganta.
Cuando Kasé despertó, varias doncellas desnudas le ayudaron en su aseo. Ta-mit, con una ligera sonrisa en los labios, lo esperaba para desayunar en el jardín, en un cenador redondo, sencillo y elegante, hecho de columnas de adobe y cañas, y cubierto con una parra cargada de racimos. En un pequeño armario de madera, escondido entre las sombras, se refrescaban las bebidas. Sobre la mesa, colocadas con gran esmero, había fuentes repletas de frutas y dulces. Desde el cenador podía verse un diminuto estanque cubierto de nenúfares, que embellecía aún más el delicioso jardín. El amante degustó con deleite todos los platos, pero rechazó el alcohol, limitándose a tomar algunos zumos. Ta-mit, siempre callada, le entregó el regalo de Luzbel.
—Me encantaría que lo perdieras en mi casa, pero sé que volverías a por él —dijo.
Kasé lo guardó en su bolsillo interior.
—¿Cómo supiste para qué servía? —preguntó.
—Es una larga historia —empezó a decir la dama—. ¿Has oído hablar de los dioses de otros pueblos?
Kasé torció el gesto y negó con la cabeza.
—Bueno, realmente no importa. Te diré que hace mucho, mucho tiempo, hubo un mortal que gozó con él en brazos de la esposa de un dios. Ese dios, mitad hombre, mitad bestia, descubrió la infidelidad de su esposa, pero no mató al amante. Su aventura llegó a mis oídos hace ya algunos años; desde entonces, supe de la existencia de ese objeto que te pertenece, pero nunca creí que llegaría a gozar con él. Gracias a ti ha sido posible. ¿Cómo llegó a tus manos?
Kasé, a su vez, le contó con pelos y señales su expedición a Nubia y su relación con el enano.
—Quédate un tiempo en mi casa —le propuso Ta-mit—, gozaremos juntos en compañía de hombres y mujeres, y cada día daré una fiesta en tu honor. Considérate mi invitado y permite así que el éxtasis sentido esta noche pueda repetirse.
—En realidad, no debería permanecer mucho tiempo en Menfis —contestó el mercenario—, tengo una mujer y un hijo que esperan mi regreso, y mi corazón anhela verlos. Por otro lado, vuestra oferta es muy tentadora.
—No estoy pidiéndote que te quedes para siempre, sólo que estés unos días, que disfrutes de las fiestas en honor del doble de Ptah, y de mi hospitalidad —dijo ella y, tras un instante de silencio, añadió—: Aunque quizá mi cuerpo no sea tan lascivo como creía y no te atraiga lo suficiente y mientras hablaba, la gata humana adelantó una mano y la posó sobre el paquete dormido.
—Eres mucho más hermosa de lo que crees. Me quedaré unos días, y después me iré —dijo Kasé—. Pero, hasta entonces, espero que no inventes ninguna estratagema; son bien conocidas las argucias de las mujeres extrañas como tú, pues no sois como las demás damas, sino que tenéis poderes especiales. ¿Me das tu palabra de dejarme marchar tranquilamente?
Por toda respuesta, Ta-mit se encogió de hombros, pero una sonrisa maliciosa y apenas perceptible cruzó su rostro.
Así pues, decidieron que durante seis días y cinco noches los dos amantes permanecerían juntos; después se despedirían. Llegado ese momento, ella se frotó contra él, le lamió la cara y le arrulló, y no abandonó la puerta de piedra hasta que sus esculpidas espaldas de mercenario desaparecieron por la larga avenida repleta de árboles. La gata faraona tampoco se movió. Detrás de ambas, todos los demás felinos, quietos, observaban, esperando nuevas órdenes que nunca les fueron dadas.
Sin embargo, a partir del primer día y a lo largo de los cinco en que permaneció Kasé, la actividad de la casa se había centuplicado, pues se enviaron avisos, por medio de los felinos, a diferentes servidores de la misteriosa mujer. Sólo uno de ellos contestó: se le conocía con el nombre de Ti, y era muy temido.
Kasé volvió a sus tierras, cerca de la isla Elefantina. Retornaba a su casa contento, llevaba entre sus nuevas posesiones algo cuya existencia no había ni sospechado, la prueba de que los dioses residían más allá de la muerte.
Cuando la barca lo dejó en tierra, un desconocido se cruzó con él. Era Ti, el asesino.