El día del cometa

El día del cometa

La Europa mediterránea era casi por completo un bosque. Apenas se veían algunos campos cultivados. Los caminos que comunicaban caseríos, pueblos y ciudades cruzaban esas pequeñas selvas, escondite de bandidos y caníbales, pues el hambre y la miseria reinaban en los restos del viejo Imperio romano. El hombre se había visto empujado a los actos más abyectos que puedan imaginarse.

Caminantes despistados, viajeros poco cautelosos, cualquiera que se atreviera a pernoctar en esas oscuras espesuras era presa fácil para las alimañas del día y de la noche. El motivo de los ataques podía ser muy bien el robo, pero en la mayoría de las ocasiones la víctima servía además de plato principal en el almuerzo o la cena. La caza del hombre se convirtió en algo normal, temible pero cotidiano. A los niños se les preparaban cebos a base de pan o fruta, de forma que el hambre los acercara hacia las trampas. Una vez atrapados, los devoraban. En cierta ocasión un rufián de pocas luces puso a la venta carne de hombre asada, se le descubrió, y sus convecinos lo quemaron en la hoguera.

En el reino de Francia, entre la región de Borgoña y la ciudad de Lyon, cerca del lugar donde se alza la abadía de Cluny, de monjes benedictinos, había un pequeño pero frondoso bosque muy frecuentado. Un riachuelo lo cruzaba hasta perderse en uno de los afluentes del Saona. En un diminuto claro de ese bosque, junto a una pequeña iglesia casi abandonada, se formaba una charca de aguas transparentes y limpias. El templo, cercano a sus orillas, era visitado contadas veces.

El 20 de junio del año 984, una pareja jugueteaba desnuda dentro del estanque.

—Se me está poniendo dura —decía él.

Ella lo miraba como diciendo: «No me lo creo», pero en realidad, todo era una comedia. Su hermano quería jugar de nuevo al viejo mete-saca.

—Tienes que cogerme —dijo la muchacha siguiéndole el juego y nadando hacia la orilla.

Sin embargo, cuando intentó salir de la laguna, notó que él le tiraba con fuerza de los tobillos y que le arrastraba las piernas suavemente hacia la vara gruesa y empinada. El muchacho en celo la penetró de un golpe seco, sumergidos los sexos. El joven los contemplaba distorsionados bajo la superficie del agua burbujeante. Agarrado a las caderas de ella, se movía hacia delante y hacia atrás, entrando y saliendo de sus entrañas. Al ir a asir los pechos, sin querer la dejó libre, descuido que ella aprovechó para escapar de su abrazo. Un par de patadas lo echaron atrás. Su hermana fingía huir para refugiarse en las ruinas del pequeño templo. Su risa era seductora, y su trasero, una hermosa y blanca luna partida en dos.

El joven no era fuerte, y estaba delgado, pues apenas tenía qué comer, pero era ágil. Corrió tras ella y la alcanzó en el interior de la iglesia. Grenverga, la muchacha, de constitución débil, teñía el pelo del color de la miel, un cuello fino y largo, pómulos sobresalientes, y las axilas, por el contrario, muy hundidas. No resultaba hermosa a primera vista, dada su extrema delgadez, pero su juventud la hacía apetecible.

—Déjame que te lo coma —rogó él.

Grenverga, sentada sobre las frías losas, se apoyó contra la pared y abrió las piernas cuanto pudo. Luego, con los dedos, separó los labios exteriores de su sexo de modo que quedaran a la vista los anaranjados pliegues interiores. La punta de un clítoris ancho y redondo asomaba por la excitante línea carnosa. Samuel se arrodilló ante aquella gruta y comenzó a lamerla muy deprisa, haciendo vibrar nerviosamente su lengua para que chocara de manera fugaz con ese puntito emergente de placer. Mientras, con la mano, se sacudía mecánicamente la verga. Ella, sin alejar su sexo de la boca del joven, acomodó su cuerpo hasta situar su cara bajo el miembro erecto. Samuel, que mantenía sujeto su falo frente a la cara de su hermana, movía el prepucio hacia delante y hacia atrás, masturbándose, al tiempo que ella le humedecía el glande con la lengua: la funda de piel, arrastrada y despedida, chocaba con su boca. El joven lamía ahora a su hermana de forma más relajada. Se entretuvo largo rato entre los labios mayores y el vestíbulo, acariciando tanto el orificio de la uretra como la entrada a la vagina. Con la mano libre, masajeaba el monte de Venus. Hundió la boca un poco más en Grenverga, y llegó a las dos ninfas, los pequeños labios interiores, abiertos en su extremo, por entre los que emergía la cabeza de la verga femenina, tan sensible y excitable. Lo chupó, lo besó, le dio pequeños mordiscos. A su hermana le encantaba aquello. La hacía vibrar, estremecerse, babear.

Él siempre anunciaba, como si lo pidiera, el siguiente paso.

—Déjame que te la meta.

Grenverga se apartó un poco adoptando la posición de los perros, con el culo en alto y el pecho inclinado hacia delante, los brazos apoyados en los codos y las manos extendidas sobre el suelo. El muchacho miraba excitado la pelambrera lisa, escasa, que rodeaba la vulva. La acarició con la yema de los dedos y movió éstos como si fueran diez lenguas, y entonces la muchacha le lanzó su lluvia dorada sobre las manos. Con una pierna arrodillada, y la otra apoyada en ángulo recto, Samuel se enderezó la polla tras restregarla sobre el surco de carne, para encontrar enseguida el pozo y hundirse en él.

Grenverga sintió que la empalaba aquel macho de su misma sangre. Advirtió, como tantas otras veces, que entraba y salía nerviosamente, que abandonaba su cuerpo para enseguida volver a penetrarlo, siempre a golpes secos y profundos, como si tuviera prisa. El pecho peludo se recostaba sobre su espalda, arañándola suavemente en aquel ir y venir.

De pronto se separó de ella, su pene ya no dilataba la vagina, los cuerpos dejaron de tocarse. El empujón que sobrevino le pareció a Grenverga muy brusco. Casi al mismo tiempo, percibió sobre su espalda el chorreo de un líquido caliente y continuo. Escuchó un gorgoteo. Se volvió, asustada.

Tres hombres, o mejor dicho, tres ogros grandes y sucios, con las pollas tiesas asomando fuera de sus harapos, arrastraban el cuerpo de su hermano degollado. El líquido pegajoso que resbalaba por su piel era sangre. En aquel instante, un cometa blanco se acercó lentamente desde el horizonte y cruzó el cielo iluminado por el sol, pero ninguno de los que se hallaban en el interior de aquella iglesia pudo ver el extraño fenómeno.

Uno de los monstruos se le acercó.

—¡Abre! ¡Abre! —dijo separándole las piernas.

Se le echó encima y la embistió como un animal en celo. Grenverga sintió un tremendo dolor, pero no gritó ni se movió. Estaba aterrada.

Después la embistió el otro, y luego el tercero. Se reían. Y volvieron a empezar. Así, hasta tres veces cada uno.

—¿La mato ya?, —oyó que decía uno.

—No. Nos la llevaremos viva —contestó otro.

—Tenemos que trocear a ése.

—No está muy gordo.

—Ella tampoco.

Grenverga vio cómo descuartizaban el cadáver de su hermano y repartían los trozos en tres bolsas. No lograba reaccionar, su cuerpo estaba paralizado. Al terminar los gigantescos y sucios violadores su trabajo de matarifes, la empujaron, desnuda y descalza, por una estrecha vereda. No hicieron ningún alto en el camino. Cuando a la joven le fallaron las fuerzas y cayó desvanecida, uno de ellos la izó sobre sus espaldas.

En mitad de la noche, al notar que alguien la sacudía, despertó aterrada, creyendo que las embestidas se repetían. En esta ocasión, no obstante, era una mujer desgreñada, gorda y también desnuda, que la zarandeaba para que bebiera un poco de agua. Dos chiquillos, escondidos tras ella, la observaban sorprendidos. Muy cerca, los tres ogros cocinaban en una gran hoguera los trozos desmembrados del que poco antes fuera su querido hermano y amante.

Grenverga vomitó. La mujer, que recibió la vomitona sobre los pies, la abofeteó duramente, con histeria, hasta que uno de los machos la detuvo.

—¡Abre, abre!

Grenverga, al oír esa orden, separó en el acto las piernas para ser de nuevo mancillada.

Durante toda la noche los caníbales masticaron muslos, manos, brazos, costillas y entrañas humanas. De vez en cuando, uno se apartaba del grupo y, haciendo caso omiso de las protestas que gritaba la gorda, introducía su verga en el enrojecido y sangriento sexo de la joven adolescente, inundándolo una y otra vez de semen. Grenverga comenzó a tener fiebre y a sufrir fuertes temblores; y eso fue lo que la salvó. Sus raptores la creían incapaz de reaccionar, y tan débil que ni siquiera la habían atado. Ardiendo y presa de alucinaciones, se levantó y, mientras los demás dormían, sin hacer ruido se deslizó en la oscuridad hacia el interior del bosque. Cuando el viento frío le dio en la cara, su malherido y enfermo cuerpo reaccionó, y echó a correr como una loca, sin detenerse. No sabía dónde estaba, y ante ella sólo brillaba una tenue luz: la del filo de una luna que parecía agonizar envuelta en oscuras tinieblas. Sus cuernos puntiagudos y plateados señalaban al oriente.

Higolga era ya una mujer madura, pero sus duras facciones seguían siendo hermosas. Había amado a muchos hombres, buscando en todos ellos una semilla fértil, pero jamás consiguió quedarse preñada. Tenía un conocimiento casi innato de las plantas y de sus propiedades curativas; su herbolario era lo bastante amplio como para poder curar casi todos los males conocidos y algunos que todavía no habían aparecido. Era una curandera respetada por su entorno.

También se la tenía por hechicera, y poseía otra despensa muy distinta a la primera, aunque algunas plantas y tubérculos fueran comunes en ambas. Este segundo armario se hallaba repleto de libros, pergaminos, cráneos, huesos, animales sumergidos en líquidos de colores distintos, reptiles disecados, ranas y arañas secas, aguijones de escorpión, pelos de rabos diversos, polvos en tarros de barro y semillas en jarras de vidrio, material muy escaso entonces.

Aquel 20 de junio del 984, Higolga percibió algo extraño a su alrededor. Un cometa diurno había desatado en su mente sueños y pesadillas, premoniciones extrañas que la empujaron a celebrar una noche de aquelarre solitario. Era una sensación nerviosa, de espera, que la advertía o le anunciaba algo.

Durante todo el día se preparó para despedir a la luna menguante. Se untó el cuerpo con una pomada de belladona, y puso especial cuidado en masajearse con ella los párpados: de este modo, cuando la luz del sol desapareciera, podría ver entre las sombras. Mordió un poco de raíz de mandrágora, obtenida del semen de un reo ahorcado cerca de sus tierras, pues ella consideraba todo el bosque de su propiedad. Se cubrió con una larga saya oscura y se recogió los cabellos en un moño descuidado. Salió cuando el atardecer daba paso a la noche, y se internó por un camino escondido.

Sabía que en el bosque vivía un clan de antropófagos, pero la respetaban y temían. Dominaba a los lobos y osos con sólo mirarlos fijamente, y los jabalíes se apartaban a su paso y evitaban cruzarse con ella.

Al llegar a un pequeño claro, se desnudó por completo, muy despacio, mientras murmuraba ensalmos. Extendió luego en el suelo la saya, que quedó en forma de círculo. En el hueco por el que se introducía la cabeza, colocó los pies, en contacto con la tierra, y, tras alzar los brazos, comenzó a cantar.

Pasada una hora, un ruido de matas y un extraño jadeo la sacó de su trance. Abrazada a sus pies, una niña desnuda, ensangrentada, arañada por todo el cuerpo y desfallecida, le pedía auxilio sin que de su garganta pudiera salir sonido alguno. En ese mismo instante, recordó que esa mañana, la del 20 de junio del año 984, un cometa blanco había cruzado lentamente el firmamento, y en su mente se dibujó el cometa de nuevo, recortándose ahora en la oscura noche y atravesando el arco de la luna. Trasladaría la señal sobre una carta astral para poder descifrarla, aunque muy dentro de ella los significados estaban ya traducidos.

Higolga examinó el maltratado cuerpo de la muchacha, y supo que había sido repetidamente violada. También supo que esperaba un hijo.

La cuidó nueve largos meses, y durante todo ese tiempo sólo escuchó de sus labios temblorosos dos cosas: su nombre, Grenverga, y que existían tres ogros que la tenían aterrorizada.

En marzo Grenverga dio a luz una preciosa niña de cabellos rojos. Sin embargo, la madre murió durante el parto. Higolga no la atravesó con un palo antes de enterrarla, como mandaban las normas paganas cuando una mujer moría al dar a luz, ni tampoco mató el feto. Al contrario, enterró el cuerpo en tierra rociada con agua bendita, y utilizó sus artes mágicas para traspasar a su propio pecho los calostros y la leche de la muerta, de suerte que se transformó en nodriza del bebé. Agradeció al Dios de los cristianos el regalo recibido, y mató una gallina y quemó incienso para ofrendar a los dioses antiguos.

Una semana después del alumbramiento, se dispuso a realizar una ceremonia que ampliaría considerablemente los poderes de su hija adoptiva y minimizaría al mismo tiempo el ataque de enfermedades como la gripe, el ardor del costado o la infertilidad.

Primero desnudó el pequeño cuerpecito en el mismo claro donde su madre encontró a Higolga en su huida, y lo colocó sobre su saya, en el hueco del escote, en contacto con la tierra. Le untó las manitas y los pies con una loción fresca y olorosa, y colocó en su boquita una pequeña oruga masticada. La niña la comió saboreando su regusto amargo. Después cogió una piedra y con ella comenzó a machacar el tronco de una momia que trajo de Egipto un viajero judío que murió apaleado y ahogado en el río por la turba vengativa de los campesinos, que en aquellos tiempos odiaban y perseguían a esa raza de usureros y comerciantes.

Con las manos esparcía los polvos al tiempo que invocaba a los espíritus de la belleza y la juventud, de la salud y la soledad. De pronto, oyó un sonido metálico. La piedra con la que machacaba había golpeado algo que ocupaba el lugar del corazón. Rebuscó entre vendas y costillas y extrajo un pequeño y hermoso objeto. Las estrellas que brillaban en su interior azul lapislázuli la cautivaron. Sin duda alguna, aquél era el regalo, el talismán que los dioses antiguos le enviaban a su bebé. En el infierno, Djaw sintió que su alma quedaba liberada de la opresión.

Y pasó el tiempo, y la niña creció sana y se hizo muy hermosa; de su madre heredó sólo el nombre, el resto era de Higolga y de sus tres padres.

Era la mañana del 19 de junio del año 984, un día antes de que cruzara el cielo el cometa blanco. El pequeño Otro, tumbado en el suelo, observaba intrigado a su hermano Roberto, el primogénito. Frente a ellos, dos niñas conversaban animadamente de sus cosas, y con tal descuido que sus túnicas, que les llegaban hasta media pierna, dejaban al descubierto las pantorrillas y los muslos. Roberto se agachaba hasta casi rozar con la barbilla el suelo, intentando ver las partes casi siempre ocultas por los sayk.

—¿Qué miras? —le preguntó Otro.

—Nada —respondió Roberto, incómodo.

—Sí, estás mirando algo —dijo el pequeño.

Roberto le sonrió y, con gesto malicioso, se volvió a medias para mostrarle el bulto puntiagudo que marcaba su sayk.

—Mete la mano debajo de mi ropa y toca —dijo.

Otro lo hizo de inmediato.

—¿Estás enfermo?

—¡No! Esto no sólo sirve para mear, idiota. Fíjate en las chicas, y verás que no tienen lo mismo que nosotros.

Otro ya lo sabía, muchas veces había visto desnudarse mujeres en su presencia, y nunca les había prestado demasiada atención, pero obedeció a su hermano y, agachado como él, observó la raja que se adivinaba entre las piernas de las niñas que tenían delante.

—¿Y qué? —preguntó con desdén.

—Pues que ahí dentro se mete lo que ahora te parece que está enfermo, y entonces sí que se pasa bien.

Otro apartó la mano de la vara tiesa.

—Espera, no tengas tanta prisa. —Roberto le cogió de nuevo la mano y la llevó bajo el faldón—. Ahora aprieta un poco y muévela de arriba abajo, así, muy bien, pero no te pares; mientras tanto, yo miro, ¿vale? Ya verás lo que pasa.

Al poco tiempo, un líquido pegajoso se escurrió entre los pequeños dedos.

—Sigue, sigue —suplicó Roberto.

Cuando todo terminó, Otro hizo mil preguntas sobre aquello, y todas le fueron contestadas, unas mejor que otras.

—¿A todo el mundo le pasa eso?

—Sólo a los hombres; tú todavía eres un niño, pero cuando seas mayor también lo sentirás, y verás cómo te gusta.

—¿Sólo por mirarle la cosa a las chicas?

—Sólo con eso ya se pasa bien, pero lo mejor es metérsela. De todos modos, no se lo cuentes a nadie; si lo haces te pegaré. —Y dicho esto, se levantó, dejando perplejo a su hermano.

El pequeño, no obstante, pronto olvidó el incidente. Aquel día sería recordado por algo mucho más trágico. Su padre, Roberto el Fuerte, un pequeño señor feudal, abandonó el castillo, la torre de madera que servía de refugio y guarida, para iniciar una nueva escaramuza contra los vecinos. No era la primera vez, pero Otro nunca había visto tan nerviosa y malhumorada a su madre. Aquella noche, Otro se encontraba con ella en el segundo piso de la torre. Su hermano dormía abajo, con el resto de la servidumbre y unos pocos guerreros que se ocupaban de la vigilancia y la defensa.

La mujer, sin poder pegar ojo, paseaba de un lado a otro. Sólo la luz de una antorcha de resina iluminaba la estancia. De pronto se detuvo frente al niño y, lanzándole una mirada furiosa, susurró como si no quisiera que nadie más la oyera:

—Crees que eres algo, ¿verdad?, pues te diré que no, no eres nada, ni yo tampoco, sólo tu hermano será algo alguna vez, tú eres el segundo, ¿por qué crees que te llaman Otro? Tu verdadero nombre es Silvestre, pero desde que naciste todo el mundo te llama «el otro», el segundón, el que no será nada porque todo se le dará a su hermano. —Al ver que el pequeño sollozaba, lo abrazó con cariño—. No llores, soy yo la que tiene que llorar. ¿Crees que tu padre a ido a hacer la guerra? No, ahora no está matando enemigos; su espada, que no está teñida de rojo, descansa en el cinto, junto con su armadura y su caballo. Ahora el muy miserable se revuelca en los brazos de una puerca que ocupa mi lugar, pero ésta va a ser su última noche de puterío, yo me encargaré de poner fin a su fuerza, a su vigor.

No bien dijo esto, y presa de un extraño furor, dejó caer la ropa. Desnuda, extrajo de una vasija un pequeño pez vivo y, tras abrirse de piernas, se lo introdujo en las entrañas hasta que el animal murió. Con sumo cuidado lo envolvió en un paño negro al tiempo que, mirando a Otro, decía:

—Mañana cocinaré este animal para tu padre, ¡y jamás se le enderezará el rabo!

Luego, todavía desnuda, esparció semillas de trigo sobre el suelo, se embadurnó la piel con miel y se revolcó sobre ellas, para recoger más tarde las que habían quedado pegadas a su cuerpo. Las molió, de manera que el molinillo girase en sentido contrario al sol.

—Mañana —dijo—, con esta harina coceré un tierno y sabroso pan para tu padre, ¡y entonces estaré segura de que jamás podrá servirse de su gran trozo de carne para fornicar con zorras!

Otro no salía de su asombro, no entendía nada, pero sus ojos no podían apartarse ni de la pelambrera negra que adornaba el monte de Venus de su madre, ni de los pechos caídos de aquel cuerpo de mujer que tan bien conocía.

Pasaron varias horas antes de que las aguas volvieran a su cauce. Su madre se lavó cuidadosamente y se puso una camisola blanca y limpia; miró después a su hijo y, con un gesto cariñoso, lo invitó a dormir con ella. Otro no podía dejar de pensar en que su padre, efectivamente, sufriría una venganza que él no acertaba a entender, y que su propio futuro era no ser nada.

—Cambiaré mi sino —dijo en voz alta.

—El sino no se puede cambiar —contestó su madre, mucho más calmada.

—Yo cambiaré el mío —aseguró el niño.

Y sin saber por qué, aquella mujer ultrajada presintió que Otro conseguiría lo que se propusiera.

Al mediodía se ordenó poner la mesa. Toda la familia se sentó a ella, y también algunos guerreros con sus mujeres. Otro vio cómo su padre comía el pescado y el pan cocinados por su madre. Poco antes de terminar el almuerzo, unos gritos procedentes del patio llamaron la atención de los comensales. Salieron raudos para ver qué ocurría, y se encontraron con un espectáculo en verdad asombroso; no sabían si era divino o demoniaco, pero estaban seguros de que presagiaba más calamidades que venturas. Era la mañana del 20 de junio del año 984 y un cuerpo brillante recorría de punta a punta, lentamente, el cielo. Los más temerosos de Dios se arrodillaron y rezaron, el padre de Otro palideció y, aunque quiso quitarle importancia al suceso, con el tiempo le achacó la desgracia de su impotencia. Sólo Otro y su madre intercambiaron una mirada de complicidad: ambos sabían que aquella luz rubricaba todo lo hecho y dicho la noche anterior.

Tres meses más tarde, ella moría presa de fiebres y de un fuerte dolor en el costado. En menos de un año, ambos hermanos fueron separados. Roberto, el primogénito, fue enviado a casa de otro señor feudal para su educación, como mandaba la costumbre, donde adquirió gran destreza en el uso de las armas y el caballo, aunque sería mucho más conocido por sus líos de faldas; de hecho, se ganó a pulso el sobrenombre de Roberto el Fornicador. Cosa que, en cierto modo, llenaba de orgullo a Otro, pues él siempre quiso y admiró a su hermano mayor.

Higolga había muerto hacía ya mucho tiempo, y desde entonces Grenverga vivía sola en la vieja cabaña. La noche de su decimonoveno cumpleaños, que lo celebraba la fecha en que su madre fue violada y no en la que ella fue parida, conjuró al demonio Abracace, mago de la herejía.

—¿Para qué me molestas? —le preguntó el gran desterrado.

—No pretendía hacerlo —contestó ella, perturbada por la brusquedad con que se presentó el demonio—. Perdona mi atrevimiento, pero eres el único al que sabía invocar.

—Ve al grano —dijo el diablo, aburrido.

Grenverga le mostró el objeto, el dedal, y le preguntó qué era. Abracace lanzó entonces una mirada furibunda hacia el estante de los pergaminos y, observándola directamente a los ojos, dijo:

—¿Por algo a lo que tú tienes la respuesta me arrancas del Averno, hija del cometa? —Y se fue dejando tras de sí un insoportable tufo a azufre quemado.

Grenverga desempolvó viejos papiros que hasta el momento nadie había tratado de descifrar y buscó en ellos algo sobre aquel pequeño objeto. No tardó mucho en dar con uno que respondía su pregunta. En él había dibujados dos gatos, el uno macho y el otro hembra, y ésta se veía más poderosa y dominante. El macho tenía el pene enfundado en una caperuza que representaba al dedal. Ambos, tras una sucesión de imágenes, copulaban bajo la mirada atenta de otros muchos felinos, estos últimos vestidos con ropajes y joyas propios de los dioses. Entre las figuras, separándolas, como un adorno repetido y casi inadvertido, se volvía a distinguir la forma del objeto metálico, con las serpientes perfectamente dibujadas, así como las estrellas del cuerpo azul, y la cabeza redondeada y terminada en un falso pozo:

Grenverga miró de cerca el dedal.

—No fuiste hecho para mí, se te fabricó para que te usara un macho.

Se levantó la falda y se lo introdujo en su cuerpo, como si fuera un consolador, pero no ocurrió nada. Sin embargo, los dibujos del pergamino hablaban de un maravilloso coito, de muchas sensaciones y de un relámpago.

Pensativa y desalentada, salió de la cabaña. La suave brisa del bosque acarició su pálida cara; miles de luciérnagas cruzaban de un lado al otro su pequeño terreno pelado, dándole a la oscuridad un aire melancólico lleno de sueños y fantasías. Durante unos segundos, cuando posó los ojos sobre ellas, las luciérnagas parecieron detenerse, pero enseguida continuaron el viaje hasta perderse entre las sombras de la noche. Entonces apareció el cometa. Grenverga se tumbó sobre el rocío que cubría la tierra y las plantas, y lo siguió durante largo rato con la mirada. En las entrañas de la arboleda sonaba una música propia de hechiceros y brujas. Cantos, risas y jadeos llegaban hasta ella, muy lejanos pero a la vez identificables. El astro errante era hermoso, brillaba más que cualquier otra estrella y se movía muy lentamente mientras cruzaba, como una luciérnaga cósmica, de lado a lado el universo. Durante los tres meses siguientes, ese sol viajero iluminó las noches, y muchos hombres, en muchas tierras, lo vieron, pero sólo lo saboreó Grenverga, que descubrió el amor en otoño, la estación de las arrugas.

Eso sobrevino poco después, y comenzó en una oscura noche otoñal, cuando un murciélago negro y grande circunvoló varias veces la cabaña, intentando llamar la atención de la joven, y luego se detuvo suspendido en el aire, frente a la bruja. Entre los colmillos, el vampiro sujetaba una flor. Grenverga aceptó sorprendida y con expresión seria el presente: un señor de las tinieblas le hacía la corte. Era la sexta noche del cometa.