El amante de la rosa negra
El amante de la rosa negra
—¿Era un enviado de Satán el tal Blatad? —preguntó la Innombrable.
—La verdad —contestó Belfegor— es que Satán estaba hasta los cuernos de las continuas innovaciones y llamadas del puñetero monje.
—En realidad, Satán le regaló el mortal al Nosferatu —aclaró Leonardo.
—Pero el vampiro se enamoró de la bruja —dijo Abracace.
—Eso le hizo vulnerable, evidentemente —pensó en voz alta la Innombrable.
—En efecto —dijo el jefe de los magos, el dios de la tristeza—, eso fue lo que le perdió.
—¿Está aquí alguno de ellos? —preguntó la mujer.
—Sí, están los dos. Si quieres conocerlos no tienes más que darte un paseo por las orillas de nuestro río, el Leteo —repuso el dios de la pereza, bostezando.
—¿Cómo terminó la historia? —preguntó de nuevo la Innombrable.
—Como te ha dicho Belfegor, los protagonistas viven a orillas de las aguas infernales —dijo Abracace—. Y ¿sabes una cosa?, en realidad ella no debería estar aquí, fue condenada al purgatorio, pero lo rechazó porque no quería abandonar a su amado, y junto a él sigue esperando el perdón universal. Es curioso eso de estar enamorado. Apenas hablan con nadie, ni siquiera se adentran en el mundo de los azazel’s para divertirse.
—¿Es fácil localizarlos?
—¡Pues claro! —exclamó entonces Leonardo—. Son los únicos que pasean por las riberas del Leteo.
La Innombrable, después de agradecerles la información que le habían dado, abandonó la estancia para dirigirse hacia las entrañas más calientes y volcánicas de aquel mundo subterráneo. Cruzó desfiladeros y cañadas, rodeó arrecifes donde el fuego líquido se estrellaba lanzando al vacío murmullos de terror y de súplica, pues todos saben que las aguas ígneas del Leteo se alimentan de almas. Por fin, divisó una estrecha y larga playa formada por diminutas ascuas, y sobre ellas, plácidamente recostados, a un hombre y a una mujer que charlaban animadamente haciendo planes para el futuro.
—¿Y cuál es el futuro? —preguntó la Innombrable sin presentarse.
—El futuro viene después del Juicio Final —respondió Grenverga sonriendo—. Es la paz.
La Innombrable le devolvió la sonrisa. Aquella pareja parecía feliz; en el interior de sus almas a buen seguro bullía la eterna inquietud de todos los condenados, la amargura de un destino ganado a pulso, la esperanza de un perdón que parecía escaparse hacia el infinito, pero, aun así, se les veía dichosos por el solo hecho de estar juntos. Recordó a Rafael: ¡qué no daría ella por un abrazo, por una caricia, por la seguridad de una absolución al final de los tiempos!
Se presentó, se presentaron, les contó su historia y ellos le contaron la suya.
Grenverga recibió todas las noches una rosa negra. Pasadas dos semanas, lanzó al aire el pergamino de Ta-mit, la Gata, donde se describían las excelencias del juguete de Luzbel. El enorme murciélago lo cogió al vuelo y el príncipe de la sangre lo recibió cuando apenas empezaba a salir el sol; por eso no pudo acudir a la cita hasta la noche siguiente, y ese día faltó a la oración, y no utilizó su derecho al coito. Otro agradeció su ausencia; no así las novicias, acostumbradas ya a su orgasmo nocturno.
La bruja lo vio llegar por un sendero que nadie, salvo ella, conocía. Grande y hermoso, caminaba altanero, con la capa suelta y la mirada al frente, los ojos de color ámbar, las pestañas grandes, negras, y las cejas muy bajas, casi pegadas a los párpados.
Grenverga, a su vez, era delgada, blanca de tez, de ojos claros, salientes como los de un pez, y cejas escasas y de color rojo, como el cabello. Llevaba la melena suelta, pues sólo se la recogía para trabajar en la casa. Tenía las manos blancas y largas, muy finas, con las uñas bien cuidadas. Esa noche vestía sus mejores galas: un corpiño, una blusa de lino blanco con un pequeño escote y una falda azul noche muy estrecha en las caderas pero ancha y suelta en la caída. Cuando distinguió la figura de su amante, un rubor desconocido tiñó sus pálidas mejillas.
Blatad alargó los brazos al tiempo que extendía hacia la yema de sus dedos toda la ternura que era capaz de expresar, y acarició el hermoso rostro. Los dos se abrazaron y besaron.
—¿Quieres cenar? —preguntó la muchacha.
—Quiero amarte —contestó el infernal.
—He preparado los más exquisitos manjares, he macerado los licores según el arte que heredé de mi matrona, y los dulces son tan deliciosos que jamás he considerado a ningún mortal digno de saborearlos.
Blatad sonrió, y se iluminó la cara de su anfitriona. Hacía mucho tiempo que no tomaba nada sólido, pues un poco de sangre le bastaba para vivir, pero aquélla era una ocasión especial, porque tampoco antes había amado nunca.
—Cenemos entonces —contestó—, después haremos el amor.
—Primero hablemos, seduzcámonos, ¿no te gusta el juego de la seducción? Ninguna mujer llega a ser feliz sin él.
—¿Te parece que mi espera y mis rosas no lo han sido?
—Ambas cosas fueron enamorándome, pero no sabía con qué iba a encontrarme. ¿De dónde procedes?, ¿qué haces en estas tierras? Son tantas las preguntas, es tan poco lo que sé de ti…
Una sonrisa amarga arañó el rostro del demonio, pero con toda sinceridad le contó su historia y el porqué de su estancia en aquel bosque.
—Entonces, ¿te envió Satán en su lugar, atendiendo la llamada de ese monje loco? —preguntó Grenverga.
—Así es.
—Brindemos entonces por Otro, el abad, pues gracias a él nos hemos conocido.
Y diciendo esto, la hechicera pelirroja llenó dos copas con un dulce jarabe de moras, miel y beleño. Blatad quedó un poco confundido.
—¿Brindar por Otro?
—Sin querer, él ha creado nuestra historia. ¿Acaso no lo aprecias?
—No lo había visto de ese modo, en realidad lo he detestado hasta ahora mismo. Bien, brindemos por ese monje hereje y chiflado, poco creyente de nada. Y por Satán, mi señor.
—Por Satán —repitió Grenverga bebiendo un largo sorbo.
Cenaron sin mesura. Ella hablaba y hablaba de mil cosas, él la escuchaba embelesado, murmurando de vez en cuando palabras de amor. Poco a poco los cuerpos fueron acercándose, los dedos rozándose, los besos alargándose segundos, minutos, entreteniéndose. El hombre paseaba sus manos por el cuello aterciopelado y blanco, sus labios por el pequeño escote, intentando llegar a los firmes y diminutos pechos. Abrazó su talle apoyando la cabeza allí donde el corazón parecía querer escapar de tan fuerte que latía. Blatad sacó la lengua y lamió las ropas aspirando el aroma a flores que desprendían, y continuó bajando al tiempo que elevaba la gruesa falda para esconderse en ella. La oscuridad allí dentro era absoluta, pero sus ojos estaban hechos a la noche. Apartó las piernas de Grenverga e inhaló los placenteros efluvios de la hembra. Sacó de nuevo su húmeda lengua y la deslizó sobre la vulva repetidas veces, hasta que un gemido le avisó del placer que se acercaba; separó entonces los pliegues para entrar un poco más, y buscó el punto rojo, el pico de los placeres femeninos, para besarlo mientras lo lamía, y lo sintió vibrar, y también sintió cómo los muslos de su amada temblaban, y sintió por fin sobre su boca el líquido dulce y salino de aquella mujer que llegaba a su pequeño primer orgasmo. Entonces emergió de entre las ropas y la besó en la boca para darle a conocer el sabor de su propio cuerpo extasiado. La alzó, la tumbó sobre el frío suelo y mientras sacaba su verga, tensa y fuerte, buscó de nuevo entre los pliegues de la falda hasta dar con ella, con su gruta de frutas maduras que esperaban ser fecundadas. Se relamió de placer al notar que el glande chocaba con todos los labios, demorándose a la puerta misma de la entrada para tocar el timbre una y otra vez, rozándolo. El meato se apoyó largo rato sobre el clítoris humeante y después, al escuchar un nuevo gemido, la penetró, lenta y suavemente, hasta lo más hondo. Luego salió, y volvió a entrar, la vagina entera lo abrazaba y lo seguía a cada embestida y cada retroceso. Grenverga cruzó sus piernas tras la espalda de su nuevo dueño. Dejó caer el cuello hacia atrás para que él lo besara, para que lo mordiera, mientras su palo enhiesto salía y entraba de la estrecha funda. Pero Blatad no quería saborear la sangre de Grenverga, no quería correr el riesgo de convertir lo que más amaba en una criatura de la noche. Le desató los lazos del corpiño y empezó a morderle los anaranjados pezones. Sin dejar de penetrarla se levantó, y la alzó también a ella para llevarla hacia la cama. Allí, aún vestido, se corrió en su interior, a propósito, mucho antes de conseguir que los flujos de ambos sexos se fundieran, mucho antes de que esas sacudidas la perdieran en un gran orgasmo, porque Blatad quería muchos coitos y muchos orgasmos para su amada. Y los quería todos aquella noche, por si nunca más podía volver a gozar de ella.
Fue desnudándola, observando cada centímetro de su piel, cada peca, cada cicatriz. Y cuando ella vio que él también se desnudaba, sintió en su interior la vibración de un segundo orgasmo diminuto.
Blatad liberó del calzón su vara del placer y, tras sentarse a horcajadas sobre el pecho de la hechicera, cubrió con sus entrepiernas las mamas pequeñas y puntiagudas de su amada, y acercó la cima del falo a la boca abierta.
Grenverga adelantó la lengua hasta rozar con la punta la puerta del rojizo y desesperado meato; una gota de semen resbaló sobre el esponjoso apéndice. Sujetando con una mano el grueso tronco, lamió el glande. Blatad movió adelante y atrás sus caderas, hundiendo y extrayendo la verga en el paladar de la maga. Estirado hacia atrás, acariciaba con la mano derecha los labios hinchados y el clítoris emergente. Presionaba suavemente sobre el monte de Venus, y abría la vulva hasta llegar a las ninfas. Resbaló después sobre el cuerpo tendido, y sintió en su ano el roce suave de la piel femenina. La verga se deslizó sobre los pelos que coronaban el pubis de su amada hasta dar con la oquedad donde iba a clavarse. Durante un minuto lo mantuvo quieto en la obertura de la vulva, y luego lo sumergió perezosamente, con languidez, tomándose su tiempo, para notar de nuevo cómo se distendían y cerraban las paredes de la vagina alrededor del cuerpo hinchado. Se entregó entonces al vaivén del coito y, entretanto, la besaba en la boca, las lenguas enlazadas. Él saboreó los elixires de la comida en el paladar de su amada, y ella saboreaba los de él en su propia boca. Ambos se perdían dentro del otro. Grenverga cerró los ojos al sentir que un placer desconocido, un orgasmo nuevo, muy dentro de ella, iba extendiéndose como una onda, en oleadas de calor y de frío. Los dos alcanzaron el clímax y descargaron casi al mismo tiempo. El chorro de esperma se mezcló con los fluidos vaginales, nadó entre ellos, buceó hasta alcanzar el útero. De las gargantas escapaban risas y gorgoteos. Miles de espermatozoides ansiosos, con sus pequeñas colas moviéndose nerviosas, corrieron gozosos en busca de una hembra totalmente abierta a la seducción. Excitados hasta el punto de parecer querer eyacular cada uno de ellos de nuevo y en solitario, todos lucharon por alzarse con la máxima satisfacción, la penetración del óvulo. Pero sólo el más fuerte consiguió romper la barrera del gran globo blanco y penetrar en él para hacerlo gozar al tiempo que lo fecundaba. Ambos seres se abrazaron y copularon de nuevo en el interior de la mujer, y luego se dividieron y volvieron a dividirse, iniciando el ciclo de una nueva vida.
Blatad descansaba sobre Grenverga, el sudor resbalaba sobre los cuerpos y empapaba el jergón de plumas. Pero Grenverga le hizo abrir los ojos y mirar el dedal. Blatad sonrió extenuado pero, obedeciendo la orden de su amante, abandonó la cálida gruta y se dejó cubrir por la capucha metálica.
Las voces surgieron melodiosas y cantarinas en su cabeza; el mensaje le decía que ese objeto sólo le podía ser regalado, pues él pertenecía a la clase intermedia de los inmortales; también le contó lo mucho que iba a disfrutar usándolo como invitado de su dueña. El Nosferatu clavó de nuevo su estaca en las entrañas de la curandera, y ambos se encontraron gozando dentro y fuera de sí mismos, sus cuerpos y sus espíritus fornicando a la vez, hasta que, cansados por aquellos primeros orgasmos, se entretuvieron en la contemplación de su propio interior, y entonces descubrieron con sorpresa que habían iniciado algo tan asombroso como la gestación de un hijo.
Durante los tres meses que duró el otoño, brilló el cometa en el firmamento. Todas las noches Grenverga recibió su rosa, pero nunca más del gran mamífero volador, sino de las sólidas manos de su amante. Jugaron siempre con el dedal, siguiendo de cerca el desarrollo de un embrión del que ya sabían que iba a ser femenino, y cuando a las seis semanas escucharon por primera vez el latido de su futuro corazón, Blatad y Grenverga se juraron amor eterno.
Otro se dio cuenta muy pronto de que el Nosferatu podía ser vencido. Estaba enamorado, primera debilidad, y rehuía la luz del sol, pero aunque fraguó más de un plan para matarlo, al poco se sentía incapaz de llevarlo a cabo. Por otro lado, después de aquellas primeras semanas de violaciones, desprecios y humillaciones, el enviado de Satán parecía haber apaciguado su odio. Apenas se cruzaban y nunca hacía uso del derecho al coito.
Pero una noche gris, hacia mediados de diciembre, Blatad no se marchó, como había hecho todos aquellos meses, sino que se personó en mitad de nocturnas y observó el ritual desde un rincón. Vio cómo cada uno de los acólitos seguía las reglas de la orden, cómo eran ocupadas vaginas y anos. Después sus ojos y los de Otro se cruzaron. El abad le tenía auténtico terror. Hincándose de rodillas, se levantó la falda para ser sodomizado de nuevo, pero Blatad lo hizo levantarse y le ordenó que lo esperara en el cuarto.
Cuando el demonio entró en el aposento, Otro se hallaba de pie, inmóvil, tembloroso, blanco como la cal, con los ojos desorbitados y sudando.
—Desnúdate y túmbate boca abajo sobre el jergón —ordenó Blatad.
Otro así lo hizo. El enviado de los infiernos tomó asiento junto a él y, tiernamente, pero sin decir palabra, comenzó a masajearle los hombros y la espalda. Movía las manos con suma maestría, destensaba los músculos, les proporcionaba calor, separaba las vértebras, que recobraban al momento una posición más placentera. Otro se hallaba desconcertado, pues no estaba acostumbrado a ningún tipo de caricias; siempre lo habían tratado como a un objeto.
Lentamente los dedos maravillosos fueron alcanzando el coxis hasta entrar en el desfiladero de los glúteos. Con una suavidad extrema, Blatad separó las piernas del abad maldito, se humedeció la yema de los pulgares e inició un nuevo masaje circular alrededor del esfínter. Otro tenía el ano desgarrado, lleno de viejas cicatrices que dejaban entrever un pasado desgraciado. Blatad dejó caer una gota de saliva sobre el oscuro agujero, después la esparció como si de una pomada milagrosa se tratara. Y milagrosa era aquella baba, pues desaparecieron las heridas y las almorranas, quedando en su lugar el culo inmaculado de un bebé. Otro empezó a sentir cómo su verga se hinchaba, Blatad introdujo entonces la mano por debajo del cuerpo tumbado y acarició los testículos y el falo. Otro alzó su trasero como pidiendo que no tardase mucho en penetrarlo, pero el demonio no quería apresurarse. Agachando la cabeza, paseó su lengua por aquel ano nuevo, abierto por completo. Otro sentía cómo entraba y salía de él la lengua de su amo, hasta que por fin a ésta la sustituyó un falo grueso y largo que iba abriéndose camino suavemente hacia la próstata. Otro ni siquiera tuvo necesidad de masturbarse, su verga se movía sola a cada empujón que recibía desde atrás. Cuando Blatad eyaculó en el interior de su cuerpo, ya había manchado las mantas del colchón con su propio semen en un orgasmo como jamás había sentido antes. Del miedo había pasado al deseo, y de sus amargas experiencias apenas quedaba en su memoria un ligero recuerdo.
—¿Recuerdas que cuando eras niño le dijiste a tu madre que cambiarías tu sino? —dijo Blatad mientras se arreglaba su atuendo.
—Lo recuerdo, señor —contestó aturdido el monje.
—Hazlo. Te he demostrado lo que significa ser amado, aunque yo no te amo. Busca el amor, pues es lo único que te hará feliz. He apagado el odio de tus heridas, tu cuerpo está nuevo. Aprovéchalo.
—Os lo agradezco, señor.
—No es a mí a quien tienes que estar agradecido, sino a mi compañera, a Grenverga, fue ella la que me hizo cambiar de opinión con respecto a ti. Toma. —El Nosferatu alargó la mano y dejó caer sobre la espalda del joven, que todavía estaba desnudo, un puñado de piedras preciosas—. Disuelve esta orden llena de locos y locas insatisfechas y abandona los bosques de Cluny. Si no lo haces, antes de un año los cristianos darán contigo y te aniquilarán. Cumple la promesa que le hiciste a tu madre y cambia tu destino; ve a lugares más seguros, donde nadie te reconozca, funda una familia y vive en paz.
—¿Y vos? —preguntó Otro.
—Nunca más sabrás de mí. Hazme caso, destruye todas las huellas de tu paso por este lugar y escapa, porque tu sino es morir dentro de muy poco en la hoguera.
Otro siguió el consejo del infernal. Varios meses después, cuando los soldados llegaron al bosque, sólo encontraron una vieja ermita excavada en la roca, en ruinas, sucia y llena de murciélagos.
En cuanto a Grenverga y Blatad, también ellos se fueron del reino francés buscando un país donde las horas de sol fueran más cortas que la noche. Sólo tuvieron una hija, a la que llamaron Higolga. Con el paso de los años, la mujer envejeció y murió. Blatad, por el contrario, no envejecía, y siempre se mantuvo igual, como el amor que sentía hacia Grenverga. Y ese amor lo envió de nuevo al infierno.
La noche en que murió la hechicera, Blatad lloró desconsolado, sin apartarse de su lecho ni un solo instante. A la mañana siguiente, los sepultureros, acompañados tan sólo por Higolga, la hija, y media docena de amigos, enterraron el cuerpo de Grenverga en un claro del bosque que ella misma había elegido en vida. Nadie rezó una oración, ningún sacerdote oró por el perdón de sus pecados. Tampoco hubo lápidas ni cruces, ni epitafios en ninguna estela. Por la noche, Blatad se acercó al montón de tierra que cubría el cuerpo de su amada y, postrado sobre él, fue recordando lo que habían vivido juntos año tras año. Las horas transcurrieron más rápido de lo que esperaba y, cuando el gallo cantó anunciando que el sol nacía de nuevo por el horizonte, Blatad lo miró de frente, sin miedo, dejando que el calor de la mañana se lo llevara a él también al mundo de los muertos.
—¿Y el dedal? —preguntó la Innombrable.
—Lo heredó Higolga —contestó Grenverga.
—¿No supisteis nada más de él?
Los amantes se miraron y negaron con la cabeza. La Innombrable agradeció entonces la información; después buscó por todo el Érebo a cualquiera que pudiese contarle algo, pero muy pocos sabían de su existencia. Entonces retomó al mundo de los mortales, y siguió buscando.