El violador de las fiestas

El violador de las fiestas

El teléfono sonó tres veces antes de que lo descolgaran.

—092, dígame —contestó una voz de mujer.

—Escucha… —susurró un hombre.

Al otro lado de la línea se podían oír los jadeos de una pareja haciendo el amor, gemidos y sonidos propios de una cinta de vídeo pomo. Estaba claro que era una pareja que disfrutaba al dejar que la policía escuchara su particular forma de llegar al orgasmo.

—Haga usted el favor de colgar, no debe bloquear esta línea.

La agente intentó ser brusca y seria, y mientras llamó a su compañero para que se pusiera también al teléfono. Entonces se oyó extraño ruido, una especie de gorgoteo o un aullido, pero muy leve, casi de placer, de orgasmo o de muerte. Como unas burbujas, o como si se derramara un líquido. Y sólo se oía respirar a una persona, la que colgó.

Dieciséis años después de aquellos dos encuentros con la sensual mujer, la ciudad milenaria había cambiado. El centro era casi por completo peatonal, y habían desaparecido los muros que ocultaban el puerto, de modo que ahora se abría una amplia explanada, lista para convertirse en un paseo desde el que los cartageneros pudieran admirar aquello que durante años les fue vetado y que siempre había estado acariciándoles: el mar.

De hecho, todo el casco viejo se encontraba en obras, las carreteras eran desviadas, las plazas ampliadas, los edificios más hermosos iluminados desde su base, bañadas y restauradas sus fachadas. La muralla del mar se preparaba para descubrir los metros que le habían sido robados. Decenas de solares indicaban que algo nuevo estaba fraguándose en aquella legendaria ciudad.

Poco a poco iban apareciendo las ruinas de Cartago Nova; el sol volvía a calentar aquellas piedras ocultas desde hacía dos mil años, pero esta vez bajo la mirada de los hombres que las convertían en reliquias dignas de admiración. Detrás de la colina conocida como Parque Torres, más arriba de la Cuesta de la Baronesa, a la izquierda de la antigua catedral, en ruinas desde la guerra civil, había brotado el más impactante y completo de los teatros que el Imperio romano construyera durante la dominación de Iberia. Y fue allí donde se encontró el primer cadáver del violador.

—¿Y bien? —preguntó el inspector De Santos.

—Fue golpeada y arrastrada, de eso no cabe duda —aseguró el forense—, el hombre le rasgó la ropa para desnudarla, y ella se defendió bien. Mira, tiene toda la cara llena de moratones, la nariz rota, varios dientes partidos. Es un hombre fuerte y peligroso, ha dejado sus manos marcadas por todo el cuerpo, y son grandes. Pero hay algo que no encaja —dijo el forense.

—¿Qué es?

—Gozó al ser violada —contestó, mientras cubría los restos de nuevo con la sábana blanca.

De Santos lo miraba con el ceño fruncido.

—¿Cómo dices? —preguntó incrédulo.

—Lo que oyes. Alcanzó el orgasmo, es más, juraría que en cuanto el tío le metió la polla ella se relajó y se dejó hacer. Está dilatada, los labios se lubricaron automáticamente, tiene fluidos, no hay tensión en las paredes vaginales, y, en fin, alcanzó el orgasmo.

—¡Joder! Pues sí que tiene que follar bien el mierda ése.

—No hay duda de que ella…, en fin, no estamos hablando de una puta, estamos hablando de una mujer de cerca de cuarenta años, muy religiosa, soltera y virgen.

—Aquí abundan… —pensó De Santos en voz alta—. De todo lo que dices, se deduce que la mató después.

—No, la mató durante el coito, mientras le cortaba el cuello con un cúter, y juraría que fue exactamente en el momento en que los dos se corrían. Diría que ambos alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo, y entonces él la mató.

—¿Pistas? —preguntó De Santos.

—Muchas: restos de piel entre las uñas, pelos, sangre del asesino, incluso algo que parece el jirón de una camisa. —Señalando el cadáver, el forense añadió—: Lo tenía fuertemente cogido en la mano. Además está el semen, y ahí también se plantea otra incógnita, porque todos los espermatozoides, y los hay en una cantidad normal, están muertos, pero porque salieron muertos, y no por el uso de un espermicida.

—Entonces, ¿por qué?

—No lo sé. También puedo decirte que trasladó el cadáver hasta el teatro, la violación se realizó en otro sitio. Tuvo que tirarla desde arriba, desde la catedral. Presenta numerosas fracturas producidas por el impacto. Rebotó varias veces hasta alcanzar el suelo. Te repito que el asesino es fuerte y grande, yo diría que la alzó sobre su cabeza y la arrojó al vacío como si lanzara una piedra tratando de llegar lo más lejos posible. Tal vez con eso intentaba esconder el resto de los golpes.

—¡Joder, y en plenas Navidades! —exclamó De Santos—. Pudo ser cualquiera. Sigue buscando, y si encuentras algo me lo dices, sería interesante saber más o menos dónde la forzó, si fue en un descampado, en una casa, en un coche.

—¿Qué tal en casa de ella?

—Nada de nada.

—Buscad las ropas, estarán donde lo hizo; si no están todas, sí parte de ellas.

—De acuerdo, llámame si descubres algo.

—Lo haré.

—Una cosa más: que la prensa no se entere de que la mujer gozó; si se corre la voz de que anda suelto un violador que hace alcanzar el orgasmo a sus víctimas, lo mismo se llenan las noches de insatisfechas buscando ser violadas.

Los dos rieron la macabra broma, pero, en el fondo, a ninguno le hizo gracia. El caso prometía ser duro y desagradable.

Desde los tiempos más antiguos, el hombre ha acompañado sus creencias y religiones con actos y ceremonias. Tanto los clanes de la prehistoria como los pueblos de la era del cordero, pasando por las culturas indias, orientales o africanas, persas, egipcias, aztecas, griegas y romanas, todos colmaron sus calendarios de celebraciones que loaban a sus dioses. Lo mismo ocurrió con el cristianismo, una doctrina pura que fue transformada y desfigurada por el egoísmo y el ansia de poder de sus líderes. Y la culminación de sus ritos fue la llamada Semana Santa, una fervorosa, popular y artística representación de la vida y el martirio del hijo de Dios, una sádica exposición de las torturas que sufrió antes de morir en la cruz.

Los desfiles religiosos de la ciudad milenaria eran muy conocidos y apreciados. Marciales y serios, recorrían el casco viejo, abarrotado no sólo por sus habitantes sino también por un turismo desbordante ansioso de fiestas, pues si bien es cierto que éstas se suponían llenas de recogimiento y apasionado fervor, lo que realmente se vivía era una lujuriosa e incontrolable bacanal de cuerpos insomnes, copas que se vacían, comidas sin mesura, músicas desenfrenadas y drogas de diseño. La vida se hacía en la calle, y algunos incluso no dormían durante toda una noche con la excusa de un encuentro entre dos procesiones.

El momento en que las grandes manadas saturaban las calles y plazas era, para el cazador, la mejor de las vedas, el más placentero de los encuentros. Durante todo el día había estado madurando las jugadas finales de la partida. Tenía que ser cauto, no podía permitirse el lujo de que la ansiedad echara a perder tantas horas de morbosa elección. Se sentó en una incómoda silla director, quería pensar un poco más aún, repasar los detalles. Aunque el tiempo le había demostrado que los esquemas y las fantasías fabricadas en soledad no se parecen luego en casi nada a la vida real, el resultado siempre le satisfacía; sólo tenía que evitar las sorpresas, mantenerse en forma y esperar el momento propicio. Era un cazador y, al igual que los leones aguardan pacientemente la llegada de los grandes rebaños para darse el gran festín, él aguardaba tranquilamente la llegada de otro tipo de rebaños para escoger a su presa, presa cuyas características habían sido estudiadas con antelación. El tipo de víctima cuya muerte le procuraba placer era la más fácil, la que repite cada día los mismos pasos y de la misma manera.

Desde hacía un mes aproximadamente tenía ya elegida la sesión erótica, así las llamaba él, que quería vivir. Necesitaba a una pareja, un hombre y una mujer, sabía quiénes eran y cómo encontrarles. También tenía el arma, un maravilloso cúter color naranja protegido aún por su funda de plástico, comprado por tan sólo veinte duros en las famosas tiendas de «Todo a 100».

Era Jueves Santo, la ciudad estaba atestada de gente, no había ni un solo aparcamiento libre. Pese a todo, abandonó el suyo, porque si esa noche las cosas le iban bien, dormiría en el campo.

Enfiló hacia las obras de la plaza del viejo Ayuntamiento y circuló por la Subida de las Monjas y General Ordóñez hasta llegar a la parte alta de la Muralla del Mar. Los jardines, a su derecha, rebosaban de chavales y chavalas que bebían y se reían. Aminoró la marcha, para evitar cualquier posible incidente, y descendió por la cuesta del Hospital de Marina, en plena transformación a Liceo, pero en vez de doblar 180 grados para salir de nuevo a la general, se encaminó hacia el tramo cortado de la antigua carretera, internándose por el área de demoliciones que circunvalaba los trozos de muralla que iban a ser recuperados. En esa zona se ejercía la prostitución más baja de la ciudad. Allí, entre las sombras y cerca de un viejo almacén todavía en pie, aparcó y apagó las luces.

La Topana se acercó rápidamente al coche, no quería que ninguna otra se le adelantara; eran fiestas, pero no se veían demasiados clientes, sólo moros, y ésos se resistían a pagar.

—Oye, ¿tiene un sigarro? —dijo acercándose los dedos a la boca en ademán de fumar.

—Claro, toma.

Tadeo sacó un paquete de Camel y le ofreció un pitillo. Iba a encendérselo cuando ella le preguntó:

—¿Quiere haser argo? ¿Una mamaíca?

Tadeo miró al frente y señaló a un tipo no muy alto, atlético, moreno, con el pelo largo y rizado, que fumaba tranquilamente un cigarrillo apoyado en la media esfera de piedra que da a la cuesta del Batell.

—¿Aquél es tu chulo? —preguntó.

—No, no —dijo ella, escamada.

—¿No? Mira, yo pago porque os vengáis a mi casa y folléis delante de mí. Sólo quiero mirar —dijo Tadeo.

—¿Sólo mirá? ¿Y cuánto pagas?

—¿Cuánto quieres?

—Espera un momentico, voy a llamá a mi Paco, no sea que no quiera y luego tó pá ná, vamo.

Varios silbidos atrajeron por fin la atención del chulo, que acudió rápidamente a ver qué pasaba. La fulana se lo explicó.

—¿Y dónde vives tú, tío? —preguntó.

—En el campo, cerca de La Aparecida.

—Son quince talegos, tío.

—De acuerdo.

—Una hora, ¿vale?, y después nos traes otra vez aquí.

—Me parece razonable —dijo Tadeo con su mejor sonrisa.

—Por adelantado —contestó el chulo extendiendo la mano.

Tadeo sacó la cartera dejando que aquel ignorante pudiera ver que dentro había por lo menos diez billetes mezclados, de dos y de cinco.

—Siete ahora —propuso Tadeo mientras le alargaba el dinero—. El resto, después.

—Vale —dijo el chulo y, haciendo una seña a la Topana, que había permanecido todo el tiempo atenta pero callada, subió al coche, él delante y ella detrás—. Tío, antes tenemos que pasar por un sitio para recoger una cosa.

—No hay problema —contestó Tadeo.

Sólo era jaco lo que querían. Tadeo no había caído en eso, aunque sabía que toda aquella basura estaba enganchada. De todas formas, no alteraba en nada los planes; puede que incluso los mejorara.

Llegaron a la casa poco después de las doce, sin encontrar apenas tráfico. El cielo estaba encapotado, lo que había convertido la noche en un manto oscuro. Los dos yonquis le pidieron permiso para picarse.

—Podéis hacerlo. ¿Queréis algo de beber? —les ofreció—. Hay ginebra, ron y güisqui.

—¿Tienes Coca-Cola? —preguntó ella.

—Sí.

—Yo también quiero —añadió él.

Tadeo preparó dos vasos de tubo con hielo, cogió los refrescos y los llevó al salón. Allí mismo, mientras miraba cómo su mercancía se metía por las venas el cielo líquido, los abrió y los sirvió.

Charlaron durante un rato. Poco a poco, la pareja fue cogiendo confianza y se encontró mejor, más dispuesta a cumplir lo pactado.

—¿Qué bebes tú? —preguntó la Topana.

—Güisqui —contestó Tadeo.

—¿Sin yelo? A mí no me gusta ná el güiski, t’emborracha con él y luego tó pá ná, ni se pone tiesa ni ná de ná, y meno aún a palo seco.

—En realidad, a mí tampoco —dijo Tadeo.

—Entonces, ¿por qué lo bebes así, tío? —preguntó el chulo empezando a notar una terrible pesadez en los párpados.

—Bueno, la verdad es que al agua del hielo le añadí ciertas gotitas de algo que produce un profundo sueño, y yo soy el último que quiere dormirse aquí, por eso…

No hacía falta seguir dando explicaciones: la presa estaba ya en la trampa, sólo faltaba divertirse con ella antes de matarla. Los arrastró hasta la habitación, un cuarto grande situado en lo más profundo del enorme caserón.

Desnudó primero a la hembra y después al macho. De inmediato los ató a la cama, ella debajo, abierta de piernas, y él encima, en posición de fornicar. Los dos estaban muy sucios, tenían los pies negros y olían a sudor agrio. Tadeo llevó un recipiente lleno de agua caliente y comenzó a lavarlos con gel de baño. Cuando el agua tibia empezó a despejarlos, los amordazó. Llenó dos cubos más, esta vez con agua fría, y se los tiró encima para quitarles el jabón y la modorra. Todo el cuarto era un charco, del colchón caían chorros sobre el suelo de gres. Tanto Paco como la Topana se revolvían tratando de liberarse, pero las ataduras estaban bien hechas y la estructura metálica de aquel viejo camastro con dosel no parecía frágil.

—Ahora oléis bien, hasta parecéis guapos.

Empezó a quitarse la ropa delante de ellos y, mientras, les decía cosas. Tadeo era corpulento pero no obeso. Cuando estuvo desnudo, sacó del armario un frasco con aceite de almendras, lo derramó sobre los cuerpos y empezó a frotar. Pronto su mano se hundía por el canal del culo y luego entre los pliegues del coño. Tiró de los testículos de modo que la verga del chulo se deslizara entre los labios de la furcia. Los masajeó un rato, pero eso no produjo ningún efecto.

—Da igual si no cooperas ahora. Enseguida lo harás, nos vamos a divertir mucho los tres esta noche. Pronto no sentiréis ningún miedo, sólo placer.

Se sentó sobre el culo de Paco y siguió extendiendo la crema blanca de almendras sobre las pálidas y recién bañadas pieles de sus dos piezas. Introdujo las manos por los sobacos, perdiéndolas entre las mamas de ambos; acarició los pezones de la Topana y los abandonó lentamente para descender hacia el abdomen. Notaba en su palma cómo subía y bajaba el estómago femenino, y en el reverso percibía cómo el macho, enfurecido, elevaba bruscamente los glúteos para que Tadeo cayera de sus espaldas, pero éste se aferraba con las rodillas apretadas a los costados. Tenía el pene erecto, y con una mano lo empujó hacia los dos sexos para deslizarlo primero sobre los labios del ano del chulo; después de frotar el escroto, lo abandonó en busca de los pliegues femeninos. Se dejó caer sobre la espalda tensa del chulo e inició los movimientos del coito, pero sin llegar a penetrar. Tadeo sabía que, si bien podía mantener la erección, jamás se correría sin su preciado tesoro.

Paco empezó a pensar con rapidez. Tenía que convencer al hijo de puta aquel de que cooperaría. Aún no sabía en qué lío se había metido; no tenía ni idea de por dónde iba a salir aquella bestia. Estaba claro que iba a violarlos, pero ¿y después? Tras guiñarle un ojo a la Topana, inició un movimiento de seducción que fue rápidamente advertido tanto por ella como por el cazador.

Tadeo se deslizó hacia atrás y abandonó los cuerpos. Colocó la cabeza entre las piernas de la pareja para observar con atención cómo el falo del chulo se hinchaba al tiempo que subía y bajaba por entre los muslos de la furcia. Tadeo lo acarició, lo dirigió hacia la vagina y lo ayudó a penetrarla; le gustaba sentirlo en la palma de la mano, notar cómo entraba y salía. Introdujo también él un dedo en la vagina, y siguió al falo en su recorrido por el interior abierto de la puta. Con la otra mano acariciaba los dos culos: sobaba primero el de arriba, para enseguida bajar hacia el colchón y manosear el de abajo. En ambos metía un mismo dedo, y ninguno de los dos se quejaba.

Paco estaba jodido por dentro. Tenía que pensar en cómo liberarse y, al mismo tiempo, tratar de mantener la erección para mantener vivo el interés de Tadeo; esperaba poder distraerle mientras encontraba una solución. Para colmo, sentir el dedo de aquel cabrón metiéndose en su culo lo ponía enfermo, pero no podía hacer nada, así que decidió relajar el esfínter. A la Topana, que tenía un miedo atroz, le costaba trabajo perder la rigidez. Por fortuna, aquel sádico la había embadurnado a conciencia con la leche de almendras y, aunque su interior no estaba húmedo, tampoco era un túnel seco donde cualquier roce la hubiera herido. Por otro lado, hacía tiempo que no sentía entre las piernas la polla del hombre al que tanto amaba y que cada vez le hacía menos caso. Su Paco la estaba follando. Sabía que era un yonqui y que no se correría, pero al menos, y gracias al pico de antes, mantendría durante un tiempo la picha tiesa, tal vez el suficiente como para liberarla y cargarse al violador.

Tadeo se levantó contento al ver que aquellos dos parecían estar dispuestos a divertirse o entretenerlo. No era tonto, y sabía lo que les rondaba por la cabeza; sólo tenía que vigilarlos bien y sacar provecho de aquella ficticia cooperación. Se colocó frente a ellos, de pie, observando cómo los glúteos del chulo se alzaban y descendían en una estudiada representación del coito. Entonces se inclinó de modo que su verga se introdujera entre las caras. Guiándola con la mano, la paseó sobre los ojos, las narices y el pelo de la pareja. Paco, furioso y asqueado, cerró los párpados; la Topana, por el contrario, observó atenta aquel miembro grueso y tieso. Era un buen pijo, si se la metía por el culo a su chulo le iba a doler.

Tadeo se apartó, se dirigió hacia un armario y extrajo el dedal de una vieja lata de galletas. Tanto Paco como la Topana lo vieron colocarse aquel objeto de metal en la punta del falo, y también cómo las serpientes se enroscaban sobre sí mismas, adaptándose al tronco de carne, y cómo el azul se estiraba, alargando el condón de hierro hasta la base del escroto.

—Empieza la fiesta —anunció Tadeo.

Cuando Paco vio que el otro se sentaba sobre sus espaldas, le entró pánico al adivinar lo que iba a ocurrirle: aquel sádico se disponía a perforarle con ese hierro diabólico. Intentó liberarse, y con todas sus fuerzas se zarandeó histéricamente, moviendo la cama, pero todo era en vano: lo único que conseguía con sus bruscos movimientos era hacerle daño a la Topana. Su falo, de nuevo blando, abandonó la cueva de la puta.

Pero, de pronto, algo cambió. Aunque había cerrado el ano con fuerza para evitar la violación, un placer inexplicable lo abría, lo ensanchaba, lo preparaba para la penetración. Oyó en su cabeza una voz que le hablaba con rapidez pero con claridad, que lo convencía para que se dejara hacer algo en lo que jamás hubiera consentido. Enseguida todo el aparato ocupaba su recto, y también su pene se había alargado al máximo, con las venas hinchadas como si fueran a explotar. La cabeza, roja y tensa, buscaba de nuevo la entrada de la Topana. Una mano grande le ayudó a encontrarla. El éxtasis empezó a extenderse por los tres cuerpos, y los tres se vieron por dentro. Tadeo y Paco se encontraron cara a cara, espíritu con espíritu, en el interior del culo, y juntos gozaron del fluido azul, de los empujones, juntos viajaron a través de la uretra y entraron en la excitada vagina de la Topana, juntos besaron el clítoris hinchado, juntos resbalaron por la vagina lubricada y estrecha para abrazar mejor el tronco que ocupaba su tubo hueco. Juntos observaron el útero y juntos comenzaron a sentir las contracciones que hacían vibrar la vagina y el ano de la hembra. También Paco sentía las contracciones de su pene, de su uretra, de su culo, tan plácidamente violentado, y de todos los músculos sobre los que chocaban rítmicamente los testículos de Tadeo. Éste, a su vez, disfrutaba mirando y notando en sí mismo todos los placeres que experimentaban los otros dos. Los tres estaban a punto de unirse en un éxtasis maravilloso, más celeste que terrenal. Tadeo dejó su espíritu dentro, junto con Paco y la Topana, saboreando el preludio de las eyaculaciones, pero su cuerpo, sus manos, comenzaron a preparar el cúter nuevo, que había escondido bajo la cama. El dedal esperaba fielmente las órdenes que le permitieran desbordar los sentidos de aquellos con los que jugaba.

Tadeo, una vez desenfundada la afilada hoja de acero, cogió el móvil, último capítulo de su muy particular forma de saborear el sexo, y marcó, como siempre, el 092. Su pene seguía enfundado en el interior de Paco, sus ojos continuaban disfrutando de las contracciones. La voz del policía que estaba de guardia contestó con monotonía, como siempre.

—Escucha —dijo el psicópata, y dejó el teléfono cerca de los cuerpos.

Entonces los tres liberaron al mismo tiempo todo el placer reprimido, estalló la luz, la Topana se corrió como jamás lo había hecho, Paco eyaculó larga y perdidamente hundido en lo más íntimo de su fulana, y Tadeo vertió, sumido en una peligrosa delicia, la leche muerta de su cuerpo por las blandas entrañas de su víctima. Los jadeos y movimientos se oían con nitidez a través de la línea telefónica, las mordazas habían cedido y las ataduras estaban sueltas. Entonces, en mitad del clímax, Tadeo sajó de dos secos golpes las dos gargantas, una tras otra. Los espíritus, perdidos en el interior de los cuerpos masacrados, apenas se dieron cuenta; poco a poco fueron debilitándose y, tras abandonar el placer y la materia, se elevaron sobre los cuerpos que los habían contenido, esos envases degollados y desplomados que quedaron sobre la cama inundada de agua y sangre. Como bolas de luz, flotaron y escaparon de la Tierra.

Tadeo colgó el teléfono, todo estaba ya hecho. Se reclinó sobre los dos cuerpos y descansó un rato. Sólo quedaba desembarazarse de aquellos molestos cadáveres y esperar a la fiesta de Cartagineses y Romanos.