Las noches del cometa
Las noches del cometa
En aquellos años, las continuas batallas, el porvenir incierto, el hambre y la penuria llevaron a más de un hombre a refugiarse en los hábitos y las reglas de la vida monástica. Eso no quería decir en absoluto que se acudiera ciegamente a la llamada de Dios. Si bien es cierto que en las abadías y los monasterios habitaban personas de corazón noble y entregados a la oración, les ganaban en número los monjes menos devotos y más pecaminosos. Otro, obligado por su padre a vestir los hábitos, cayó durante el noviciado en manos de uno ellos. Le debía obediencia absoluta y resignación, por lo que Otro tuvo que soportar todo tipo de sádicas humillaciones. Apenas tenía diecisiete años, la edad mínima para ser admitido en la orden, y, cosa extraña, ninguna experiencia sexual salvo la masturbación solitaria. No era de extrañar que careciera de conocimientos sobre la carne: tras la muerte de su madre, se había convertido en un niño retraído y apartado, sin amigos de su edad, y los mayores con los que trataba eran sirvientes o guerreros distantes y cautelosos.
Su tutor en la abadía se encargó de llenar ese vacío, pero lo hizo de tal forma que con el tiempo Otro se convirtió en un ser despreciable. La primera penetración tuvo lugar entre la leña. Cuando el muchacho se agachó para recoger los troncos cortados, notó cómo una mano le impedía levantarse, y cómo otra le subía la camisa, dejando libre el culo y los cojones colgando. Un salivazo resbaló entre las nalgas; después todo se convirtió en dolor.
Latigazos, flagelaciones, castigos espirituales y corporales fueron minando su fe y su moral, hasta que por fin, un día del año 994, cuando el abad Odylon se hizo cargo de Cluny, Otro, apenas una semana antes de profesar, abandonó la orden. Como despedida, le cortó los testículos a su violador y se los metió en la boca. Otro lo vigiló mientras se desangraba para que no pudiera pedir auxilio. A la mañana siguiente, el resto de la congregación encontró al tutor maniatado y muerto en las letrinas; la visión era repugnante. Aunque buscaron al novicio por todas partes, nunca dieron con él, ni con las riquezas que consiguió robar antes de huir.
Sin embargo, Otro no estaba muy lejos de Cluny. Su casa, de piedra, parecida a una ermita, era grande como una abadía y estaba hundida en la roca. La había mandado construir en el interior de un bosque, junto a un arroyo y aprovechando una profunda cueva, pero en un paraje de difícil acceso y escondido, invisible desde los caminos. Cerca de ella quedaban las ruinas de una antigua iglesia y los restos de un campamento de caníbales abandonado. Pero lo que le decidió por ese lugar fue una pequeña planta escondida tras un peligroso zarzal, que abría sus flores a la luz de la luna y las cerraba cuando salía el sol: un hermoso rosal de rosas negras.
Otro se había entregado en cuerpo y alma a Satanás. La mansión que ocupaba no era sino el escondite de una secta diabólica creada con el único fin de satisfacer sus ansias de poder y fantasías sexuales. Había dedicado diez largos años de vida en la construcción del refugio y en la creación de la orden, pero el resultado bien merecía la pena. A sus veintisiete años era todo un personaje, y su carisma atraía y atrapaba a las mentes poco despiertas, a los espíritus pobres o cobardes.
Tenía escasos acólitos, apenas siete hombres y cinco mujeres, pero bastaban para cualquier ritual o aquelarre. Trece en total, incluido él; el número justo.
Una vez al año festejaban la Luna Negra de Septiembre. Entonces se aventuraban hasta los pueblos más cercanos para atraer a jóvenes de ambos sexos, y formar así un grupo compuesto como máximo de 66 personas, pues 66 eran los príncipes del Averno. Fue tal la popularidad que adquirió el acontecimiento que, tras las dos primeras celebraciones, resultó muy fácil encontrar adeptos para una orgía tan inolvidable. Casi todas las brujas y hechiceros noveles de la región deseaban ir. Seis monjes se encargaban de reclutar cada uno a un máximo de once. Los siete restantes, que permanecían en la abadía, no tenían que seguir los pasos repetidos diariamente por la orden; reglas todas ellas que copiaban grotescamente las acatadas en cualquier monasterio del año mil.
Todos, menos el abad, es decir Otro, compartían una misma habitación, donde se dirigían después de las vísperas. Alineadas y muy cerca unas de otras, se encontraban las camas: los bastidores de madera, los jergones rellenos de paja sujetos con un paño de fieltro que se ataba a la cabecera, y las almohadas. Se acostaban desnudos, pero podían cubrirse con tantas mantas como quisieran. En este dormitorio estaba terminantemente prohibido mantener ningún tipo de relación sexual; pasaban las horas descansando, fantaseando o incluso charlando un rato, hasta nocturnas, entre las doce y la una. Entonces todos se levantaban e iban a lavarse sus partes íntimas; algunos se excitaban al ver a los demás, pero no podían desahogarse. Después se vestían con la cogulla, una túnica sin mangas y redondeada, que se ceñían con un cordón de cuero en la cintura. Juntos se dirigían a la capilla, donde Otro les esperaba para las oraciones y penitencias de la noche.
Hombres y mujeres se arrodillaban ante él, deslumbrante frente al tabernáculo. Con las cabezas gachas, sumisos, el tronco doblado, dejaban las faldas levantadas hasta la cadera, de manera que las partes más escondidas del cuerpo quedaban a la vista.
Una de las normas era la del depilado o rasurado. Los viernes se ayudaban unos a otros en el proceso de limpieza, y se afeitaban la parte baja del pubis. Ese día, además, comían carne y bebían vino sin mesura.
Otro leía en voz alta versos oscuros, fórmulas escritas con sangre en las hojas del misal satánico. Bendecía una grasa de cerdo con la que untaba los traseros y las vulvas de las sometidas y sometidos, y alzaba la mano derecha, con la que hacía la señal de los cuernos, mientras señalaba el suelo con la izquierda. Después, y siempre por tumo, los hermanos y hermanas, de uno en uno, iban ejerciendo su derecho al coito. Acabado el fornicio, el activo bajaba las faldas al pasivo, de forma que el siguiente no podía ya hacer uso de él.
Cuando todos habían terminado, le tocaba el tumo a Otro, que podía hacerlo allí mismo o llevarse a uno o a varios de sus discípulos al cuarto. O abstenerse. En realidad, cualquiera podía rechazar el derecho a follar, pero nunca a ser follado.
Volvían al dormitorio hasta maitines, hora a la que tomaban a la capilla quienes lo deseaban, y se repetía la operación de nocturnas. Por lo común, los que se encontraban en la capilla a esa hora se habían puesto previamente de acuerdo. Tenían una cita.
Para la congregación, el amanecer sólo era algo triste que anunciaba el final de la noche. Se levantaban a la tercia, sobre las nueve de la mañana. Cada uno cumplía su quehacer hasta la sexta, la hora de comer.
A la nona, las tres, los que querían podían dormir la siesta en una cama redonda, donde la mayoría de las veces costaba conciliar el sueño. Pero nadie podía descansar en el cuarto común.
Con la caída del sol y la llegada de la oscuridad, se entregaban a rituales, cada uno correspondiente a su misa negra, y a invocaciones, cada uno con sus poemas cantados y las respuestas aprendidas. Y así, todos invocaban a Satanás, pero sin éxito.
¡Oh! Satán, Guerrero del Lado Oscuro,
Arcángel del Érebo, general de legiones
que obedeces al más grande de los ángeles negros,
al ángel caído, la luz del fuego,
el más amado del primer Dios hebreo.
¡Oh! Satán, muéstrate y enséñanos.
—Enséñanos, oh Satán, nuestro señor —repetían todos.
Así oraban una y otra vez, con versos y fórmulas diferentes, siempre guiados por la fuerza que emanaba de Otro.
Las faltas se castigaban, y las penitencias se imponían durante las llamadas vísperas, la hora de la cena y los aquelarres. Para esa ocasión se habían construido diferentes estancias que se hundían en la zona más oscura, por el interior de la gruta, cada una dedicada a un tipo de castigo o premio corporal.
Aquel día, los siete que permanecían en el santuario podían dormir tranquilamente hasta las tres, pero sin probar bocado, y mucho menos excitarse sexualmente o mantener relaciones entre ellos. Las obligaciones comenzaban a la nona, con los preparativos de la cena. Cuando los seis monjes y los invitados aparecían, todo se hallaba a punto, era la hora de la cena. Vísperas.
Una gran hoguera les calentaba e iluminaba el claro del bosque. Cinco cabezas de camero recién sacrificado señalaban las cinco aristas de un pentágono rodeado por un círculo cuyo centro, llegada la ocasión, ocupaba el sumo sacerdote. Asaban a los animales sin trocearlos, cerca del fuego, nunca encima de las llamas. Las bebidas, sazonadas con poderosas y afrodisíacas drogas, resbalaban lascivas por la comisura de todos los labios. Para la preparación de los cameros, y también para elaborar licores y vinos, utilizaban beleño, datura, estramonio y otras muchas y muy diferentes plantas.
La fiesta se animó rápidamente; por la sangre de todos los allí congregados corrían ya diminutos azazel’s encargados de perturbar los sentidos, nublar las mentes y encender los sexos. Algunos muchachos habían perdido ya la cabeza bajo las faldas de alguna muchacha. Otros se bañaban en un pequeño estanque artificial, completamente desnudos: ellas acariciaban las vergas duras y ellos las vulvas hinchadas. Se bailaba y cantaba alrededor de la hoguera. Las risas casi histéricas eran la extraña música de la bacanal. Dos frailes se sodomizaban por turno ante las carcajadas de un grupo de jóvenes. Dos muchachas se lamían los pechos mientras cabalgaban sobre dos hombres fuertes unidos en tijera. Dos brujas no muy jóvenes levitaban con los palos de sus escobas introducidos en las vaginas. Una adolescente, excesivamente borracha, era penetrada por todo aquel que la veía.
Al llegar la medianoche, los cuerpos estaban tan mezclados que resultaba difícil adivinar a quién pertenecía una mano, una lengua o un sexo. Los monjes aprovechaban el descontrol para untar con grasa las entrepiernas de los invitados. El olor a semen y a fluidos vaginales invadía los rincones del claro. La manteca hacía sudar los cuerpos, y las pieles brillaban. Una mujer muy blanca, con los labios genitales completamente oscuros y las paredes de la vulva de color rosa fuerte, mamaba una gran verga mientras masturbaba a dos muchachos y era penetrada por otros dos; estos últimos ocupaban a la vez el orificio vaginal, pene contra pene, entrando y saliendo, fornicando y masturbándose en un roce continuo, hasta que la semilla de ambos se mezcló en su carrera hacia el útero. Una pareja hacía el amor al tiempo que besaba el falo de un hombre muy peludo.
Otro no parecía participar en nada. Llegadas las nocturnas, se introdujo en el pentágono para recitar versos y oraciones en latín, invocando, como cada año, con poca convicción y ninguna fe, al mismísimo Satán. Desgranaba los rezos escrutando al frente, o mirando al suelo. Sin embargo, esa noche, tres horas después de que Otro iniciara su ritual, una luz en el cielo le hizo alzar la mirada. Parecía un dragón de fuego que surcara la oscuridad sin luna, pero no era tal animal, propio de gestas y caballeros, sino un cometa. Cuando volvió a bajar la vista y la dirigió hacia la orgía, un hombre alto se interponía entre él y la bacanal. Fuerte, de pelo y cejas negras, se cubría con una capa oscura forrada con otra tela más suave y fina, probablemente seda, de color rojo sangre. Calzaba unas altas botas de cuero que el abad jamás había visto. Un cinturón de plata recogía los calzones y la camisa, ambas prendas teñidas de negro. Un colgante y una sortija completaban el vestuario, que definía claramente al visitante como a un enviado del infierno.
—¿Quién eres? —preguntó Otro.
—Soy Blatad, príncipe en la legión de Satán, general de los ejércitos de la noche, dueño de lobos, ratas y murciélagos —respondió el aparecido de modo que sólo el confundido Otro le oyera.
—¿Eres un enviado de mi dueño y señor? —preguntó, incrédulo, el nigromante.
—Yo soy, a partir de ahora, tu dueño y señor —respondió Blatad con orgullo.
Los ojos de ambos se encontraron un instante, lo suficiente para darse cuenta de que no eran amigos. El príncipe se volvió y observó divertido la orgía. Desnudándose, sumergió su musculoso cuerpo en ella, copulando con cada una de las hembras que allí había, al tiempo que les mordía el cuello y les chupaba una pizca de sangre. Ni su pubis ni su falo estaban tatuados; por lo tanto, era un demonio nacido después de la guerra, un mortal convertido en demonio.
Antes del amanecer se retiró a descansar en la habitación de Otro, que era la más profunda y oscura de la cueva. Despertó cuando sonaban vísperas, y no volvió a vérsele hasta nocturnas. Apareció cuando los monjes se encontraban en la capilla, inclinados sobre el suelo, con las piernas separadas y los sexos descubiertos. Blatad se bajó el calzón, liberó su pene erecto y penetró a cada una de las acolitas; consiguió que todas alcanzaran el orgasmo, y a todas les arrancó gemidos de placer. Pero sólo violó a uno de los monjes, precisamente a Otro.
—¡Arrodíllate! —le gritó—. ¡Levántate la camisa y ofréceme el culo, porque no puedo permitirle el orgullo a una mierda como tú!
Otro se enfureció, pero una extraña fuerza le entraba por los ojos, hipnotizándole, y le obligaba a obedecer. Mientras recordaba los amargos momentos vividos en la abadía de Cluny, se inclinó hasta el suelo, separó las piernas y ofreció el esfínter del culo. Olvidó ponerse grasa, por lo que las embestidas resultaron muy dolorosas y se le reventaron algunas pequeñas venas. A partir de ese día, Blatad ocupó todas las grutas femeninas de la congregación y sólo el estrecho pozo del abad.
La sexta noche, Otro vio cómo el señor de la oscuridad, antes de las doce, arrancaba una flor del rosal, la lanzaba al aire, y cómo un vampiro de gran tamaño la recogía al vuelo y la llevaba hacia algún lugar en el sur. Pensó en su única vecina, Grenverga, la curandera, y la relacionó con el destino de aquella rosa negra. Después sufrió de nuevo la humillación de nocturnas.