Luzbel
Luzbel
Al principio sólo estaba la nada, pero existía Dios, y él podía llenar la inexistencia, pues en su propia esencia residía la potencia de crear.
Pensó un día y otro. Y otro más. Hasta que se dio cuenta de que había pensado, de que pensaba, de que seguiría pensando. Nació entonces el tiempo. Venía del infinito e iba al infinito. Dios lo sentía desde antes y hasta después, sólo le faltaba tocarlo, palparlo. Así, el primer día en que decidió ver lo único que poseía, creó la luz, y la alternó con las tinieblas para poder medir el tiempo.
Transcurrieron largos periodos llenos de claridad y negrura. Jugando, creó un universo pleno de cuerpos que fabricaban luz y de cuerpos que la recibían. La maravilla de aquellas esferas celestes fascinó tanto a Yahvé que éste dedicó prolongados milenios a la contemplación de su obra. Todo resultaba maravilloso, sencillo: una zona brillante para mantener despiertos los sentidos, una zona oscura para descansar y meditar. A este sector tranquilo, lleno de sombras y tinieblas, lo llamó noche. Al otro, el que se entregaba a un baile frenético, el que nunca estaba quieto, lo llamó día.
Sonrió, estaba contento. Sentía que algo había sido bien hecho. Entonces descansó. Dejó que el universo se ordenara y creara sus propias leyes. Tumbado, se dedicó a observar con interés cómo todas las piezas iban encajando, cómo la locura de la creación se estabilizaba y la evolución seguía su curso a un ritmo más pausado.
Vio que, en muchos lugares, una luz iluminaba cuerpos que la habían perdido o que nunca la habían tenido. Vio que en el cosmos había muchos días y muchas noches, y que no coincidían en el tiempo.
Yahvé lo abarcaba todo. El universo parecía un juguete que descansaba en su regazo. Entonces se empequeñeció. Se introdujo en el juguete. Lo hizo enorme. Paseó por cada rincón de aquel rompecabezas ordenado y se maravilló de ese orden. Todo estaba en su sitio, todo se movía regularmente. Cada una de aquellas esferas giraba y se trasladaba siguiendo unas normas que sólo la supervivencia dictaba.
Más tranquilo, libre ya de la euforia que lo había llevado a crear a diestro y siniestro, se detuvo, entreteniéndose en obrar sólo de vez en cuando: pequeños retoques, diminutos puntos aquí y allá, y les permitió evolucionar a su antojo hacia la línea. Algunos puntos, los que consiguieron sobrevivir, fueron el principio de algo, otros no llegaron a ser nada. Pero los primeros dieron origen a tantas formas nuevas y variadas que Yahvé no pudo por menos que esbozar una mueca de simpatía al observar cómo se escribía la historia, su historia.
Nació el agua como parte de la magia que resultó de la mezcla de los elementos, y en ella crecieron muchos seres, seres que recorrerían un largo trayecto que se llamaría vida: un viaje hacia la muerte. Pues todo lo que toca el tiempo, aunque éste parta del infinito y vaya al infinito, tiene un principio y un final.
Yahvé se abismó más y más en la contemplación de sus criaturas y su evolución. Vio nacer la vida en la Tierra y toda ella le extasió, desde el primer organismo hasta el posterior despliegue de seres que se sucedieron, mutándose una y mil veces para encontrar la fórmula perfecta, la que les permitiera seguir respirando, existiendo. Aquellos miles de millones de criaturas que nacían, se reproducían y morían para, con su energía, mantener a toda la fábrica en movimiento, lo entusiasmaron; eran una compañía llena de sorpresas.
Entonces se le ocurrió intentar crear al ser perfecto. Algo a su imagen y semejanza, con lo que poder comunicarse, y que tuviera sentimientos. Nació así el imperio del cielo. En su reino no existiría la muerte, habría paz. Sus moradores serían altos, delgados y hermosos, llenos de luz, alados, dulces, soñadores, divertidos en la mera contemplación de su obra, aduladores. Irradiarían serenidad. Así los hizo, y todos eran hijos del día.
Se retiró después Yahvé durante muchas eras; descansó y disfrutó del sueño, meditó envuelto por el manto espeso de la noche. Y ahí, en la zona oscura del éter, su fantasía imaginó un nuevo vástago, un retoño diferente, que moraría en el reino del ébano y el azabache. Entonces creó a Luzbel.
Luzbel, luz bella, la más hermosa luz del universo, de la creación. La luz del cielo. La luz negra. El preferido, el ángel más querido del Hacedor. Todos los demás eran blancos, moldeados con excesivo cuidado, nacidos de la razón; Luzbel era de color ceniza, con el brillo de un cuerpo ungido con finos aceites, perfumado con olores muy suaves, casi improvisado.
Vistió a los de la luz con túnicas blancas o de colores pastel, livianas y medidas hasta en cada una de sus arrugas, ajustadas a un canon que con el tiempo se consideraría perfecto, pues no fueron un burdo boceto, sino el fruto de largas reflexiones durante las cuales se estudiaron sus virtudes y se eliminaron los defectos.
Al príncipe de las tinieblas, sin embargo, lo diseñó desnudo, con el torso muy marcado, las tetillas hinchadas y siempre en punta, de color rojo vivo, excitantes, llamativas.
Un haz dorado, circular, coronaba la cabeza de las criaturas de la luz, plenas de cabellos lacios, largos, rubios o canosos, a veces plateados. Alas de paloma con plumas inmaculadas surgían en las espaldas como inventándose por encima de la túnica.
Luzbel, en cambio, no tenía un solo cabello, su cráneo era liso, negro, redondo como una bola, y sus rasgos, muy precisos. En la frente, dos pequeños cuernos de puntas maravillosas emergían de su preciosa piel recién creada. Las alas, negras y transparentes, imitaban las del vampiro y el murciélago, pero multiplicado muchas veces su tamaño. Enormes, crecían desde la espalda hacia lo alto, para quebrarse en un espolón sombrío y bajar de nuevo, casi arañando el suelo con las uñas negras de los extremos. Daban la sensación de ser independientes, y su porte era desafiante al alzar el vuelo. Silenciosas, producían también sensaciones nuevas, demasiado nuevas, y extrañamente desasosegantes, por situarse tan lejos de los límites de lo común.
Los ángeles de la luz eran asexuados, fraternales y solemnes en sus relaciones. Luzbel no. A Luzbel se le concedió el don de gozar de los placeres del sexo, bien por sí mismo, bien introduciéndose en cualquier ser, para sentir en su propio yo el yo de otros.
Su abdomen había sido tatuado, vestido con magníficos jeroglíficos de difícil interpretación, en un relieve casi imperceptible. Pintado con colores que se transformaban según los lugares, las situaciones y los estados de ánimo, semejaba un pequeño océano en movimiento. Los jeroglíficos y símbolos descendían, rodeando un ombligo falso e innecesario, hacia el pubis lampiño, donde los rizos y mechones habían sido sustituidos por olas en miniatura, frescas y reales. Una inscripción compuesta de dibujos bajaba por el tronco de la vida, señalando el viaje al punto donde el placer era capaz de escapar hacia el éxtasis.
Por pies, unas patas de cabra.
Así nació el arcángel del lado oscuro, y para que no estuviera solo, Yahvé creó otro grupo de ángeles más contestatarios y preguntones. Y de todos ellos Luzbel fue el jefe, y de todo el cielo, Luzbel fue el más amado por Yahvé. Era juguetón, divertido, siempre estaba de buen humor y dispuesto a participar en cualquier fiesta. Propiciaba que uno considerase cosas, objetos o pensamientos que nunca hubieran atraído la atención. El resultado de sus acciones, sin embargo, no siempre era todo lo refrescante que se podía esperar; al contrario, en más de una ocasión la tranquilidad desaparecía por unos segundos, los necesarios para recuperarse de la impresión.
Una mañana Luzbel bajó a la Tierra y se paseó por el jardín del Edén. Un laberinto vegetal y salvaje lo envolvió. Los olores, los matices de las flores, la humedad del alba, lo encaminaron hacia lo más profundo del vergel. Sus pasos eran lentos, morosos; alargaba las manos y acariciaba los pétalos con el porte de un príncipe. Con el vaivén de sus alas agitaba las hojas de las plantas y el tallo de las vivas corolas, de los botones, de manera que a su paso fertilizaba todos los rincones del jardín.
El Sol, el astro que había creado la vida en algunas de las esferas que le circunvalaban, aparecía por el horizonte. Su claridad lo había anunciado, pero ahora lo delataban los primeros rayos. Todo un mundo verde despertó y se lanzó como una manada hambrienta hacia el primer banquete del día.
Luzbel no sabía exactamente hacia dónde se dirigía, cierto sentido escondido guiaba sus pasos; su mente, que permanecía vacía, dejó al cuerpo tomar las riendas. Cuando Luzbel se detuvo, su vista se posaba en un peligroso zarzal cubierto de rosas rojas y enanas. Todas las flores estaban abiertas, y tanto ellas como las ramas espinosas del arbusto defendían un tesoro: una rosa negra, un fantástico, maravilloso e irreal capullo negro sumergido allí donde la voz del sol no podía ser oída. Cerrado, dormido.
Se acercó Luzbel con cuidado al rosal y esperó todo el tiempo que hizo falta. Transcurrió la mañana, el mediodía, la tarde, y sólo al anochecer, cuando el fuego de los cielos decidió retirarse y el círculo lechoso lo sustituyó en el firmamento, sólo entonces las rosas rojas se cerraron y apartaron para dejar que los hilos de plata de la luna se abrieran paso entre los duros tallos y alcanzaran al capullo dormido. Y el capullo comenzó a abrirse lentamente, enseñando sin ningún pudor la cara oculta de cada una de sus aterciopeladas capas, desnudándose, deseando ser acariciado, piropeado, desvirgado y que sus semillas fueran transportadas hacia amantes desconocidos.
Pero Luzbel no se paraba a pensar en los deseos de ningún ser, y mucho menos en los de un vegetal. Todos ellos, seres y anhelos, podían ser muy especiales, pero, por encima de todo, poseídos.
Miró la nueva rosa y, alargando la mano, cortó la flor de cuajo con la uña de su dedo corazón; tras acercársela a la boca, sopló sobre ella y heló su fragancia, congeló su color. Dejó la vida latente, y regaló la rosa a Dios.
—Es muy hermosa —dijo Yahvé, «y está viva», pensó.
Con sus manos le devolvió entonces el calor, y con su poder le otorgó la inmortalidad y un lugar en el paraíso donde su simiente germinaría siempre y llenaría de rosales negros las zonas más sombrías de la Gloria.
Luzbel se recostó sobre su creador y descansó tranquilo. Yahvé le acariciaba los pequeños cuernos mientras pensaba en el porqué de la desazón que a veces le causaba su más amado ángel.
Esa inquietud se la producía también el resto de las huestes del lado oscuro: los diablillos, demonios, azazel’s, todos ellos revoltosos, juguetones, burlones y graciosos. Parecían ignorantes, pero eran muy listos, y sabían muchas más cosas que otros moradores del cielo; sus bromas pesadas malhumoraban a muchos mortales, sobre todo a los felinos, pero sólo eran trastadas. Por encima de ellos estaban los arcángeles del lado oscuro: Satán, el guerrero; Belcebú, el señor de las moscas; Astarot, el que siempre recuerda, el posesivo; Belial, el gran seductor; Ammón, señor de los bosques; Leonardo, dueño de la tristeza; Leviatán, el poderoso.
Al principio, en el Paraíso, no había sexos; cuando Yahvé creó a los ángeles, los hizo machos, y, por fin, creó a una mujer.
Ocurrió cierto día en que todos, todos, ángeles, demonios y Yahvé, platicaban sobre los seres perecederos, de cómo crecían y se multiplicaban. Se daban cuenta de la importancia que las hembras adquirían en ese proceso. Ningún macho podía proliferar si no tenía a su lado a una de ellas, y, de hecho, sólo los más fuertes conseguían procrear. Eso no ocurría en sentido inverso: el sexo reproductor sabía cómo encontrar y provocar al otro sexo de manera que lo fertilizara. Al llegar a esa conclusión, unos alegaban que la hembra era superior y que instintivamente el macho lo sabía y se defendía de ello; otros no pensaban igual. Fue entonces cuando Dios, dejándose llevar por un impulso, creó a la Innombrable, la única mujer de aquel imperio, la hija del error.
Surgió en el instante preciso en que la claridad aparece por el horizonte desplazando las últimas opacidades de la noche. Por eso fue un error. El primer rayo de luz acortó su nacimiento e impidió que los tatuajes propios del clan de los demonios, los ángeles oscuros, adornaran su vientre. Tampoco se le dieron alas, cuernos, patas, ni nada que pudiera identificarle con algún tipo de bestia. Su tez, sin ser morena, no era pálida. Tenía unos rasgos curvos y muy definidos, sobresaliendo por encima de todos ellos sus ojos; de color verde oscuro, eran profundos y seductores, y se rasgaban ligeramente en su final, elevándose de manera imperceptible hacia las sienes. El lagrimal, que sobresalía discretamente, conservaba siempre un ligero brillo en su pequeño y húmedo botón. Una sombra oscura entre las cejas y las pestañas acentuaba su turbadora mirada. La espesa y rizada cabellera, coronada con un flequillo ondulado y cortada a la altura del cuello, enmarcaba el rostro, triangular. El cuello, no muy largo, estrecho y suave al tacto, siempre estaba perfumado con el olor de la mañana, del amanecer; una herencia de aquel primer rayo. Toda ella era hermosa, pero si de su faz destacaban los ojos, del resto de su cuerpo lo que más atraía era su sonrisa vertical. Los labios, finos en los extremos y carnosos en el centro, ocultaban por completo las secretas ninfas y el rosado y excitable botón. La Innombrable era una mujer inmortal, una mujer pensativa, sensual y enamoradiza que se equivocó de amante.
El otro lado, el de la luz, más tranquilo, era una dimensión dedicada por completo a la contemplación, a las artes, a la meditación. Las conversaciones que entablaban sus ángeles pronto se tomaban filosóficas. Eran pacíficos y razonables, incluso cuando los revoltosos azazel’s invadían con sus risas y juegos los rincones del día. Entonces los querubines y los serafines se encargaban de apaciguar y dormir con su canto a los curiosos diablillos.
Los arcángeles luminosos eran tan numerosos como los oscuros, y sus nombres inspiraban tanto respeto como los de aquéllos, pero en cierto modo estaban mejor considerados. Uriel era el más poderoso, la máxima autoridad después de Dios. Le seguían Miguel, el de la espada de fuego, entonces un juguete, más adelante un arma; Gabriel, el que avisa, el que sabe, y Rafael, el que cura los males.
Centenares, miles de ángeles formaban un grupo y otro, y diez más, y cien, y mil. Lo inundaban todo, estaban siempre cerca y lejos, alrededor de los arcángeles y del creador.
Llamó un día Yahvé a Rafael, por considerarlo el más sabio, y le encargó que fabricara un juguete para regalárselo a Luzbel. El juguete tenía que ser mortal, pero su edad podía rozar el infinito. Pertenecería a los dos mundos, a los dos reinos, el del cielo y el de la Tierra. Podría ser utilizado en ambos, pues a Luzbel le gustaba mucho entretenerse entre las criaturas mortales. Sólo lo poseería quien lo recibiese como obsequio. Luzbel sería su dueño y podría hacer con él lo que quisiera.
Rafael buscó materias nuevas, cada una de ellas de un planeta diferente, de soles distantes, de agujeros negros, de explosiones estelares. Una vez seleccionadas, las fundió con la espada de Miguel, les dio forma con el puño de Uriel, ideó sus funciones ayudado por la imaginación de la Innombrable, lo ajustó a lo razonable discutiendo con Gabriel y lo perfeccionó bajo los auspicios de Yahvé.
La Innombrable siempre acompañaba al arcángel Rafael. Lo amaba con un furor platónico que le producía un velado placer y, a veces, tristeza, pues sabía que, si algún día su amor era correspondido, jamás gozaría de él como lo hacen los poseedores de sexo, clan al que ella pertenecía. Aun así, lo amaba, y estaba decidida a vivir toda la eternidad esperando ese beso no fraternal, ese abrazo lascivo, ese encuentro impúdico e imposible. Mientras Rafael creaba aquel regalo, ella sintió oleadas y oleadas de calor, incesantes ondas que partían de su propio interior excitado y que la envolvían. Cada roce, cada palabra, cada mirada de Rafael le producía un éxtasis diferente. Por eso aquel pequeño objeto, parecido a un huevo de ave sin terminar, con dos serpientes de metal que intentaban morderse la cola y, entre ellas, el cielo cuajado de estrellas, con sus miles de mensajes esperando ser susurrados, con su maravillosa y tenue luz azulona, aquel pequeño objeto no era sino el sueño de cualquier amante ansiosa por sentirse en la cima del placer.
Pero el regalo nunca llegó a manos de Luzbel. El mismo día en que el juguete fue entregado a Yahvé, ocurrió algo.
Se habían reunido todos los moradores del éter, dispuestos a escuchar y divertirse, atentos a lo que Yahvé les pudiera decir. Y Yahvé preguntó:
—¿Quién como yo?
Era una tontería, una pregunta formulada en un momento de euforia, no había respuesta. Pero se oyó una voz demasiado risueña que contestó:
—Yo mismo, ¿por qué no?
Las recién nacidas sensaciones golpearon las sienes del más grande. Todos los ángeles sintieron por primera vez un calambre de dolor, los demonios un escalofrío de miedo; los arcángeles de ambos bandos se tensaron, los de la luz llenos de furia, los oscuros a la defensiva. Nadie podía decir, pensar ni imaginar eso. Pero Luzbel nunca meditaba sus palabras, era una criatura consentida, soberbia, demasiado hermosa y rebelde.
Yahvé decidió que tenía que desaparecer de su vista, aunque ello le hiciera sufrir para siempre y las consecuencias salpicaran al resto de su obra. Recordó que las emociones eran lo único que podía hacer que todo se perdiera. Todo. Él no quería cargar con tantos sentimientos sobre sus viejas espaldas; necesitaba dominarlos, desterrar algunos de su espíritu. Acarició el juguete que había ordenado inventar para su ángel más querido. Miró hacia sus nerviosas huestes, todavía mezcladas. La tensión era extrema, el silencio absoluto. Miró directamente a Luzbel. La expresión de su cara le molestó. Su orgullo, su altanería, su belleza, todo se le antojó obsceno, desagradable. Aún lo amaba y no quería llegar a odiarlo. Dios no debe odiar.
Esbozó una melancólica sonrisa y, cansado, arrojó el regalo al vacío. El juguete rodó hacia los pies de Astarot como si le hubiera sido dado.
Ambos clanes se convirtieron entonces en ejércitos enemigos y entablaron una batalla en la que sólo el primer combate duró milenios. Al fin de ese primer combate, los demonios fueron expulsados a un lugar situado en las profundidades de la Tierra, el Averno, el antónimo del cielo, una morada enterrada en lo más hondo del mundo sin luz, caliente como un volcán, fría como un iceberg, infinita hasta más allá del juicio final, el juicio de todos, el gran juicio. Eterna como el cielo.
En cuanto a Luzbel, su nombre sería olvidado, ya no era la luz más bella. A partir de entonces se le conocería como Lucifer, la luz del fuego, la llama de los infiernos. Su figura asustaría a quien lo viera, su sola mención sería considerada peligrosa, un pecado para cualquier mortal. Su ejército se encargaría de darle la fama que se merecía, esa fama, esa leyenda, esa tenebrosa historia, se pegaría a sus alas de murciélago, a la punta de sus cuernos, a sus pies de camero y a las entrañas de su alma con la fuerza y el sello de la fe y la superstición.
La última en abandonar el cielo fue la Innombrable. Leonardo puso en su mejilla la primera lágrima de tristeza, una hermosa lágrima que vio Rafael al levantar la mano cuando le dijo adiós. Fue la despedida más triste que hubo en el universo. Ella, la primera mujer del Empíreo, jamás entendería por qué había sido castigada y separada para siempre de lo único que había amado.
En el curso de esa guerra surgieron el bien y el mal Y nació también el primer hombre. Se llamaba Adán y habitaba el conocido Edén, el paraíso creado para deleite de los ángeles y envidia de los diablos, el jardín antaño compartido que ahora parecía privado.
Adán creció del barro, siendo al principio apenas nada, pero evolucionó hacia formas superiores para terminar convertido en el rey de la creación, el ser racional, heredero de la Tierra. Para que no estuviera solo, se le dio una compañera, Lilith, una mujer callada y contemplativa, siempre envuelta en un extraño halo de soledad. Observaba el mundo que la rodeaba y no le gustaba el papel que les tocaba jugar a las hembras; se identificaba con ellas y sentía crecer en su vientre una rebelión misteriosa que terminó enfrentándola a Adán. Una noche se negó a yacer debajo de él, a fornicar, abriéndose tan sólo de piernas. Deseaba pasión, no sólo que el semen de su supuesto amo la inundara; quería ser ella la que lo mojara, quería tardar en llegar al orgasmo, ansiaba gritar, gemir, reír. Pero el macho no podía entender nada de eso; él era como el león, como el caballo, y ella tenía que ser como la leona o la yegua.
Se desencadenó una gran disputa. Lilith, enfadada, adentróse en la gruta de Majpelah, la única salida del paraíso, y abandonó todas las comodidades del jardín del Edén, a su esposo y a Dios. Por esa misma cueva saldrían más tarde Adán y Eva, la segunda mujer de Adán, expulsados y condenados al dolor y la mortalidad; y en esa cueva serían enterrados. Lilith, sin embargo, viviría hasta el Gran Juicio errando por el mundo, engrosando con su nombre las tropas del ya viejo infierno, castigada a sufrir cada día la muerte de cien hijos.
Se multiplicaron las maldiciones, la furia del primer enfado no decrecía. Al contrario, la guerra entre los inmortales alcanzó el mundo de la materia, y los humanos pasaron a ser las piezas clave de la partida.
No obstante, por un corto lapso de tiempo, todo se tranquilizó, hubo una tregua, el abismo se relajó; pero los desterrados, que tenían prohibido visitar la Gloria, sólo pudieron moverse por la Tierra, comunicándose entre ellos o con los mortales, arrastrando a éstos en la elección de a qué mundo decidían enviar su espíritu una vez que la carne hubiera perecido.
Pero la execración heredada por los malignos era demasiado fuerte, perceptible por todos los sentidos. Se olía, se oía. Los demonios tenían que entrar en el espíritu de los mortales despacio, engañando y halagando, disfrazándose para que los hombres y las mujeres del globo los escucharan. Si se hubieran presentado tal como eran, jamás hubieran penetrado en ningún alma. Emanaban perfumes agrios, misteriosos y lóbregos, provocaban sensaciones pavorosas aun cuando no se les veía. La mayoría optó por esconder su verdadera naturaleza, pues pocos mortales los hubiera aceptado. Y digo pocos porque, entre otras historias, no podemos olvidar la de Astarot.