11
Allí se ocultaba la puerta. Cayetano Brulé destrabó un pestillo y abrió. Un vaho de humedad lo saludó desde la oscuridad. Bajo los haces de luz de las linternas de los agentes apareció una escalera estrecha, sinuosa, de peldaños de piedra, que conducían hacia un subterráneo.
Descendieron en silencio, siguiendo a Brulé. Soplaba una corriente fría. Alguien habló de murciélagos. Desembocaron en un pasadizo que llevaba a varias piezas sin ventanas. Pero estaban vacías, y sus pisos de tierra pulcramente barridos. Absolutamente vacías.
—Salvo esta —corrigió el detective empujando otra puerta de madera.
Adosadas a las paredes se amontonaban las cajas de herramientas. Serían una veintena, cada una de más de un metro de largo y cuarenta centímetros de ancho. Sus etiquetas hablaban de sierras, palas y taladros eléctricos. Estaban claveteadas.
—¡Ábranlas! —gritó Zamorano, que había recuperado la voz y el temple.
La orden, pronunciada detrás de Brulé, hizo que el detective se sobresaltara.
Varios agentes comenzaron a descerrajar las cajas. Brulé observó en silencio desde el umbral de la pieza. Apretó su cajetilla de Lucky Strike en el bolsillo. Podía palpar la agitación que flotaba en la semioscuridad.
—¡Son armas, armas nuevas, engrasadas aún! —exclamó de pronto uno de los agentes.
—Casi todas del Este —indicó otro, paseando el haz de su linterna por las cajas que se iban abriendo—. Pistolas 7.65, de China, CZ 75, subametralladoras Escorpión, de Checoslovaquia, y un par de Hechler und Koch MP5, de Alemania.
En otra de las cajas, cuidadosamente empacados, los agentes hallaron una fotocopiadora japonesa e impresos del Frente. Además, un pequeño archivo con documentación y disquetes TDK, probablemente conteniendo información de la organización.
Kollmann apareció escoltado por dos agentes en el subterráneo. Alguien iluminó su rostro. Estaba deprimido y ojeroso.
—Silvio —dijo Brulé—, está acusado de liderazgo de grupo terrorista, tenencia ilegal de armas, ingreso al país con identidad falsa y también del homicidio de Cristián Kustermann y Samuel Léniz.
El rostro del detenido intentó una sonrisa descalificadora. Sus ojos vagaron incrédulos por el lugar. Se escuchaba el eco de los pasos de los agentes, de sus movimientos precisos y del descerrajamiento de las cajas. El hombre carraspeó y preguntó:
—¿Quién me delató?
—Cálmese —replicó Brulé—, usted mismo se delató.
El esposado fijó sus ojos en los de Brulé. Tenía huellas de viruela en el rostro y unos brazos musculosos, y sobre el pecho velludo una medallita de oro.
—Usted se delató cuando nombró a Cristián Kustermann antes de asesinarlo —agregó Brulé—. Fue clave para mí. No sé si lo hizo para asegurarse de que era él en aquella oficina apenas iluminada o para comunicarle las razones del «ajusticiamiento». No podía ser un crimen común si había nombre de por medio.
Brulé encendió tranquilamente un cigarrillo, aspiró profundo. Tenía una perspectiva cómoda. Estaba protegido por las semipenumbras y las linternas enfocaban al esposado. Continuó:
—Cristián lo nombró en su diario de vida poco antes del asesinato. Pese a su existencia misteriosa, usted dejó huellas, las suficientes como para que yo lo ubicara y supusiera que volvería a Chile cobijado por una empresa alemana.
—¿Cómo me ubicó aquí?
—Si no hubiese asesinado también a Léniz, nunca habría dado con usted —añadió Brulé—. Solo al ver el cadáver de Léniz descubrí que tenía el mismo anillo de Cristián Kustermann. Ahí sospeché que el jade simbolizaba una organización. ¿Usted olvidó que llevaba un anillo idéntico, hecho en Panamá?
El detenido echó un vistazo sobre sus manos y se percató de que llevaba el anillo desde hacía mucho. Un murmullo brotó de la oscuridad.
—Además, lleva su argolla matrimonial en la mano izquierda. Los alemanes la llevan en la derecha.
—¿Fue por eso? —preguntó el hombre cabizbajo, observando los anillos.
—Pero hay más, usted culpó a Kustermann del soplo que condujo a la policía a descubrir la caja con armamentos para el Frente en Valparaíso —puntualizó Brulé. Los demás escuchaban en derredor—. Era lo que necesitaba para condenar a muerte a Cristián.
Brulé hizo una pausa. Se atusó el bigote. Agregó:
—Después liquidó a Léniz porque este sospechaba que usted había tendido la trampa a Kustermann. Léniz podía volcar a su favor la dirección del movimiento y denunciarlo.
—No sé de qué habla —replicó el detenido, clavando sus ojos a la altura donde presumía que se hallaban los de Brulé.
—Sí sabe —insistió el detective—. Usted liquidó a los dos dirigentes del Frente porque ellos querían integrarse a la vida legal y pasar el movimiento a la vida política.
El esposado soltó un escupitajo que estuvo a punto de dar en un botín de Brulé.
—Pero a usted no le convenía —continuó este calculadamente—, porque la empresa que representa se dedica en realidad al comercio de armas. Es gente que está vendiendo las armas de la exseguridad del estado germano-oriental, de las cuales nadie tiene un inventario exacto. ¿Buen negocio, verdad? Son baratas, por lo tanto al alcance de los extremistas de lado y lado en el mundo.
El detective aspiró profundo, luego instaló el cigarrillo en una esquina de su boca e introdujo las manos en los bolsillos del pantalón. Así se quedó largo rato mirando al detenido. Después cogió el cigarrillo entre el índice y el pulgar, lo acarició un instante y lo tiró al suelo. La lumbre murió bajo su suela.
—Deseo ver a mi abogado —dijo el detenido.
—Pero lo que me convenció de que usted tenía que ser Silvio —agregó Brulé— fue que se tiñera el pelo. ¿Raro, no? Me pareció sintomático que un hombre se tiñera el pelo rubio, que abre tantas puertas en América Latina, y prefiriera el negro. Este hombre se esconde, me dije.
El detective hizo una nueva pausa en la que soltó una sonrisa agria. Se pasó una mano por sus cabellos ralos y la guardó después en el bolsillo del pantalón. Un agente se le acercó y le dijo algo al oído. Brulé bajó la vista.
—¿Sabe? —añadió levantando los ojos—. Todo indica que la pistola que hallamos en su velador es el arma con que asesinaron a Cristián Kustermann.
No esperó respuesta. Giró sobre sus talones, seguido de Suzuki, buscó el pasillo y subió los peldaños que conducían a la claridad de la cocina. Necesitaba un café bien cargado.