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Tras permanecer tres días en el Johanniter, hospital que con silueta de agencia financiera domina el magnífico valle del Rin desde lo alto de una colina verde, Cayetano Brulé retornó al hotelito en compañía de Schimanski, un inspector de la brigada de homicidios de Bonn. Era un hombre rudo y corpulento, de grandes ojos verdes, que desconfiaba de todos, especialmente del detective.

—Si los turistas latinoamericanos son escasos aquí, los detectives latinoamericanos en plan de turismo son inexistentes —precisó Schimanski en inglés con aplastante lógica germana.

Una alianza inquietante, pensó Brulé.

El panorama se le había complicado con el frustrado homicidio. Ahora se encontraba en manos de los médicos y la policía, y la fiscalía de Bonn había iniciado una investigación.

En los interrogatorios el detective había declarado no alimentar la más mínima sospecha sobre la identidad de quienes podrían haber intentado asesinarlo. Juró que carecía de enemigos e insinuó que se había tratado de una acción racista, cosa que a las autoridades pareció un relato extraído de las agencias de prensa extranjeras.

—Si no es por el camarero —interrumpió el inspector mientras conversaban en el lobby—, a estas alturas usted iría volando cómodamente en un Lufthansa a Chile, en bodega climatizada, se entiende.

Dejaron el lobby, franquearon una puerta pesada y entraron a un barcito en penumbras. Olía a tabaco, humedad y sudores. Una vez instalados al final de la barra, ordenaron dos Koelsch a un dependiente con aspecto de catedrático. Durante la espera, en la que el mozo fue tragado por la oscuridad, Brulé ofreció al inspector un Lucky Strike de su última cajetilla.

—A ver si son tan buenos como los alemanes —dijo Schimanski y extrajo dos.

Resucitando de la oscuridad, el mozo dejó caer con violencia poco académica dos enormes jarras de cerveza sobre la barra y volvió a eclipsarse. La espuma que bajaba lentamente por los bordes, tranquilizó a Brulé.

—A su salud, colega —dijo Schimanski elevando la jarra como si fuese un dedal.

Era cerveza alemana.

El local estaba prácticamente vacío, con excepción de dos siluetas que cuchicheaban sentadas a una mesa en torno a una botella de vino y otra de agua mineral.

—¿Los conoce? —preguntó Schimanski apuntando hacia ellos.

Alguien abrió la puerta del bar y un haz de luz cayó momentáneamente sobre la pareja.

Se trataba de un viejo de melena rizada y barba tupida, que usaba terno de solapas anchas y una elegante cinta al cuello. Hablaba acariciando delicadamente una copa de vino blanco. El otro, el que escuchaba, era un joven de perfil romano, barbilla chata y contextura atlética, que vestía una chaqueta guerrillera de color verde olivo.

—En mi vida los he visto —confesó Brulé.

—Parte de mi trabajo —repuso Schimanski con aire misterioso y luego encendió un cigarrillo.

—¿Los espía?

—Los vigilo. El viejo es un teórico de la revolución social, estudió hace mucho en la universidad de Bonn y ahora vive del seguro, de artículos que escribe para gacetas renanas y de un amigo empresario de Manchester.

—¿Y qué persigue?

—El poder.

—¿Y el del uniforme?

—Es caribeño. Hijo de terrateniente azucarero. Se lo pasan horas discutiendo. Ese persigue la historia.

—¿Peligrosos?

—Mientras discutan teorías, creo que no.

—En mi perra vida los había visto.

Pagaron a medias la cerveza y volvieron a la claridad del lobby. Brulé pidió las llaves y aguardaron el ascensor.

—¡Bueno, suelte la pepa! —ordenó Schimanski cambiando el tono afectuoso una vez en la habitación—. ¿A qué vino a Alemania?

—Vine a turistear, aunque no me lo crea —insistió Brulé.

—Esa no me la trago. En Miami matan turistas, no aquí —repuso el inspector extrayendo un pañuelo enorme de su pantalón.

—Probablemente a alguien no le gustó mi aspecto de árabe o creyó que tenía mucho dinero encima.

—No se haga ilusiones, colega —corrigió Schimanski sonándose sin mirarlo—. No hay nadie en este país que crea que un tercermundista tiene dinero. Ni los asaltantes.

—Usted se equivoca, Schimanski, las apariencias engañan —replicó Brulé tratando de recuperar prestancia, empresa seriamente disminuida por el descomunal parche que aún enarbolaba sobre la ceja izquierda. Pero a fin de cuentas daba lo mismo, el oficial no lo escuchaba.

Echó una mirada a la plaza. El mercado bullía atestado de clientes abrigados aquella mañana clara en que todo, menos su situación, era nítido y de contornos precisos.

—Y si a un detective alemán no le alcanza para pasarse unas vacaciones en Río —continuó el inspector—, déficit que, por cierto, tengo que plantear en el próximo plenario del sindicato, menos le puede alcanzar a un sabueso mexicano para venir a Alemania.

—Chileno —rectificó Brulé.

—No es lo mismo, pero da igual —apuntaló el inspector.

Brulé temió que su situación legal empeorara. El ánimo de Schimanski permitía pronosticarlo.

Además, las autoridades habían notificado a la embajada de Chile sobre el intento de asesinato, confiando en que una institución solvente se hiciese cargo de los costos de la hospitalización. Pero la diplomacia, sinuosa como siempre, brillaba hasta ese momento por su ausencia.

—Después de esto, solo me queda abandonar a la brevedad posible el país —comentó Brulé a su colega, mientras buscaba ropa interior limpia en su maleta.

—Lo más probable es que el asesino intente liquidarlo nuevamente, pero ojalá que para entonces usted ya esté fuera de nuestro distrito —dijo Schimanski doblando su pañuelo con la precisión de una vendedora de enaguas—. No me gustan los asuntos que no entiendo.

—No se preocupe, que después de esta, me voy a ir volando.

—Pero antes de emprender el vuelo, le sugiero pase al menos por el Johanniter, donde le aguarda una suculenta factura en marcos.