18
Seguramente Martín Chacón había conocido días mejores en su juventud.
Ahora era un hombre esmirriado y pálido, de unos cincuenta años, que ocupaba un banquillo demasiado bajo detrás del mostrador del kiosco número 73, entre collares de conchitas, campanas de greda, palomas de la paz y poemas escritos en papel de arroz.
Pero el brillo de sus ojos diminutos delataba que había sido testigo de algo más que del desplazamiento de clientes por el pasillo húmedo y sombrío de la feria de artesanía de Valparaíso.
—¿Don Martín? —preguntó Brulé aquel mediodía caluroso por entre las palomas que se balanceaban suavemente con la brisa marina. Llevaba unos cubrelentes oscuros sobre sus nuevos anteojos para ocultar el morado de sus párpados y para disimular el parche sobre la ceja izquierda.
Mirándolo desde abajo con desconfianza, el hombre apretó el mate con la bombilla entre sus manos finas. Era prácticamente lampiño y cubría su cabeza con una gorra verde de la Shell.
—Con él —gruñó sin inmutarse. Tenía un tono agudo de voz, como el de un adolescente.
Brulé se sintió incómodo. El hombre le observaba el parche en la ceja y seguramente había advertido los moretones que trataba de ocultar detrás de sus anteojos. Se ordenó las puntas de su bigote y después enfundó las manos en los bolsillos, tratando vanamente de ser un cliente más.
—Vengo de parte del Neco, me dijo que usted podría ayudarme con una consulta…
—Usted dirá de qué se trata —respondió Martín Chacón poniéndose de pie. En su rostro se dibujó ahora una sonrisa tímida e interrogante—. Si es amigo del Neco, entonces es gente buena. ¿Se le ofrece algo en especial? Tenemos buenos precios…
Sonaba ridículo el plural utilizado por Chacón en aquel kiosco donde apenas había espacio para él. Por el rabillo del ojo Brulé percibió que los vecinos, que ofrecían palomas de la paz y poemas en papel de arroz idénticos a los de Chacón, seguían con curiosidad la conversación.
—No es un negocio muy bueno, pero podríamos encontrarnos en otro lugar, un poco más tarde —propuso Brulé.
Chacón volvió a tomar entre sus manos el mate y dio un sorbo largo y tranquilo con los ojos puestos en el mostrador, donde yacían un cuaderno de apuntes, unos libros amarillentos de la desaparecida editorial Quimantú y boletos de una rifa de los bomberos.
—¿Qué le parece si nos encontramos a la una en la Tao Tao? Un sándwich y un café no andarían mal, ¿no cree?
—Definitivamente no —repuso pensativo—. Mejor a la una y media, que a esa hora podemos abandonar la tienda.
El detective aprovechó la hora que lo separaba del encuentro para comprar una cajetilla de cigarrillos en un kiosco de diarios y obtener monedas para llamar a la oficina.
Suzuki ya había conversado con doña Adriana. La piedra del anillo de Léniz era jade negro, una piedra originaria de Guatemala y la India, que se trabajaba poco en Chile.
—¿Y qué novedades hay de Paula Gómez? —preguntó Brulé apoyando su cuerpo contra la caseta telefónica.
—Ah, se me olvidaba, jefe —la voz apenas se percibió, apagada por el paso de los buses en carrera por plena avenida Pedro Montt—. No la pude encontrar por teléfono ni ayer, ni hoy en la mañana. Anoche me respondió una viejita, que dijo que no sabía cuándo volvería. Y esta mañana no contestó nadie.
—Aprovecha de irte ahora mismo a montar guardia frente a la casa, tiene que llegar a almorzar al menos —masculló Brulé—. Llámame cuando la hayas encontrado, estaré en el Paseo Gervasoni o en la agencia.
El detective mató el tiempo sentado frente a la pileta de la Plaza Victoria. Las sombras de las palmeras brindaban un fresco agradable a esa hora, que aprovechaban los jubilados y desempleados para dormitar en los bancos.
Por la tarde, después de la conversación con Chacón, entraría nuevamente al departamento de Cristián para registrarlo por si encontraba el anillo de jade. Después tendría que compararlo con las fotos tomadas al de Léniz, aunque estaba seguro de que los anillos eran, si no idénticos, al menos muy similares.
Encendió un cigarrillo, el último de su cajetilla. Un niño, que tiraba del cordel de un pato de madera con ruedas, lo quedó observando alelado mientras lanzaba el humo por la nariz. ¿Le había llamado la atención el humo o el parche sobre la ceja?
De pronto le pareció demasiada casualidad que las dos personas que llevaban un anillo semejante hubiesen muerto con escaso margen de diferencia. ¿No estaría exagerando con sus sospechas? Era el gaje del oficio, la deformación de toda profesión, se dijo calmándose. No, no podía ser. Cristián había sido asesinado, Léniz había muerto en un accidente. Cada año morían en Chile más de mil personas en accidentes del tránsito, Léniz era uno más.
Sacó su libreta e hizo unos apuntes. Consultó su reloj. Era hora de dirigirse a la fuente de soda.
El Tao Tao era un local barato y a mal traer que daba a la ruidosa avenida Pedro Montt. Tomó asiento a la una y media en punto en una de las mesas adosadas al ventanal, y segundos más tarde arribó Martín Chacón. Ordenaron hot dogs y sendos chops.
—El Neco me dijo que usted me podría dar antecedentes sobre Cristián Kustermann, el dueño del restaurante Il Amico que fue asesinado hace unos meses —dijo Brulé entrando sin rodeos al tema.
Chacón colocó la gorra sobre la mesa, junto al ají y el ketchup, y se paseó un dedo sobre su calva pecosa recogiendo el sudor.
—El Neco dice muchas cosas, pero antes que nada quiero aclararle que odio a los tiras, así es que si usted es del club, mejor dejamos hasta aquí la conversación —advirtió Chacón intentando un aire resuelto.
—No soy policía —aclaró Brulé. Tenía que calmar a Chacón o se le evadiría—. Pero me gano el puchero como detective privado, y estoy investigando el asesinato de Kustermann, que Investigaciones no esclareció.
—Son incapaces de combatir el crimen, son corruptos y bajo la dictadura colaboraron con la DINA —gruñó Chacón.
Una señorita de uniforme conchevino y delantal blanco les trajo un par de hot dogs de los que chorreaba la mayonesa y unos vasos de cerveza coronados de espuma.
—Creo que estamos de acuerdo en eso —insistió el detective—, por lo que con mayor razón le pido que me ayude. Si el Neco me recomendó hablar con usted debe ser porque confía en usted y en mí. ¿O no?
Chacón tenía la mirada indecisa de los clandestinos y en sus gestos había algo de torpeza. Probablemente había escrito varias de las máximas y de los poemas impresos en papel de arroz que ofrecía en su kiosco, pensó Brulé. Las manos delgadas y albas, y su expresión calculada revelaban al sociólogo chileno de comienzos de los años setenta.
—¿Qué quiere saber de Kustermann? ¿Por qué no lo deja tranquilo ahora que está muerto?
—Porque hay versiones contradictorias sobre él, que no me encajan para explicar su muerte.
—Pero sí está claro que lo balearon porque opuso resistencia al asalto en su restaurante.
Chacón dio un gran mordisco por un extremo del hot dog. Tenía hambre.
—No opuso resistencia, y lo mataron igual —corrigió el detective.
El vendedor de palomas de la paz masticó a gusto. Se le habían llenado de mayonesa las comisuras de los labios.
—Lo liquidaron en un asalto, es el peligro que corremos todos los comerciantes —insistió Chacón con tono de solidaridad gremial.
—Dicen que Cristián Kustermann era izquierdista, más exactamente del Frente.
Chacón levantó la vista del hot dog, y miró fijo al detective. En sus ojos brillaban ahora severidad y reticencia.
—Es posible que haya sido un crimen de la ultraderecha —admitió—. En este país aún gobiernan los militares. Pero no crea que le voy a dar información sobre gente que militó en la revolución.
—¿Ni aunque esa información sirviera para aclarar un homicidio perpetrado por ultraderechistas? —preguntó Brulé probando la consistencia del hot dog y del comerciante.
Chacón miró hacia la calle, por donde pasaba un trolebús. Su mano izquierda buscó el vaso de cerveza.
—La gran lección que extrajimos de la época de la dictadura fue que los partidos revolucionarios deben operar siempre, también en democracia, a dos niveles, uno en la legalidad y otro en la clandestinidad —sentenció Chacón—. Eso lo previó Lenin en 1912. No estamos dispuestos a abrirnos ante desconocidos. ¿Qué seguridad tenemos nosotros de que usted no sea un agente de inteligencia enemiga?
Había vuelto a aparecer el plural en primera persona. Chacón sorbió con parsimonia del vaso. Ahora miraba fijo al detective.
—No le puedo demostrar que no lo soy —replicó Brulé reprimiendo un suspiro—. Pensé que con el mensaje del Neco bastaba. Solo estoy tratando de investigar un caso que la policía oficial, la que cooperó con Pinochet, como dice usted, no resuelve.
El comerciante sacó una servilleta del contenedor de aluminio y se la pasó por los labios. Luego la convirtió en una pelotita que arrojó al plato en que venía el hot dog.
—Además —continuó al rato—, es muy poco lo que sé del Cristián en términos políticos.
—¿De qué onda era?
—Era un cabro de la burguesía —sentenció—. Está muy bueno, ¿puedo pedir otro? —preguntó cambiando de tono—. La cotización del Frente me deja apretado con mis ingresos —añadió a modo de disculpa.
Brulé asintió con la cabeza.
—¿Otro chop también? —preguntó.
—Es un buen día para beber cerveza helada. ¿Por qué no?
El detective ordenó dos hot dogs y dos cervezas más.
—¿De la burguesía?
—Sí —continuó Chacón acariciándose la barbilla. Había algo de satisfacción en su rostro al constatar que el otro aceptaba sin más su conceptualización—. Se unió a la lucha antifascista a fines de los setenta, era un cabro joven, eso fue antes de irse a Europa.
—¿Se afilió a algún partido de izquierda en aquel tiempo?
—No —replicó el comerciante. Cuando intentaba recordar enarcaba las cejas—. Era un tipo que se ganó las simpatías de algunos dirigentes revolucionarios de la región, era útil porque por su aspecto y extracción social podía operar como un correo seguro.
La señorita del uniforme retiró los platos y volvió a servir un par de hot dogs repletos de mayonesa. Chacón añadió ketchup sobre la mayonesa.
—¿De quién era correo?
—¿Ve que usted quiere saber más de lo que yo le puedo decir? —reclamó Chacón con una sonrisa decepcionada—. Aguántese, yo no he dicho que haya actuado como correo, le di a entender que yo creo que pudo haber sido un buen correo.
—¿Pero trabajó con usted?
—Conmigo nunca. Usted sabe que en la época de la dictadura se trabajaba muy compartimentadamente. ¿Usted qué hacía? —preguntó el comerciante a quemarropa.
—Yo hacía lo mismo que hago ahora, ganarme la vida investigando casos que me ofrecían.
—¿Y nunca le pidieron investigar el paradero de un detenido-desaparecido?
Le había tocado la hora a los chops.
—En realidad nunca —dijo Brulé jugando con el vaso frío—. No fue culpa mía. Nadie recurrió nunca a mí con un caso así. Quiero que sepa que yo siempre me he dedicado a investigar casos de poca monta, soy un proletario de la investigación policial.
No lograba vencer el recelo de Chacón. Era muy probable que este iniciara más adelante investigaciones sobre su propia agencia y que descubriera que había nacido en Cuba. Para un revolucionario, todo cubano que vive fuera de Cuba por decisión propia es un traidor, un gusano, recordó Brulé.
—Bueno, uno sabía entonces a quién recurrir. Cosas como esas eran asuntos de confianza, como el de elegir a un abogado —afirmó el comerciante con desdén—. ¿Y cómo conoció al Neco?
Tragó un largo sorbo de cerveza. La comida se le estaba enfriando, y la conversación le incomodaba ahora.
—En la época dura —respondió Brulé manteniendo la vista ante los ojos escrutadores del comerciante—. Habrá razones por las cuales el Neco me mandó a verlo, ¿no cree?
—El Neco —repitió el otro pensativo—. ¿Sabe?, el Neco tampoco es santo de mi devoción. Desde que se metió a empresario ha cambiado. Es así. El ser determina la conciencia, como dice Carlos Marx, y nuestro Neco se va convirtiendo a diario, quiéralo o no, en un burgués que busca salarios más bajos, productos más baratos y más clientela…
—Estábamos hablando de Cristián Kustermann…
Chacón había dado cuenta de su segundo hot dog.
—Cristián era lo que yo le dije. No sé más —se excusó mostrando sus palmas.
—Eso era cuando se fue, ¿pero cuando llegó? ¿Seguía siendo de izquierda?
El comerciante hizo chasquear la lengua con un gesto de amargura y bebió.
—Bueno, pasó lo que va a pasar algún día inexorablemente con el Neco —pronosticó como oteando el futuro—. Se convirtió en disidente, rompió con la revolución y volvió cambiado.
—¿Por qué algunos piensan que era derechista antes de salir de Chile?
—Jugó el papelito. Era la mejor forma de protegerse.
—¿Les hizo daño al retirarse?
—Mire, yo sé lo que usted está pensando —repuso Chacón apuntándolo con el índice—. Si la revolución liquidara a todos los que la traicionan, este país sería un charco de sangre mucho mayor. Pero nosotros creemos que es un proceso natural de decantación, de purificación del movimiento revolucionario, que al final se queda solo con los mejores cuadros. La calidad es lo importante, ¿entiende?
Había algo de la gesticulación de Fidel Castro en los movimientos nerviosos de Chacón cuando se internaba por la política. Brulé habría apostado a que el comerciante había sido dirigente estudiantil.
—Hoy muchos de los revolucionarios de los setenta son socialdemócratas de derecha y se avergüenzan de su pasado, y reniegan del socialismo y de Cuba —comentó Chacón bajando la vista. Empinó el vaso y acabó drásticamente con la cerveza—. Estamos en una época de resaca revolucionaria, pero la rueda de la historia sigue rodando.
—¿Y Cristián Kustermann nunca les declaró la guerra? —preguntó Brulé cogiendo una servilleta. Definitivamente no terminaría su segundo hot dog. Sentía un dolor agudo en las encías y tenía deseos enormes de ir a orinar.
—Cristián volvió de Alemania y se dedicó a la pizzería, no habló más de política, cambió sus ideales por los tallarines y las salsas. Allí lo encontró la muerte. Habría sido más noble haber muerto combatiendo contra la dictadura —reflexionó Chacón pasándose la palma de la mano sobre la calva—. Se empachó con la política y se despidió de ella para siempre.
—¿No ha pensado a qué puede haberse debido este cambio?
Una sonrisa mezclada con un eructo con olor a cerveza se dibujó en su rostro lampiño.
—¿Qué cree usted? —preguntó esgrimiendo una risita lasciva—. Alemania, la buena plata, las rubias tetonas, un padre con billete. Un burgués no se hace nunca el harakiri…