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Suzuki llegó a las seis de la mañana a la casa de Cayetano Brulé. Venía entumido de frío en su parca verde. El amanecer prometía un cielo sin nubes y las grúas seguían moviendo contenedores en el puerto.

La noche anterior, tras retornar de Santiago, el detective había llamado a su asistente al Kamikaze, ordenándole presentarse al día siguiente en el Paseo Gervasoni para que viajaran a la capital.

Se instalaron junto a la mesita de la cocina, sobre la que descansaban un tarro de Nescafé, un azucarero y una minúscula cámara de video. Brulé tostó unas hallullas añejas. La leche estaba a punto de hervir en una negruzca ollita de aluminio.

—¿Y esta elegancia, jefecito? —preguntó Suzuki apuntando a la cámara.

—La compré con cargo a la investigación. Ya te enseñaré a manejarla. No me costó nada aprender.

Llenó dos tazones con leche y los colocó sobre la mesita. Después sirvió las hallullas.

—Menos me costará a mí, que soy japonés, como la cámara, jefe —dijo Suzuki sentándose.

—Apúrate, que tenemos que viajar y déjate de fanfarronadas —ordenó el detective dando un mordisco al pan seco.

—¿A Santiago los boletos? —preguntó Suzuki.

Su hallulla presentaba un aspecto deplorable.

—Es un día decisivo —anunció Brulé echando cuatro cucharadas de azúcar—, pero no me pidas que te explique. Ahora nos vamos a Santiago a vigilar a un par de pájaros que me interesan.

Acto seguido le entregó a Suzuki una hoja en que había anotado los nombres de dos de los cuatro representantes que quería chequear, así como una deficiente fotocopia de sus retratos y las direcciones de sus residencias y oficinas.

—En cuanto lleguemos a Santiago —indicó—, tú te vas a la residencia de Teodor Schmidt, que vive en Vitacura a la altura de Luis Carrera. Debes filmarlo sin que se dé cuenta. Para eso llevarás mi bolsón deportivo, en el que ocultarás la cámara.

El bolsón estaba en el suelo. Junto a él se había echado Esperanza a dormitar.

—Después de Schmidt —agregó Brulé—, te vas a la oficina de Technocommerz, en Huérfanos 995, tercer piso. Allí tienes que esperar a Albert Kollmann, que arribará, como buen gerente, cerca de las nueve de la mañana. Allí harás lo mismo.

Suzuki mordisqueó la hallulla y la hizo bajar con un sorbo de leche. Al menos esta estaba caliente.

—¿Y usted qué va a hacer mientras tanto en Santiago? —preguntó calentándose las manos con el tazón.

—Voy a chequear a otros dos pájaros similares.

—¿Son peligrosos? —preguntó inquieto Suzuki.

—No creo, pero fílmalos con disimulo, la cámara tiene un zoom fantástico.

Abandonaron la casa a las seis y media y alcanzaron a duras penas el terminal rodoviario con el Lada.

—Cuando Kustermann me pague, te voy a regalar esta porquería y me voy a comprar un Chevrolet 1959, que autos como esos ya no se fabrican —se juró el detective mientras intentaba destrabar la manilla de su puerta para abandonar el vehículo.

Avanzaron pegados a las rejas del Congreso Nacional, cruzaron a toda carrera la avenida Pedro Montt, donde aún dormían profundamente los hoyos de la calzada, y alcanzaron la boletería.

—Tendrás doble oportunidad para observar a los pájaros —precisó Brulé mientras se acomodaba en el bus—, por la mañana, cuando vayan a sus trabajos, y a mediodía. Creo que Schmidt y Kollmann hacen pausa cerca de la una y media. No puedes fallar. El que se desocupe, vuelve a mi casa. La llave está, como siempre, debajo del felpudo.