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Escogieron una mesita oculta detrás de un pilar en el restaurante del City, en la calle Compañía. Estaba desocupado a esa hora, y a través de sus ventanales se filtraba implacable la resolana. Ordenaron el menú del día.

Maturana, vistiendo un terno café a rayas y una corbata de flores manchada de aceite, había cumplido íntegramente el pedido de Cayetano Brulé, y disfrutaba ahora con satisfacción el pisco sour que habían ordenado de aperitivo.

—Aquí está la lista con los nombres, las edades, la nacionalidad y las direcciones de los representantes de las empresas —dijo Maturana extrayendo del bolsillo interior de su chaqueta una hoja de papel impresa en computadora.

La chaqueta le quedaba estrecha, como si Maturana hubiese engordado en exceso desde su compra, mientras que las solapas revelaban que el traje había experimentado su época de esplendor hacía un decenio.

Brulé desdobló el papel, aplanó la hoja para leerla sobre la mesa y encendió un cigarrillo. El funcionario disfrutaba el interés despertado por la lista, y de vez en cuando lanzaba una mirada de reojo por el local, lo que solo servía para confundir a los garzones, reunidos a la entrada a la espera de clientes.

De las doce empresas, cuatro eran representadas por chilenos, seis por alemanes, una por un panameño y la última por un guatemalteco. Ocho ejecutivos vivían en Las Condes, dos en Santiago centro y los dos restantes en Lo Curro.

—Y aquí tienes una fotocopia de los retratos de los personajes —agregó Maturana haciendo resbalar otra hoja sobre el mantel blanco.

Era una fotocopia borrosa.

Las fotos nunca salen bien en una fotocopia, pensó Brulé. La dobló en cuatro y se la guardó en el bolsillo interior. Luego elevó su copa de pisco sour y dijo:

—Buen trabajo.

Bebieron en silencio.

Brulé volvió a examinar el documento.

Lo más importante ahora para Brulé era la edad de los integrantes de la lista. Consideraba que los hombres claves eran los que andaban entre los cuarenta y cincuenta años. Si aplicaba este criterio de exclusión, quedaban cuatro, el resto superaba con creces los cincuenta, e incluso dos tenían más de sesenta.

El mozo trajo el menú del día: comenzaba con una sopa de arvejas, que sería seguida por un pollo al cognac. Todo acompañado de medio litro de tinto de la casa.

Con la servilleta el detective se desprendió la espuma del pisco sour que colgaba de su bigote. Carraspeó, se ordenó hacia atrás los cabellos lacios y continuó:

—¿Estas empresas eran empresas de la desaparecida Alemania oriental, o no?

Maturana sacudió la cabeza saboreando la sopa de arvejas. Tenía un resabio ácido que le agradaba.

—Mira, ninguna de esas empresas funcionaba —afirmó— cuando existía la República Democrática Alemana, pero siete de ellas pertenecían al estado germano-oriental.

—No entiendo —dijo Brulé apoyando la cuchara en un borde del plato—. ¿Son todas de la época post-socialista?

—Las siete de que te hablo son refundaciones, ¿entiendes? Fueron inscritas en Chile como sociedades nuevas, pero en la práctica solo cambiaron de nombre, porque en el pasado representaban a las empresas estatales de Alemania oriental.

—¿Y por qué cambiaron de nombre?

—Muy sencillo, sus casas matrices fueron privatizadas en la parte oriental de Alemania, con lo que cambiaron de nombre, y sus representaciones en el mundo también cambiaron posiblemente de nombre, aunque siguen dedicadas a las mismas operaciones.

Brulé partió la hallulla y se introdujo un trozo en la boca.

—¿Eso significa que sus representantes son comunistas?

—No necesariamente —repuso Maturana. Tenía unos labios finos y colorados, y unos ojillos pícaros—. En la era comunista, los representantes eran del partido gobernante o de su confianza, pero tras la privatización de las empresas, los representantes no son necesariamente los mismos de antes, con lo que sus representantes actuales pueden no ser comunistas.

Brulé trató de ordenar mentalmente lo que le decían.

—¿Todas las empresas germano-orientales privatizadas pasaron a manos de empresarios occidentales? —preguntó.

Maturana negó con la cabeza. La cuchara quedó a medio camino entre su boca y el plato.

—No, hay grupos de excomunistas germano-orientales que compraron las empresas, y las siguen dirigiendo como grupo privado en una sociedad ahora de libre mercado. ¿Entiendes?

Brulé asintió.

—¿Y las otras cinco? —preguntó.

Maturana descubrió que había agregado una mancha adicional a la colección de su corbata. Optó por colocarse una servilleta de papel al cuello, ahora tenía aire de escolar desorientado. Después de maldecir la sopa de arvejas, dijo:

—Las otras cinco son empresas nuevas, de reciente inscripción en Chile. Me imagino que antes, cuando pertenecían al estado comunista, no negociaban con Chile, y que ahora, tras la privatización, se abrieron a nuevos mercados.

—Dime, entonces, bajo el régimen de Pinochet ¿existían relaciones comerciales con Alemania oriental?

—Pero claro —afirmó Maturana junto con terminar su sopa y limpiarse los labios—, había mucho intercambio comercial, pese a que políticamente las relaciones andaban por el suelo.

El mozo trajo los pollos al cognac y se alejó llevando los platos soperos. Una que otra mesa comenzaba a ser ocupada por oficinistas y empleados públicos que almorzaban bajo la presión del escaso tiempo de que disponían en su pausa de mediodía.

Brulé echó otro vistazo a la lista. Los cuatro que contaban con alrededor de cuarenta años, y que por lo mismo le interesaban, eran un alemán que representaba a una empresa de Dresde, otro que estaba a la cabeza de una de Berlín Este, el panameño, que también dirigía una firma de la misma ciudad, y el guatemalteco, a cargo de una empresa de Leipzig.

—Pero ahora dime, ¿qué te traes entre manos? —preguntó el funcionario.

—No te lo puedo decir, pero tú y Torres pueden contar con un buen weekend cuando vayan a Valparaíso —afirmó Brulé soltando una carcajada maliciosa—, de eso me encargaré yo personalmente.

—Mejor que no —rebatió Maturana preocupado.