17

Días más tarde, en una mañana brumosa y fría en que los zorzales no aparecieron, Cayetano Brulé abandonó la cama y antes de continuar sus investigaciones tuvo que acudir al oculista por un nuevo par de anteojos. Suzuki, Margarita y la siempre fiel Esperanza le sirvieron de lazarillos, pues su avanzada miopía le impedía alejarse solo de casa.

La golpiza había sido contundente. En algún lugar de la subida de El Mercurio había dejado la punta de un colmillo, y en el hospital Carlos van Buren habían tenido que calzarle tres puntos sobre la ceja izquierda para cerrarle un tajo profundo.

No le quedó más que despedirse de la chaqueta de su terno, hecha jirones por la desigual refriega, de su fiel Smith and Wesson, de su antigua billetera de plástico comprada en la feria y de los marcos oscuros de sus anteojos.

Los carabineros no habían dado aún con los asaltantes y a modo de consuelo le manifestaron que al menos había salido con vida del atraco. Pero Brulé estaba convencido de que se trataba de una medida intimidatoria vinculada con la investigación que llevaba adelante.

El día que se sintió restablecido, hizo venir a casa a Suzuki temprano por la mañana. Su aspecto era todavía deplorable. Tenía los labios hinchados, una mejilla inflamada, los ojos en tinta y un gran parche sobre la ceja izquierda.

—Pero, jefazo, esta historia no la cuenta dos veces —comentó Suzuki sin poder reprimir una sonrisa al ver a Brulé aparecer rengueando envuelto en una bata verde de algodón.

Margarita, que se había instalado en la casa para el período de emergencia, les preparó un desayuno consistente en huevos a la copa, pan tostado con mantequilla y un café cargado.

—Jefe —dijo Suzuki ofreciendo la silla al investigador—, no pude averiguar un solo dato sobre Samuel Léniz: Vivía solo.

—Tengo que hablar urgentemente con Paula Gómez —recapacitó Brulé mordiendo la tostada con cuidado, ya que aún le sangraban las encías—. Pero no contesta el teléfono y su madre la niega. Yo sé que me está esquivando. Tienes que ubicarla, haz guardia frente a su casa, y dile que es urgente y que corre peligro.

No era cierto, pero quizás de esa manera podría picar el anzuelo y concederle una nueva entrevista. Tenía varias preguntas que hacerle, y estaba seguro que Paula sabía algo más de lo que le había contado la primera vez. Al menos tendría que estar al tanto de los amigos alemanes de Cristián.

Brulé había perdido la oportunidad de ubicar a Paula Gómez en el entierro de Samuel, al que habría asistido, pero el reposo absoluto le había impedido viajar a Santiago. Seguía siendo imperioso hablar con ella.

—Hay algo más que deseo encargarte —añadió. Margarita había sacado a pasear a Esperanza—. Acércate a la joyería Zeldis, de la calle Esmeralda, y consulta sobre lo siguiente.

El detective extrajo de su bata un par de fotos.

—Me las trajo anoche Pepe Alcántara, el fotógrafo de La Estrella. Son de la mano de Samuel Léniz, ¿conoces esa piedra?

El asistente observó detenidamente las fotos en blanco y negro.

—De piedras no sé nada —admitió Suzuki.

—Muéstraselas a doña Adriana para que las identifique —ordenó Brulé—. Yo no me atrevo a ir a verla en esta facha. Pregúntale sobre la procedencia de esta piedra, y si existe en Chile. Me llama la atención que Cristián y Léniz hayan utilizado un anillo idéntico. ¿Será símbolo de algo?

Suzuki lanzó una sonrisa mal intencionada.

—¿Novios? —especuló soltando ahora una carcajada.

—Los antecedentes que poseo no dan para eso —replicó Brulé, serio—. Me inclinaría a decir que simbolizan una hermandad…

—¿De qué?

—No lo sé, solo me lo imagino. Pero descarto absolutamente la teoría de la homosexualidad —repuso Brulé poniéndose de pie.

Dejaron la mesita de la cocina y se encaminaron por el pasillo hacia la salida de la casa. El detective abrió una hoja de la mampara de cristales brumosos para dejar entrar el olor intenso del mar de febrero. Se filtraron también los ecos metálicos del puerto.

—La alianza podría estar vinculada con negocios oscuros —sugirió Suzuki.

El detective extrajo una cajetilla de Lucky Strike del bolsillo de la bata. Encendió un cigarro.

—No puedo ni aspirar —se quejó.

Frente a la casa pasó una anciana con rostro adusto y seco acompañando a un Dackel.

—Buenos días, don Cayetano —saludó la mujer con voz cascada, sin detener su marcha, como el perro—. ¿Ya recuperado?

—Gracias, doña Ulrike, mucho mejor, mucho mejor —replicó Brulé esbozando una sonrisa. No la pudo distinguir más que por su voz—. Es una antigua maestra de gimnasia del colegio alemán, que funcionaba en Pilcomayo —explicó en voz baja.

La alemana se perdió en dirección al Café Turri, y el Paseo Gervasoni quedó desierto hasta que un grupo de turistas emergió del edificio del funicular.

—Sigo creyendo que la respuesta está en la estadía de Cristián en el extranjero —continuó Brulé—. De nada sirve especular sobre el significado del anillo, no nos conducirá a la verdad. Hay que buscar el origen de ese símbolo.

—¿La clave está en Alemania? —preguntó Suzuki.

—Allá o en los países donde Cristián vivió antes de instalarse en Alemania.

La camanchaca se había adueñado ahora férreamente de Valparaíso, que se había desvanecido en una nube gris y densa.