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Carlos Mastronardi
A.: Borges, alguna vez le oí decir que hay poetas que no aceptan la manera natural que tienen para expresarse. Los ejemplos que usted daba eran los de Leopoldo Lugones y Ezequiel Martínez Estrada. El primero era más bien sencillo, pero quería parecer complejo; el segundo era complejo, pero quería parecer simple.
B.: Sí, recuerdo esa referencia que yo hice. Lugones fue, creo yo, un hombre sencillo, un hombre de convicciones y de pasiones sencillas. Sin embargo, empleó un estilo barroco para expresarse. Ese estilo barroco ha sido usado, con toda justicia, por algunos discípulos suyos, como el mejicano López Velarde, por citar un ejemplo. Pero cuando Lugones escribe su espléndido libro El Payador, y habla de la llanura, lo hace de una manera muy sencilla. Por eso yo sostengo que el mejor estilo de Lugones está dado en estas cosas sencillas y no en la manera barroca, que no le corresponde. En cambio, tenemos una mente muy compleja, como la de Ezequiel Martínez Estrada, que usa el estilo barroco de Lugones, pero él era naturalmente barroco, y esa manera le correspondía.
A.: ¿Y en el caso del poeta Carlos Mastronardi?
B.: Bueno, Mastronardi era sencillamente barroco, pero se resistía a serlo; buscaba la sencillez.
A.: Y sin duda esa sencillez la logró con intensidad, ¿no?
B.: Por cierto que sí.
A.: ¿Por qué no continuamos hablando de Carlos Mastronardi?
B.: Pero, claro, como no.
A.: Sígame explicando esa sencillez buscada por Mastronardi.
B.: Bueno, cuando Mastronardi dice, por ejemplo, «El cansancio era fiel a su voz», quizá es un modo rebuscado de decir: hablaba con voz cansada. En otros casos Mastronardi logra la sencillez que quería para sus versos. Yo recuerdo estas líneas admirables de su poema Luz de provincia: «Un sosiego de estancias perdidas en la dicha». Allí Mastronardi alcanza su mayor intensidad con versos sencillos.
A.: Borges, ¿no le parece a usted que Luz de provincia es menos un poema de Entre Ríos que de la nostalgia de Entre Ríos?
B.: Yo creo que sí. Es un poema de la nostalgia de Entre Ríos desde Buenos Aires. Joyce dijo que él había elegido tres cosas; una de ellas fue el destierro. Mastronardi también se desterró voluntariamente a Buenos Aires. Eligió un barrio triste como la Avenida de Mayo, para ver mejor, para sentir más a Entre Ríos. Es decir, Mastronardi sentía que la nostalgia es, quizá, la posesión más íntima de la inmediatez. Poseemos lo que perdemos; ese es el encanto que tiene el pasado. El presente carece de ese encanto. Yo creo que el pasado es una de las formas más bellas de lo perdido.
A.: Los alejandrinos de Luz de provincia intentan una recuperación del pasado, y al evocarlo, diríamos que lo consiguen, ¿verdad?
B.: Es cierto. Acaso toda evocación sea una forma de recuperar el pasado. Mastronardi invoca lugares y nombra al amor y a la amistad, y en ese manantial abreva su pasado.
A.: Todo ese largo poema abunda en expresiones felices.
B.: Sí. Y a lo largo de ese poema, Mastronardi parece entregarse al goce de la lentitud; su voz es siempre tranquila y reflexiva, como debe ser cuando se evoca el pasado. En la estrofa inicial de Luz de provincia, Mastronardi no menciona el nombre de Entre Ríos, sino que lo sugiere. Siempre sugerir es más eficaz que decir. Por ejemplo, Virgilio pudo haber dicho Troya fue destruida, pero dijo simplemente: Troya fuit, Troya fue; y eso tiene más fuerza. Mastronardi no menciona el nombre de Entre Ríos; deja que nosotros lo descubramos, al decirnos: Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre. Entendemos que se trata de un lugar rodeado por el agua. Él ha dicho sin decirlo, Entre Ríos. Pero ¿por qué no recordar toda la estrofa que es lindísima?
Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre;
sus costas están solas y engendran el verano.
Quien la mira es influido por un destino suave
cuando el aire anda en flores y el cielo es delicado.
A.: Borges, hay otra estrofa memorable en ese poema que yo siempre la recuerdo; es aquella que refiere el duelo a cuchillo entre dos paisanos.
B.: Ah, pero por supuesto, esa estrofa es admirable. Hay otros versos, de un poeta de San Nicolás, Horacio Rega Molina, en los que —de una manera vulgar, diría yo— intenta referirse al duelo a cuchillo. Pero esa manera no es tan feliz. Dice así:
Ahí se quedaron dos, brava pareja,
de alpargata plegada en el tobillo,
que se quitan de la ceja el rulo
con la punta del cuchillo.
Esos versos son poco convincentes, ya que el cuchillo es un arma poderosa y no es fácil aceptar que en un duelo se lo use para peinarse.
A.: Los versos de Mastronardi obviamente son más bellos y, casi sin decirlo, lo dicen todo, ¿no?
B.: Pero claro. Los versos de Mastronardi tratan, yo diría que para siempre, ese antiguo tema del duelo a cuchillo.
Una vez se miraron y entendieron dos hombres.
Los vi salir borrosos al camino, y callados,
para explicarse a fierro: se midieron de muerte.
Uno quedó: era dulce la tarde, el tiempo claro.
¡Qué lindos versos!, ¿no?
Una vez se miraron y entendieron dos hombres.
Es decir, sabían que tenían que batirse, sabían que uno mataría al otro, o que los dos morirían.
Los vi salir borrosos al camino, y callados,
Borrosos porque no querían llamar la atención; nadie tenía por qué saber que esos hombres iban a matarse.
Para explicarse a fierro: se midieron de muerte.
La última, se midieron de muerte, es una frase literaria, pero muy hermosa. Y luego:
Uno quedó: era dulce la tarde, el tiempo claro.
La tarde, el tiempo claro, cumplen con lo suyo, cumplen con su naturaleza, tal vez indiferentes a esa tragedia. ¡Son versos admirables!, y, como dice usted, casi sin decirlo, lo dicen todo.
A.: Esa busca de la sencillez, nada ingenua, por supuesto, ya puede reconocerse en Tierra amanecida, un libro que Mastronardi publicó a instancia de sus amigos en 1926.
B.: Sí. Esa línea poética, que lo aleja de Lugones, no la abandonará nunca. Yo creo que Mastronardi, a diferencia de otros poetas de su época, se distancia de la sorpresiva metáfora. Él buscaba otra cosa. Era un hombre culto que no quería mostrar sus lecturas, pero, a su vez, cautamente se apartó del criollismo.
A.: ¿Podríamos decir que el tono de Mastronardi trataba de acercarse a la lengua oral de los provincianos cultos, Borges?
B.: Podríamos. Mastronardi parece dialogar con el campo, con las evocaciones de su provincia natal, en un tono apacible y discreto, alejado de todo énfasis. Él no necesita disfrazarse de gaucho ni exaltar cuatreros o batallas famosas; él habla de las estancias, de los amigos, de las arduas tareas rurales, convoca al amor con palabras adecuadas, y nos recuerda que «es hermoso pasar por estos campos».
A.: ¿Por qué no me habla de su amistad con Carlos Mastronardi?
B.: Bueno, yo le debo mucho a Mastronardi; fuimos íntimos amigos, pero yo sentía que él me juzgaba todo el tiempo. Me juzgaba y me absolvía generalmente. Recuerdo a dos amigas mías a quienes yo presenté a Mastronardi: una, Victoria Ocampo. Cuando le tendió la mano, él le dijo inmediatamente: «Ya sabía yo que usted era muy superior a la otra señora». Y Victoria le preguntó: «¿A qué otra señora?». «A la de Samotracia», le respondió Mastronardi. La otra, era Ema Risso Platero. Había llegado a Buenos Aires después de haber pasado dos meses en París; yo se la presenté, y él se quedó deslumbrado por ella. Mastronardi se deslumbraba muy fácilmente ante la belleza femenina, y en ese caso tenía toda la razón para deslumbrarse. Bueno, yo se la presenté, y le dije: «Ema Risso Platero». Y Mastronardi comentó: «¡Quién pudiera decir, Platero y yo!».
A.: ¡Qué ingeniosa y qué espontánea presentación!
B.: Ah, eran muy lindos los cumplidos que Mastronardi tenía con las mujeres. Yo no sé por qué él no lo quería a Arturo Capdevila, otro gran poeta. Él usaba a Capdevila como una medida; decía, por ejemplo: «No tengas un Capdevila de duda». Es decir, lo usaba como una medida mínima. Sobre su relación con Capdevila, que no era muy buena, recuerdo otra anécdota que me contó Wally Zenner. Capdevila y Mastronardi fueron a visitarla; Capdevila se apoderó de la conversación, era fácilmente hablador y no menos ingenioso que Mastronardi. Habló durante dos horas, Mastronardi quedó excluido; luego Capdevila se levantó, miró el reloj, y dijo: «No debemos abusar del tiempo de la hermosa Wally; nuestra visita ha sido larga, tal vez muy larga». Y Mastronardi, que casi no había abierto la boca, completó: «Menos que Melpómene, doctor, menos que Melpómene».
A.: Muy justo y muy gracioso. Una manera sutil de darle a entender que se había excedido en la conversación. Con la pluma, mejor dicho, con su navaja de escribir, Mastronardi como crítico solía ser terrible también, ¿no es cierto?
B.: Sí. Yo recuerdo que un vez hizo el comentario del libro de un conocido periodista, que se atrevió a publicar un libro de cuentos, y, entre otras cosas más o menos por el estilo, decía: «Es una obra levemente aburrida». El autor tomó esas palabras como un elogio y le envió una carta agradeciéndole la crítica.
A.: Sabe, Borges, yo lo recuerdo a Mastronardi como un gran solitario, como un inseparable amigo de la noche.
B.: Es verdad. Yo tuve siempre la sensación de que Mastronardi estaba solo y de que él cultivaba la soledad. La soledad de Mastronardi yo la relaciono siempre con la de Rafael Cansinos-Asséns. Mastronardi sentía como algo propio que la derrota tiene una dignidad que no tiene la victoria, y que el fracaso es también un éxito, un éxito secreto. Yo creo que por eso él buscó esa zona de la Avenida de Mayo, uno de los sitios más tristes de Buenos Aires. Y buscó, como aquel personaje de Poe, el caballero Auguste Dupin, primer detective de la literatura, la noche. Mastronardi, al igual que Dupin y su amigo, que recorrían de noche las calles de París, encontraba ese estímulo intelectual que solo puede dar la noche de una gran ciudad.
A.: Yo, que personalmente lo supe acompañar algunas veces, creo que Mastronardi era un admirable abusador de la noche, ¿no le parece, Borges?
B.: Sí. Mastronardi abusó de la noche, sabiamente abusó de la noche; nunca del alcohol. Ahora, también abusaba del café, pero está muy bien, porque el café y la noche se parecen ciertamente. Y, además, la noche, el café y el insomnio son casi la misma cosa. Yo recuerdo a Mastronardi, acaso como también lo recuerda usted, siempre confundido con la noche. Lo recuerdo ante una taza vacía de café, sentado en un bar de la Avenida de Mayo, esperando el alba, que en ese barrio es muy triste. Eso, Mastronardi lo hacía deliberadamente; ya que esa atmósfera se mezclaba a su melancolía.
A.: Usted me contó que lo visitó pocos días antes de su muerte. ¿Cómo fue esa visita, Borges?
B.: Y, muy dolorosa. Fuimos a verlo con María Kodama a un sanatorio que estaba ubicado en la calle Ayacucho. Conversamos; él le dijo cosas amables a María, y luego, nos dimos cuenta que estaba cansado, por lo tanto la visita duró poco. Pero, creo que Mastronardi y yo sentimos que aquella era una despedida, ya que él estaba muy enfermo. Algunos días más tarde, recibí la triste noticia de su muerte.