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Recorriendo la manzana asignada, de puerta en puerta, fui poniendo inyecciones de antitoxinas; mantenía la pistola en una mano y la jeringuilla en la otra. Se trataba de uno de los barrios más viejos de Jefferson City. Sólo se veían cuchitriles, y las viviendas databan de cincuenta años atrás, por lo menos. Había administrado ya un par de docenas de inyecciones, y aún tenía que poner otras tres docenas antes de ir a reunirme con mis compañeros en el ayuntamiento. Empezaba a sentirme cansado de aquel trabajo.
Sabía perfectamente por qué había venido; no era sólo curiosidad; quería verlas morir. Quería contemplar su agonía, verlas muertas, dominado por un odio implacable que se sobreponía a todos mis demás sentimientos. Pero ahora que las había visto muertas ya tenía bastante; lo único que quería era volver a casa, tomar un baño y olvidarlo todo.
No era un trabajo difícil; tan sólo monótono y repugnante. Hasta entonces, todas las babosas que había encontrado estaban muertas. Disparé contra un perro medio agazapado que me pareció que tenía una joroba; no estaba muy seguro, porque la luz era escasa. Nos lanzaron poco antes de la puesta del sol, y ahora estaba casi oscuro del todo.
Terminé de registrar la casa en que me encontraba, di unas voces antes de abandonarla, para cerciorarme de que no quedaba nadie, y salí a la calle. Ésta estaba casi desierta; con toda la población enferma de fiebre, eran pocos los viandantes. Sin embargo, vi venir a un hombre hacia mí, dando traspiés y con los ojos muy abiertos e inexpresivos. Le grité:
— ¡Eh, usted! —Se detuvo. Yo le dije—: Tengo lo que le hace falta para ponerse bien. Extienda el brazo.
16 Amos (Por toda respuesta, me golpeó débilmente. Yo le propiné un directo tratando de no hacerle demasiado daño, y él cayó de bruces. Sobre su espalda mostraba las rojas picaduras producidas por una larva; escogí un lugar bastante limpio en la zona del riñón izquierdo y le clavé la aguja, doblándola para romper la punta una vez clavada. Las ampollas llevaban una carga de gas; no era necesario hacer otra cosa.
El primer piso de la casa siguiente contenía siete personas, la mayoría tan enfermas que no dije nada y me limité a ponerles la inyección, marchándome luego a toda prisa. No tuve ninguna dificultad. El segundo piso estaba en la misma situación que el primero.
En el último piso había tres habitaciones vacías. Para entrar en una de ellas tuve que hacer saltar la cerradura de un disparo. El cuarto piso estaba ocupado, aunque eso sólo es una manera de hablar. Había una mujer muerta en la cocina con la cabeza aplastada. Tenía aún una babosa sobre los hombros, pero muerta también. Salí de allí a toda prisa y miré en derredor.
En el cuarto de baño, sentado en una anticuada bañera, había un hombre de mediana edad. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y mostraba las muñecas ensangrentadas. Pensé que estaba muerto, pero levantó su mirada cuando yo me incliné sobre él.
— Llega demasiado tarde —me dijo, sombrío—. He matado a mi esposa.
O demasiado pronto, pensé. Por lo que se veía en el fondo de la bañera, y a juzgar por su rostro ceniciento, hubiera sido mejor que hubiese llegado cinco minutos después. Le miré preguntándome si debía ponerle la inyección o no.
— Mi hijita… —musitó.
— ¿Tiene una hija? —dije, hablando muy fuerte—. ¿Dónde está?
Sus ojos giraron en sus órbitas y no pronunció palabra, dejando caer la cabeza de nuevo. Yo le grité, y luego hundí mi pulgar en su cuello, pero no le encontré el pulso.
La niña estaba en una cama, en una de las habitaciones. Era una criatura de ocho o nueve años, que de haber estado bien hubiera sido muy linda. Se levantó y se puso a llorar, llamándome papaíto.
— Sí, sí —dije, tratando de calmarla—, papaíto se encargará de ti.
Le puse la inyección en una pierna; ella ni siquiera se dio cuenta. Me volví para irme, pero ella volvió a llamarme:
— Tengo sed. Quiero un vaso de agua.
Tuve que volver a entrar en aquel macabro cuarto de baño.
Mientras le daba el vaso de agua mi teléfono sonó, haciéndome verter algo del líquido.
— ¡Hijo! ¿Me oyes?
Me llevé la mano al cinturón y conecté el micrófono.
— Sí. ¿Qué ocurre?
— Estoy en el pequeño parque situado al norte del barrio donde tú estás. Me encuentro en un aprieto.
— ¡Voy en seguida!
Dejé el vaso y me dispuse a marcharme. Luego, dominado por la indecisión, volví sobre mis pasos. No podía dejar a la niña allí, para que al despertarse se encontrara con sus padres muertos. La tomé en brazos y bajé hasta el segundo piso, entrando por la primera puerta que encontré y dejándola sobre un sofá. En aquel piso había algunas personas, demasiado enfermas para ocuparse de la niña, pero era todo cuanto yo podía hacer.
— ¡Date prisa, hijo!
— ¡Voy volando!
Salí como una exhalación y no perdí más tiempo hablando. La zona asignada a mi padre se hallaba directamente al norte de la mía, formando un paralelo con ella y terminando en un minúsculo parque. Cuando di la vuelta a la manzana no le vi de momento y seguí corriendo.
— ¡Estoy aquí, hijo, en este autoavión!
Esta vez le oí por el teléfono y de viva voz. Di media vuelta y descubrí el vehículo, un enorme Cadillac muy parecido a los que solía emplear la Sección. Había alguien en su interior, pero estaba demasiado oscuro para distinguirlo claramente. Me aproximé con cautela hasta que le oí decir:
— ¡Gracias a Dios! Creí que no vendrías nunca. Ahora supe que era mi padre.
Tuve que agacharme para entrar. Entonces él se apoderó de mí.
Cuando recuperé el conocimiento, me di cuenta de que estaba atado de pies y manos. Me hallaba en el asiento del copiloto, y en el otro se hallaba el Patrón con las manos en los mandos. El volante del copiloto estaba abatido y fuera de mi alcance. Al comprender que el autoavión surcaba el espacio, me desperté del todo. Se volvió hacia mí y dijo alegremente:
— ¿Te encuentras mejor?
Pude ver entonces la babosa que llevaba sobre los hombros.
— Algo mejor —admití.
— Siento haber tenido que golpearte —prosiguió—, pero no había otra opción.
— Ya lo supongo.
— Por el momento tendrás que seguir atado. Más tarde ya arreglaremos las cosas de otro modo.
Sonrió con su peculiar sonrisa perversa. Lo sorprendente del caso era que su propia personalidad seguía mostrándose a través de todas las palabras que le hacía pronunciar la babosa.
No pregunté a qué se refería con sus últimas palabras; prefería ignorarlo. Me dediqué a probar mis ligaduras, pero el viejo las había asegurado sólidamente.
— ¿Adónde vamos? —pregunté.
— Hacia el sur. —Manipuló en los mandos—. Sí, hacia el sur. Concédeme un momento para dejar parado este aparato, y te explicaré lo que nos espera.
Estuvo ocupado durante unos segundos y luego dijo:
— Ya está. Ahora se mantendrá quieto a diez mil metros.
La mención de esta gran altura me obligó a mirar el tablero de mandos. El aparato no sólo parecía uno de los autoaviones de la Sección; en realidad lo era.
— ¿Dónde encontró este aparato? —le pregunté.
— La Sección lo tenía oculto en Jefferson City. Yo lo busqué y vi que nadie había dado con él. Fue una suerte, ¿no?
Podía existir una opinión contraria, pensé, pero no quise discutir. Estaba calculando aún las posibilidades, que me parecieron muy remotas y desesperadas. Me había despojado de mi pistola. La llevaba probablemente en su costado, y fuera de mi alcance; yo no podía verla.
— Pero eso no fue lo mejor —prosiguió—; tuve la buena suerte de ser capturado por el que con toda seguridad era el único amo sano de toda la ciudad de Jefferson, aunque eso no quiere decir que crea a ciegas en la suerte. Así es que al final hemos ganado. —Sonrió—. Esto es como jugar una partida doble en un difícil campeonato de ajedrez.
— No me ha dicho usted adónde vamos —insistí.
No me quedaba otra cosa que hacer sino hablar.
Él meditó:
— Lejos de Estados Unidos, claro. Mi amo es tal vez el único que está libre de la fiebre de nueve días en todo el continente, y no quiero arriesgarme. Creo que la península del Yucatán nos conviene, y allí nos dirigimos. Allí podemos ocultarnos y aumentar el número de nuestros adeptos, para seguir luego hacia el sur. Cuando volvamos, ¡y volveremos!, ya no cometeremos las mismas equivocaciones.
— Oiga, padre, ¿no podría librarme de estas ataduras? Me impiden la circulación. Usted ya sabe que puede confiar plenamente en mí.
— Paciencia, paciencia, todo llegará. Espera a que conecte el piloto automático.
El autoavión siguió subiendo; a pesar de su potencia, diez mil metros de altitud era mucho para un coche que empezó siendo un modelo familiar.
— Parece usted olvidar que estuve con los amos mucho tiempo. Ya los conozco…, y además le doy mi palabra de honor.
Él sonrió.
— No quieras pasarte de listo. Si ahora te soltara, o bien me matarías tú o sería yo quien tendría que matarte. Y te quiero vivo. Llegaremos muy lejos, hijo, tú y yo. No tenemos un pelo de tontos y nos haremos los amos. —No respondí. Él prosiguió—: A propósito: dices que ya conoces a los amos. ¿Por qué no me hablaste con más franqueza, hijo? ¿Por qué me lo ocultaste?
— ¿El qué?
— Nunca me dijiste lo que se sentía. Hijo, no tenía ni idea de que pudiese sentirse tal paz, contento y bienestar. Hace muchos años que no me sentía tan feliz; nunca lo había sido tanto desde… —mostró una expresión sorprendida y luego prosiguió—:… desde que murió tu madre. Pero eso no importa ahora; esto es mejor. Tendrías que habérmelo dicho.
De pronto me sentí lleno de disgusto, hasta el punto de olvidar toda mi astucia.
— Tal vez yo no lo vea así. Y usted tampoco lo vería, viejo loco, si no tuviese una babosa sobre sus espaldas, hablando por su boca y pensando con su cerebro.
— Calma, calma, hijito —dijo suavemente, y lo peor es que su voz me calmó—. Pronto cambiarás de opinión. Créeme, para esto fuimos creados; éste es nuestro destino. La humanidad ha estado dividida, llena de luchas intestinas. Los amos le darán la paz y la unidad.
Me dije para mí coleto que probablemente habría idiotas bastante capaces de aceptar esa teoría, y de entregar sus almas voluntariamente a cambio de una promesa de paz y seguridad. Pero nada dije.
— No tendrás que esperar mucho —me dijo de pronto, mirando de soslayo a los mandos—. Lo dejaré allí parado. —Puso el piloto automático, comprobó los instrumentos y oprimió algunos botones—. Próxima parada: Yucatán. Ahora, manos a la obra. —Se levantó del asiento y se arrodilló a mi lado en la estrecha cabina—. Hay que asegurarse —dijo, mientras sujetaba el cinturón de seguridad en torno a mi cintura.
Le golpeé el rostro con mis rodillas.
Él se apartó y me miró sin la menor expresión de cólera.
— Vamos, vamos. Tendría que enfadarme…, pero los amos no se enfadan. Anda, sé bueno.
Volvió a acercarse, comprobando las ligaduras de manos y tobillos. Su nariz sangraba, pero no se preocupó en secársela.
— Estate quieto —dijo—. Ten paciencia; no durará mucho.
Se sentó en el asiento del piloto y se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas. Esa postura colocaba directamente bajo mi campo visual a su amo.
Nada ocurrió durante algunos minutos, y yo me limité a seguir forcejeando con mis ligaduras. A juzgar por su aspecto, el viejo se había quedado dormido, pero yo no me fiaba.
De pronto, se formó una línea a lo largo del córneo revestimiento pardo de la babosa, que se fue ensanchando poco a poco. Ahora ya podía ver el horror opalino que ocultaba. El espacio existente entre las dos mitades del caparazón se ensanchó más y comprendí que la babosa se estaba dividiendo, absorbiendo vida y materia del cuerpo de mi padre para convertirse en dos.
Comprendí también, helado de terror, que sólo me quedaban cinco minutos de vida individual. Asistía al nacimiento de un nuevo amo, el cual pronto estaría a punto para apoderarse de mí.
Si con mis solas fuerzas humanas hubiese podido romper las ataduras que me sujetaban, las hubiera roto. Pero no lo conseguí. El Patrón no prestaba la menor atención a mis esfuerzos. Dudo que estuviese consciente; sin duda, las babosas debían utilizar alguna medida de control mientras estaban ocupadas con su división. Era posible que se limitasen, simplemente, a inmovilizar a su esclavo. Sea como fuere, el viejo no se movía.
Cuando renuncié a seguir luchando, deshecho y convencido de que no podía romper mis ligaduras, pude ver ya la línea plateada que recorría el centro de la babosa y que significaba que la división tocaba a su fin. Fue eso lo que me hizo cambiar de idea si es que quedaban ideas en mi cerebro delirante.
Tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos igualmente atados, y el cinturón de seguridad me sujetaba con fuerza al asiento. Pero mis piernas, a pesar de estar atadas una contra otra, estaban libres desde la cintura hacia abajo. Me agazapé para tomar más impulso y levanté con fuerza las piernas, dejándolas caer en un terrible golpe sobre el tablero de instrumentos, a consecuencia de lo cual se dispararon todos los propulsores a chorro.
El resultado fue espantoso. El aparato entró en picado, y mi padre y yo nos sentimos aplastados contra los asientos. El golpe fue mucho más terrible para él, porque no se hallaba sujeto como yo. El golpe contra el respaldo de su asiento fue violentísimo, aplastando materialmente a su larva, abierta y desvalida.
Mi padre fue presa de aquel reflejo total y horrible, aquel espasmo de todos los músculos que yo ya había contemplado otras veces antes. Luego se dejó caer de bruces sobre los mandos, con el rostro contraído y los dedos agarrotados.
El autoavión caía vertiginosamente.
Yo permanecía sujeto en mi asiento, sin poder evitar que siguiera cayendo. Si el cuerpo de mi padre no hubiese alterado con su peso los mandos, tal vez hubiera podido hacer algo, quizá remontar el aparato con mis pies atados. Probé a hacerlo, pero sin el menor éxito. Los mandos estaban probablemente averiados.
La aguja del altímetro descendía con rapidez. Antes de darme cuenta habíamos bajado ya a tres mil metros. Luego a dos mil…, mil quinientos…, mil…, y empezamos a recorrer nuestro último kilómetro.
A quinientos metros, el dispositivo de radar funcionó, y los propulsores delanteros se dispararon todos a la vez. El cinturón me oprimió terriblemente el estómago. Me creía ya salvado y pensaba que el aparato recobraría el equilibrio…, aunque hubiera debido saber que era imposible, con el cuerpo de mi padre bloqueando los mandos. Volví en mí y poco a poco fui notando un suave movimiento de balanceo. Aquello me molestaba y quería que terminase, pues el menor movimiento me causaba un dolor insoportable. Conseguí abrir un ojo —el otro no se quería abrir—, y miré con gran esfuerzo en derredor, buscando la causa de mi disgusto.
Tenía sobre mí el suelo del autoavión, pero yo lo contemplé durante largo tiempo antes de reconocerlo. Entonces empecé a darme cuenta de dónde estaba y a recordar lo que había pasado. Evoqué la caída y el terrible golpe, y comprendí que nos habíamos estrellado no contra el suelo, sino contra el agua. ¿El golfo de México? En realidad, poco me importaba.
Con un súbito acceso de dolor, pensé en mi padre.
El cinturón, roto, pendía sobre mi cabeza. Yo seguía con las manos y tobillos atados, y parecía tener un brazo roto. No podía abrir un ojo y sentía dolor en el pecho al respirar; pero dejé de pensar en mis heridas. Mi padre no seguía aplastado contra los mandos, lo cual me sorprendió mucho. Con un doloroso esfuerzo volví la cabeza para contemplar el resto del autoavión con mi ojo sano. El viejo no estafa lejos de mí, a un metro más o menos. Creo que tardé una media hora en franquear aquella distancia de un metro. Estaba cubierto de sangre, y frío, y yo estaba seguro de que estaba muerto.
Me eché con mi cara junto a la suya, casi mejilla contra mejilla. De momento me pareció que no tenía la menor señal de vida, y además, a juzgar por su postura retorcida, no se podía creer que viviese.
— Papá —dije con voz ronca. Luego grité—: ¡Papá!
Movió los párpados, pero no abrió los ojos.
— Hola, hijo —murmuró—. Gracias, muchacho…
Su voz se apagó.
Tenía deseos de sacudirlo, pero lo único que podía hacer era gritar.
— ¡Papá! ¡Abra los ojos! ¿Está usted bien?
Él volvió a hablar, y cada palabra parecía costarle un doloroso esfuerzo.
— Tu madre… decía… que estaba… orgullosa de ti.
Su voz volvió a extinguirse, y su respiración se hizo sibilante y fatigosa.
— Papá —sollocé—, no quiero que muera. Yo no podría hacer nada sin usted. Abrió los ojos.
— Sí, hijo, sí puedes. —Hizo una pausa, fatigado, y añadió—: Estoy muy mal herido, muchacho.
Volvió a cerrar los ojos.
No pude arrancarle una palabra más a pesar de mis gritos y sollozos. Apreté mi rostro contra el suyo y dejé que mis lágrimas se mezclaran con la sangre y el sudor.