23

Amanecía cuando Mary despertó, agitada y gimiendo. Le acaricié la cara suavemente y con voz queda le dije:

— Tranquila, mi amor. Todo va bien. Sam está a tu lado.

Sus ojos se abrieron y por un momento mostraron la misma expresión de horror de la víspera. Al verme, se calmó.

— ¡Sam! ¡Oh, querido!, qué horrible pesadilla…

— Todo ha terminado, cariño.

— Oye, ¿por qué llevas guantes?

En ese momento descubrió sus propios vendajes.

— Pero entonces —balbuceó—, ¿no fue un sueño?

— No, amor mío, no fue un sueño. Pero ahora todo va bien; yo la maté.

— ¿La mataste? ¿Estás seguro de que ha muerto?

— Completamente.

— ¡Oh! Acércate, Sam. Abrázame fuerte.

— Te haré daño en la espalda.

— ¡Abrázame! —La abracé, tratando de no tocar sus quemaduras. Entonces ella dejó de temblar—. Perdóname, Sam. Soy una débil mujer.

— Si hubieses visto en qué estado quedé yo cuando me liberé del parásito…

— Lo vi. Ahora cuéntame lo que ha ocurrido. Lo último que recuerdo es que me arrastrabas hacia la chimenea.

— Mira, Mary, no pude evitarlo; tenía que hacerlo. No había modo de desprenderla.

— Ya lo sé, querido, ya lo sé. ¡Y gracias por haberlo hecho! Te lo agradezco desde lo más profundo de mi corazón. De nuevo te lo debo todo.

Ambos lloramos, yo me soné y proseguí:—Al ver que no respondías cuando te llamé, fui al salón y te encontré allí.

— Ya me acuerdo. ¡Oh, querido, hice todo cuanto pude!

Yo la miré.

— Lo sé, lo sé. Tratabas de huir. ¿Pero cómo? Cuando una babosa se apodera de una persona, su suerte está echada. No puede oponerse a ello.

— Sí, ya sé que perdí, pero traté de oponerme.

Mary había tratado de oponer su voluntad a la del parásito, y eso no puede hacerse. Estaba seguro de ello. Intuía que si Mary no hubiese podido enfrentarse a la babosa, aunque sólo fuera débilmente, yo hubiera llevado las de perder en la lucha, al no poder emplear toda mi fuerza contra mi propia esposa.

— Hubiera debido coger una linterna, Sam —prosiguió—, pero nunca se me ocurrió que hubiésemos de temer nada aquí. —Yo asentí; éste era nuestro seguro refugio, tan acogedor como un lecho o unos brazos amantes—. Pirata entró poco después. No vi la babosa hasta que lo acaricié, y entonces era demasiado tarde. —Se incorporó—. ¿Dónde está el gato, Sam? ¿Está bien? ¿Por qué no lo llamas?

No tuve más remedio que contarle la muerte de Pirata. Me escuchó con semblante inexpresivo, asintió y nunca volvió a mencionarlo. Cambié de conversación diciendo:

— Ahora que estás despierta iré a prepararte alguna cosa para desayunar.

— ¡No te vayas! —Yo me detuve—. No te apartes de mí lado por nada —prosiguió—. Iré contigo a preparar el desayuno.

— Nada de eso. Tú te quedas en la cama, como una buena chica.

— Ven y quítate los guantes. Quiero ver cómo tienes las manos.

Yo no me los quité; prefería no pensar en mis manos, pues los efectos de la anestesia habían pasado. Ella dijo, sombría:

— Tal como me imaginaba. Tus quemaduras son peores que las mías.

Entonces ella preparó el desayuno. Comió con bastante apetito, pero yo no quise tomar otra cosa que café. Insistí para que ella también tomase algunas tazas bien cargadas; las quemaduras de segundo grado no son para tomárselas a broma. De pronto apartó su plato y dijo:

— Querido, no lamento que haya pasado esto. Ahora ya sé lo que es. Ahora lo sabemos ambos. —Yo asentí en silencio. No hay bastante con compartir la felicidad. Se levantó y dije Debemos irnos.

— Sí —convine—, quiero que te vea un médico lo antes posible.

— No quería decir eso.

— Ya me lo imaginaba.

No había necesidad de discutirlo; ambos sabíamos que la fiesta se había acabado y que teníamos que volver al trabajo. El autoavión de alquiler seguía allí. Tardamos menos de tres minutos en quemar los platos, apagar todas las luces y estar listos para la partida.

Debido al estado de mis manos, era Mary la que pilotaba. Una vez en el aire, dijo:

— Vayamos primero a las oficinas de la Sección. Allí recibiremos tratamiento adecuado y sabremos lo que ha ocurrido en estas últimas semanas… ¿0 tal vez te duelen demasiado las manos?

— No, están bien —respondí.

Quería enterarme de la situación y volver inmediatamente al trabajo. Pedí a Mary que pusiese el estereoscopio para ver si sintonizábamos un noticiario. Pero el equipo de comunicación del autoavión era tan anticuado y defectuoso como él; ni siquiera pudimos captar una emisión radiofónica. Afortunadamente, los circuitos de control remoto estaban en perfecto estado, o de lo contrario Mary hubiera tenido que fiarse únicamente del control manual.

Una idea me obsesionaba; por último la comuniqué a Mary.

— Supongo que un titán no montará sobre un gato porque sí, ¿no crees?

— Supongo que no.

— Pero ¿por qué? Eso tiene que tener alguna razón; todo lo que hacen obedece a una razón; una espantosa razón, quizá, pero, desde su punto de vista, lógica.

— La razón es que así consiguieron apoderarse de un ser humano.

— Sí, ya lo sé. Pero ¿cómo puede habérseles ocurrido esa idea? No creo que haya tantos como para permitirse el lujo de colocarse sobre gatos por si se presenta la oportunidad casual de capturar a un ser humano. Aunque tal vez sí que puedan permitírselo.

Me acordé de Kansas City, la ciudad saturada de babosas, y me estremecí.—¿Por qué me lo preguntas, querido? Yo no poseo un cerebro analítico.

— No te hagas ahora la modesta y piensa en los hechos siguientes: ¿de dónde venía esa babosa? Tuvo que llegar hasta Pirata sobre la espalda de otra víctima. ¿Qué víctima? Aseguraría que era el viejo John, John «el Cabra». Pirata no hubiera permitido a ninguna otra persona que se le aproximase.

— ¿El viejo John? —Mary cerró los ojos y luego volvió a abrirlos—. No pude formarme una opinión sobre él. Nunca pude acercarme lo suficiente.

— Creo que es él por eliminación. El viejo John llevaba una guerrera, cuando todos los demás cumplían al pie de la letra la orden de llevar la espalda desnuda. Por lo tanto, estaba ya poseído antes de que rigiese el decreto. ¿Pero por qué habían escogido los titanes a un solitario que vivía entre las fragosidades del monte?

— Para capturarte.

— ¿Para capturarme?

— Mejor dicho, para volver a capturarte.

Eso ya tenía más sentido. Posiblemente, una víctima que consiguiese escapar era ya un hombre marcado; en ese caso, la docena escasa de miembros del Congreso que habíamos rescatado se hallaban en especial peligro. Tenía que anotar este hecho para que lo sometiesen a análisis.

Por otra parte, deseaban apresarme particularmente. ¿Qué tenía yo de especial? Era un agente secreto. Lo que era aún más importante, el titán que se había apoderado de mí debió de enterarse de todo cuanto yo sabía acerca del Patrón, sabiendo asimismo que yo tenía libre acceso a él. Tenía la intuición de que el viejo era su principal antagonista; el titán debió de enterarse de esa intuición, pues tenía pleno acceso a mi espíritu.

Aquel titán incluso había conocido al viejo, y hablado con él a través de mí. Un momento… ¡Pero había muerto! Mi teoría caía hecha trizas.

Mas en seguida volví a construir otra.

— Mary —pregunté—, ¿has utilizado tu piso desde la mañana en que tú y yo desayunamos en él?

— No. ¿Por qué?

— No vuelvas allí bajo ningún concepto. Recuerdo que pensé, mientras estaba con ellos, que tendría que convertirlo en un cepo para cazar incautos.—Pero no lo hiciste, supongo.

— No. Sin embargo, pueden haberlo hecho desde entonces. Puede haber el equivalente de la araña agazapada al acecho, esperando que tú o yo volvamos allí.

Le expliqué la teoría de Mcllvaine acerca de la memoria colectiva. En aquel momento pensé que estaban haciendo los castillos en el aire a que tan aficionados son los científicos. Pero ahora me parecía la única hipótesis capaz de explicarlo todo, a menos que asumiéramos que los titanes eran tan estúpidos que lo mismo les daba pescar en una bañera que en un riachuelo. Sin embargo, lo cierto es que no tenían un pelo de tontos.

— Un momento, querido. Según la teoría del doctor Mcllvaine, cada titán posee una perfecta identidad con cualquier otro, ¿no es eso? En otras palabras: el que se apoderó de mí anoche era idéntico al que tú llevabas a la espalda cuando estabas con ellos, e idéntico al que después se montó sobre ti. ¡Oh!, querido, me estoy confundiendo. Quiero decir…

— Ésa es la idea general. Por separado, son individuos; en conferencia directa confunden sus recuerdos y cada uno de ellos es igual al otro como dos gotas de agua entre sí. Si eso es cierto, el de anoche recordaba todo lo que supieron de mí, a condición, desde luego, de que hubiese celebrado conferencia directa con el que yo llevaba, o con otro que a su vez hubiese estado en conferencia directa, a través de un número indeterminado de ellos, con el que yo llevaba, lo cual puede asegurarse rotundamente, por lo que yo sé de sus costumbres. El primero hubiera… Espera un momento. Tomemos a tres titanes: George, Paul y John. Paul es el de anoche; John, el que…

— ¿Por qué les das nombres si no son individuos? —preguntó Mary.

— Sólo para distinguirlos. Tienes razón; supongamos que si Mcllvaine está en lo cierto, hay cientos de miles, tal vez millones de larvas que conocen hasta el último detalle de nosotros: nombre, señas personales, etcétera, que saben dónde vives tú, dónde vivía yo y dónde está nuestra cabaña. Estamos apuntados en una lista.

— Pero… —Mary frunció el ceño— ésa es una idea horrible, Sam. ¿Cómo pudieron saber que estábamos en la cabaña? No se lo dijimos a nadie. ¿Crees que se limitaron a marcarla con una cruz y esperar?

— Es posible. No sabemos lo que significa la idea de esperar para un titán; el tiempo puede tener para ellos una significación distinta de la nuestra.

— Como los venusianos —sugirió ella.

Yo asentí; es posible que un venusiano se case con su propia tataranieta, siendo incluso más joven que ésta. Eso depende de la manera como pase el verano, desde luego.

— De todos modos —dije—, tengo que informar sobre esto, sin olvidarme de nuestras suposiciones, para que luego se entretengan con el informe los muchachos del servicio analítico.

Estaba a punto de añadir que el Patrón era quien debía andar con más cuidado, admitiendo que fuese a él a quien buscasen con más tesón. Pero entonces sonó mi teléfono por primera vez desde que disfrutábamos de nuestro permiso. Respondí y la voz del Patrón se interpuso a la del locutor:

— ¡Ven inmediatamente!

— Vamos hacia ahí —contesté—. Tardaremos unos treinta minutos.

— Tiene que ser menos. Usa la entrada Ka cinco; di a Mary que use la ele uno. Daos prisa.

Cortó antes de que pudiera preguntarle cómo sabía que Mary estaba conmigo.

— ¿Lo has oído? —preguntó a Mary.

— Sí, estaba en el circuito.

— Parece como si la fiesta estuviese a punto de empezar.

Hasta que no hubimos aterrizado no empecé a comprender cuan grave se había vuelto la situación. Nosotros aún cumplíamos el decreto Espaldas Desnudas; no habíamos oído hablar del decreto Baño de Sol. Dos policías nos detuvieron al salir del aparato.

— ¡Quietos! —ordenó uno de ellos—. No se muevan.

Era imposible saber que eran policías, excepto por sus modales y las pistolas que empuñaban. Todo su atuendo se reducía a un correaje, zapatos y un sumarísimo taparrabos, sujeto con delgadas tiras. Al mirarlos más atentamente, vimos sus placas sujetas al cinturón.

— Ahora —prosiguió el primero—, fuera esos pantalones, muchacho.

Sin duda no obedecí con la rapidez deseada, porque él aulló:

— ¡Rápido! Ya hemos matado hoy a dos que trataban de escapar; tú puedes ser el tercero.

— Obedece, Sam —me dijo Mary, con voz tranquila. Obedecí, pues, quedándome vestido tan sólo con guantes y zapatos, sintiendo un ridículo tremendo; pero conseguí ocultar mi teléfono y mi pistola cuando me despojé de los pantalones cortos.

El policía me hizo dar la vuelta. Su compañero dijo:

— Está limpio. Ahora la otra.

Me disponía a ponerme de nuevo los pantalones; el primer policía me detuvo.

— ¡Eh! ¿Buscándose complicaciones? No vuelva a ponérselos.

Yo dije, tratando de mostrarme razonable:

— No quiero que me detengan por indecente.

Él pareció sorprendido y soltó una risotada. Volviéndose a su compañero, dijo:

— ¿Has oído eso, Ski?

El interpelado dijo pacientemente:

— Oigan, tienen que cooperar. Ya conocen lo ordenado. Si por mí fuese, podían llevar un abrigo de pieles. Pero nunca les detendrán por indecencia, sino por ir vestidos. Además, los vigilantes disparan todavía más rápido que nosotros. —Se volvió hacia Mary—. Ahora usted, señora, haga el favor.

Sin rechistar, Mary empezó a quitarse sus pantalones cortos. El segundo policía dijo amablemente:

— No es necesario, señora; ya veo que le están muy apretados. Dé lentamente la vuelta.

— Gracias —dijo Mary, obedeciendo.

— ¿Y qué hay de sus vendajes? —comentó el primero.

Yo respondí:

— Ha recibido graves quemaduras. ¿No lo ve?

Él contempló con semblante de duda el chapucero y voluminoso vendaje que yo le había hecho en la espalda.

— Hum… —dijo—, la verdad es que si se ha quemado…

— ¡Claro que se ha quemado! —Sentía que perdía los estribos; yo era el perfecto marido terco, que no admitía discusiones cuando se trataba de su esposa—. ¡Pero hombre, mire su cabello! ¿Cree que echaría a perder una cabellera tan espléndida sólo para engañarle?

El primer policía comentó, sombrío:

— Uno de ellos sí que lo haría.

El que demostraba más paciencia dijo:

— Mi compañero tiene razón. Lo siento, señora; tendremos que quitar esas vendas.

Yo exclamé muy excitado:—¡No pueden hacer eso! íbamos a ver a un médico. Esperen un momento.

Mary dijo:

— Ayúdame, Sam.

Yo me callé, y empecé a levantar uno de los lados del vendaje, mientras mis manos temblaban de rabia. El policía más anciano dio un silbido y dijo:

— Bueno, ya está bien. ¿Qué dices, Cari?

— Es bastante, Ski. Caramba, señora, ¿qué les pasó?

— Cuéntaselo, Sam.

Les conté lo que había sucedido. El policía más viejo comentó:

— Han salido bastante bien librados, puede usted creerlo, señora. ¿De manera que ahora se dedican a los gatos? Que lo hacían con los perros, ya lo sabíamos, y también con los caballos. Pero nunca hubiera dicho que un gato corriente pudiese llevarlo. —Su rostro se ensombreció—. Acabamos de adquirir un gato; tendremos que desprendernos de él. Mis hijos lo sentirán mucho.

— Es una verdadera lástima —dijo Mary.

— Es una época muy mala para todos. Bien, pueden ustedes irse.

— Esperen un momento —intervino el primero—. Ski, si esa señora va por la calle con ese bulto en la espalda, es fácil que disparen contra ella.

El más viejo se rascó la barbilla.

— Es cierto —dijo—. Tendremos que usar un coche celular para ellos.

Fueron a buscar uno. Acompañé a Mary al hotel —que era la entrada — para evitar explicaciones, y después me volví. Me sentí tentado de entrar con ella, pero el Patrón me había ordenado que usase la entrada K5.

Me sentí igualmente tentado de volver a ponerme los pantalones. En el coche celular y durante nuestra rápida marcha hacia la puerta lateral del hotel, rodeados de policías para evitar que nadie disparase contra Mary, aquello no me preocupó mucho, pero se necesitaba valor para salir a la calle sin pantalones.

No tenía por qué preocuparme. La corta distancia que tenía que recorrer fue suficiente para demostrarme que una arraigadísima costumbre se había fundido como la escarcha. La mayoría de los hombres llevaban reducidísimos taparrabos como los de los policías, pero yo no era el único que llevaba únicamente zapatos. Recuerdo a uno en particular; estaba apoyado contra una columna y escrutaba a todos los transeúntes con una fría mirada. Sólo llevaba zapatillas y un brazal con las letras VIG, y jugueteaba con una metralleta Owens. Vi a tres más como él; me alegré de llevar mis pantalones cortos en la mano.

Pocas mujeres circulaban desnudas por completo pero, con sus sujetadores y bragas translúcidos, parecía que lo estuvieran. Una larva no hubiera podido esconderse debajo. Por lo demás, la mayoría de ellas hubieran estado más presentables con una túnica; al menos ésa fue mi primera impresión, si bien no tardó en disiparse. Uno se habituaba en seguida a la fealdad de los cuerpos, y no les prestaba mayor atención que a los vehículos que circulaban. Parecía ocurrirles lo mismo a todos los viandantes, los cuales, aparentemente, habían adquirido una total indiferencia. Después de todo, la piel no es otra cosa que piel.

Me llevaron de inmediato en presencia del Patrón. Éste alzó la vista hacia mí y gruñó:

— Te has retrasado.

— ¿Dónde está Mary? —inquirí.

— En la enfermería. La están curando mientras dicta su informe. Enséñame las manos.

— Muchas gracias, pero ya se las mostraré al médico —repliqué—. ¿Qué es lo que pasa?

— Si te molestases en oír las noticias de vez en cuando ya lo sabrías —refunfuñó.