18

La ciudad tenía un aspecto extraño. Parecía la puesta en escena de una pésima obra de teatro. Sin embargo, no lograba determinar qué era lo que estaba mal.

Muchos de los barrios de Kansas City se componen todavía de viviendas unifamiliares, a veces de más de un siglo de antigüedad. Los niños juegan sobre el césped, y los propietarios reposan en el porche, tal como lo hacían sus bisabuelos. Si existen refugios atómicos, no resultan visibles. Esas extrañas mansiones cuadradas, construidas por arquitectos muertos mucho tiempo atrás, otorgan a dichos barrios la impresión de que se trata de puertos seguros. Recorrí numerosas calles de ese tipo, esquivando los balones, a los perros y a los niños, y tratando de impregnarme de la atmósfera del lugar.

Era esa hora muerta del día en que se suele tomar una copa, regar el césped o charlar con los vecinos. Observé a una mujer inclinada sobre un macizo de flores. Iba en bañador, y su espalda estaba desnuda. Era evidente que no llevaba parásito alguno, al igual que los dos niños que jugaban cerca de ella. ¿Qué había de anormal entonces?

Era un día muy caluroso; empecé a buscar con la mirada mujeres en bañador y hombres con pantalón corto. Kansas City está en una zona muy puritana; sus habitantes no se despojan de sus ropas, al llegar el calor, con la unanimidad con que lo hacen los habitantes de Laguna Beach o Coral Gables. Una persona adulta completamente vestida no llama la atención. Encontré, pues, personas vestidas de ambas maneras.., pero las proporciones se hallaban invertidas. Claro que había muchos niños vestidos de acuerdo con la época, pero en varios kilómetros sólo conté las espaldas desnudas de cinco mujeres y dos hombres.

Hubiera debido ver más de quinientas.

Era muy sencillo sacar la cuenta. Mientras algunas chaquetas, indudablemente, no cubrían amos, por simple proporción más del noventa por ciento de la población debía de hallarse poseída.

Aquella ciudad no estaba conquistada, sino saturada. Los titanes no se limitaban a poseer los lugares claves y los funcionarios más importantes; los titanes eran la ciudad.

Sentí un ansia loca de despegar y huir de la zona roja con la velocidad del rayo. Ya sabían que me había librado de la trampa tendida al entrar en la ciudad; a buen seguro andaban buscándome. Sin duda era el único hombre libre conduciendo un autoavión en toda la ciudad. ¡Y ellos me rodeaban por todas partes!

Luché contra aquel deseo. Un agente que huye no sirve para nada, y no está bien huir cuando las cosas se ponen mal. Pero aún no me había recobrado de la terrible impresión que significó sentirme poseído por un amo; me costaba mantener la calma.

Conté diez y traté de calcularlo. Tal vez me equivocaba; no era posible que hubiese suficientes amos para saturar una ciudad de un millón de habitantes. Recordé mis propias experiencias, acordándome de cómo atrapábamos a nuestros reclutas y hacíamos de cada uno de ellos uno de los nuestros. Desde luego, había habido otra oleada gracias a nuevos envíos, mientras que Kansas City había visto aterrizar con toda seguridad otro platillo en sus proximidades. Sin embargo, la cuestión seguía resultando muy poco clara; harían falta una docena de platillos o más para transportar las larvas que se necesitaban para saturar Kansas City. Y si hubiesen llegado tantos platillos volantes, con toda seguridad las estaciones del espacio hubieran detectado sus trayectorias de aterrizaje por medio del radar.

¿Y si no hubiese trayectorias que detectar? Aún no conocíamos la capacidad técnica de los titanes, y no era recomendable juzgar sus limitaciones por las nuestras.

Pero los datos que yo poseía me llevaban a una conclusión que contradecía la lógica más elemental; por consiguiente, tenía que comprobarlos cuidadosamente antes de rendir mi informe. Una cosa parecía segura: si los dueños habían conseguido saturar aquella ciudad, seguían sin embargo manteniendo la mascarada, haciendo que la ciudad pareciese una agrupación de seres humanos libres. Tal vez yo no llamaba tanto la atención como temía.

Avivé el paso y recorrí algunos centenares de metros sin rumbo determinado. Fui a salir al distrito comercial que rodea el Plaza. Me aparté; donde hay multitudes, hay también policías. En esto pasé ante una piscina pública. La observé y anoté cuidadosamente en mi memoria lo que había visto. A varias manzanas de distancia reflexioné sobre aquel hecho. Era algo de poca importancia; la piscina ostentaba un rótulo qué decía: Cerrado por toda la temporada.

¿Una piscina cerrada durante la estación más cálida del año? Eso no quería decir nada; no era la primera vez que una piscina tenía que cerrar por dificultades económicas. Pero iba contra toda lógica crematística cerrar aquel establecimiento durante la estación en que rendiría más beneficios. Eso sólo se explicaba a base de una absoluta necesidad. Lo más probable era que se debiese a lo que yo pensaba: una piscina era un lugar donde, posiblemente, la mascarada no podría seguir manteniéndose. Una piscina cerrada llamaba menos la atención que una piscina desierta en lo más ardoroso del estío. Los amos siempre observaban y seguían las costumbres humanas en sus maniobras. ¡Los conocía bien!

Los datos eran los siguientes: una trampa a la entrada de la ciudad, muy pocos trajes de verano, una piscina cerrada. Conclusión: las babosas eran infinitamente más numerosas de lo que jamás habíamos imaginado. Corolario: la Operación Choque de Rechazo estaba basada en un cálculo erróneo; daría el mismo resultado que querer cazar rinocerontes con honda. Argumento contrario: lo que yo había creído ver era imposible.

Ya me parecía oír al subsecretario de Defensa haciendo trizas mi informe con mal reprimido sarcasmo. Me hacían falta pruebas lo suficientemente sólidas para convencer al Presidente contra las razonables objeciones de sus consejeros oficiales…, y tenía que tenerlas ahora. Ni siquiera transgrediendo todas las leyes del tráfico podía volver a Washington en menos de dos horas y media.

¿Qué debía hacer? ¿Volver a la ciudad, mezclarme con las multitudes y después decir a Martínez que estaba seguro de que casi cada uno de los transeúntes con quienes me había cruzado estaban poseídos? ¿Cómo podría demostrarlo? ¿Y cómo podría estar seguro yo mismo de ello? Mientras los titanes mantuviesen la farsa de «todo sigue igual», los indicios serían muy insignificantes: una superabundancia de jorobas y una escasez de espaldas desnudas.

Tuve alguna idea del grado de saturación alcanzado por la ciudad, concediendo que había en ella una enorme cantidad de babosas. Estaba seguro de que encontraría otra barrera de peaje con su correspondiente trampa a la salida, y que también habría otra en las plataformas de despegue y en todas las entradas y salidas de la ciudad. Todos los que saliesen se convertirían en nuevos agentes; todos los que entrasen, en nuevos esclavos.

Había observado una máquina impresora automática del Star, el diario de Kansas City, en la última esquina que había cruzado. Recorrí la manzana en sentido inverso, me acerqué a la máquina y me apeé. Introduje una moneda en la ranura y esperé nervioso a que se imprimiese mi periódico.

El contenido del Star era, como siempre, de suma respetabilidad…; ninguna noticia sensacionalista, ninguna mención del estado de excepción, ninguna referencia al decreto Espaldas Desnudas. En primera plana ostentaba los siguientes titulares: Dificultad en las comunicaciones debido a una gran actividad de la superficie solar, con este subtítulo: La ciudad, aislada casi por completo del resto del país. Había una fotografía estereoscópica en colores del sol, que ocupaba tres columnas, con su superficie desfigurada por el acné cósmico. Era una convincente y aburrida explicación del hecho de que la gente que aún estaba libre de parásitos no pudiese telefonear a su familia.

Me puse el periódico bajo el brazo para estudiarlo más tarde y volví al autoavión…, en el mismo momento en que un coche de la policía se deslizaba silenciosamente junto a mi vehículo, deteniéndose exactamente enfrente. Un coche de la policía parece condensar siempre una multitud que sale del aire. Un momento antes la esquina estaba desierta. Ahora se veían personas por todas partes, y el policía se dirigía hacia mí. Con disimulo, llevé la mano hacia mi pistola; lo hubiera abatido de no haber estado seguro de que la mayoría de los que nos rodeaban eran igual de peligrosos.

Se detuvo ante mí.

— Déjeme ver su permiso de conducir —me dijo jovialmente.•—Con mucho gusto, agente —respondí—. Lo llevo sujeto al tablero de instrumentos de mi vehículo.

Y me adelanté, dando por seguro que me seguiría. Noté que vacilaba, pero por último mordió el cebo. Le conduje entre mi vehículo y el suyo. Eso me permitió ver que iba solo, lo cual resultaba una variación muy agradable de las costumbres corrientes. Mi autoavión me mantenía oculto a los ojos de los mirones de aspecto demasiado inocente. —Ahí lo tiene —dije, señalando al interior—; está sujeto.

Volvió a vacilar pero después miró, dándome tiempo más que suficiente para utilizar con él la técnica que había perfeccionado gracias a la necesidad. Mi mano izquierda se abatió sobre su espalda y cerré el puño con toda mi fuerza.

Su cuerpo pareció estallar, tan violento fue el espasmo. Yo ya me hallaba en el autoavión y arrancaba a toda velocidad, antes de que su cuerpo tuviese tiempo de desplomarse.

No había tiempo que perder. La mascarada se deshizo tal como sucedió en la oficina de Barnes; la multitud se abalanzaba hacia mí. Una mujer se agarró con las manos al autoavión y la arrastré durante más de quince metros antes de que cayese. Yo ganaba velocidad a cada instante y no dejaba de acelerar.

A mí izquierda se abría una calle ascendente; me metí por ella a toda marcha. Fue una equivocación; las ramas de los árboles se arqueaban sobre ella, impidiéndome despegar. La situación empeoraba por momentos. No tuve más remedio que disminuir la velocidad. Ahora corría a velocidad normal, sin dejar de observar por si veía alguna avenida lo bastante amplia para efectuar un despegue ilegal. Mis pensamientos empezaban a calmarse y me di cuenta de que no me perseguían.

Apenas me quedaban treinta minutos y había tomado ya mi decisión acerca de la prueba que me hacía falta; un prisionero, un hombre que hubiese estado poseído y pudiese contarnos lo que había pasado en la ciudad. Tenía que apoderarme de una víctima.

Pero tenía que capturarla sin herirla, matarla o despojarla de su amo, y luego dirigirme con ambos a Washington. No tenía tiempo de hacer planes; tenía que actuar inmediatamente.

En el mismo momento en que tomaba mi decisión, pude ver, algo más allá, en la calle, a un hombre que tenía el aspecto de dirigirse a su casa para cenar. Me detuve en el bordillo de la acera, a su altura.—¡Eh! —le grité.

— ¿Qué quiere?

— Vengo del ayuntamiento. No tengo tiempo de explicárselo. Venga a mi lado para que podamos tener una conferencia directa.

— ¿Del ayuntamiento? —repitió—. ¿Qué diablos está diciendo?

— Ha habido un cambio en nuestros planes. No perdamos tiempo. Venga, de prisa.

Retrocedió. Yo salté a tierra y palpé su combada espalda. Mi mano no tocó más que huesos y carne. El hombre se puso a gritar.

Salté al autoavión y me alejé con rapidez. Un poco más lejos, disminuí la velocidad y reflexioné sobre lo que acababa de ocurrir. ¿Me hallaba en tal estado de nerviosismo que veía titanes incluso donde no los había?

No. Por un instante, sentí esa voluntad indomable que lleva al Patrón a mirar los hechos de frente. El puesto de peaje, el modo de vestir, la piscina, el policía…, todo constituía un cúmulo de hechos indiscutibles. Este último incidente sólo significaba que había dado con el único hombre entre cien —o entre mil— que aún no estaba poseído. Me apresuré a buscar una nueva víctima.

Vi a un hombre de edad madura que estaba regando su jardín, una figura de aspecto tan normal que estuve tentado de desistir. Pero no me quedaba tiempo para dudas, y además bajo su suéter se apreciaba un bulto muy sospechoso. Si hubiese visto a su esposa en el porche hubiese seguido mi camino, porque vestía un traje playero descubierto en la espalda, y por lo tanto no podía estar poseída.

Me miró cuando me detuve.

— Vengo del ayuntamiento —dije—. Tenemos que celebrar una conferencia directa inmediatamente. Suba al coche.

Él me respondió en voz baja:

— Entremos en casa. En el vehículo podrían vernos.

Me sentí tentado de rehusar, pero él ya se dirigía a la casa. Cuando me acerqué me susurró:

— Cuidado. Mi mujer no está con nosotros.

Nos detuvimos en la terraza, y él me presentó:

— El señor O'Keefe, querida. Tenemos que hablar de negocios. Estaremos en el estudio.

Ella sonrió y repuso:—Muy bien, querido. Buenas tardes, señor O'Keefe. Hace bochorno, ¿verdad?

Yo respondí afirmativamente y ella siguió haciendo calceta. Su esposo me introdujo en el estudio. Puesto que representábamos la farsa, yo entré primero, como correspondía a un visitante. No me gustó tener que darle la espalda. Por eso no me sorprendió cuando me golpeó en la nuca. Me dejé caer casi sin hacerme daño. Di una vuelta en el suelo y quedé boca arriba.

Durante nuestros entrenamientos solían golpearnos con sacos de arena cuando tratábamos de levantarnos, después de haber caído. Así es que permanecí en el suelo, amenazándole con mis tacones cuando él trataba de acercarse. Él se mantenía fuera de mi alcance. Al parecer no llevaba pistola, y yo no podía alcanzar la mía. Pero en la habitación había una chimenea con su juego completo de atizador, pala y tenazas; él se acercó a ella. Cerca de mí había una mesita. Haciendo un esfuerzo, la agarré por una pata y se la arrojé. Le dio en la cara en el momento en que cogía el atizador. Al instante siguiente saltaba sobre él.

Su amo moría entre mis manos y él se debatía en convulsiones cuando me di cuenta de la presencia de su esposa, que gritaba horrorizada en el umbral. Me puse en pie de un salto y le di un puñetazo en el sitio preciso. Ella se desplomó lanzando un débil gemido, y volví junto a su esposo.

Cuesta mucho levantar el cuerpo inerte de un hombre, y aquél era corpulento. Afortunadamente yo también lo soy; me dirigí trotando como un perro hacia el autoavión. No creo que el ruido de nuestra lucha hubiese sido oído por nadie excepto por su esposa, pero los chillidos de ésta debieron de despertar a media población. A ambos lados de la calle se veían las cabezas de los curiosos asomando por puertas y ventanas. De momento, ninguno estaba cerca, pero me alegré de haber dejado la puerta del autoavión abierta.

Entonces vi algo que me dejó consternado: un muchacho como el que antes se había metido en el autoavión estaba fisgoneando los controles. Lanzando imprecaciones, arrojé a mi prisionero en la parte trasera del vehículo y sujeté con ambas manos al niño. Éste se debatía, pero conseguí sacarlo del coche y arrojarlo fuera de él, en brazos del primero de mis perseguidores. Éste trataba de desembarazarse del niño cuando me senté ante los mandos y salí disparado sin preocuparme de cerrar la puerta ni de ponerme el cinturón de seguridad. Al doblar la primera esquina la portezuela se cerró de golpe y yo casi caí del asiento; seguí luego en línea recta el tiempo suficiente para sujetarme el cinturón. Doblé bruscamente otra esquina, chocando casi con otro coche, y hui a toda velocidad.

Descubrí una ancha avenida y tiré de la llave de despegue. Posiblemente originé varios accidentes de circulación; no tuve tiempo de preocuparme. Sin esperar a ganar altura, puse rumbo al este y seguí ascendiendo en esa dirección. Seguí al volante mientras cruzamos por encima de Missouri y utilicé hasta el fondo mi reserva de combustible para conseguir mayor velocidad. Aquella implacable e ilegal acción salvó quizá mi vida; al hallarme encima de Columbia, en el mismo momento en que empezaba a consumir mi último propulsor, mi vehículo tembló como si hubiese recibido un impacto. Habían disparado un proyectil antiaéreo, que estalló a muy poca distancia.

No hubo más disparos, lo cual fue muy conveniente, porque me hubiera convertido en algo similar a un pato bajo el fuego de los cazadores. El propulsor de estribor empezó a sobrecalentarse, posiblemente porque su carga se agotaba o tal vez a causa del esfuerzo excesivo. Si aguantase al menos diez minutos… Después, cuando ya tuve el Mississippi a mis espaldas y cuando la aguja del indicador señalaba «peligro», paré el motor averiado y el autoavión siguió volando con el otro. No podía volar ahora a más de quinientos kilómetros por hora, pero había conseguido salir de la zona roja.

No tuve tiempo de echar más que una mirada ocasional a mi pasajero. Yacía tendido en el suelo, inconsciente o muerto. Ahora que me hallaba de nuevo entre los hombres y no había motivo para volar a velocidad ilegal, nada se oponía a que pusiese el piloto automático. Lo conecté, pedí contacto con un bloque ordenador de tráfico y puse los controles automáticos sin esperar permiso. Pasé luego a la parte trasera y examiné a mi hombre.

Todavía respiraba. Mostraba una contusión en el rostro, pero no parecía tener ningún hueso roto. Le di unas suaves bofetadas y le pellizqué los lóbulos de las orejas, pero sin ningún resultado. La babosa muerta empezaba a apestar, pero no podía hacer nada con ella. Dejé a mi víctima y volví al asiento de control.

El cronómetro marcaba las veintiuna treinta y siete, hora de Washington, y aún faltaban unos mil kilómetros. Sin contar el tiempo empleado en aterrizar, en dirigirme a la Casa Blanca y en encontrar al Patrón, llegaría a Washington pocos minutos después de medianoche. Por lo tanto, me hallaba ya retrasado sobre el horario previsto, y podía dar por seguro que el viejo me castigaría por ello.

Traté de poner en marcha el propulsor de estribor. Fue inútil; probablemente estaba helado. Quizá fuese mejor, porque un vehículo lanzado a gran velocidad podía partirse en pedazos si perdía el equilibrio. Así es que desistí y traté de conectar con el Patrón telefónicamente.

No lo conseguí. El teléfono no funcionaba. Tal vez se había deteriorado durante mis violentos e involuntarios ejercicios gimnásticos. Lo dejé correr, pensando que aquél era uno de esos días en que es mejor no levantarse. Me volví hacia el comunicador y oprimí el botón de emergencia:

— ¡Torre de control! —llamé.

La pantalla se iluminó y apareció en ella un joven. Vi con alivio que se hallaba desnudo hasta la cintura.

— Torre de control al habla Bloque Fox Once. ¿Qué hace usted en el aire? He estado tratando de comunicar con usted desde el mismo momento en que entró en mi bloque.

— ¡No se preocupe! —rezongué—. ¡Métame en el circuito militar más próximo! ¡Tengo absoluta prioridad!

Pareció vacilar y poco después la pantalla se oscureció, iluminándose luego para mostrar un centro militar de comunicación. Sentí un gran gozo en mi corazón, pues todos los que se hallaban en él iban desnudos hasta la cintura. En el primer plano se hallaba el joven oficial de guardia; sentí deseos de besarle. Pero en lugar de eso, dije:

— Asunto militar urgentísimo. Diríjanme al Pentágono y de allí a la Casa Blanca.

— ¿Quién es usted?

— ¡No hay tiempo, no hay tiempo! ¡Soy un agente civil y usted no reconocería mi carnet de identidad! ¡Dése prisa!

Tal vez hubiera conseguido que accediese, pero ocupó su lugar un comandante de las fuerzas aéreas que me ordenó con voz imperativa:

— ¡Aterrice inmediatamente!

— Oiga, jefe —le dije—. Es un asunto militar; yo.

— Esto también es un asunto militar —me atajó—. Los aparatos civiles están todos en el suelo desde hace tres horas. Aterrice inmediatamente.—Pero tengo que…

— ¡Aterrice o le derribo! Le hemos localizado. Voy a lanzar un interceptor regulado para estallar ochocientos metros delante de usted. Si realiza cualquier maniobra que no sea la de aterrizaje, el siguiente hará impacto en su vehículo.

— ¿Quiere escucharme? Voy a aterrizar, pero es preciso que…

Él cortó la comunicación, y yo quedé habiéndole al vacío.

La primera explosión se produjo a menos de ochocientos metros delante de mí. Me dispuse a aterrizar.

El aterrizaje resultó muy brusco, pero ni mi pasajero ni yo fuimos lastimados. No tuve que esperar mucho. Me rodearon con un haz de reflectores y avanzaron hacia mí antes de haberme cerciorado de que mi autoavión estaba definitivamente destrozado. Me detuvieron y me hallé en presencia del comandante de la pantalla, esta vez en carne y hueso. Consintió en transmitir mi mensaje una vez que sus psiquiatras me hubieron administrado el antídoto que suele seguir a una prueba a base de pentotal. Era la una trece, hora de la zona quinta…, y la Operación Choque de Rechazo había entrado en vigor exactamente a medianoche.

El Patrón escuchó mi resumen, gruñó un poco y me dijo que acudiese a verle por la mañana.