2

El Patrón consultó su reloj—anillo y dijo:

— Hace diecisiete horas y veintitrés minutos una nave aérea no identificada aterrizó cerca de Grinnell, Iowa. Tipo: desconocido. Forma: aproximadamente discoidal. Diámetro: unos cincuenta metros. Origen: desconocido, pero…

— ¿No detectaron la trayectoria? —le atajé.

— No —respondió—. Aquí tienes una fotografía de ese objeto, tomada después de su aterrizaje por el satélite artificial Beta.

La miré someramente y la pasé a Mary. Era tan poco satisfactoria como suele ser siempre una telefoto tomada desde siete mil kilómetros de distancia. Árboles, parecidos a musgo…, la sombra de una nube que ennegrecía la mayor parte de la fotografía… y un círculo gris que tanto podía haber sido una aeronave discoidal como un depósito de agua o un tanque de petróleo.

Mary devolvió la fotografía. Yo dije:

— Parece una carpa de circo. ¿Qué más se sabe?

— Nada.

— ¿Nada? ¿Después de diecisiete horas? Deberíamos estar saturados de informes. ¿En qué están pensando?

— Y el caso es que tenemos agentes, allí: dos que se encontraban cerca y otros cuatro que he enviado después. Pero no han comunicado nada. Me disgusta perder agentes, Sammy, sobre todo cuando no se consiguen resultados.

Comprendí de pronto, con la mayor frialdad, que la situación debía de ser muy seria, puesto que el Patrón se había visto obligado a jugarse el todo por el todo, a riesgo de perder la organización…, ya que él era la Sección. Sentí que se me helaba la sangre en las venas. Generalmente los agentes tienen el deber de salvar su propia piel, con el fin de completar su misión y comunicar sus informaciones. En esta misión era el Patrón quien debía volver, y después de él Mary. Yo no valía un centavo, y se podía prescindir de mí. La verdad, no me agradó.

— Uno de los agentes envió un informe parcial —prosiguió el Patrón—. Se acercó como un curioso cualquiera y comunicó por teléfono que debía de tratarse de una nave espacial. Luego informó que la nave se estaba abriendo y que él iba a intentar aproximarse a ella, franqueando el cordón de la policía. Lo último que dijo fue: «Aquí vienen. Son pequeñas criaturas, de unos…» Entonces se interrumpió.

— ¿Hombrecillos?

— Él dijo criaturas.

— ¿Informaciones periféricas?

— Muchísimas. La estación estereoscópica de Des Moines envió unidades móviles para efectuar una retransmisión desde el lugar. Las imágenes que enviaron fueron todas hechas a larga distancia, tomadas desde el aire. Únicamente mostraban un objeto en forma de disco. Después, durante dos horas dejaron de llegar imágenes y noticias, para seguir luego con primeros planos y escorzos.

El Patrón calló. Yo dije:

— ¿Y qué?

— El objeto en cuestión era una burla. La «nave del espacio» era un fraude de hojalata y plástico, construido por dos jóvenes granjeros en los bosques próximos a su casa. Las falsas informaciones eran obra de un tipo que instigó a los muchachos a realizar esa superchería con el fin de tener material para una novela. Ha recibido ya lo suyo, y la última «invasión del espacio» no es más que una filfa.

Yo me estremecí.

— De modo que es un engaño… Pero nosotros hemos perdido a seis hombres. ¿Vamos a buscarlos?

— No, no los encontraríamos. Lo que vamos a hacer es tratar de descubrir por qué la triangulación de esta fotografía —y mostró la telefoto tomada desde el satélite artificial Beta— no concuerda con las informaciones radiofónicas, y por qué la estación estereoscópica de Des Moines permaneció callada durante un tiempo.

Mary habló por primera vez.

— Me gustaría hablar con esos jóvenes granjeros.

Aterricé cerca de Grinnell y nos pusimos en busca de la granja McLain… Las últimas informaciones señalaban como culpables a Vincent y a George McLain. No nos costó encontrarles. En una encrucijada de la carretera había un gran cartel en el que se leía: a la nave del espacio. No tardamos mucho en encontrar aparcados coches, autoaviones y trifibios a ambos lados de la carretera. En un par de tenderetes se vendían refrescos y recuerdos, frente al camino que conducía a la granja de los McLain. Un policía dirigía el tráfico.

— Adelante —ordenó el Patrón—. Os agradará verlo, ¿eh?

— Claro que sí, tío Charlie —repuse.

El Patrón se apeó, balanceando su bastón. Ayudé a descender a Mary y ella se colocó a mi lado, cogiéndome del brazo. Me miró tratando de parecer estúpida y admirativa al mismo tiempo.

— Caramba, qué fuerte eres, hermanito.

Sentí deseos de darle una bofetada. Era deprimente ver a un agente del Patrón jugar a las damiselas de ese modo.

Tío Charlie zascandileaba, importunando a los policías, fastidiando a los mirones, deteniéndose para comprar cigarros en un tenderete, y ofreciendo la perfecta imagen de un viejo acomodado, estúpido y senil, que había salido a pasar unas vacaciones en el campo. Se volvió, apuntando con su cigarro a un sargento.

— El inspector dice que es un engaño, muchachos, un fraude obra de unos chicos. ¿Nos vamos?

Mary parecía decepcionada.

— ¿No hay una nave espacial?

— Sí, hay una nave espacial, si le apetece llamarla así —respondió el policía—. Sigan a esos chicos. Y soy sargento; no inspector.

Nos pusimos en marcha, atravesando unos pastos y penetrando en un bosque. Había que pagar un dólar para atravesar la valla, y muchos se volvían. La senda que cruzaba el bosque estaba bastante desierta. Yo avanzaba con cautela, tratando de tener los ojos en el cogote en lugar de un teléfono. Tío Charlie y mi hermanita caminaban delante de mí. Mary charlaba por los codos, y parecía más menuda y más joven que durante el viaje. Llegamos a un claro y vimos la «nave del espacio».

Tenía más de treinta metros de diámetro, y estaba hecha de metal ligero y láminas de plástico, rociadas de aluminio. Tenía la forma de dos platos hondos encarados. Fuera de eso, no se parecía a nada en particular. Sin embargo, Mary chilló:

— ¡Oh, qué emocionante!

Un jovenzuelo de dieciocho o diecinueve años, muy quemado por el sol y con la cara granujienta, asomó la cabeza por una escotilla abierta en la parte superior de aquella monstruosidad.

— ¿Quieren verla por dentro? —nos gritó, añadiendo que eran cincuenta centavos más por cabeza. Tío Charlie se los dio sin rechistar.

Mary vaciló ante la escotilla. Al joven de rostro pecoso se unió el que parecía ser su hermano gemelo, y ambos quisieron ayudarla a bajar. Ella retrocedió con aprensión, y yo me adelanté rápidamente, dispuesto a ayudarla. Mis razones eran en un noventa y nueve por ciento profesionales; todo aquello me olía muy mal.

— Está oscuro —dijo ella, con voz temblorosa.

— No hay ningún peligro —dijo el segundo muchacho—. Durante todo el día hemos acompañado a docenas de visitantes. Yo soy Vincent McLain. Adelante, señorita.

Tío Charlie atisbo por la escotilla, como una clueca cautelosa.

— Podría haber serpientes ahí dentro —observó—. Mary, creo que es mejor que no bajes.

— No hay nada que temer —insistió el primero—. Es completamente seguro.

— Quédense con el dinero, jóvenes —dijo tío Charlie, echando una mirada a su reloj—anillo—. Se hace tarde. Vámonos, muchachos.

Los seguí por el mismo sendero de antes, con los oídos alerta.

Volvimos al autoavión. Una vez en el aire, el Patrón dijo bruscamente:

— ¿Y bien? ¿Qué has visto?

— ¿Tiene alguna duda acerca del primer informe, aquel que se interrumpió? —pregunté a mi vez.

— Ninguna.

— Eso no hubiera engañado a un agente, ni siquiera de noche. No era ésa la nave que vio.

— Claro que no. ¿Qué más?

— ¿Cuánto cree que debe de haber costado esa nave de mentirijillas…? Metal flamante, recién pintado y, a juzgar por lo que vi por la escotilla, unos diez metros cúbicos de maderaje para apuntalarlo.

— Prosigue.

— Pues bien, la finca de McLain está completamente hipotecada. Si esos muchachos están en el ajo, no creo que sean ellos quienes paguen la cuenta.

— Desde luego. ¿Qué dices tú, Mary?

— ¿Observó usted, tío Charlie, cómo me trataron?

— ¿A quién te refieres? —dije con aspereza.

— Al sargento y a los dos muchachos. Siempre que empleo mis procedimientos de seducción obtengo una reacción en mi interlocutor. Pero esta vez, nada.

— Sin embargo, han estado muy amables —objeté.

— No lo entiendes. Yo sé lo que me digo. Siempre me doy cuenta de eso. Algo funcionaba mal en ellos. Estaban muertos interiormente. Eran como esos eunucos que guardan el harén.

— ¿Hipnotismo? —preguntó el Patrón.

— Muy posible. O tal vez drogas.

Ella frunció el ceño y mostró una expresión de perplejidad.

— Hum… —dijo el Patrón—. Sammy, tuerce a la izquierda. Vamos a investigar un punto situado a cuatro kilómetros al sur.

— ¿El sitio que corresponde a las coordenadas de la fotografía?

— ¿Qué otro podría ser?

Pero no llegamos allí. Primero nos encontramos con un puente hundido, y yo no disponía de espacio suficiente para hacer saltar el autoavión por encima de él, dejando aparte lo que establece el reglamento del tráfico para un autoavión en tierra. Dimos la vuelta hacia el sur e intentamos pasar por el único camino que nos quedaba. Nos detuvo un policía de tráfico. Nos habló de un incendio forestal; si seguíamos, nos obligarían a unirnos a los que luchaban contra el fuego. De hecho, quizá, hacía mal en no echarnos el guante en ese momento…

Mary le miró entornando los ojos y él aflojó la marcha. Comentó que ni ella ni tío Charlie sabían conducir, lo cual era una doble mentira.

Al rato le pregunté a Mary:

— ¿Qué tal ése?

— ¿Qué quieres decir?

— ¿Era también un eunuco?

— ¡ Oh, no!, al contrario. Un joven muy seductor.

Esa respuesta me irritó.

El Patrón no me permitió elevarme y dirigirme al lugar que buscábamos por el aire. Dijo que era inútil. Nos dirigimos hacia Des Moines. En lugar de aparcar en la barrera de peaje, pagamos una tasa para poder entrar con el vehículo en la ciudad. Nos detuvimos finalmente ante la emisora estereoscópica de Des Moines. Tío Charlie entró como una tromba, seguido por nosotros, en el despacho del director general. Dijo una serie de mentiras…, o tal vez «Charles M. Cavanaugh» gozaba de gran influencia cerca de las autoridades de Comunicaciones Federales.

Una vez dentro, continuó en su papel de viejo cabeza dura.

— Dígame, señor, ¿qué son todas esas tonterías acerca de una nave del espacio de mentirijillas? Hábleme francamente, señor; su licencia puede depender de eso.

El director era un hombrecillo cargado de espaldas, pero no pareció intimidado, sino simplemente disgustado.

— Ya hemos dado explicaciones completas por nuestras emisoras —dijo—. Hemos sido nosotros las víctimas. Ese hombre ha sido absuelto.

— Me parece una gran equivocación, señor.

El hombrecillo —se llamaba Barnes— se encogió de hombros.

— ¿Qué quería usted que hiciésemos? ¿Qué le colgásemos por los pulgares?

Tío Charlie le apuntó con el cigarro.

— Le advierto, señor, que no estoy dispuesto a que me tomen el pelo. No estoy convencido en modo alguno de que dos patanes y un joven publicista hayan sido capaces de amañar esta patraña. Alguien ha dado dinero, señor mío. Sí, señor…, dinero. Haga ahora el favor de decirme qué ha hecho usted…

Mary se sentó muy cerca de la mesa de Barnes. Se había arreglado de tal modo el vestido y su postura era tan especial que me recordó a la Maja desnuda de Goya. Hizo una seña con el pulgar hacia abajo al Patrón.

Normalmente, Barnes no hubiera debido darse cuenta de ello; su atención parecía estar dirigida al Patrón. Pero vio el gesto de Mary. Se volvió hacia ella, con una expresión lúgubre en el rostro. Al propio tiempo, trató de abrir un cajón.

— ¡Sam! ¡Mátale! —gritó el Patrón.

Le abrasé las piernas, y su tronco cayó al suelo. Era un mal tiro; yo había intentado abrasarle el vientre.

Di un paso adelante y aparté su pistola de un puntapié, para evitar que sus dedos, que aún se movían, la empuñasen. Estaba a punto de darle el golpe de gracia —un hombre herido de aquel modo podía considerarse muerto, aunque tardaba un tiempo en morir— cuando el Patrón ordenó con voz seca:

— ¡No lo toques! ¡Mary, apártate! Se acercó hacia el cuerpo andando de lado, como un gato olfateando lo desconocido. Barnes dio un profundo suspiro y se quedó inmóvil. El Patrón lo tocó suavemente con la punta de su bastón.

— Jefe —dije—, ya es hora de que nos vayamos, ¿no cree?

Sin mirar a su alrededor, él respondió:

— Estamos tan seguros aquí como en cualquier otra parte. Sin duda, el edificio estará rebosante de ellos.

— ¿Rebosante de qué?

— ¿Cómo voy a saberlo? Rebosante de lo que quiera que él fuese. —Señaló el cuerpo de Barnes—. Eso es lo que me he propuesto descubrir.

Mary dejó escapar un ahogado sollozo y dijo débilmente:

— Aún respira. ¡Miren!

Barnes yacía boca abajo; la parte posterior de su chaqueta se elevaba como un pecho que respirase. El Patrón miró aquel bulto y lo tocó con la punta de su bastón.

— Ven, Sam.

Yo acudí.

— Rásgale la chaqueta —prosiguió—. Ponte guantes y ten cuidado.

— ¿Piel explosiva? —sugerí.

— Cállate. Ve con cuidado.

Debió de haber barruntado algo muy próximo a la verdad. Creo que el cerebro del Patrón tiene montada en su interior una computadora que llega a deducciones lógicas basándose en un mínimo de hechos, del mismo modo que un naturalista es capaz de reconstruir un animal desconocido a partir de un simple hueso. Primero me puse los guantes; eran los que empleaban los agentes, con los que se podían revolver ácidos hirvientes y al propio tiempo reconocer una moneda en la oscuridad y distinguir la cara de la cruz. Una vez me los hube puesto, me dispuse a darle la vuelta para desnudarle.

Su espalda seguía subiendo y bajando; no me agradó su aspecto…, era poco natural. Coloqué la palma de mi mano entre los omoplatos.

La espalda de un hombre es todo huesos y músculo. La de éste era blanda y ondulante. Aparté la mano con rapidez.

Sin pronunciar una palabra, Mary me tendió unas tijeras que encontró en la mesa de Barnes. Las tomé y con ellas abrí la chaqueta. Bajo ella aparecía una camisa de fina tela. Entre ésta y la piel, desde el cuello hasta la mitad de la espalda, había algo que no era carne. De unos seis centímetros de grueso, tenía el aspecto de una joroba.

Palpitaba.

Mientras lo contemplábamos, se deslizó lentamente a lo largo de la espina dorsal, apartándose de nosotros. Extendí la mano para rasgar la camisa; pero el Patrón me la golpeó con su bastón.

— Decídase de una vez —dije, frotándome los nudillos.

Él no respondió; metió su bastón bajo la camisa, subiéndola hasta el cuello. Aquella cosa quedó al descubierto.

Grisácea y algo translúcida, mostraba en su interior una estructura más oscura, informe…, pero se veía claramente que estaba viva. Mientras la contemplábamos, se deslizó hacia la axila de Barnes, llenando el hueco, y se quedó allí, incapaz de seguir adelante.

— Pobre diablo —dijo suavemente el Patrón.

— ¿El qué? ¿Eso?

— No…, Barnes. Recuérdeme que gestione la concesión del Corazón de Púrpura a título póstumo, cuando todo esto haya terminado. Si es que termina alguna vez.

El Patrón se enderezó y recorrió renqueando el despacho, como si hubiese olvidado por completo lo que se alojaba en el brazo doblado de Barnes.

Yo me aparté y continué contemplándolo, con la pistola dispuesta. No podía avanzar más; era evidente que no podía volar; pero yo no sabía lo que era capaz de hacer. Mary se me acercó, oprimiendo su hombro contra el mío, como si desease reconfortarme. Yo pasé mi brazo libre en torno a ella.

En una mesa lateral había un montón de recipientes, del tipo de los empleados para guardar las cintas estereoscópicas. El Patrón tomó uno de ellos, tiró la bobina y volvió con él en la mano.

— Esto servirá, creo.

Colocó la caja en el suelo, cerca de aquella cosa indeterminada, y empezó a hostigarla con su bastón, tratando de irritarla y obligarla a meterse en la caja.

En vez de eso se escurrió hacia atrás, hasta ocultarse casi por completo debajo del cadáver. Yo agarré a éste por el otro brazo y lo arrastré; el ser misterioso consiguió sujetarse por un momento, pero luego cayó flojamente al suelo. Siguiendo las instrucciones de nuestro querido tío Charlie, Mary y yo utilizamos nuestras pistolas de baja potencia para obligarlo a moverse, quemando el suelo a su lado. Al fin conseguimos que se metiese en la caja, y yo cerré la tapa de un golpe. El Patrón se puso la caja bajo el brazo.

— Andando, muchachos.

Al salir se detuvo en la puerta para pronunciar una despedida. Luego, tras cerrar la puerta, se detuvo ante la mesa de la secretaria de Barnes.

— Volveré a ver al señor Barnes mañana —le dijo—. No, no me ha dado hora. Ya telefonearé.

Salimos lentamente, el Patrón con la caja que contenía al ser innominado bajo el brazo y yo con el oído avizor. Mary representaba el papel de la jovenzuela estúpida, monologando sin cesar. El Patrón incluso se detuvo en el vestíbulo, compró un puro y preguntó, con aspecto magnánimo e importante, por dónde debía ir.

Una vez en el autoavión, me indicó adonde debía dirigirme y me advirtió que no corriese demasiado. Siguiendo sus instrucciones llegamos a un garaje. El Patrón mandó llamar al dueño y dijo:

— El señor Malone necesita este vehículo… inmediatamente.

Era una contraseña que yo ya había tenido ocasión de emplear; el autoavión dejaría de existir en unos veinte minutos, convertido en anónimas piezas de recambio…

El dueño nos contempló y luego respondió suavemente:

— Por esa puerta de ahí.

Hizo marcharse a los dos mecánicos que había en la habitación y nosotros nos escabullimos por la puerta indicada.

Salimos por el piso de un matrimonio anciano; allí readquirimos nuestro color moreno y el Patrón su calva. Me pusieron un bigote; Mary estaba tan guapa morena como lo había estado cuando era pelirroja. La combinación «Cavanaugh» había dejado de existir; Mary se vistió de enfermera y a mí me disfrazaron de chófer, mientras el Patrón se convertía en nuestro amo, un viejo chocho y lisiado, cargado de manías.

Otro autoavión nos esperaba. El viaje de vuelta no tuvo ninguna dificultad; podríamos haber seguido siendo los Cavanaugh de cabellos de estopa. Yo mantuve la pantalla sintonizada con Des Moines, pero si la policía había descubierto el cadáver de Barnes, no se traslucía ninguna información al respecto.

Nos dirigimos directamente al despacho del Patrón y abrimos de inmediato la caja. El Patrón había mandado llamar al doctor Graves, jefe del laboratorio de biología de la Sección, y la caja fue abierta empleando el instrumental adecuado. Pero lo que nos hubiera hecho falta hubieran sido máscaras antigás. Un hedor de materia orgánica corrompida llenó la estancia, obligándonos a cerrar la caja a toda prisa y a poner a toda marcha los ventiladores. Graves torció el gesto.

— ¿Qué demonios era eso? —preguntó.

El Patrón juraba por lo bajo.

— Es usted quien tiene que descubrirlo —dijo—. Ocúpese de él en un compartimiento esterilizado, y no piense que está muerto hasta tener pruebas.

— Si eso está vivo, yo soy un mono.

— Tal vez lo sea usted. Es mejor que no se arriesgue. Es un parásito, capaz de adherirse a un huésped, el hombre, por ejemplo, y dominarlo totalmente. Es casi seguro que es extraterrestre en su origen y metabolismo.

El jefe del laboratorio dio un respingo.

— ¿Un parásito extraterrestre sobre un huésped terrestre? ¡Eso es ridículo! La química de ambos cuerpos sería incompatible.

El Patrón gruñó:

— Al diablo sus teorías. Cuando nosotros lo capturamos, vivía sobre un hombre. Si eso quiere decir que tiene que ser forzosamente un organismo terrestre, dígame usted qué lugar ocupa en la zoología que conocemos y dónde debemos encontrar a sus semejantes. Y déjese de conclusiones prematuras; quiero hechos.

El biólogo se irguió con altivez.

— ¡Los tendrá usted!

— Adelante, pues. Y no persista en su estúpida creencia de que esta cosa está muerta; ese hedor puede ser tal vez un arma defensiva. Este ser, cuando está vivo, es terriblemente peligroso. Si se apodera de uno de los hombres que trabajan en el laboratorio, quizá no me quede más remedio que matarle.

El director del laboratorio salió con la cabeza algo gacha.

El Patrón se sentó en su butaca, suspiró y cerró los ojos. A los cinco minutos los volvió a abrir y dijo:

— ¿Cuántas cataplasmas de este tamaño puede transportar una nave espacial tan grande como esa falsa que vimos?

— ¿Es que ha habido una nave espacial? —le pregunté—. Las pruebas parecen ser muy débiles.

— Débiles, pero completamente incontrovertibles. Ha habido una nave. La hay.

— Debiéramos haber examinado el lugar del aterrizaje—Ese lugar hubiera sido lo último que hubiésemos visto en nuestras vidas. Los otros seis agentes no eran imbéciles. Responde a mi pregunta.

— El tamaño de la nave no me dice nada acerca de su cargamento, si ignoro cuál es su método de propulsión, la distancia que puede recorrer o lo que requieren los pasajeros. No es posible resolver una ecuación de varias incógnitas. Si lo que usted quiere es una aproximación, puede decirse que varios cientos, o quizá varios miles.

— Hum…, sí. Así es que tal vez hay unos miles de autómatas en Iowa esta noche. O eunucos, para decirlo con palabras de Mary. —Meditó por un instante—. ¿Pero cómo conseguiré pasar entre ellos y llegar hasta el harén? No podemos empezar a disparar a bocajarro contra todos los hombres de Iowa que muestren bultos sospechosos en la espalda; eso daría que hablar.

Sonrió débilmente.

— Voy a hacerle otra pregunta —dije—. Si ayer aterrizó en Iowa una nave del espacio, cuántas aterrizarán mañana en Dakota del Norte? ¿O en Brasil?

— Claro. —Él aún parecía más turbado—. Voy a resolver la ecuación que citabas.

— ¿Eh?

— ¡Todas sus soluciones nos son igualmente nefastas! Divertíos, muchachos; tal vez sea ésta la última oportunidad que tenéis de hacerlo. No salgáis de las oficinas.

Volví al departamento de maquillaje, readquirí el auténtico color de mi tez y mi apariencia normal, me di un baño y un masaje, y después fui a la cantina para beber algo en compañía. Miré a mi alrededor, sin saber si lo que buscaba era una rubia, una morena o una pelirroja, pero completamente seguro, eso sí, de que el chasis no me pasaría desapercibido.

Era una pelirroja. Mary estaba en una mesa, sorbiendo una bebida y con un aspecto muy parecido al que tenía cuando la conocí.

— Hola, hermanita —dije, deslizándome a su lado.

Ella sonrió y repuso:

— Hola, hermanito. Pide algo —dijo, mientras se apartaba para dejarme sitio.

Pedí un bourbon con agua y luego dije:

— ¿Es ésta tu apariencia real?

Ella movió negativamente la cabeza.—En absoluto. Soy listada como una cebra y tengo dos cabezas. ¿Y la tuya?

— Mi madre me ahogó con una almohada, así es que nunca tuve ocasión de saberlo.

Ella me volvió a mirar, inquisitiva, y luego dijo:

— En cierto sentido, la comprendo muy bien. Sin embargo, no estás nada mal, hermanito.

— Gracias. Y a ver si dejamos de llamarnos hermanito y hermanita; eso me produce inhibiciones.

— Hum…, no estoy muy segura de que no las necesites.

— ¿Yo? Soy incapaz de la menor violencia; no he matado jamás una mosca.

Podría haber añadido que, si le ponía una mano encima y a ella no le gustaba, sería capaz de apostar a que me arrancaría la mano de cuajo. Las muchachas que trabajan para el Patrón son de armas tomar.

Ella sonrió.

— ¿Ah, sí? —Dejó su copa—. Bebe y pide otra —me aconsejó.

Seguimos bebiendo sentados uno al lado del otro, sintiendo un agradable bienestar. No hay muchos momentos como ése en nuestra profesión…

Mientras permanecíamos allí sentados, me puse a pensar en lo hermosa que estaría sentada ante una chimenea. Dada la clase de mi trabajo, nunca había pensado muy seriamente en el matrimonio. Pero, después de todo, una muchacha no es más que una muchacha. ¿Por qué excitarse, pues? Sin embargo, Mary también era agente; hablar con ella no sería lo mismo que conversar con el eco en las montañas. Me di cuenta de que llevaba solo demasiado tiempo.

— Mary…

— ¿Dime?

— ¿Eres casada?

— ¿Eh? ¿Por qué me lo preguntas? A decir verdad, no. Pero a santo de qué…, es decir ¿qué importa eso?

— Tal vez pueda importar —insistí.

Ella movió la cabeza.

— Hablo en serio —proseguí—. Mírame. Tengo dos brazos y dos piernas, soy bastante joven, y no entro en casa con los zapatos sucios de barro. Podrías tener peor suerte.

Ella rio, pero con risa bondadosa.

— Y tú podrías haberte inventado otras frases más felices. Seguro que estabas improvisando.—Así es.

— No te lo reprocho. Escúchame, tenorio, tu técnica es deplorable; el simple hecho de que una mujer te deje anonadado no es razón para perder la cabeza y ofrecerle un contrato matrimonial. Encontrarías algunas que serían lo bastante bajas como para tomarte la palabra.

— Lo digo a sabiendas —dije con displicencia.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué sueldo puedes ofrecer?

— Eres imposible. Está bien, si quieres ese tipo de contrato, de acuerdo; puedes quedarte tu paga, y yo te entregaré la mitad de la mía… hasta que te jubiles.

Ella movió la cabeza.

— Nunca exigiría un contrato semejante a un hombre con quien deseara casarme…

— Estoy seguro.

— Sólo trataba de hacerte ver que no hablabas en serio. —Me miró—. Pero tal vez me equivocaba —añadió con voz cálida.

— En efecto.

Ella volvió a menear la cabeza.

— Los agentes secretos no deberían casarse entre ellos.

— Precisamente los agentes secretos sólo deberían casarse entre ellos —corregí.

Ella se disponía a responder, pero se calló de pronto. El teléfono hablaba en mi oído. Oía la voz del Patrón, y sabía que ella también.

— Venid a mi despacho —ordenó.

Ambos nos levantamos sin pronunciar palabra. Mary me detuvo ante la puerta y me miró a los ojos.

— ¿Comprendes ahora por qué es una estupidez hablar de matrimonio? Tenemos que terminar esta misión. Durante todo el tiempo que hemos estado hablando, no has pensado en otra cosa, ni yo tampoco.

— No es cierto.

— No me engañes. Suponte, Sam, que nos casásemos y que un buen día, al despertar, te encontrases con una de esas cosas repugnantes sobre los hombros de tu esposa. —Sus ojos mostraban horror—. Y supón que yo descubriese una de ellas sobre tus hombros.

— Correría ese riesgo. Y no permitiría que ninguna se aproximase a ti.

Ella me tocó la mejilla.

— Eso es cierto —dijo dulcemente—. Te creo. Entramos en el despacho del Patrón, que levantó la vista al oírnos.

— Venid —dijo—. Nos vamos.

— ¿Adonde? —le pregunté—. ¿O es un secreto?

— A la Casa Blanca, a ver al Presidente. Ahora, cállate.

Me callé.