17

Los bombardeos de la tercera guerra mundial no alcanzaron Kansas City, excepto en el este, en el lugar donde antes se alzaba Independence. Por consiguiente, la ciudad nunca fue reconstruida. Viniendo del sudeste se podía llegar hasta Swope Park. Después, se podía escoger entre aparcar o pagar derecho de peaje para entrar en la ciudad propiamente dicha. Era asimismo posible llegar por el aire, aterrizar en los terrenos del norte del río y penetrar en la ciudad por los túneles, o incluso aterrizar en las plataformas del centro, al sur de Memorial Hill.

Decidí no llegar por el aire; no quería que mi autoavión tuviese que pasar por un sistema de control. No me agradan los túneles…, ni tampoco los ascensores de las plataformas de despegue; pueden atraparle a uno con gran facilidad. Lo cierto es que hubiera preferido no entrar en la ciudad bajo ningún concepto.

Me posé en la carretera 40, y me dirigí al puesto de peaje del Meyer Boulevard. Había una larga cola esperando; empecé a sentirme atrapado cuando otro autoavión se colocó detrás de mí. Pero el guardabarreras me cobró el peaje sin siquiera mirarme. Yo sí le miré, pero no hubiera podido decir si llevaba una babosa en su espalda.

Crucé la barrera con un suspiro de alivio… pero me pararon un poco más allá. Una barrera cayó ante mí y tuve el tiempo justo de parar el autoavión. Un policía asomó su cabeza por la ventanilla:

— Inspección —me dijo—. Haga el favor de bajar.

Yo protesté…

— Estamos realizando una campaña de seguridad aérea —me

¡explicó—. Allí le reconocerán el autoavión. Colóquelo a ese lado de la barrera. Usted apéese y diríjase a aquella puerta.

Señaló un edificio contiguo a la barrera.

— ¿Para qué?

— Examen de la vista y comprobación de reflejos. Dese prisa, que hay otros que esperan.

Mentalmente vi el gran mapa, en el que Kansas City era una mancha roja y brillante. Que la ciudad estaba «conquistada» era cosa fuera de toda duda; por lo tanto, este policía de amables modales debía de tener una babosa sobre sus hombros. Pero, como no fuese disparar contra él y despegar a la desesperada, no podía hacer otra cosa sino plegarme a sus indicaciones. Me apeé gruñendo y me dirigí caminando lentamente hacia el edificio en cuestión. Era una construcción antigua con una vieja puerta no automática. La abrí con la punta del pie y miré a ambos lados antes de entrar. Había una antesala vacía con otra puerta más allá. Alguien gritó desde el interior: «Entre». Todavía receloso, seguí adelante. Había allí dos hombres con batas blancas, uno de ellos con un especulo sobre la frente. Como si tuviese mucha prisa, me dijo:

— No tardaremos ni un minuto. Haga el favor de entrar.

Cuando estuve dentro cerró la puerta; oí cómo saltaba el pestillo.

Estaba mucho mejor organizado que lo que habíamos preparado nosotros en el Constitución Club. Extendidas sobre una mesa había hileras de células portadoras, ya abiertas y calientes. El segundo de aquellos dos hombres tenía ya una preparada —para mí, desde luego— y se la alargaba a su compañero, procurando que yo no viese la larva que había en su interior. Aquellas células portadoras no despertarían sospechas en las presuntas víctimas; los médicos siempre usan objetos muy raros. Además, me invitaban a mirar por los anteojos de un aparato de los que se suelen emplear para probar las agudeza visual. El «doctor» me mantendría allí, completamente ciego para todo lo que no fuesen las cifras de prueba, mientras su ayudante me colocaba un amo. Nada de violencias, ni de luchas, ni de protestas.

Ni siquiera era necesario, como aprendí durante el tiempo de mi «servicio», desnudar la espalda de la víctima. Bastaba con poner al amo en contacto con el cuello desnudo del huésped y luego dejar que éste entreabriese sus vestiduras para acomodar al titán bajo ellas.—Allí —repitió el «doctor»—. Observe con los lentes.

Volviéndome rápidamente, me dirigí a la mesa sobre la cual estaba montado el aparato de comprobación de la vista. Entonces me volví de pronto.

El ayudante se aproximaba con un recipiente en las manos. Al ver que me volvía trató de ocultarlo.

— Doctor —dije—, uso lentes de contacto. ¿Tengo que quitármelos?

— No, no —rezongó—. No perdamos tiempo.

— Pero, doctor —protesté—, me gustaría que me graduase usted la vista. Creo que el de la izquierda no está bien ajustado… —Me llevé ambas manos a la cara y levanté el párpado de mi ojo izquierdo—. ¿Ve usted?

El médico respondió encolerizado:

— Esto no es una clínica. Hágame el favor…

Ambos estaban a mi alcance; bajando los brazos, los sujeté a los dos en un poderoso apretón de oso, hundiendo mis uñas en el bulto que tenían entre los omoplatos. Mis manos notaron algo blando bajo las ropas, y sentí náuseas.

Una vez vi cómo un coche atropellaba a un gato; el pobre animal dio un enorme salto haciendo una terrible contorsión, mientras se debatía desesperadamente. Aquellos dos infelices hicieron lo mismo; sus músculos se contrajeron en un gran espasmo. No pude sujetarlos; se escurrieron de mis manos y cayeron al suelo. Pero no era necesario hacer nada; después de aquella primera convulsión se quedaron inertes, posiblemente muertos.

Alguien llamaba. Yo grité:

— Un momento. El doctor está ocupado.

Dejaron de llamar. Me aseguré de que la puerta estaba cerrada, luego me incliné sobre el «doctor» y levanté sus ropas para ver lo que había hecho con su parásito.

El ser estaba convertido en una masa informe y desgarrada. El que tenía el otro hombre se hallaba en igual estado, lo cual me complació sobremanera, pues me hallaba determinado a quemar las babosas si aún hubiesen estado vivas, y no estaba muy seguro de poder hacerlo sin matar también a sus víctimas. Dejé a aquellos hombres para que siguiesen viviendo o muriesen…, o para que volviesen a apoderarse de ellos los titanes. Me era absolutamente imposible prestarles ayuda.

Los amos que esperaban en sus receptáculos eran ya otro cantar. Con un haz de rayos en abanico y la carga máxima los quemé todos. Había dos grandes cajas junto a la pared; asesté contra ellas el rayo hasta dejar la madera carbonizada.

Volvieron a llamar. Miré en derredor con ansiedad, buscando algún lugar donde ocultar los cuerpos de los dos hombres, pero era imposible hacerlo. Así es que decidí huir como pudiese. Cuando me dirigía a la salida, pensé que faltaba algo. Volví a mirar a mi alrededor.

No parecía haber nada adecuado a mi propósito. Podía usar las ropas del «doctor» o de su ayudante, pero no quería hacerlo. Entonces advertí la funda protectora del aparato para comprobar la vista. Me desabroché el cuello de la camisa, tomé la funda, la doblé y me la coloqué bajo la camisa, entre los omoplatos. Abrochándome de nuevo la chaqueta, comprendí que llevaba un bulto de tamaño conveniente.

Entonces salí a un mundo extraño y hostil…

Con todo, debo decir que me sentía seguro de mí mismo.

Junto al autoavión encontré a otro policía, el cual tomó mi ficha. Me miró con atención, pero luego me indicó que subiera. Obedecí.

— Diríjase al cuartel general, en el ayuntamiento —me ordenó.

— Al cuartel general, en el ayuntamiento —repetí dócilmente.

Me dirigí hacia allí. Entré en el bulevar Nichols y, llegado a una zona donde el tráfico era menos denso, oprimí el botón para cambiar las placas de la matrícula. Era posible que hubiesen dado parte del número de matrícula que yo había exhibido en la barrera. Ojalá hubiera podido cambiar también el color y las líneas del autoavión.

Antes de llegar al cruce con la calle McGee, bajé por una rampa y me escabullí hacia calles secundarias. Eran las seis de la tarde, hora de la zona seis, y yo debía hallarme de regreso en Washington cuatro horas y media más tarde.