9
Ahora tengo veintisiete años.
Años de Venus, naturalmente; pero suena mucho mejor. Todo es relativo.
No quiero decir con esto que me gustara quedarme en Venus; no lo haría aunque me garantizaran la edad ideal por mil años. Venusberg es como un ataque de nervios bien organizado y toda la región que rodea la ciudad es aún peor. Lo poco que he visto me ha quitado las ganas de conocer mucho más. El porqué bautizaron a la diosa del amor y de la belleza con el nombre de este lugar horrible envuelto en perpetua niebla, es algo que nunca comprenderé. Este planeta parece haber sido hecho con toda la basura que quedó cuando estuvo concluido el resto del Sistema Solar.
Por mí no saldría ni una sola vez de Venusberg a no ser porque quiero ver hadas en pleno vuelo. La única que he visto hasta ahora está disecada, en el vestíbulo del hotel en el que nos hospedamos.
En realidad me limito a esperar que venza el plazo de espera para partir hacia la Tierra, porque Venus es un gran desengaño. No hago más que cruzar los dedos para que la Tierra no me suponga la misma desilusión. Pero no, no creo que lo sea; existe algo deliciosamente primitivo en la misma idea de un planeta en el que se puede salir de casa sin ninguna preparación especial. ¡Vaya, si tío Tom me ha dicho que incluso hay lugares junto al Mediterráneo (que es un océano de La Belle France) donde los nativos se bañan sin ropas de ninguna clase y no digamos trajes o máscaras aislantes!
Pero no me gustaría. No es que me importe exhibir el cuerpo, como a todos los de Marte me complace una buena sudada en la sauna. Pero me aterraría bañarme en un océano. Estoy decidida a no remojarme en absoluto en nada mayor que una bañera. En una ocasión, a principios de primavera, vi cómo sacaban a un hombre del Gran Canal: tuvieron que deshelarle antes de poder incinerarle; y aunque digan que en todas las costas del Mediterráneo, en primavera, el ambiente suele estar a la misma temperatura de la sangre y el agua no mucho más fría, Podkayne Fries no va a correr riesgos estúpidos.
Ahora bien, me siento terriblemente ansiosa por ver la Tierra, tan fantásticamente improbable. La verdad es que mis ideas más claras sobre este planeta tienen su origen en las historias de Oz y, si uno se pone a pensarlo, no creo que ésa sea una fuente de información muy digna de crédito. Quiero decir que la conversación de Dorothy con el Mago es instructiva, sí, pero ¿sobre qué? Cuando yo era una niña creía al pie de la letra todas las historias de Oz, pero ahora ya no soy una niña y no puedo creer que un torbellino sea un buen medio de transporte, ni que uno vaya a encontrarse con el Hombre de Hojalata en un camino de ladrillo amarillo.
En el Tic-Toc sí que creo, porque nosotros tenemos Tic-Tocs en Marsópolis para los trabajos más simples y tediosos. No exactamente como el Tic-Toc de Oz, naturalmente, y tampoco nadie le llama Tic-Toc, aparte de los niños; pero algo muy parecido, lo suficiente para demostrar que las historias de Oz se basan en hechos, aunque no precisamente históricos.
Y también creo en el Tigre Hambriento, y de modo totalmente realista, porque había uno en el museo municipal cuando yo era una niña, regalo del club Kiwania de Calcuta a los kiwanianos de Marsópolis. Siempre me pareció que me miraba como si yo fuera su aperitivo. Murió cuando yo tenía unos cinco años y no supe si entristecerme o alegrarme. Era hermoso… y parecía tan hambriento…
Pero aún nos faltan muchas semanas para llegar a la Tierra y, mientras tanto, Venus tiene algunos puntos de interés para una recién llegada como yo.
Desde luego les recomiendo que hagan todos sus viajes acompañados por mi tío Tom. Al llegar aquí no tuvimos que aguardar tontamente en la Sala de la Hospitalidad. Nada más llegar se nos concedió «cortesía del puerto», con gran dolor de la señora Royer. «Cortesía del puerto» significa que nadie registra el equipaje ni se molesta en repasar toda la documentación: pasaporte, informe de salubridad, permiso de seguridad, prueba de solvencia, certificado de nacimiento y otros diecinueve formularios. En lugar de entretenernos con estos trámites absurdos, nos condujeron desde la estación de satélites al aeropuerto espacial en la nave privada del presidente de la Corporación. ¡Allí fuimos recibidos por el presidente en persona, nos acomodaron en su Rolls, y así entramos como miembros de la realeza en el Hilton Tannhauser!
El presidente nos invitó a que nos instaláramos en su residencia oficial —su «quinta», que es la palabra que utilizan en Venus cuando quieren decir un palacio—, pero creo que en realidad no esperaba que aceptáramos. Tío Tom se limitó a arquear burlonamente las cejas y dijo:
—Señor presidente, no creo que le gustara que alguien pudiera acusarle de haberme sobornado, aunque usted lo hiciera.
El presidente no pareció ofenderse en lo más mínimo. Se echó a reír hasta que su vientre empezó a agitarse como el de san Nicolás, al que, por cierto, se parece mucho con su barba y sus mejillas sonrosadas. Sus ojos, sin embargo, brillan siempre con frialdad, incluso cuando ríe.
—Senador —replicó, creí que usted me conocía mejor. Mis intentos de sobornarle serían mucho más sutiles. Quizás a través de esta jovencita. Señorita Podkayne, ¿le gustan las joyas?
Le dije sinceramente que no mucho, porque siempre las pierdo. Parpadeó y se volvió a Clark.
—¿Y tú, hijo?
—Yo prefiero dinero en efectivo —respondió Clark.
El presidente parpadeó de nuevo y no dijo nada.
El chófer, a quien no se comunicó ninguna instrucción, nos condujo directamente a nuestro hotel. Ésta es la razón que me hace suponer que el presidente nunca esperó que aceptáramos su hospitalidad.
Sin embargo ahora empiezo a comprender que para tío Tom éste no es del todo un viaje de placer. También empiezo a captar emocionalmente un hecho que sólo conocí intelectualmente en el pasado: tío Tom no es tan sólo el mejor jugador de pinacle de Marsópolis, sino que a veces toma parte en otros juegos en los que se apuesta mucho más fuerte. Debo confesar que lo que se trae entre manos está fuera de mi alcance, a no ser el hecho, que todo el mundo conoce, de que la conferencia de los Tres Planetas va a celebrarse muy pronto.
Pregunta: ¿Resulta concebible que tío Tom esté de algún modo involucrado en este asunto, como consejero tal vez? Espero que no, ya que eso podría demorarle semanas y semanas en Luna y no deseo en absoluto perder el tiempo en una pesada bola de escoria mientras las maravillas de la Tierra me aguardan… y tal vez tío Tom se pusiera pesado y no me dejara bajar a la Tierra sin él.
Confieso que hubiera deseado que Clark no contestara al presidente con tanta sinceridad.
Sin embargo, Clark no vendería a su propio tío por simple dinero. Claro que Clark no considera el dinero como algo «simple». Hay que pensar en eso…
Pero me sirve de consuelo saber que quien alargara la mano para sobornar a Clark descubriría que éste no sólo se quedaba con el soborno, sino con la mano también.
Tal vez nuestra suite en el Tannhauser sea también un soborno. ¿La pagamos o no? Casi me da miedo preguntárselo a tío Tom. Lo único que sé de cierto es que los criados que nos atienden en el hotel no aceptan propinas. Ni nadie. He estudiado cuidadosamente el tema de las propinas, tanto en el caso de Venus como en el de la Tierra, a fin de saber qué hacer exactamente cuando llegara el momento, y tengo entendido que todo el mundo en Venus acepta siempre propinas, incluso los que acomodan a la gente en la iglesia y los empleados de banco. Pero no los criados que nos han asignado. Tengo a mi servicio dos pequeñas muñequitas de color ámbar, gemelas idénticas, que me acompañan a todas partes y que incluso me bañarían si se lo permitiera. Hablan portugués, pero no Orto, y en la actualidad mi portugués se limita a «oli-gato», que significa «gracias». Me cuesta bastante trabajo explicarles que puedo vestirme y desnudarme sola y que tampoco estoy demasiado segura de cómo se llaman, ya que las dos atienden por «María».
Al menos no creo que hablen Orto. También debo reflexionar sobre eso.
Venus es oficialmente bilingüe, Orto y portugués, pero apostaría algo a que oí por lo menos veinte idiomas durante la primera hora de nuestra estancia aquí. El alemán suena como un hombre al que están estrangulando, el francés como una pelea de gatos, mientras que el español parece melaza cayendo suavemente de un jarro. El cantonés… bueno, imaginen a alguien cantando algo de Bach cuando no le gusta la música de Bach.
Afortunadamente casi todo el mundo entiende también Orto. Menos María y María. Si es que eso es cierto.
Podría prescindir del lujo de tener doncellas personales, pero debo admitir que esta suite del hotel es toda una orgía para una chica sencilla de Marte, es decir para mí, especialmente considerando que me paso tantas horas en ella y en ella seguiré durante algún tiempo. El médico de la nave, el doctor Torland, me dio muchas inyecciones especiales para Venus cuando veníamos hacia aquí —tema desagradable que preferí no mencionar—, pero aún necesito muchas más antes de que mi salud no corra peligro si salgo de la ciudad o incluso si circulo por ésta. En cuanto llegamos a nuestra suite apareció un médico y empezó a clavarme agujas como si estuviera jugando al ajedrez —jaque mate en cinco movimientos—, y tres horas más tarde tenía docenas de ronchas a las que hay que cuidar de modo bastante repelente.
Clark desapareció nada más llegar y no recibió sus vacunas hasta la mañana siguiente; no dudo que podría morirse de picor púrpura o de lo que sea, a no ser porque su karma lo reserva indudablemente para la horca. Tío Tom se negó a que le hicieran los tests. Ya pasó por toda esta rutina hace más de veinte años y, de todas formas, afirma que eso de la carne mortal no es más que producto de la imaginación.
Así que ahora, durante unos cuantos días, no tengo otro remedio que limitarme a vivir lujosamente en el Tannhauser. Si salgo he de llevar guantes y máscara, incluso por la ciudad. Pero todo un muro del salón de la suite se convierte en una pantalla estereofónica sólo con dar una orden verbal, y puedo ver en directo o en diferido cualquier teatro o club en Venusberg. Algunos de los espectáculos han ampliado mi sofisticación de modo increíble, en especial cuando tío Tom no está por aquí. Empiezo a comprender que la cultura de Marte es esencialmente puritana. Naturalmente Venus no tiene leyes en realidad, sólo las reglas de la Corporación, y por lo visto ninguna de ellas se preocupa por la conducta personal. A mí se me había educado de tal modo que creía que la República de Marte era una sociedad libre… y supongo que lo es. Sin embargo, hay libertades y libertades.
La Corporación de Venus es propietaria de todo lo que vale la pena poseer y controla todo lo que reporta beneficios, de tal manera que, de saberlo, los ciudadanos de Marte sufrirían un síncope. Pero supongo que los venusianos también sufrirían un sincope al ver lo rígidos que somos nosotros. Al menos esta chica de Marte que tienen aquí se sonrojó por primera vez en no sé cuánto tiempo y apagó un espectáculo que le resultaba realmente increíble.
Pero esa enorme pantalla está muy lejos de ser el único rasgo sorprendente de la suite. Ésta es tan grande que habría que llevarse agua y comida para explorarla por completo y el salón es tan inmenso que no me extrañaría que incluso se organizara en él una tormenta. Mi baño privado es casi una suite en sí, con tantos aparatos que habría que tener un título superior de ingeniería antes de arriesgarse a lavarse las manos. Pero ya he aprendido a utilizarlos todos. ¡Y me encantan! Jamás hubiera podido imaginar que he carecido toda la vida de las «comodidades más elementales».
Hasta ahora mi mayor ambición a ese respecto consistía en no tener que compartir un lavabo con Clark, porque jamás me he sentido segura de ponerme mi colonia —regalo de Navidad— sin comprobarla antes, por si la había cambiado por ácido nítrico o algo incluso peor. Clark cree que un cuarto de baño es un laboratorio de química; no le interesa demasiado mantenerse limpio.
Pero lo más notable de nuestra suite es el piano. No, no, queridos amigos, no quiero decir un teclado incrustado en un sistema de sonido; quiero decir un piano auténtico. De tres patas. De madera. Enorme. Con esa forma extraña, graciosamente curvada, que no encaja con nada más que no puede colocarse en un rincón. La tapa se levanta y uno puede ver que realmente tiene un arpa en su interior y una maquinaria muy compleja para hacerlo funcionar.
En todo Marte, creo, sólo hay cuatro pianos auténticos: el del Museo, en el que nadie toca y que probablemente no funciona; el de la Academia Lowell, que ya no tiene un arpa en su interior, sólo conexiones metálicas que lo convierten en un piano tan vulgar como todos; el de la Casa Rosa (¡como si un presidente tuviera tiempo alguna vez para tocar el piano!); y el del Salón de Bellas Artes, en el que sí tocan los artistas que vienen de visita, aunque yo nunca lo he oído. No creo que haya otro o lo habrían anunciado a bombo y platillo en las noticias, ¿no creen?
Éste fue fabricado por un hombre llamado Steinway, y sin duda le costó toda una vida. Toqué en él Palillos chinos la mejor pieza de mi limitado repertorio hasta que el tío me pidió que lo dejara. Entonces lo cerré, porque había visto que Clark se estaba interesando por la maquinaria interior. Tuve el buen cuidado de advertirle, con dulzura pero con toda firmeza, que si lo tocaba con un solo dedo yo le rompería todos los demás mientras durmiera. Aparentó no escucharme, pero sabe muy bien que hablo en serio. Ese piano es sagrado para las musas y no va a ser destrozado por nuestro joven Arquímedes.
No me importa lo que digan los ingenieros en electrónica; hay una enorme diferencia entre un «piano» y un piano auténtico. No me importa que sus estúpidos osciloscopios demuestren que el sonido es idéntico. Es la misma diferencia que hay entre llevar ropas de abrigo y sentarte en el regazo de papá, enroscarte y sentirte realmente calentita.
Claro que no he estado presa todo el tiempo. He ido al casino con Girdie y con Dexter Cunha, que es el hijo del presidente de la Corporación Kurt Cunha. Girdie nos abandona aquí, pues va a quedarse en Venus, y eso hace que me sienta triste.
Estábamos sentadas a solas en nuestro salón palaciego. Girdie se aloja en este mismo hotel, en una habitación no muy distinta ni mucho mayor que su camarote en el «Tricornio», y supongo que soy lo bastante mezquina por haber deseado que viera el lujo que estábamos disfrutando. Di como excusa que la necesitaba para que me ayudara a vestir. Porque ahora llevo, ¡qué horror!, soportes. Soportes en arco en los zapatos y cosas que me aprietan por aquí y por allá con la intención de evitar que me extienda como una ameba (y no diré cómo los llama Clark porque mi hermano es un grosero, un bárbaro sin refinamiento).
Aborrezco estos soportes. Pero al 84 por 100 de una unidad estándar los necesito a pesar de todo el ejercicio que hice en la nave. Sólo esto ya es razón suficiente para no vivir en Venus ni en la Tierra, aunque fueran tan encantadoras como Marte.
Girdie me ayudó a ponerme los soportes —en primer lugar fue ella quien me los compró—, pero también me obligó a cambiarme todo el maquillaje, que yo había copiado cuidadosamente del último ejemplar de «Afrodita». Me miró y dijo:
—Ve a lavarte la cara, Poddy. Entonces empezaremos de nuevo.
Fruncí el ceño y repliqué:
—No quiero.
Lo primero que había advertido era que todas las mujeres de Venus llevaban tanta pintura como el piel roja que le dispara al bueno en las películas del oeste que vemos en la tele. (Incluso María y María llevan para trabajar el triple de maquillaje que usa mi madre para una recepción oficial… y mi madre no lleva nada cuando está trabajando).
—Poddy, Poddy, sé buena chica.
—Soy buena chica. Lo más correcto es copiar las costumbres de la localidad. Eso lo aprendí cuando no era más que una niña. Y ¡mírate tú en el espejo!
Girdie llevaba un maquillaje facial por todo lo alto, como cualquier modelo de la revista.
—Ya me he visto. Pero yo te doblo la edad… y un poco más, y nadie espera de mí que me muestre joven, dulce e inocente. Sé siempre como eres, Poddy. No trates de simular nunca. Fíjate en la señora Grew. Es una mujer vieja y gruesa y que se viste para ir cómoda. No es una chismosa y resulta muy agradable tenerla cerca.
—¿Es que quieres que parezca una turista?
—Quiero que parezcas tú misma, Poddy. Vamos, querida, llegaremos a un buen término medio. Te concedo que incluso las chicas de tu edad llevan aquí más maquillaje que las mujeres maduras de Marte. Vamos a ceder las dos un poquito. En vez de pintarte como una ramera de Venusberg, haremos que parezcas una jovencita de buena familia y educación, que ha viajado mucho y está habituada a toda suerte de costumbres y estilos, tan segura de sí misma que sabe lo que mejor le conviene sin dejarse influir por las extravagancias de la localidad.
Debo admitir que Girdie es una artista. Empezó como con un lienzo en blanco y me trabajó durante más de una hora; cuando terminó, nadie habría podido adivinar que iba maquillada.
Pero he aquí lo que se veía: yo parecía por lo menos doce años mayor —años auténticos, años marcianos, o sea unos seis años de Venus—, mi rostro era más delgado, la nariz algo respingona, y toda yo tenía un aire ligeramente mundano, de un modo dulce y tolerante. Mis ojos eran enormes.
—¿Satisfecha? —preguntó.
—¡Soy hermosa!
—Sí, lo eres. Porque sigues siendo Poddy. Lo único que yo he hecho ha sido pintar la Poddy que serás algún día. Y dentro de poco, además.
Mis ojos se llenaron de lágrimas que ella tuvo que enjugar a toda prisa y reparar el daño.
—Ahora —dijo alegremente— todo lo que necesitamos es un club. Y tu máscara.
—¿Para qué el club? Y, por supuesto, no voy a ponerme una máscara encima de todo esto.
—El club es para que puedas darte la satisfacción de rechazar a los ricos accionistas que se arrojarán a tus pies. Y te pondrás la máscara o no iremos.
Quedamos en un término medio. Me pondría la máscara hasta que llegáramos allí, y Girdie repararía todos los desperfectos que hubiera sufrido mi rostro. Aparte, se comprometía a darme todas las clases necesarias hasta que fuera capaz de maquillarme de un modo tan encantador.
En los casinos no hay peligro, al menos eso se supone. No sólo se filtra y acondiciona el aire sino que se regenera constantemente, librándole de todo resto de polen, virus, suspensión coloidal o lo que sea. Han de hacerlo, porque a muchos turistas no les gusta verse obligados a cargar con toda esa larga lista de inmunizadores realmente imprescindible para vivir en Venus, y la Corporación no desea que los turistas se vayan sin haberlos exprimido bien. Por ello en los hoteles y casinos se disfruta de plena seguridad y, además, los turistas pueden adquirir de la Corporación una póliza de seguro de enfermedad por un precio muy moderado; luego descubren que en cualquier momento pueden canjear de nuevo esa póliza por dinero para jugar. Tengo entendido que la Corporación no se ha visto obligada a pagar ni una de esas pólizas.
Venusberg ataca la vista y el oído aunque circules por ella en el interior de un taxi. Yo creo firmemente en la empresa libre, como cualquier ciudadano de Marte. Para nosotros es artículo de fe y la razón principal de que no quisiéramos aliarnos con la Tierra (venciendo en la votación por quinientos a uno). Pero la empresa libre no es razón suficiente para que traten de dejarte sorda y ciega cada vez que sales de casa. Las tiendas no se cierran nunca —yo creo que no hay nada que se cierre en Venusberg— y los anuncios a todo color y sonido estereofónico se te meten en el taxi, se te sientan encima, te ensordecen… No me pregunten cómo llega a producirse este efecto horrible. El ingeniero que lo inventó debió de largarse luego volando en su propia escoba.
Una especie de diablo rojo de un metro de altura apareció, sin que yo viera el menor indicio de un televisor, entre nosotras y la partición que nos separaba del conductor y empezó a amenazarnos con el tenedor: «¡Acostúmbrese a beber Hi-Ho!», gritaba. «¡Todo el mundo bebe Hi-Ho! Es suave, crea hábito y es ¡delicioso! ¡Anímese con Hi-Ho!».
Me eché atrás contra los almohadones.
Girdie habló por teléfono con el chófer:
—Por favor, apague eso.
Lo bajó hasta reducirlo a un fantasma de color rosa y sus gritos a un susurro, mientras contestaba:
—No puedo, señora. Son los que tienen la concesión. —Y el diablo y el escándalo retornaron en toda su potencia.
También aprendí algo sobre las propinas. Girdie sacó dinero del bolso; enseñó un billete. Como nada sucediera, añadió otro. Imagen y sonido se redujeron de nuevo. Pasó los billetes al chófer por una ranura y ya no sufrimos más molestias. Bueno, claro, el fantasma transparente del diablo rojo seguía viéndose, y oyéndose el susurro de su voz, hasta que los reemplazó otro anuncio también de imagen y sonido muy débiles… pero podíamos hablar. Los anuncios gigantescos de las calles por las que circulábamos aún eran más escandalosos y mareantes. Me resultaba difícil comprender que el chófer pudiera ver, oír o conducir, sobre todo porque el tráfico era extraordinariamente denso y rápido (como para darte un infarto) y el hombre seguía cortándolo y metiéndose por una y otra calle, subiendo y bajando niveles como si estuviéramos tratando de ganarle a la muerte su camino hacia el hospital.
Para cuando nos detuvimos en seco sobre el tejado del Casino Don Pedro me figuro que la muerte no iba ni un paso atrás.
Mas tarde supe por qué conducen así. El chófer es empleado de la Corporación, como casi todo el mundo, pero es un «empleado de empresa», es decir que no trabaja por un sueldo fijo. Para cumplir con su cupo ha de hacer cada día una determinada cantidad de viajes cuyo valor se lo lleva la Corporación. Cuando ha cumplido ese determinado número de kilómetros que tiene fijado, se parte con la Corporación los ingresos de los demás viajes del resto del día. Así que conduce como un loco para cumplir el cupo lo antes posible y empezar a ganar dinero para sí mismo… y luego sigue conduciendo a toda prisa porque quiere aumentar sus ganancias mientras el negocio marcha.
Tío Tom dice que la mayor parte de las gentes de la Tierra trabajan según un acuerdo muy semejante a éste, sólo que allí se hace por años y le llaman impuestos.
En Xanadú, Kublay Khan
creó una casa fastuosa para el placer…
Así es el Casino Don Pedro. Lujoso. Hermoso. Exótico. En el arco sobre la entrada se lee en un anuncio: «Todas las diversiones del universo conocido» y, por lo que he oído, puede que sea verdad. Sin embargo, lo único que Girdie y yo visitamos fueron las salas de juego. ¡Nunca había visto tanto dinero en toda mi vida!
Antes de entrar en la sección del juego había otro anuncio:
¡HOLA, AMIGO!
Todos los juegos son honrados.
En todos los juegos tiene un porcentaje la casa.
¡Usted NO PUEDE ganar!
Así que entre y diviértase…
mientras nosotros nos aprovechamos.
Se aceptan cheques. Se admiten todas las tarjetas de crédito. Desayuno y viaje gratuito hasta su hotel cuando se quede sin blanca.
Su anfitrión
DON PEDRO
—Girdie, ¿existe realmente alguien que se llame don Pedro? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Es un empleado y ése no es su auténtico nombre. Pero tiene el aspecto de un emperador. Ya te lo indicaré. Puedes conocerle si quieres y te besará la mano, si es que te gustan esas cosas. Vamos.
Me dirigió hacia las mesas de ruleta mientras yo trataba de verlo todo a la vez. Era como estar en el interior de un caleidoscopio. Personas maravillosamente vestidas (empleados sobre todo), personas vestidas de modos muy diversos, desde trajes de etiqueta hasta pantalones cortos (turistas sobre todo), luces brillantes, música sincopada, golpeteos, tintineos, chasquidos, hermosos tapices, guardias armados con uniforme de opereta, bandejas de comida y bebida, emoción y dinero por todas partes…
Repentinamente me detuve en seco y Girdie también. Mi hermano Clark estaba sentado ante una mesa inclinada en la que una dama muy hermosa iba entregando cartas. Delante de él se apilaban varios montones de fichas y una cantidad impresionante de billetes.
No debería de haberme sorprendido tanto. Si ustedes creen que a un niño de seis años (o de dieciocho, si contamos como ellos) no van a permitirle jugar en Venusberg, entonces es que no han estado en Venus. Nada importa lo que nosotros hagamos en Marsópolis; aquí sólo hay dos requisitos para jugar: estar vivo y tener dinero. Nadie tiene por qué hablar portugués, ni Orto, ni ningún idioma conocido. Mientras sepa asentir, guiñar, gruñir o alzar una ceja, se aceptan las apuestas. Y la camisa del jugador también.
No, no debería de haberme sorprendido. Clark corre directamente hacia el dinero como el hierro se precipita hacia un imán. Ahora comprendí dónde se había metido la primera noche y dónde había pasado la mayor parte del tiempo desde entonces.
Me acerqué y le toqué en el hombro. Sin que él hiciera el menor gesto, un hombre apareció de pronto a mi lado como el genio de la lámpara y me agarró del brazo. Clark se volvió al fin y dijo:
—Hola, hermanita. Está bien, Joe, es mi hermana.
—¿Qué está bien? —preguntó el hombre con aire suspicaz y sin soltarme.
—Claro, claro. Es inocente. Poddy, éste es Josie Mendoza, guardia de la compañía que he alquilado para esta noche. ¡Hola, Girdie! —La voz de Clark se tornó de pronto entusiasta. Pero aún tuvo serenidad para añadir—: Joe, ocupa mi asiento y vigila el dinero. Girdie, ¡esto es magnífico! ¿Vas a jugar al bacará? puedes ocupar mi sitio.
(Debía de ser el amor, queridos amigos. O bien estaba muy enfermo).
Ella le explicó que se proponía jugar a la ruleta.
—¿Quieres que venga a ayudarte? —preguntó Clark ansiosamente—. También soy bastante bueno en eso.
Girdie le dijo amablemente que no necesitaba ayuda porque tenía un sistema y le prometió verle más tarde esa misma noche. Girdie es absurdamente paciente con Clark. Yo ya le habría… Pero, pensándolo bien, también es absurdamente paciente conmigo.
Si Girdie tiene un sistema para la ruleta, esa noche le falló. Encontramos dos sillas juntas y ella intentó darme unas cuantas fichas. Yo no quería jugar y se lo dije; entonces me explicó que debería quedarme de pie si no jugaba. Considerando lo que supone para mis pobres pies el 84 por 100 de la unidad estándar de masa, compré unas cuantas fichas e hice exactamente lo que hacía ella, que era colocar apuestas mínimas en los colores, o en pares o nones. De este modo ni se gana ni se pierde, excepto de vez en cuando, en el instante en que la pequeña bolita aterriza en cero y se pierde sin remisión (es el «porcentaje de la casa» que advertía el letrero de la entrada).
El croupier veía perfectamente lo que hacíamos, pero en realidad estábamos jugando y cumpliendo las reglas de la casa, así que no puso objeciones. Casi inmediatamente descubrí que las bandejas de comida y bebida que se pasaban entre los clientes eran absolutamente gratis… para cualquiera que estuviera jugando. Girdie tomó un vaso de vino. Yo no toco jamás las bebidas alcohólicas, ni siquiera en los cumpleaños, y desde luego no iba a probar el «Hi-Ho» después de aquel anuncio tan odioso. Comí un par de emparedados y pedí, y me sirvieron aunque tuvieron que ir a buscarlo, un vaso de leche. Para dar la propina me fijé mucho y copié la que diera Girdie.
Llevábamos allí más de una hora y tal vez habría ganado tres o cuatro fichas, cuando me incorporé por casualidad en mi asiento y volqué el vaso que un hombre que estaba en pie a mis espaldas tenía en la mano. Bueno, se lo derramé casi todo por encima de él y parte sobre mi.
—¡Oh, señor! —dije saltando del asiento y tratando de secar las manchas con mi pañuelo—. ¡Cuantísimo lo siento!
Se inclinó.
—No tiene la menor importancia. No es más que soda. Pero me temo que mi torpeza habrá estropeado el traje de la señora.
Hablando casi sin mover los labios Girdie me susurró: «¡Cuidado, nena!», pero yo contesté:
—¿Este vestido? ¡Oh! Si no era más que agua, no habrá una arruga ni una mancha dentro de diez minutos. Son ropas de viaje.
—¿Es usted una turista que visita nuestra ciudad? Permítanme que me presente oficialmente y no solo empapándola hasta los huesos.
Sacó una tarjeta. Girdie ponía mala cara, pero a mí me gustaba su aspecto. Hubiera dicho en realidad que no era mucho mayor que yo (le calculé doce años de Marte, o sea treinta y seis de aquí, y resultó que sólo tenía treinta y dos). Iba vestido con el traje de etiqueta de Venus, tan elegante, con la capa, el bastón y la gorguera, y unos bigotes encerados de lo más encantador.
La tarjeta decía: DEXTER KURT CUNHA, S. T. K.
La leí, volví a leerla y dije:
—Dexter Kurt Cunha… ¿Es usted pariente de…?
—Es mi padre.
—¡Vaya, si yo conozco a su padre! —y extendí la mano.
¿Alguna vez les han besado la mano? Un escalofrío emocionante sube por el brazo, por el hombro, y baja por el otro brazo. Es algo que nadie hace jamás en Marte, una omisión terrible en nuestro planeta que me propongo corregir, aunque tenga que sobornar a Clark para que instituya la costumbre.
En cuanto nos hubimos presentado Dexter me animó a que le acompañara a cenar y a bailar en la terraza. Pero Girdie se mostró firme:
—Señor Cunha —dijo—, su tarjeta de visita es preciosa. Pero soy responsable de Podkayne ante su tío y preferiría ver su tarjeta de identidad.
Por una milésima de segundo pareció enojado. Luego le sonrió cálidamente:
—Puedo hacer algo mejor —dijo, y extendió la mano.
El caballero más anciano e impresionante que he visto en la vida acudió a toda prisa hacia nosotros. Por las medallas que en el pecho yo diría que había ganado todas las competiciones desde que iba a la escuela primaria. Su aspecto era regio, y su traje increíble.
—¿Si, señor accionista?
—Don Pedro, ¿quiere identificarme ante estas señoras?
—Con mucho gusto, señor.
De modo que Dexter era realmente Dexter, y volvió a besarme. Don Pedro lo hizo también con un gran floreo, pero no causó el mismo efecto ni mucho menos… No creo que ponga el corazón en ello, como Dexter.
Girdie insistió en que nos detuviéramos a recoger a Clark, y este sufrió un horrible ataque de esquizofrenia espontánea, ya que aún estaba ganando. Pero el amor venció al fin y Girdie salió del brazo de Clark mientras Josie nos seguía con el botín. Debo decir que admiro a mi hermano en cierto modo; tener que gastar dinero para proteger sus ganancias debe haber supuesto un conflicto aún más profundo para su espíritu, si es que lo tiene, que dejar la mesa de juego mientras todavía seguía ganando.
El restaurante se halla en la denominada Sala Brasilia, cuya terraza es todavía más espléndida que el casino; su techo es como una noche estrellada incluso con la Vía Láctea y la Cruz del Sur como nadie en la historia las ha visto jamás desde ningún punto de Venus. Los turistas aguardaban su turno para entrar ante una cinta de terciopelo. Nosotros no; todo se limitó a un: «Por aquí, si me hace el favor señor accionista», y nos llevaron hasta una mesa elevada justo al lado de la pista de baile y frente a la orquesta, con una vista perfecta del espectáculo.
Bailamos y tomamos muchas cosas de las que yo nunca había oído hablar. Dejé que me sirvieran una copa de champagne pero no intenté beberla porque las burbujas se me subían por la nariz… Estaba deseando tomar un vaso de leche, o al menos agua, porque gran parte de la comida estaba muy cargada de especias, pero no lo pedí.
Sin embargo, Dexter se inclinó hacia mí y dijo:
—Poddy, mis espías me dicen que te gusta la leche.
—¡Sí!
—Y a mí también. Pero soy demasiado tímido para pedirla a menos que tenga a alguien como excusa.
Alzó un dedo e instantáneamente aparecieron dos vasos de leche.
Pero observé que él apenas tocaba el suyo.
Sin embargo, hasta más tarde no comprendí que me había dejado engañar. Una cantante que tomaba parte en el espectáculo, una muchacha morena, alta y hermosa, vestida como una gitana (si es que los gitanos se vistieron alguna vez de ese modo, cosa que dudo, aunque a ella la anunciaban como «La Rosa de Rumanía») fue pasando junto a las mesas que bordeaban la pista de baile entonando una canción popular en la que intercalaba algunas estrofas oportunas.
Se detuvo ante nosotros; sonriendo, me miró a los ojos, tocó un par de acordes y cantó:
Poddy Fries vino a la ciudad
la bonita y simpática Poddy,
con zapatitos plateados y un traje azul cielo,
la encantadora y querida Podkayne.
Ella ha cruzado el espacio estrellado.
¡Brindemos de nuevo!
Dexter tiene suerte y nosotros también.
¡Brindemos por Poddy!
Todo el mundo prorrumpió en aplausos, Clark se puso a palmear en la mesa y La Rosa de Rumanía me hizo una reverencia. Yo me cubrí el rostro con las manos y empecé a llorar, hasta que recordé que no debía hacerlo o se me correría el maquillaje y me sequé los ojos con la servilleta confiando en no haberlo estropeado mucho. De pronto aparecieron en la sala cubos de plata con botellas de champagne y todo el mundo brindó por mí, poniéndome en pie cuando Dexter se levantó entre un silencio repentino iniciado por un redoble de tambores y un crescendo final de la orquesta.
Yo me había quedado sin habla, y lo único que podía hacer era seguir sentada, y tratar de sonreír cuando él me miraba.
Dexter apuró su copa y la estrelló contra el suelo, lo mismo que en los cuentos; todos le imitaron y durante unos momentos sólo se oyó el estallido de los cristales en toda la sala y yo me sentí como Ozma en el instante en que deja de ser Tip para volver a ser Ozma. ¡Y tuve que esforzarme por recordar mi maquillaje!
Más tarde, cuando ya me sentí de nuevo con el estómago en su sitio y pude levantarme sin temblar, bailé con Dexter otra vez. Es un bailarín maravilloso y te lleva con toda firmeza sin convertir la danza en una lucha libre. Durante un vals lento le dije:
—Dexter, tiraste el vaso de soda a propósito, ¿no es así?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Eso no importa. Pero estoy cada vez más segura de que no fue un accidente.
Se limitó a sonreír y no parecía en absoluto avergonzado.
—Sólo en parte. La verdad es que fui a tu hotel y me llevó casi media hora descubrir con quién habías salido y hacia dónde. Me puse furioso porque sé que papá iba a enojarse muchísimo. Pero te encontré.
Medité en sus palabras y no me gustó lo que implicaban:
—Entonces lo has hecho todo porque tu papá te lo ordenó. Te dijo que estuvieras muy amable conmigo porque soy la sobrina de tío Tom.
—No, Poddy.
—¿Que no? Será mejor que compruebes los circuitos de nuevo. Porque eso es lo que dicen los números.
—No, Poddy. Papá nunca me ordenaría que tratara de entretener a una señora, aparte de una recepción oficial en nuestra quinta, ofrecerle el brazo para llevarla al comedor, ya sabes, todas esas cosas. Se limitó a enseñarme una fotografía tuya y a preguntarme si quería ocuparme de ti. Y yo decidí que sí quería. Pero la fotografía no era demasiado buena, no te hacía justicia.
(Decidí que debía hallar el modo de librarme de María y María. Una muchacha necesita saberse segura de su aislamiento, aunque esta vez no había resultado demasiado mal).
Pero él seguía hablando.
—Cuando te encontré casi no te reconocí. Estabas mucho más hermosa que en la fotografía. Casi no me atreví a presentarme. Entonces tuve la maravillosa idea de convertirlo en un accidente. Me situé a tus espaldas con el vaso de soda casi rozándote el codo esperando que al volverte lo vertieras. Hube de esperar tanto tiempo que el agua no tenía ya ni burbujas y cuando te moviste fue con tal suavidad que yo mismo hube de verterlo para que pareciera un accidente y poder disculparme del modo adecuado.
Su sonrisa era capaz de desarmar a cualquiera.
—Comprendo —dije—, pero mira, Dexter, probablemente la fotografía era muy buena. Éste no es mi propio rostro.
Le expliqué todo lo que había hecho Girdie. Se encogió de hombros.
—Entonces lávatelo algún día en mi honor para que pueda ver a la auténtica Poddy. Estoy seguro que la reconoceré. Mira, querida, la verdad es que el accidente fue sólo un fraude a medias. Estamos empatados.
—¿Qué quieres decir?
—Me bautizaron Dexter, es decir, «diestro», por el nombre de mi abuelo materno. Cuando descubrieron que yo era zurdo se les presentó un problema: o cambiaban mi nombre por el de Sinister, lo cual no suena demasiado bien, o corregían mi tendencia a hacerlo todo con la izquierda. Sin embargo tampoco esto resultó, e hizo de mí el ser más torpe y desmañado de los tres planetas. —¡Y eso me lo decía mientras nos marcábamos un paso dificilísimo!—. Siempre estoy derramando cosas y tropezando con todo. Se me puede seguir la pista por el ruido de las cosas que rompo. Para mí, el problema no era forzar el accidente, sino evitar que el vaso se volcara hasta el instante preciso. —Sonrió con aquella sonrisa tan descarada—. Estoy muy orgulloso de haberlo conseguido. Ahora bien, el que trataran de hacerme diestro consiguió otra cosa de mí. Me hizo un rebelde… y creo que tú lo eres también.
—Quizá.
—Desde luego yo sí lo soy. Todos esperan de mí que llegue a ser algún día presidente de la Corporación como mi padre y mi abuelo. Pero no lo haré. ¡Voy a ir al espacio!
—¡Oh, yo también!
Dejamos de bailar y empezamos a hablar de los vuelos espaciales. Dexter se propone ser un capitán explorador, exactamente como yo. No llegué a admitir plenamente en su presencia todo lo que incluían mis planes; al tratar con un hombre nunca da buenos resultados el permitirle que sepa que tú crees poder hacer exactamente lo mismo que él, o más aún, e incluso mejor. Pero Dexter se propone ir a Cambridge a estudiar paramagnética y mecánica Davis, a fin de estar preparado cuando se construyan las primeras naves realmente estelares. ¡Cielos!
—Poddy, tal vez podamos hacerlo juntos. Hay muchos puestos para mujeres en las naves estelares.
Le dije que así era, sí.
—Pero hablemos de ti, Poddy. En realidad lo que me atrajo no fue que estuvieras mucho más guapa que en la fotografía.
—¿No? —Me sentía ligeramente desilusionada.
—No. Mira. Conozco toda tu historia. Sé que has vivido siempre en Marsópolis. En cuanto a mí, he estado en todas partes. Me enviaron a la Tierra a estudiar; hice el Gran Viaje mientras estaba allí; también he estado en Luna, por supuesto; y conozco toda Venus y Marte. Estuve allí cuando tú eras una niña muy pequeña, y ojalá te hubiera conocido entonces.
—Gracias. —Empezaba a sentirme como un pariente pobre.
—Así que sé exactamente hasta qué punto es espantosamente vulgar Venusberg y la impresión que supone para los que la visitan por primera vez, especialmente para alguien educado en un lugar tan encantador y civilizado como Marsópolis. ¡Oh!, quiero mucho a mi ciudad natal, desde luego, pero sé lo que es. He estado en otros lugares. Mírame, Poddy: lo que más me impresionó de ti fue tu aplomo.
—¿Mi aplomo?
—Ese sorprendente y perfecto saber hacer en circunstancias que necesariamente habían de resultarte extrañas. Tu tío ha estado en todas partes y Girdie también, según imagino. Pero muchos extraños aquí, y mujeres mayores que tú, pierden por completo la cabeza al advertir la vida relajada de Venusberg y se comportan de un modo horrible. Sin embargo, tú te conduces como una reina.
(Me gustaba este hombre. Definitivamente. Después de años y años de «¡quítate de en medio, idiota!», supone mucho para una mujer el que le digan que tiene saber hacer. Ni siquiera me detuve a preguntarme si Dexter se lo diría a todas. ¡No quería saberlo!).
No nos quedamos mucho tiempo más. Girdie dejó bien claro que yo necesitaba mi «sueño de belleza», de modo que Clark volvió a su mesa de juego y Dexter nos llevó al Tannhauser en el Rolls de su papá —o tal vez el suyo propio, no lo sé—, nos besó ceremoniosamente la mano y nos dejó.
Yo había estado preguntándome si intentaría despedirse de mí con un «besito de buenas noches» y estaba decidida a cooperar; pero no lo intentó. Tal vez no sea la costumbre en Venusberg. No lo sé.
Girdie subió conmigo porque yo quería charlar. Me eché en un diván y exclamé:
—¡Oh, Girdie, ha sido la noche más maravillosa de mi vida!
—Tampoco ha sido mala para mí —dijo serenamente—. Desde luego no me supone inconveniente alguno el haber conocido al hijo del presidente de la Corporación. —Y a continuación me anunció que se quedaba en Venus.
—Pero; ¿por qué, Girdie? —pregunté realmente sorprendida.
—Porque estoy arruinada, querida. Necesito un empleo.
—¿Tú? Pero si eres rica. Todo el mundo lo sabe.
Sonrió:
—Era rica, querida. Pero mi último marido acabó con todo. Un tipo optimista y, como compañía, insuperable, pero que no era exactamente el hombre de negocios que él imaginaba. De modo que Girdie tiene ahora que decidirse y ponerse a trabajar. Y para eso Venusberg es mejor que la Tierra. Allá no sería más que la clásica invitada crónica de mis viejos amigos, un parásito que soportarían hasta que se hartaran de mí o hasta que alguno de ellos me diera un empleo por pura misericordia, ya que no sé hacer nada. O bien caería en el fondo y tendría que cambiarme de nombre. Aquí a nadie le importa y siempre hay un empleo para quien quiere trabajar. Yo no bebo ni juego, así que Venusberg me sirve como anillo al dedo.
—Pero ¿qué harás? —Me resultaba difícil imaginarla como algo distinto de la muchacha cuyas fiestas y diversiones eran conocidas incluso en Marte.
—Espero trabajar como croupier. Son los que ganan los sueldos más elevados y me he estado preparando para ello. He hecho prácticas en el bacará y en la ruleta, aunque probablemente habré de empezar a trabajar como cambista.
—¿Cambista? ¡Girdie! ¿Te vestirías de ese modo?
Se encogió de hombros.
—Mi figura no está nada mal y soy muy rápida para contar el dinero. Es un trabajo honrado, Poddy; tiene que serlo. Esas chicas que se encargan del cambio suelen llevar enormes sumas en la bandeja.
Decidí que había metido la pata y me callé. Supongo que es posible sacar a una chica de Marsópolis, pero no se puede sacar del todo a Marsópolis de una chica. Esas cambistas no llevan prácticamente nada encima más que las bandejas cargadas de dinero, pero desde luego era un trabajo honrado y Girdie tiene una figura que volvía locos a todos los oficiales del «Tricornio». Estoy segura de que habría podido casarse con cualquiera de los solteros asegurándose así el porvenir sin el menor esfuerzo.
¿No es más honrado trabajar? Y si es así, ¿por qué no había de capitalizar sus bazas?
Me besó, se despidió de mí y me ordenó que me fuera enseguida a la cama y a dormir. La obedecí pero de dormir, nada. Bueno no sería cambista mucho tiempo, pronto trabajaría como croupier vestida con un hermoso traje de noche y ahorrando el sueldo y las propinas algún día sería una accionista —por lo menos dueña de una acción—, que es todo cuanto uno necesita para asegurarse la vejez en la Corporación de Venus. Y yo vendría visitarla cuando fuera famosa.
Me pregunté si no podría pedirle a Dexter que hablara en su favor a don Pedro.
Y entonces empecé a pensar en Dexter…
Sé que esto no puede ser amor. Estuve enamorada una vez, y esto es completamente distinto. Porque duele.
Por eso mismo resulta maravilloso.