8
Hemos tenido tormenta radiactiva. La verdad, prefiero una colmena llena de abejas furiosas. Y no me refiero a la tormenta en sí; no fue demasiado mala. La radiación subió unas mil quinientas veces por encima de lo normal para el punto en que nos hallamos ahora, a unas ocho décimas de una unidad astronómica del Sol, digamos unos ciento veinte millones de kilómetros en unidades que ustedes puedan comprender. El oficial Savvonavong dice que quizás habría bastado con que los pasajeros de primera clase subieran una cubierta hasta la sección de pasajeros de segunda clase, lo que, desde luego, habría sido mucho más cómodo que permanecer todos, pasajeros y tripulación, apretujados en aquel mausoleo de seguridad máxima del centro de la nave. Los departamentos de segunda clase son estrechos y tristones, y en cuanto a los de tercera… mejor sería viajar como carga. Pero todo esto habría sido una fiesta comparado con lo que supone pasar dieciocho horas en el refugio de radiación.
Por primera vez envidié a la media docena de seres no humanos que viajaban a bordo. Ellos no acuden al refugio, simplemente permanecen encerrados como de costumbre en sus camarotes especialmente acondicionados. No, no es que se les deje morir por efectos de la radiación; estas habitaciones numeradas están casi en el centro de la nave, en la sección de los oficiales y de la tripulación, y tienen su propio casco aislante porque no puede esperarse que un marciano, por ejemplo, abandone el ambiente de presión y humedad que requiere y se una a nosotros, los humanos, en el refugio. Eso equivaldría a meterle en una bañera y sostenerle la cabeza bajo el agua. Si tuviera cabeza, quiero decir.
Sin embargo, supongo que valen más dieciocho horas de incomodidad que hacer todo el viaje encerrado en una pequeña habitación. Durante este tiempo, un marciano se contenta con meditar sobre la diferencia sutil que hay entre cero y nada y no digamos de un venerio: ése se dedica sólo a reposar. Pero yo no. Yo necesito la inquietud con tanta o más frecuencia que el descanso. En caso contrario mis circuitos se funden y me sale el humo hasta por las orejas.
Pero el capitán Encanto no podía saber por adelantado que la tormenta sería corta y relativamente suave; tenía que suponer lo peor y proteger a sus pasajeros y tripulación. Según demostraron más tarde los informes de los instrumentos, habría bastado con que permaneciéramos once minutos en el refugio. Pero adivinar esto significaría tener doble vista y un capitán no salva su nave y las vidas que dependen de él fiándose de esa doble vista.
Estoy empezando a comprender que ser capitán no supone en absoluto una gran aventura, ni el hecho de ser saludado por llevar cuatro tiras doradas en los hombros. El capitán Encanto es más joven que papá y sin embargo tiene tantas arrugas de preocupación que parece mucho más viejo.
Pregunta: Poddy, ¿estás segura de que tienes lo que se necesita para ser capitán de una nave exploradora?
Respuesta: ¿Qué tenía Colón que tú no tengas? Aparte de Isabel, claro. ¡Semper toujours, muchacha!
Antes de la tormenta pasé mucho tiempo en la sala de control. En realidad, la estación meteorológica solar Hermes no nos avisa cuando viene la tormenta; lo que hace es dejar de avisarnos de que no hay tormenta. Esto suena idiota, pero es así.
Los meteorólogos de Hermes están perfectamente seguros, ya que viven bajo tierra en el lado oscuro de Mercurio. Sus instrumentos emergen cautelosamente sobre el horizonte en la zona de crepúsculo y recogen datos sobre el tiempo solar, incluidas telefotos a varias longitudes de onda.
Pero el Sol necesita unos veinticinco días para dar toda la vuelta sobre sí mismo, así que la estación Hermes no puede vigilarlo de continuo. Peor aún, Mercurio, que gira en torno al Sol en la misma dirección que éste, necesita ochenta y ocho días para una revolución completa, de modo que, cuando el Sol se enfrenta de nuevo al punto en que estaba Mercurio, éste se ha movido. Todo ello da por resultado que la estación Hermes se enfrenta exactamente a la misma posición del Sol cada siete semanas poco más o menos.
Indudablemente esto no es suficiente para predecir tormentas que pueden formarse en un par de días, estallar en pocos minutos y acabar con todo en cuestión de segundos.
Por ello, la Luna de la Tierra, la estación satélite de Venus y algunos centros de observación de Deimos colaboran en controlar el tiempo solar. Además, hay que tener en cuenta el tiempo que tarda la estación meteorológica principal de Mercurio en recibir la información desde estas estaciones más distantes. Tal vez quince minutos para Luna y hasta mil segundos para Deimos… lo que no sirve de nada cuando los segundos cuentan.
Ahora bien, el período de tormentas sólo es una parte pequeña del ciclo del Sol como estrella variable, digamos un año, poco más o menos, de cada seis. Años auténticos, quiero decir; años marcianos. El ciclo del Sol es de unos once de esos años terrestres que los astrónomos insisten en seguir utilizando.
Eso hace las cosas mucho más fáciles. Cinco años de cada seis las naves tienen muy pocas probabilidades de ser alcanzadas por una tormenta radiactiva.
Pero durante la estación de las tormentas un capitán inteligente y cuidadoso (y ésos son los únicos que llegan a cobrar la jubilación) planeará su órbita de modo que se encuentre en la peor zona de peligro —digamos dentro de la órbita de la Tierra— sólo mientras Mercurio se halle entre él y el Sol, a fin de que la estación meteorológica Hermes pueda avisarle siempre de un problema inminente. Eso es exactamente lo que ha hecho el capitán Encanto. El «Tricornio» esperó en Deimos casi tres semanas más del tiempo garantizado en los folletos de propaganda de la Línea Triángulo para las visitas turísticas a Marte, con objeto de enfocar su acercamiento a Venus de modo que la estación Hermes pudiera observar y avisar, ya que estamos precisamente en plena estación de las tormentas.
Supongo que a los altos mandos de la Línea les revientan estas demoras tan caras. Quizá pierdan dinero durante la estación de las tormentas. Pero vale más un retraso de tres semanas que perder la nave.
Cuando se inicia la tormenta, las comunicaciones por radio se interrumpen de inmediato: la estación Hermes no puede avisar a las naves que se hallan en el espacio.
Entonces, ¿es imposible? No del todo. La estación Hermes sí ve cómo se forma una tormenta y distingue las condiciones del Sol que, casi con plena certeza, darán lugar muy pronto a una tormenta radiactiva. De modo que envían aviso de tormenta y el «Tricornio» y las demás naves inician sus ejercicios de simulacro de emergencia. Luego esperamos. Un día, dos días, una semana entera… y la tormenta no llega a desarrollarse o bien empieza de pronto a lanzar materia radiactiva en grandes cantidades.
Durante todo este tiempo la estación de radio de guardia en el lado oscuro de Mercurio envía aviso continuo de tormentas, sin descansar un instante, dando un informe completo de la situación meteorológica en el Sol.
De pronto se calla.
Puede ser un fallo de potencia y entonces se echa mano del transmisor secundario. Puede ser un «bajón» en la intensidad sin que por eso haya estallado la tormenta y entonces se reanuda de inmediato la transmisión con unas palabras tranquilizadoras.
Pero es posible también que, sin previo aviso, la primera explosión de la tormenta haya venido a caer sobre Mercurio con la velocidad de la luz y que los ojos y la voz de la estación meteorológica hayan desaparecido devorados por una radiación muy potente.
El oficial de guardia que permanece en la sala de control no puede estar seguro y no se atreve a correr el riesgo. En el instante en que pierde a la estación Hermes aprieta un botón que pone en marcha un gran reloj que sólo tiene segundero. Cuando han pasado cierto número de segundos sin que la estación Hermes dé señales de vida, suena la alarma general. El número exacto de segundos depende del punto en que se halle la nave, de su distancia del Sol y del tiempo que necesite la explosión de la tormenta para llegar a la nave después de haber dado ya en la estación Hermes.
Son éstos los momentos en los que el capitán se muerde las uñas, le salen canas y se gana el sueldo a conciencia… porque tiene que decidir el número de segundos que debe contar en el reloj. En realidad, si la primera explosión, que es la peor, viene a la velocidad de la luz, ya no tiene tiempo de avisar en absoluto porque la interrupción de las señales de radio de Hermes y ese primer estallido procedente del Sol son simultáneos. También puede haber ocurrido que si el ángulo de vuelo no es favorable sólo se haya estropeado su aparato receptor de radio y la estación meteorológica de Hermes siga tratando de alcanzarle con los avisos de última hora. Pero él no lo sabe. Lo único cierto es que, si hace sonar la alarma y envía a todo el mundo corriendo al refugio cada vez que la radio deja de funcionar por unos segundos, los pasajeros y tripulación acabarán por estar hartos y asqueados de sus continuos gritos de: «¡El lobo! ¡Que viene el lobo!», que cuando se presente un verdadero problema tal vez no se muevan con la velocidad suficiente. Y sabe también que el casco exterior de la nave puede detener casi todo lo existente en el espectro electromagnético. Entre los fotones —y no hay otra cosa que viaje a la velocidad de la luz— sólo los rayos X más intensos podrán penetrar hasta la sección de pasajeros, y no todos tampoco. Pero a continuación, retrasándose un poco cada segundo, viene lo que es realmente peligroso: partículas grandes, partículas pequeñas, partículas de tamaño medio, restos todas ellas de explosiones nucleares. Este conjunto se mueve muy aprisa, aunque no exactamente a la velocidad de la luz. Y ha de proteger a sus gentes antes de que todo caiga sobre la nave.
El capitán Encanto fijó una demora de veinticinco segundos de acuerdo con el punto en que estábamos y lo que podía esperarse de los informes meteorológicos. Le pregunté cómo se había decidido por este tiempo y él se limitó a sonreír con cierta amargura y respondió: «Se lo pregunté al fantasma de mi abuelo».
Mientras yo estaba en la sala de control el oficial de guardia conectó cinco veces el reloj y cinco veces se reanudó el contacto con la estación Hermes antes de que se consumiera el tiempo y sonara la alarma.
La sexta vez siguieron pasando los segundos mientras todos reteníamos el aliento y el contacto con Hermes no se reanudó: la alarma sonó como la trompeta del día del Juicio.
El capitán, con el rostro pétreo, dio media vuelta y empezó a bajar la escalerilla que llevaba al refugio antirradiactivo. Yo no me moví porque confiaba en que me dejaran permanecer en la sala de control. Estrictamente hablando la sala de control es parte del refugio radiactivo, ya que se halla exactamente sobre él y envuelta por los mismos cascos de defensa.
(Resulta sorprendente el elevado número de personas que creen que un capitán controla su nave mirando por una ventanilla como si estuviera conduciendo una locomotora antigua. No es así, por supuesto. La sala de control está en el mismo centro de la nave, donde él puede vigilarlo todo con mucha mayor exactitud y conveniencia a través de los paneles de instrumentos. El único punto de mira al exterior que existe en el «Tricornio» se halla en el extremo superior del eje principal a fin de permitir a los pasajeros que miren las estrellas. Pero aún no hemos llegado al punto de perfección de que la masa de la nave proteja este observatorio de la radiación solar, de modo que ha estado cerrado durante todo el viaje).
Sabía que estaba segura en el lugar en que me hallaba, por lo que fui rezagándome procurando sacar ventaja del hecho de ser «la preferida del profesor». Desde luego no quería pasarme horas o días tendida en un estante con mujeres chillonas y tal vez histéricas apretujándome por ambos lados.
¡Qué poco sabía yo! El capitán vaciló sólo un microsegundo antes de iniciar la bajada y gruñó:
—Vamos, señorita Fries.
Y le obedecí. Siempre me llama Poddy y en su voz latía la amenaza.
Los pasajeros de tercera clase ya estaban entrando en manada, puesto que son los que tienen menos distancia que recorrer y los miembros de la tripulación los llevaban a sus puestos. Estos tripulantes habían vivido en perpetua emergencia desde que la estación Hermes nos avisara por primera vez. Habían reforzado las guardias relevándose cada cuatro horas. Parte de los tripulantes había permanecido concentrada en la sección de pasajeros, vestidos con trajes de aislamiento antirradiactivo. Estos hombres no pueden quitarse ese traje tan pesado bajo ningún pretexto hasta que aparecen los relevos vestidos también con ropas aislantes. Se trata de los «cazadores», dispuestos a apostar su vida a que son capaces de registrar a fondo toda la sección de pasajeros, sacar de su escondite a los rezagados y llegar al refugio con la rapidez suficiente para que la radiación letal no se acumule en ellos. Todos son voluntarios y los que están de servicio cuando suena la alarma reciben una paga extra muy considerable; la otra mitad —que tiene la suerte de no estar de servicio en ese momento— recibe también una prima, aunque algo menor.
El primer oficial está a cargo de la primera sección de cazadores y el sobrecargo de la segunda, pero ellos no reciben ninguna paga extra, aunque, según la tradición y la ley, el que está al frente del servicio cuando suena la alarma es el último hombre que penetra en la seguridad del refugio. Esto no me parece muy justo pero ellos, aparte de su obligación, lo consideran un honor.
Otros tripulantes hacen turnos de guardia en el refugio antirradiactivo y están preparados con las listas del pasaje y los diagramas de la distribución de los pasajeros.
Naturalmente el servicio ha sido bastante defectuoso últimamente, ya que muchos tripulantes faltan de sus puestos habituales con objeto de atender con toda urgencia su cometido en cuanto suene la alarma. La mayoría de esas guardias de emergencia corren a cargo de los camareros y empleados, pues los ingenieros y los responsables de las comunicaciones no pueden abandonar sus puestos. Por ello el servicio de comedor se demora casi el doble de lo habitual, el del salón es prácticamente inexistente y los camarotes no se arreglan hasta última hora de la tarde.
Naturalmente, pensarán ustedes, los pasajeros se hacen cargo de lo absolutamente necesario de tal austeridad temporal y se muestran agradecidos, pues saben que todo se hace por su seguridad.
¿De veras? Queridos míos, si así lo creen es que pueden tragarse lo que sea. Les aseguro que no sabrán lo que es la realidad hasta que hayan visto a un viejo y rico terrícola privado de algo a lo que cree tener derecho porque lo ha pagado y está incluido en el precio del billete. Yo he visto a un hombre, quizá tan viejo como tío Tom y desde luego lo bastante mayor para ser más prudente, al que casi le dio un ataque: se puso de color púrpura, realmente púrpura, y empezó a gruñir sólo porque el camarero del bar no acudió al instante para traerle un paquete nuevo de cartas.
El camarero del bar llevaba en ese momento ropas aislantes y no podía abandonar el área que tenía asignada y el camarero del salón trataba de estar en tres lugares a la vez y de atender asimismo las llamadas de los camarotes. Pero eso no tenía la menor importancia para nuestro simpático compañero de navegación; cuando ya sus palabras eran incoherentes amenazó con demandar a la Línea y a todos sus directores.
No todo el mundo es así, por supuesto. La señora Grew, aunque muy gorda, se ha estado haciendo la cama y jamás se ha mostrado impaciente. E incluso otros que por lo general suelen exigir muchos servicios han tratado con optimismo de sacar el mejor partido posible de la situación.
Pero algunos actúan como niños enfurruñados, lo que si no es bonito en un niño, mucho menos lo será en los viejos.
En el instante en que seguí al capitán hasta el refugio antirradiactivo descubrí cuán eficientes pueden ser los servicios del «Tricornio» cuando realmente importa. Me levantaron en el aire como si fuera una pelota y me fueron pasando de mano en mano. Por supuesto, estando tan próxima al eje principal, no llego a pesar mucho con una décima parte de la gravedad, pero eso la deja a una sin aliento. Otras manos me depositaron sobre mi litera, previamente extendida, con la misma indiferencia y serenidad con que el ama de casa va almacenando la ropa limpia en los estantes. Una voz gritó: «¡Fries, Podkayne!», a lo que otra contestó: «¡Comprobado!».
A mi alrededor, el espacio se llenaba a toda prisa. Los tripulantes trabajaban con la misma eficiencia serena de una máquina automática que va distribuyendo el correo. En algún lugar lloraba un niño y por encima de sus chillidos oí decir al capitán:
—¿Entró ya el último?
—El último, capitán —respondió el sobrecargo— ¿cómo ha ido el tiempo?
—Dos minutos treinta y siete segundos. Los muchachos ya pueden empezar a calcular su paga porque esto no es un simulacro.
—No pensé que lo fuera, capitán, también yo he ganado la apuesta a mi compañero.
Entonces el sobrecargo pasó ante mi litera llevando a alguien en brazos; traté de incorporarme, me di un porrazo en la cabeza y casi se me salieron los ojos.
La pasajera que llevaba se había desmayado y su cabeza pendía inerte sobre el hombro del sobrecargo. Al principio no distinguí quién era, ya que aquel rostro era de un rojo brillante. Luego la reconocí y casi me desmayé. La señora Royer.
Naturalmente el primer síntoma de cualquier exposición a la radiación es un eritema. Basta una quemadura solar o un simple descuido con una lámpara ultravioleta y lo primero que se ve es que la piel se enrojece o adopta incluso una coloración rojo brillante.
Pero ¿era posible que la señora Royer se hubiera visto alcanzada en un tiempo mínimo por una radiación tan extraordinaria, hasta el punto de que su piel estuviera tan quemada, como la peor quemadura de sol que se puede imaginar? ¿Y sólo por ser la última en entrar?
En ese caso no se había desmayado; estaba muerta.
Y si eso era cierto, lo sería igualmente que los últimos pasajeros en llegar al refugio habían recibido una cantidad excesiva de radiaciones. Tal vez no se sintieran enfermos de momento, o durante horas; quizá no murieran en algunos días, pero ya podían considerarse tan muertos como si estuvieran tendidos, rígidos y helados.
¿Cuántos? No había modo de adivinarlo. Posiblemente —probablemente, me corregí— todos los pasajeros de primera clase. Eran los que tenían más distancia que recorrer hasta el refugio y, por consiguiente, los más expuestos.
Tío Tom y Clark…
De pronto sentí náuseas de terror y deseé no haber estado en la sala de control. Si mi hermano y tío Tom morían yo no quería seguir viviendo.
No creo que perdiera mucho tiempo compadeciendo a la señora Royer. Claro que sentí una fuerte impresión al ver aquel rostro púrpura pero, sinceramente, aquella mujer no me gustaba. La juzgaba un parásito con opiniones despreciables y si hubiera muerto de un fallo cardíaco no creo sinceramente que ello me hubiese afectado el apetito. Ninguno de nosotros va por ahí lamentándose por los millones y billones de personas que han muerto en el pasado, ni por los que aún viven o están aún por nacer y cuya herencia más segura, incluida Podkayne Fries, es la muerte. ¿Por qué pues derramar lágrimas estúpidas solamente porque da la casualidad que te encuentras al lado de alguien que no te gusta, de alguien que en realidad desprecias, cuando llega al fin de su camino?
En cualquier caso, no tenía tiempo para lamentarme por la señora Royer. Mi corazón estaba abrumado de dolor por mi hermano y mi tío. Lamentaba no haber sido más dulce con tío Tom en vez de tratar de dominarle y querer siempre que él dejara lo que tenía entre manos para ayudarme con mis problemitas tontos. Lamentaba asimismo las muchas veces que me había peleado con mi hermano. Después de todo, él era un niño y yo una mujer; debía de haberle disculpado.
Las lágrimas corrían de mis ojos y casi me perdí las primeras palabras del capitán.
—Compañeros de navegación —empezó con voz firme y tranquilizadora—, tripulantes y pasajeros: esto no es un simulacro. Es en realidad una tormenta radiactiva.
»No se alarmen; todos y cada uno de nosotros estamos en perfecta seguridad. El médico ha examinado el contador de radiación personal del último pasajero en llegar al refugio. Está dentro de los limites de seguridad. Incluso si se le añadiera la exposición acumulada del tripulante más expuesto el total seguiría estando dentro del máximo de conservación para la salud personal y la higiene genética.
»Permítanme repetirlo. Nadie ha resultado dañado. Nadie va a sufrir daño. Sencillamente tendremos que soportar ligeros inconvenientes. Me gustaría poder decirles el tiempo que habremos de permanecer en la seguridad de este refugio. Pero no lo sé. Tal vez sean unas pocas horas; quizá varios días. La tormenta radiactiva de mayor duración que consta en los informes fue inferior a una semana. Esperamos que el viejo Sol no esté tan malhumorado esta vez. Pero, hasta que la estación meteorológica Hermes nos avise que ha terminado la tormenta, habremos de permanecer aquí. Una vez sepamos que ha terminado, no suele llevar mucho tiempo la revisión de la nave a fin de comprobar que sus habitaciones ya no ofrecen el menor peligro. Hasta entonces mantengan la calma y sopórtense con paciencia unos a otros.
Empecé a sentirme mejor en cuanto el capitán comenzó a hablar. Su voz era hipnótica y producía ese efecto tranquilizador del «todo irá mejor ahora» con que una madre calma a su pequeño. Me relajé, aunque todavía me sentía débil por efectos de la alarma.
Pero de pronto empecé a preocuparme. ¿No sería que el capitán Encanto nos decía que todo iba bien cuando realmente todo iba mal, sencillamente porque era demasiado tarde y no podía hacerse nada al respecto?
Pensé en todo cuanto había aprendido acerca del envenenamiento por radiación, desde la higiene más elemental que enseñan en los jardines de infancia hasta la cinta propiedad del oficial Clancy que había estudiado aquella misma semana.
Y decidí que el capitán nos había dicho la verdad.
¿Por qué? Pues porque, aun cuando hubieran sido ciertos mis peores temores y nos hubiésemos visto atacados por la tormenta tan inesperadamente y con la misma violencia que si un arma nuclear hubiera explotado junto a nosotros, siempre puede hacerse algo. Estaríamos divididos en tres grupos: los que no habían recibido el menor daño y no iban a morir (desde luego todos los que estaban en la sala de control, o en el refugio, cuando estalló la tormenta, más casi todos o todos los pasajeros de tercera clase si habían llegado con rapidez); un segundo grupo sometido a una exposición tan terrible que morirían con toda seguridad por mucho que se hiciera por ellos (digamos los pasajeros en la sección de primera clase); y un tercer grupo, cuyo número ignoraba, sometido a una exposición peligrosa pero que se salvaría con un tratamiento rápido y drástico.
Los cuidados médicos habrían ya empezado. Primero comprobarían nuestros contadores de exposición y nos separarían en grupos: los que estaban en peligro y requerían ese tratamiento rápido, los que iban a morir de todos modos (a quienes se apartaría a un lado y se daría inyecciones de morfina) y los que estábamos completamente a salvo, que seríamos retenidos para evitar que estorbáramos o se nos pediría que acudiéramos a ayudar a los que aún podían salvarse.
Todo eso era seguro. Pero el caso es que no había nada en marcha, nada… sólo los bebés que lloraban y un murmullo de voces. ¡Vaya, si ni siquiera habían comprobado los contadores de exposición de la mayoría de nosotros! Lo más probable era que el médico sólo hubiese comprobado los de los últimos en llegar al refugio.
Por tanto el capitán nos había dicho toda la verdad sencilla y consoladora.
Me encontré tan bien de pronto que ni siquiera me pregunté por qué la señora Royer tendría aquel aspecto de tomate maduro. Me relajé consolándome con el pensamiento dichoso de que el querido tío Tom no iba a morir y de que mi hermano pequeño seguiría viviendo para causarme todavía muchos quebraderos de cabeza. Estaba así adormecida cuando, de pronto, me despertó repentinamente la mujer que estaba a mi derecha con sus alaridos: «¡Déjenme salir de aquí! ¡Déjenme salir de aquí!».
¡Entonces sí que vi una acción de emergencia rápida y drástica!
Dos miembros de la tripulación se acercaron a toda prisa a nuestro estante y la cogieron. Una azafata venía pegada a ellos. Le dio un bofetón en la boca y le clavó una aguja hipodérmica en el brazo. Luego la sostuvieron hasta que dejó de chillar. Cuando quedó al fin quieta y callada, uno de los tripulantes la tomó en brazos y se la llevó a otra parte.
Poco después apareció una azafata que recogió los contadores de exposición y repartió tabletas para dormir. La mayoría las tomó, pero yo me resistí; no me gustan las píldoras por principio, y desde luego no iba a tomarme una que me atontara, con lo que me perdería todo lo que iba a pasar. La azafata se mostró insistente, pero también yo puedo ser espantosamente terca, así que se encogió de hombros y se fue. A continuación hubo tres o cuatro casos más de claustrofobia galopante, o tal vez sólo ganas de chillar y llamar la atención, no lo sé. Todos fueron atendidos rápida y discretamente y pronto reinó la paz en el refugio a no ser por los ronquidos, algunos susurros y el sonido constante y débil del llanto de los niños.
No hay bebés en primera clase, ni muchos niños de cualquier edad. En segunda clase viajan algunos niños, pero en tercera hay superabundancia de ellos: cada familia parece que tenga al menos un pequeño. Por eso están allí, naturalmente. Casi todos los pasajeros de tercera clase son gentes de la Tierra que emigran a Venus. Estando la Tierra tan abarrotada, un hombre con familia numerosa alcanza con facilidad el punto en que la emigración a Venus le parece la mejor salida de una situación casi imposible, de modo que firma un contrato de trabajo y la corporación de Venus le paga los billetes como adelanto contra su salario.
Supongo que está bien. Ellos han de emigrar y Venus necesita tanta gente como pueda conseguir. Pero me alegro de que la República de Marte no subvencione la inmigración, o nos veríamos invadidos. Nosotros aceptamos inmigrantes, pero son ellos quienes tienen que pagarse el viaje y han de depositar los billetes de vuelta en la Cámara de P.E.G., billetes que no pueden canjear por dinero efectivo en un plazo de dos años de los nuestros.
Eso también está muy bien. Por lo menos la tercera parte de los inmigrantes que llegan a Marte no saben ajustarse al nuevo ambiente. Sienten nostalgia y desaliento, y utilizan esos billetes de vuelta para regresar a la Tierra. Me resulta imposible comprender que haya alguien a quien no le guste Marte pero, si no les gusta, es mejor que no se queden.
Seguí tumbada en la litera pensando en esto, un poquito excitada y un poquito aburrida, pero preguntándome sobre todo por qué no se hacía algo por aquellos pobres niños.
Las luces se habían amortiguado al mínimo y, cuando alguien se acercó a mi litera, al principio no pude ver quién era.
—¿Poddy? —La voz de Girdie llegaba hasta mí en un susurro pero clara—. ¿Estás ahí?
—Claro. ¿Qué pasa, Girdie? —Intentaba hablar también en susurros.
—¿Sabes cambiar los pañales a un niño?
—¡Por supuesto que sí! —De pronto me pregunté qué tal estaría Duncan y me di cuenta de que hacía días que no pensaba en él. ¿Me habría olvidado? ¿Conocería a su mamita Poddy la próxima vez que me viera?
—Entonces ven, cielo. Hay mucho trabajo que hacer.
¡Vaya si lo había! La parte inferior del refugio, cuatro niveles por debajo de mi litera, justo sobre el espacio de la maquinaria, estaba dividida en cuatro secciones, tres de las cuales estaban ocupadas por dos enfermerías —una para hombres y otra para mujeres— y por una pobre imitación de un departamento para niños que no tenía más de dos metros de lado. En tres de sus muros estaban colocados los niños, en cestas de lona colgadas de las paredes, y aún había algunos más en la enfermería de las mujeres. La gran mayoría de los bebés estaba llorando.
En el estrechísimo espacio que quedaba en medio de aquel escándalo trabajaban dos azafatas cambiando pañales a toda prisa sobre un mostrador apenas lo suficientemente ancho adosado a la pared restante. Girdie se acercó a una de ellas y le dio un golpecito en el hombro:
—Muy bien, muchachas, han llegado los refuerzos. Así que id a descansar y a comer algo.
La mayor intentó una débil protesta, pero las dos se sintieron inmensamente felices de tomarse un respiro, de modo que se marcharon y Girdie y yo nos lanzamos a la tarea. Ignoro cuánto tiempo trabajamos, pues ni siquiera teníamos tiempo para pensar en ello; siempre había más de lo que podíamos hacer y nunca llegábamos a acabar con todo. Pero eso era mejor que estar tumbada en un estante contemplando otra litera a pocos centímetros de la nariz. Lo peor de todo era que no había, sencillamente, bastante sitio. Yo trabajaba con los brazos pegados al cuerpo para no tropezar con Girdie por un lado y con una cesta que me estaba torturando por el otro.
No es que me queje. El ingeniero que diseñó el refugio del «Tricornio» se había visto forzado a colocar el máximo de personas en el menor espacio posible. No había modo de hacerlo de otra forma y que dispusiéramos de niveles suficientes para refugiarnos en una tormenta. Dudo que se preocupara demasiado por si había sitio para cambiarles los pañales a los niños y mantenerlos secos; tenía bastante con preocuparse de mantenerlos vivos.
Pero eso no se lo puedes explicar a un bebé.
Girdie trabajaba sin pérdida de tiempo, con una eficacia y rapidez que me sorprendieron; jamás habría adivinado que ella hubiese tenido alguna vez un niño en brazos. Pero sabía lo que se hacía, incluso era más segura que yo.
—¿Dónde están sus madres? —pregunté con toda intención, queriendo decir: «¿Por qué no están aquí esas gandulas ayudándonos en vez de dejárselo todo a las azafatas y a algunas voluntarias?».
Girdie me entendió:
—La mayoría de ellas, todas quizá, tienen otros niños pequeños que cuidar, no pueden atender a todo. Algunas se pusieron histéricas y ahora están durmiendo —señalaba con un gesto hacia la enfermería.
Me callé, pues aquello tenía lógica. En aquellos nichos estrechos en los que estaban encajados los pasajeros era imposible atender con comodidad a un chiquitín y, si cada madre trataba de traer aquí a su nene cada vez que necesitara cambiarlo, el embotellamiento de tráfico sería indescriptible. No. Este trabajo en cadena era imprescindible. Dije:
—Nos estamos quedando sin pañales.
—Están en un armario detrás de ti. ¿Viste lo que le sucedió al rostro de la señora García?
—¿Cómo? —me incliné a sacar más pañales—. Querrás decir la señora Royer, ¿no?
—Quiero decir las dos. Pero yo vi primero a la encopetada señora García y le pude echar una buena ojeada mientras trataban de tranquilizarla. ¿No la viste tú?
—No.
—Pues asómate un instante a la sala de mujeres en cuanto puedas. Su rostro tiene el color amarillo cromo más impresionante que se haya podido ver en un bote de pintura, y no digamos en un rostro humano.
Me quedé atónita.
—Es curioso. Yo vi a la señora Royer de un rojo brillante, no amarillo. Girdie, ¿qué diablos les sucedió?
—Estoy bastante segura de saber lo que sucedió —contestó Girdie lentamente—, pero nadie puede imaginarse el cómo.
—No te entiendo.
—Los colores lo revelan. Son los tonos exactos de dos de los tintes activados por agua que se utilizan en fotografía. ¿Sabes algo de fotografía?
—No mucho —contesté. No iba a admitir lo poco que sabía porque Clark es un fotógrafo amateur casi perfecto. Y tampoco iba a mencionar eso.
—Bueno, pero sí habrás visto a alguien sacando fotos. Aprietas el botón y ya tienes la foto… sólo que la foto no existe todavía. Aquello está tan transparente como el cristal. Así que lo metes en agua y lo dejas unos treinta segundos. La foto sigue sin verse. Entonces lo ponen en cualquier lado a la luz, y la foto empieza a aparecer… y cuando los colores son ya lo bastante brillantes para tu gusto la cubres y la dejas que acabe de secarse en la oscuridad para que los colores no sean demasiado fuertes. —Reprimió una risita—. Por los resultados, yo diría que no se cubrieron el rostro a tiempo de detener el proceso. Probablemente trataron de quitárselo frotando y eso lo empeoró más.
Dije en tono desconcertado —y lo estaba realmente, pues había algo que se me escapaba—:
—Todavía no comprendo cómo pudo pasarles tal cosa.
—Ni tú ni nadie. Pero el médico tiene una teoría. Alguien anduvo manipulando sus toallas.
—¿Qué?
—Alguien en la nave debe tener una provisión de esos tintes puros. Ese alguien empapó dos toallas en los tintes inactivos, es decir, incoloros, y las secó cuidadosamente en la oscuridad total. Luego, ese mismo alguien se introdujo con las dos toallas preparadas en los dos camarotes y las cambió por las que encontró allí en los toalleros. Esta última parte no debió resultar muy difícil para alguien con los nervios bien templados. A veces cambian las toallas del camarote, a veces no, y al fin y al cabo todas las toallas son del mismo dibujo. ¿Quién iba a saberlo?
«¡Espero que nadie!», dije para mí, y añadí en voz alta:
—Supongo que nadie.
—No, desde luego. Pudo ser una de las camareras o cualquiera de los pasajeros. Pero el verdadero misterio es saber de dónde salieron los tintes. La tienda de la nave no los tiene, sólo vende rollos de película preparada, y el médico dice que él sabe lo bastante de química para estar dispuesto a jugarse la vida a que sólo un químico especializado y utilizando un laboratorio idóneo sería capaz de aislar los tintes puros de un rollo de película. Cree también que, puesto que los tintes no se fabrican siquiera en Marte, ese alguien debe ser un pasajero que abordara la nave en la Tierra. —Girdie me miró y sonrió—. Así que tú no eres sospechosa, Poddy. Pero yo sí.
—¿Por qué eres sospechosa? —pregunté—. ¿Por qué habías de serlo? ¡Qué idiotez! —En mi interior pensaba que si yo no era sospechosa, Clark tampoco.
—Sí, es una idiotez porque yo no habría sabido hacerlo ni aun disponiendo de los tintes. Pero no lo es si pensamos que podría haberlos comprado antes de salir de la Tierra. Tampoco tengo razones para apreciar a ninguna de esas dos.
—Nunca te he oído decir una palabra contra ellas.
—No, pero ellas sí han dicho miles contra mí y la gente tiene oídos. Así que soy sospechosa, Poddy. Pero no te preocupes por ello. No fui yo, de modo que resulta imposible demostrar que lo hiciera. —Se rió—. Y espero que no cojan nunca al que lo hizo.
Ni siquiera contesté: «¡Y yo también!», porque yo sí sabía de una persona capaz de hallar el modo de aislar el tinte puro de un rollo de película sin un laboratorio completo de química y estaba comprobando mentalmente a toda velocidad las cosas que había descubierto al registrar la habitación de Clark.
No había habido nada en su camarote que pudiera contener tintes fotográficos. No, ni siquiera películas.
Lo que no viene a demostrar nada, tratándose de Clark. Sólo espero que tuviera cuidado con las huellas dactilares.
Pronto llegaron otras dos azafatas y dimos el biberón a todos los bebés. Luego Girdie y yo nos las arreglamos para lavarnos un poco y tomar algo de pie. Volví a mi litera y, con gran sorpresa por mi parte, me quedé profundamente dormida.
Debí dormir tres o cuatro horas, porque me perdí el gran acontecimiento: el nacimiento del bebé de la señora Dickson. Ésta figura entre los emigrantes de la Tierra a Venus y no debía dar a luz hasta mucho después que llegáramos allí; supongo que tanta excitación apresuró las cosas. De todos modos, cuando se inició el parto la llevaron a la enfermería y el doctor Torland le echó una mirada y ordenó que la trasladaran a la sala de control, el único lugar dentro del espacio antirradiactivo con sitio suficiente para atenderla como es debido.
De modo que allí nació la nena, en la sala de control, entre el estante de las cartas hidrográficas y la computadora. El doctor Torland y el capitán Encanto son los padrinos y la azafata más antigua la madrina. Le van a poner Radiante, un retruécano algo soso pero bastante bonito.
Dispusieron una incubadora para Radiante allí mismo, en la sala de control antes de llevarse a la señora Dickson a la enfermería y darle algo para que durmiera. El bebé todavía seguía allí cuando me desperté y oí hablar del caso.
Decidí aprovechar que el capitán estaba de mejor humor para llegarme a la sala de control y asomé la cabeza:
—Por favor, ¿podría ver a la nena?
El capitán pareció enojado, luego sonrió ligeramente y dijo:
—De acuerdo, Poddy, echa una ojeada y vete.
Eso hice. Radiante pesa como un kilo y, francamente, parece un gatito que nadie querría quedarse. Pero el doctor Torland dice que va bien y que llegará a ser una chica sana y fuerte, más bonita que yo. Supongo que sabe de lo que habla, pero si va a ser alguna vez más bonita que yo le falta mucho camino por recorrer. Tiene casi el mismo color que la señora Royer, no es más que un puñadito de arrugas.
Pero indudablemente superará todo eso porque parece una de las últimas fotografías de la serie de un libro escolar muy bueno que se llamaba El milagro de la vida y las primeras fotografías de esa serie eran todavía más repugnantes. Probablemente es mejor que no podamos ver a los bebés hasta que estén dispuestos a hacer su debut, porque si no la raza humana perdería todo interés en ellos y se extinguiría. Y pienso que aún sería mejor si pudiéramos poner huevos. La maquinaria humana no es todo lo perfecta que podría ser, en especial el género femenino.
Regresé abajo, donde estaban los niños un poco mayores que Radiante, para ver si me necesitaban. En ese momento no, ya que les habían dado de comer de nuevo y una azafata y una joven a la que nunca había visto estaban allí de servicio y juraron que sólo llevaban trabajando unos minutos. De todas formas preferí quedarme un poco más por allí antes que volver a la litera. Pronto simulé que servía para algo moviéndome junto a las que realmente trabajaban, comprobando si los bebés estaban secos y pasándoles los que había que cambiar en cuanto quedaba un poco de espacio disponible.
Eso dio cierta velocidad al proceso. De pronto saqué a un pequeñín que pateaba furioso en su cesto y estaba meciéndole cuando la azafata alzó la vista y dijo:
—Ya estoy libre para cambiarle.
—¡Oh, no está mojado! —contesté—. Lo único que le ocurre es que se siente solo y necesita cariño.
—No tenemos tiempo para eso.
—Yo no estoy tan segura —repliqué.
Lo peor de aquel cuarto de niños en miniatura era el escándalo reinante. Los bebés se despertaban unos a otros, se molestaban y el volumen seguía aumentando. Sin duda todos se sentían abandonados y probablemente estaban asustados. Al menos así me habría sentido yo.
—La mayoría de ellos —proseguí— necesitaban cariño más que ninguna otra cosa.
—Todos han tenido ya su biberón.
—Un biberón no puede hacerles mimitos.
No me contestó y se limitó a seguir comprobando si estaban secos. Pero, en mi opinión, lo que yo había dicho no era ninguna tontería. Un bebé no entiende lo que dices, ni sabe dónde está si le pones en un lugar extraño, ni lo que ha sucedido. Así que llora y necesita que le tranquilicen.
Precisamente entonces apareció Girdie.
—¿Puedo ayudar? —preguntó.
—Ya lo creo que sí. Ea, coge a éste.
En unos instantes conseguí hacerme con tres chicas de poco más o menos mi edad y tropecé con Clark que iba por los corredores de los distintos niveles en vez de estarse quieto en su litera asignada, así que le traje a él también. La verdad es que no tenía demasiadas ganas de ofrecerse voluntario, pero hacer algo era un poco mejor que no hacer nada, así que vino.
Era imposible echar mano de más ayuda pues el lugar de que disponíamos para movernos era prácticamente inexistente, pero conseguimos arreglarlo haciendo que dos de las que mecían a los niños se metieran en las enfermerías mientras yo, la maestra de ceremonias, permanecía al pie de la escalera corriéndome de un lado a otro para que todos pudieran entrar y salir del cuarto de baño y subir la escalera. Girdie, que era la más alta, me alcanzaba los bebés más chillones para que los atendieran y a los mojados para que los cambiaran y viceversa: los ya secos de vuelta a sus cestitos, a menos que empezaran a chillar; los otros, ya tranquilos por haber sido acunados, también a dormir en paz.
Al menos siete bebés podían recibir atención personal de inmediato y a veces hasta diez u once porque, a una décima de la unidad estándar de gravedad, no se nota el cansancio en los pies y un niñito, apenas pesa nada. Es muy fácil sostener uno en cada brazo y eso es lo que hacíamos.
En diez minutos habíamos acallado aquel escándalo, reduciéndolo a un susurro ocasional que también cesaba pronto. Nunca imaginé que Clark perseverara en su tarea, pero se quedó probablemente porque Girdie formaba parte del equipo. Con aire de noble determinación en el rostro, algo que jamás había visto antes en él, mecía a los bebés e incluso le oí decir: «Ea, ea, cariñito», y «Vamos, vamos, cielito», como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. Y lo que es más, aquello parecía gustar a los bebés. Clark era capaz de tranquilizarlos y dormirlos más aprisa que cualquiera de nosotras. ¿Hipnotismo quizá?
Así seguimos durante varias horas: nuevas voluntarias iban llegando y las agotadas se retiraban. Cuando me relevaron me tomé a toda prisa un tentempié y luego me tendí en la litera por una hora antes de volver al servicio.
Estaba de nuevo en el mostrador de los pañales cuando el capitán Encanto habló por el altavoz:
—Atención, por favor: dentro de pocos minutos se cortará la potencia y la nave quedará sin gravedad mientras se hace una reparación en el casco exterior. Que todos los pasajeros se sujeten con correas. Los miembros de la tripulación deben tomar precauciones para la pérdida de gravedad.
Acabé rápidamente de cambiar al bebé que tenía entre manos, no se puede soltar a un niño así como así. Mientras tanto, los que estaban acunando a los nenes los devolvieron a sus cestitos y todo el equipo de voluntarias corrió a sus literas para atarse. La rotación de la nave cesó. Un giro cada doce segundos es algo que sencillamente no se advierte en el centro de la nave, pero sí se advierte cuando cesa. La azafata que estaba conmigo en el mostrador dijo:
—Poddy, sube y átate. De prisa.
—No seas boba, Bergitta —respondí—. Hay trabajo que hacer. —Y metí al bebé que acababa de cambiar en su cesto y corrí la cremallera.
—Eres una pasajera. ¡Esto es una orden, por favor!
—¿Quién va a cuidar de todos estos bebés? ¿Tú sola? ¿Y qué me dices de los cuatro que están en la enfermería de las mujeres?
Bergitta me miró aterrada y corrió a recogerlos. Las demás azafatas estaban muy ocupadas comprobando las correas y nadie volvió a lanzarme de nuevo el «esto es una orden». Bergitta sujetó a toda prisa el mostrador de los pañales al muro, así como los cestos de los niños. Yo los iba revisando a toda prisa y comprobé que casi todos estaban con la cremallera sin correr, situación lógica mientras andábamos sacándolos y metiéndolos, pero no ahora, puesto que la cremallera es para el niño como las correas para el adulto: le retiene cómoda y firmemente dejando sólo la cabeza fuera.
Aún no había terminado de cerrarlas todas cuando sonó la sirena y el capitán cortó la potencia.
¡Caray! ¡Menudo escándalo! La sirena despertó a los bebés que ya dormían y asustó a los que estaban despiertos. Todos aquellos gusanitos se pusieron a gritar a pleno pulmón.
Un bebé, cuya cremallera aún estaba por correr, se salió del cestito y quedó flotando en medio de la sala. Conseguí agarrarle por una pierna pero, con la pérdida de gravedad, el bebé y yo empezamos a ir de un lado a otro chocando suavemente contra los muros. La caída libre resulta muy desagradable cuando uno no está acostumbrado y yo admito que no lo estoy. O no lo estaba.
La azafata consiguió agarrarnos a los dos, metió al chiquitín en su bolsa y corrió la cremallera mientras yo me agarraba a una manilla. En aquel momento dos más se salieron de sus cestos.
Esta vez lo hice un poco mejor. Alargué el brazo libre sin soltarme y retuve a uno mientras Bergitta se cuidaba del otro. Ella puede manejarse perfectamente en gravedad cero, con movimientos graciosos y nada bruscos, como una bailarina en una película de cámara lenta. Mentalmente tomé nota de que debía adquirir ese arte.
Pensé que había terminado la emergencia, pero me equivocaba. A los bebés no les gusta la pérdida de la gravedad; les asusta. También les altera notablemente el control de los esfínteres. Claro que esto último podíamos ignorarlo de momento, pero los pañales no llegan a todo y por desgracia unos seis o siete niños acababan de comer.
Ahora comprendo por qué todas las azafatas han de tener el título de enfermeras. En los cinco minutos siguientes evitamos que se ahogaran cinco niños. Es decir, Bergitta le limpió la garganta al primero que estaba vomitando y tragándose el vómito de nuevo con peligro de ahogarse y yo, después de ver cómo lo hacía, me dediqué a otro que estaba en apuros mientras ella cogía al tercero, etcétera.
Luego nos lanzamos con entusiasmo a limpiar el ambiente con pañales limpios porque… Miren, amigas, si alguna de ustedes lo pasó mal porque su hermanito le vomitó encima de su traje de fiesta, traten de pensar lo que puede ser esa pérdida repentina de gravedad cuando aquello no se detiene en ningún sitio en particular, sino que flota como humo hasta que o tú te apoderas de ello, o ello se apodera de ti.
Y de seis niños. Y en una habitación pequeña.
Para cuando habíamos limpiado todo aquel follón, o al menos la mayor parte, estábamos empapadas en leche agria desde la raya del pelo hasta los tobillos. En eso el capitán nos avisó de que nos preparáramos para la aceleración que, para alivio nuestro, vino casi en seguida. Apareció la jefe y se horrorizó al descubrir que no me había sujetado con correas. Le respondí con gran altivez que se fuera al diablo si bien utilizando otras palabras más corteses y adecuadas a mi edad y sexo y le pregunté qué habría pensado el capitán Encanto si un bebé moría ahogado por su propio vómito sólo porque yo, obedeciendo las órdenes, me había atado. Bergitta me apoyó y le dijo que yo había limpiado la garganta al menos a dos niños o quizá más… había estado demasiado ocupada para contarlos.
La señora Peal, la azafata jefe, cambió de tono a toda prisa, se disculpó, me dio las gracias, suspiró, se secó la frente y tembló. Bien se veía que estaba medio muerta de fatiga. Sin embargo comprobó personalmente el estado de todos los niños y se marchó corriendo. Pronto nos relevaron y Bergitta y yo entramos al lavabo de señoras y tratamos de limpiarnos un poco. No sirvió de mucho, ya que no teníamos ropa limpia para cambiarnos.
Cuando escuché el «pasó el peligro», me pareció como si se abrieran las puertas del cielo. El baño caliente que tomé era como estar en él, con todos los ángeles cantando. La cubierta A ya había sido examinada a fin de comprobar el nivel de radiación y declarada totalmente segura mientras se hacía la reparación en el exterior de la nave. Según me dijeron, ésta había sido pura rutina. Algunas antenas y receptores del casco exterior no pueden resistir una tormenta radiactiva y, al terminar ésta, un equipo de reparación debe acudir a sustituirlos. Esto es normal e inevitable, como reemplazar las bombillas fundidas en casa. Pero los que lo hacen reciben la misma paga extra que los que van recogiendo a los pasajeros rezagados. Porque el viejo Sol podría dejarlos allí mismo sólo con que se le ocurriera hacerlo.
Me sumergí en el agua caliente y limpia y pensé lo horribles que habían sido aquellas dieciocho horas. Aunque, pensándolo bien, no lo habían sido tanto; después de todo es mucho mejor pasarlo mal que morirse de aburrimiento.